CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Lentamente llegó la hora prevista para el regreso a Sevilla. Aquel viaje que a la ida había sido pura vida y algarabía se tornó en un melancólico retorno. Apenas los cinco compañeros de viaje compartieron algunos diálogos triviales, sentados con los ancianos en la cubierta de la barcaza, mientras el sol y la fina brisa los acariciaban. El mismo céfiro apacible, mas un semblante lánguido en los viajeros. Una despedida protocolaria, un último roce de sus dedos, fue lo único que los amantes pudieron brindarse sobre aquel bullicioso muelle fluvial de Sevilla. Alonso besó a su madre, que lloraba de emoción al verlo, y a su tío, que lo abrazaba con afecto fraterno. Aguardaron sobre el arenal lo indecible, hasta regalarse una última mirada. Al subir al coche que la trasladaría al convento, Constanza volvió la cabeza un segundo buscando a su amado. Una vez más, éste le respondió, silencioso, fugitivo. Como si un rayo los hubiera conectado por un último instante.

A pesar de que el pecho le hirviera de amor y de que lo último que deseara en esos momentos fuera hablar de la carta de su padre, nada más cruzar la puerta de la casa de la calle Sierpes miró a su tío como solicitándole la venia para dar rienda a sus interrogantes. Tras percibir el asentimiento de su tutor se dirigió directamente hacia doña Beatriz, quien se empeñaba en esos momentos en deshacer su petate:

—¿Qué piensas que debemos hacer? ¿Crees que deberíamos partir hacia Cartagena de Indias y reunirnos con padre?

Doña Beatriz miró también hacia don Diego buscando su apoyo. Alonso ya era un hombre y merecía algunas respuestas que hasta ahora le habían sido ocultadas. La madurez que había mostrado en los últimos años parecía indicar que era el momento oportuno. Cocinero antes que fraile, don Diego se excusó y se despidió de Alonso fundiéndose con él en un abrazo íntimo y agradeciéndole cortésmente el odre de vino que éste le había traído desde Sanlúcar de Barrameda.

—Mañana te esperaré en el despacho. Tengo que ponerte al día de todos los asuntos, desayunaremos y te contaré las novedades que han acontecido en nuestro gabinete y en la siempre enigmática Sevilla.

Cuando su tío se hubo marchado, doña Beatriz pidió a su hijo que la acompañara a la cocina, donde iría preparando la cena. Entonces comenzó, tímidamente, a sincerarse.

—Tu padre era un buen hombre, Alonso, quiero que sepas esto sobre todas las cosas, te digan lo que te digan y hables con quien hables —inició su explicación.

Alonso se situó a su lado, disimulaba hacer y deshacer cosas con el único objetivo de infundir confianza a su madre para que ésta fuera desahogándose, volcando todo lo que tanto tiempo había ocultado.

—Comenzó a cortejarme cuando él era sólo un estudiante —dijo esbozando una tímida sonrisa de añoranza—. Yo era casi una niña y me enamoré perdidamente. Al terminar sus estudios ingresó en el despacho de un abogado viejo y resabiado que lo maleó y desvió del buen camino. Durante dos años estuvo allí como pasante con la intención de aprender el oficio, pero su maestro era un tirano que no sólo no le pagó ni un maravedí, sino que lo maltrató física y mentalmente cuando no hacía las cosas como a él le convenían. Harto de vejaciones, un día salió del gabinete con la decisión de establecerse por su cuenta. Ni tan siquiera se despidió de aquel explotador, pero abandonó esa casa con las manos tan vacías como cuando había entrado. Yo me acababa de quedar embarazada de ti.

Alonso sintió un escalofrío.

—Aquello nos cogió a todos desprevenidos. Tu abuelo Rodrigo estaba hipotecado hasta las cejas, pues acababa de adquirir la casa de la calle Aire; tu tío Diego luchaba por entonces con los Tercios en Flandes, y mis padres hacía poco que habían muerto. Nadie podía ayudarnos. La boda fue precipitada y tu padre se entregó de una manera desaforada al oficio de la abogacía. Apenas lo veía. Trabajaba día y noche en los escasos asuntos que iba consiguiendo. Recorría los despachos de otros letrados, buscaba pleitos que nadie quisiera llevar y hacía los trabajos más desagradables. Fue un periodo en el que pasamos miserias y dificultades. Pero tenía tenacidad, en eso te pareces mucho a él, y confiaba en sí mismo. Yo lo ayudé en lo que pude: cosía, bordaba y lavaba, pero en mi estado no podía hacer demasiado.

Hasta que un día apareció en nuestras vidas una persona: don Gaspar de Durbán, marqués de Medinilla. Un hombre inmensamente rico, hijo primogénito del Duque de los Carales, uno de los pocos nobles que ostentaba la Grandeza de España. Al principio pareció que el rico noble únicamente quería servirse y aprovecharse del humilde letrado, pues sólo le encargaba asuntos escabrosos. Prostitutas a las que había herido en noches de borrachera y que lo habían denunciado, mujeres del servicio a las que había dejado preñadas, esclavas a las que había hecho desaparecer después de servirse de ellas. Era un hombre sin escrúpulos y tu padre se entregó a él en cuerpo y alma. Poco a poco, a base de tanto favor y abnegado servicio, fue ganándose la confianza de aquel individuo infame, hasta que consiguió borrar casi todo su pasado delictivo y te puedo asegurar que, por lo que he oído, no era tarea fácil.

Alonso escuchaba con los ojos muy abiertos el relato que su madre le iba volcando a borbotones, y que le describía fielmente cuál era en realidad la personalidad de su progenitor.

—Los pormenores prefiero que se encargue de explicártelos el tío Diego —continuó mientras proseguía sus tareas—. El caso es que tu padre se hizo indispensable para el Marqués, y éste empezó a regar sus bolsillos con dinero y a presentarle clientes de tan alta alcurnia como baja estofa. Inútil era que discutiéramos acerca de la conveniencia o no de mantener dicha clientela. El hambre que habíamos pasado cerraba toda posibilidad de diálogo. El despacho comenzó a prosperar, y fue entonces cuando compramos esta casa y aquí instaló su gabinete. Incluso pudo admitir a tu tío como pasante cuando éste, herido, regresó de la guerra. Insisto en que prefiero que los pormenores te los cuente él. Por lo que a mí respecta, tu padre comenzó a ausentarse de la casa y de la cama, una noche sí y otra también, llegando ebrio cada vez que le venía en gana. No sé lo que hacía con sus nuevas amistades, pero puedo imaginármelo aunque él siempre lo negara. Una mañana, víspera de Navidad, cuando regresé de la carnicería después de encargar un lustroso cordero para la cena, lo sorprendí montando a una joven muchacha que habíamos contratado para el servicio.

Alonso se estremeció. Su madre adivinó lo que pasaba por su cabeza en esos momentos.

—Créeme que me da igual. Hace de eso mucho tiempo y yo, en mi interior, ya lo he perdonado. Tu padre sólo buscaba satisfacer su ego, ricas amistades, dinero, posición social…, otras mujeres. He consagrado mi vida a ti. Tu bondad, tu cariño y tu éxito me han llenado tanto la vida que ahora soy plenamente feliz. Comparto mis días contigo y me colma ver cómo te haces un hombre. Cierto es que, en algunas ocasiones, el desconsuelo de la soledad me embarga, pero sigo adelante. Marina es un gran complemento y junto a Erundina hemos tejido una hermosa amistad. Dedicamos muchos días a la caridad y cuidamos de ancianos desvalidos en el Hospital de las Cinco Llagas. Puedo decir que después de doce años no necesito compartir las andanzas de tu padre ni de ningún otro hombre para ser feliz. Pero no le odio ni le guardo rencor. Si tú decides que vayamos a las Indias, te acompañaré si lo deseas. Te lo dije al principio y lo mantengo, tu padre era un buen hombre, sencillo, humilde y de buen corazón. Al menos de ese hombre me enamoré yo. Después, los avatares de la vida lo fueron transformando y el ego y el dinero lo cegaron. Pero, en el fondo, su espíritu sigue siendo puro y temeroso de Dios, o al menos eso espero y confío en lo más profundo de mi ser. Es el padre de la criatura que más quiero en este mundo.

Cuando doña Beatriz terminó de hablar, ambos se sumieron en un profundo silencio. Alonso contemplaba con admiración y respeto a aquella extraordinaria mujer que tenía delante. No sólo le había dado la vida, sino también su abnegación, su espíritu e, incluso, la renuncia a su propia vida en pro de sacar adelante la de su hijo, y todo ello sin queja alguna, sin ningún reproche. Se tomaron de las manos mirándose muy fijamente, y luego abrazó a su madre.

—Gracias, madre —le respondió al cabo.

—Por nada, mi niño. La cena ya está lista y quiero que probemos ese vino que has traído y que dices que alegra tanto el alma.

—Lo comprobarás por ti misma —dijo levantándose y llenando dos vasos de aquel caldo color pajizo.

Al primer sorbo, el recuerdo de Constanza se le desparramó por la cabeza como el vino lo hacía por el paladar. ¿Cómo podría separarse a tanta distancia de su amada?

—Madre, vivimos muy confortablemente en nuestra Sevilla, ¿no os parece? —dijo, y sonrió.

Al día siguiente le contó a su tío Diego la conversación que había sostenido con su madre.

—En verdad que no se equivoca al describir a mi hermano —apuntó don Diego—. De niños pasamos una infancia muy completa, bien cuidados y educados por tus abuelos, nunca faltó pan en nuestra casa, si bien es verdad que tampoco sobraba. Él era no sólo mi hermano mayor, sino también mi amigo, mi compañero y protector. Tus abuelos eran la máxima expresión de la humildad, pero también de la bondad y el cariño. Ellos nos enseñaron a leer y a escribir, también en latín, lo que nos fue de gran provecho para ejercer la abogacía. No puedo decirte nada que tú no sepas del interés que tenían en que nos impregnáramos del conocimiento y del saber. Nunca olvidaré la cara de mi difunto padre cuando ingresé en el despacho de Fernando al abandonar la carrera militar. Fue una tarde, que como tantas venía a visitarnos al gabinete que teníamos en la calle Sierpes y que ahora es vuestra casa. «He decidido contratar a mi hermano como pasante», le dijo de sopetón, como quien no quiere la cosa, «empiezo a necesitar algo de ayuda y, ¿quién mejor que mi hermano?». Tu abuelo Rodrigo no contestó. Se hincó de rodillas a los pies de tu padre, tomó su mano y la cubrió de besos. No cesó de llorar de alegría. De pura alegría, créeme. Fernando me estaba brindando la oportunidad que él no pudo darme y que llevaba clavada en lo más profundo de su alma, destrozándolo cada vez que yo debía partir para entrar en combate.

Tío y sobrino se emocionaron por unos instantes al recordar aquel corazón puro que fue su común ascendiente, y don Diego retomó al poco el hilo del relato.

—También es cierto que tu padre, por aquellos entonces, ya había sido mordido por el gusano de la ambición. Después de unos comienzos muy humildes se envaneció. El hecho de tener una clientela de cierto lustre y de ir consiguiendo dinero rápido, en lugar de producirle mesura, lo catapultó. No descansaba: amistades, trabajo, dinero y posición. Más amistades, más trabajo, más dinero y más posición. Su vida se convirtió en un círculo vicioso que parecía no tener fin. Trabajábamos de sol a sol y nunca parecía haber suficiente. Por las noches, su «otra vida» lo incendiaba y, junto a sus nuevas amistades, salía de ronda gastando a manos llenas lo que ganaba. Nunca tenía suficiente. Hasta que un día, el Marqués, su gran mecenas, le encargó un fatídico asunto. El más importante y crucial.

Alonso se incorporó sobre la jamuga en la que estaba sentado sin poder contener la expectación que le embargaba.

—El Duque de Carales, padre del Marqués, acababa de morir —continuó relatando don Diego—. Como hijo primogénito se esperaba que el máximo rango nobiliario del difunto, esto es, el Ducado, la Grandeza de España y todas las propiedades y rentas inherentes a dichos títulos recayeran sobre él, que ya contaba con el marquesado heredado por línea directa de su difunta madre. Pero el Duque, que nunca había podido admitir el nefando comportamiento de su hijo mayor, entendió que su actitud no se correspondía al alto rango que esperaba heredar y se guardó celosamente una sorpresa para el testamento. Había sabido de las malas andanzas de su hijo, de cómo dilapidaba sin ningún miramiento el caudal que recibía como marqués de Medinilla y lo mal que administraba rentas y vasallos. El Duque tuvo conocimiento asimismo de los rumores que corrían por Sevilla acerca de su insano comportamiento e incluso de los graves delitos que había cometido y que, tan dificultosamente, tu padre había ido borrando. El caso es que, contra todo pronóstico, antes de morir instituyó mayorazgo, pero no a favor de don Gaspar, sino de su segundo hijo, quien sí había demostrado la cordura y prudencia necesarias para ser investido de tan alto linaje. Desheredó a don Gaspar y le redujo su herencia a la legítima estricta. Pero lo que era más importante para aquel vanidoso hombre, la Grandeza de España y el título nobiliario de Duque, con todas las rentas y propiedades que comportaban, recayeron sobre su hermano menor. Don Gaspar montó en cólera al enterarse del contenido del testamento. Durante días se encerró en el despacho de tu padre buscando alguna forma de impugnar aquella voluntad. Yo estuve presente en muchas reuniones. «¡Me ha despojado de la Grandeza de España!», exclamaba, «¡no tenía derecho, era mía, me correspondía por línea directa! ¡Maldito viejo! Yo era su primogénito y la ley me defendía. Ahora tendré que descubrirme cuando me encuentre en presencia del Rey, mientras que mi hermano pequeño permanecerá como su igual. El muy asqueroso, adulador, lisonjero; aprovechaba mis ausencias de palacio para ganarse la confianza del viejo. ¡Ojalá se pudra en el mismísimo infierno!», gritaba refiriéndose a su propio padre en un tono horrible.

Después de urdir y desestimar muchas conjeturas y posibles estratagemas jurídicas para intentar hacerse con el ducado, tu padre y el Marqués convinieron en que la única salida que les quedaba era invalidar el testamento. No existía otra manera, puesto que la voluntad del testador era incuestionable y la institución de mayorazgo quedaba a su libre elección. Deberían inventar otro testamento posterior que desvirtuara al anterior. Si el difunto hubiera otorgado otro después del que acababa de salir a la luz, el segundo derogaría al anterior. Podían argumentar un cambio en voluntad del anciano, una recuperación de la cordura acaecida en el último momento. A mí me contaron el plan, pero yo me negué a participar en un ardid semejante, lo que me valió una agria discusión con mi hermano. Ellos decidieron seguir adelante y a esa labor se entregaron durante los meses siguientes.

—¿Pero cómo es eso posible? Un testamento no se puede crear de la noche a la mañana, tiene que constar inscrito en un protocolo público, debe estar intervenido por un fedatario, necesita testigos. ¡No es posible!

—De ahí vino el pecado y la condena de tu padre. Y ahora paga la penitencia con la soledad lejos de su casa y de los suyos. Contrataron a un judío converso que residía en Osuna. Un maestro en caligrafía que podía falsificar e imitar todo tipo de letra.

—¿Y de dónde sacaron un protocolo hábil? ¿Dónde encontraron a un notario que se prestara a semejante simulación?

Don Diego sonrió sarcástico, con una mueca de desagrado que torció su rictus, mientras miraba muy fijamente a su pupilo a la espera de que él mismo extrajera su propia conclusión.

—¿El abuelo Rodrigo? ¿La notaría en la que él trabajaba?

—Nuevamente demuestras tu sagacidad, sobrino, aunque esta vez sólo el recuerdo me produce náuseas —dijo batiendo las mandíbulas con un mohín de disgusto—. Después de casi cuarenta años de honrada disciplina en la notaría, tu abuelo se había ganado merecidamente el respeto y la confianza de todos cuantos fedatarios habían pasado por allí. Le habían hecho entrega de las llaves de la covacha de la plaza de San Francisco, así como de la que protegía el protocolo. Tu padre la cogió una noche, entrando furtivamente en el dormitorio del abuelo y, mientras el Marqués entretenía a los alguaciles de la plaza, entró y robó un protocolo de fecha posterior a la del testamento. Se trataba de un documento insignificante. Una escritura de poder cuya copia del original nadie reclamaría, raspó y sustituyó sobre el libro de protocolo la palabra poder por la de testamento del difunto duque. El resto ya puedes imaginártelo.

—Se entablaría un pleito de testamentaría y otro de linaje.

—Efectivamente, el converso falsificó con tanta perfección la letra del documento y las firmas que nadie pudo apreciar la diferencia. Ningún perito se atrevió a sostener que el testamento fuera falso. El sello notarial original fue estampado por tu padre durante otra noche, cuando volvió a hacerse con las llaves para introducir el testamento falso en el registro protocolario.

—¡Santo Dios! No tuvo empacho de poner en riesgo el trabajo y la reputación del propio abuelo Rodrigo.

—Cuando estás corrompido por la codicia, la avaricia y el dinero, pocas cosas pueden refrenarte, y mucho menos la moral o la ética. Como sabes, un pleito de linaje debe substanciarse en una Real Chancillería. Como Sevilla sólo tiene Audiencia, el proceso se entabló en Granada, ciudad donde los posibles testigos eran más… vulnerables. Acompañé a tu padre como asistente, pero no intervine en el pleito ni en el juicio oral. Tras vencer todas las trabas de los peritos, Fernando estaba envalentonado. Sabía que la demanda iba a prosperar y que su amigo, el Marqués, iba a destronar a su hermano accediendo a la dignidad de Duque y Grande de España. El asunto estaba casi terminado y él se enjugaría la mejor minuta de toda su vida. La generosidad de clon Gaspar hacia su esbirro no tendría límite cuando éste consiguiera ascenderle a la Grandeza de España. Pocas veces he visto a tu padre tan locuaz y elocuente sobre un estrado. Se explayó a sus anchas. Los jueces lo escuchaban absortos mientras él esgrimía, una tras otra, las normas aplicables para derogar el testamento anterior, la validez del nuevo, el cambio de opinión del testador justificado en la institución ancestral del Mayorazgo… Toda la sala estaba convencida de los argumentos. Yo observaba aquella escena como si se tratara de una función teatral, pues era consciente del engaño, aunque el secreto profesional y la lealtad a mi maestro, tu padre, me obligara al silencio más absoluto. Miraba hacia el legítimo duque, el hermano menor del Marqués. Un hombre bueno, prudente e íntegro, que dirigía los ojos hacia el suelo, preguntándose qué motivo había llevado a su padre a cambiar el testamento sin tan siquiera decírselo. Mientras, su hermano sonreía disoluto. Cuando el juicio tocaba a su fin y tu padre enumeraba todos los títulos, bienes, haberes, rentas, caudales y propiedades inherentes al título de Duque, que según la nueva escritura de testamento debían de desposeerse de la herencia del hermano menor para acrecentar la del demandante, sucedió algo inesperado.

—¡Un momento, un momento! —pidió el verdadero Duque, cuyo título se cuestionaba, levantándose súbitamente de su asiento—. ¿Puede repetir el letrado la última propiedad que ha enumerado?

—¿Cómo osa interrumpirme el demandado? —le espetó tu padre levantando la cabeza y con un feroz gesto de contrariedad.

Pero el legítimo Duque no se amilanó y gritó: «Que repita la última propiedad que, según el testamento que están esgrimiendo, corresponde al ducado de mi padre y que debe transferirse a mi hermano».

Tu padre apeló a los jueces, pues ningún miembro del público, ni aun las partes del proceso podían interrumpir a un letrado cuando éste estaba informando, pero los jueces lo desautorizaron y le obligaron a que leyera nuevamente la última propiedad que figuraba en el testamento, lo que tu padre efectuó con firmeza y aplomo. Se trataba de un pequeño cortijo en Dos Hermanas, de una extensión no muy grande, que el Duque había comprado como finca de esparcimiento.

—Es imposible que esa finca figure en el testamento, señores jueces —esgrimió con firmeza el hermano menor del Marqués—, ese cortijo lo compró mi padre pocos días antes de morir. Yo mismo lo acompañé a la notaría y no es posible que figure como caudal en el testamento que tiene fecha de un año antes de su muerte. Tengo documentos que pueden atestiguarlo. ¡El testamento es falso! ¡No puede figurar en él una propiedad que fue adquirida posteriormente a la fecha de su otorgamiento! ¡Es falso! ¡Mi padre jamás pudo haber incluido en él una propiedad que en ese momento no tenía!

Y prosiguió relatándole a Alonso su tío:

—Recuerdo que sus palabras retumbaban en toda la sala como un martillo, como el eco de un trueno al estallar. La gente comenzó a cuchichear primero y después a alzar la voz al descubrirse la trama. Los jueces tuvieron que poner orden y dieron la oportunidad a tu padre para que se explicase. Miró hacia el Marqués, que le clavaba unos ojos de fuego, rezumando ira por los cuatro costados. Tu padre estaba lívido. Solo, en el estrado, sin salida, ni escapatoria… No supo qué responder, intentó imponerse y decir algo, pero únicamente conseguía balbucear. ¡Estaba tan cerca! Había incluido en el testamento todas las propiedades que le proporcionó don Gaspar, que eran titularidad del difunto Duque antes de su muerte, pero no se preocupó de leerlas ni de mirar todas y cada una de las fechas. Así se las dictó al converso, quien las plasmó en el testamento falso. El engaño había sido descubierto y las consecuencias fueron nefastas.

Don Diego hizo una pausa como recordando con horror la cara de su hermano, lívido y perplejo sobre el estrado al verse descubierto. Después de tantos meses de meticuloso trabajo, de tanta dedicación, un simple fleco, absurdo e insignificante le llevaba al fracaso, al oprobio y la vergüenza.

—En juicio posterior que entabló el auténtico Duque contra su hermano, por falsedad en documento público e intento de apropiarse del caudal relicto, consiguió que desterraran a don Gaspar de Sevilla, el cual se vio obligado a abandonarla, no pudiendo acercarse a menos de un día de camino de cualquier propiedad de su hermano. No se le desposeyó del título de marqués, pues lo había heredado de su madre, de quien era el hijo predilecto, pero como penalización a su conducta se le desposeyó de la legítima estricta que le había otorgado el Duque. En definitiva, y aunque la culpa fuera compartida, pues fue el Marqués quien le proporcionó a tu padre los títulos de las propiedades y ninguno de los dos reparó en las fechas, don Gaspar descargó toda la responsabilidad sobre él como si se tratara de un chivo expiatorio. Contrató los servicios de don Damián Heredia, padre y jefe del hampa sevillana. Lo conoces, porque fue el comprador de la seda que presuntamente se hundió en el barco naufragado cerca de Cádiz, cuyo pleito perdimos hace unas fechas. Sus tentáculos llegan a todas partes, controla la extorsión y el contrabando de media Andalucía y sabe, antes que nadie, cualquier movimiento que se produzca en esta ciudad. Ni los alguaciles reales, ni la Santa Hermandad, ni tan siquiera la Inquisición han intentado nunca nada contra él. Nadie sabe cuántos jueces o alcaldes del crimen comen de su mano. El caso es que puso precio a la cabeza de tu padre, quien fue oportunamente avisado por un oidor de la Real Audiencia, posiblemente prevenido por el propio Damián. Aquella misma noche en que fue avisado tu padre abandonó Sevilla con la excusa de que iba a buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Los hombres de don Damián respetaron a tu madre, pues Damián Heredia siempre cumple su palabra y ella no era su objetivo. Y jamás ha habido noticia de que la haya incumplido. Recibió una importante suma del Marqués para que tu padre no volviera a pisar Sevilla. Si lo hace, días antes de tocar puerto, la extensa red de chivatos e informadores que el caudillo del hampa tiene por toda la baja Andalucía le habrá informado puntualmente. Que las tripas de tu padre sirvan de alimento a los perros de Sevilla será entonces cuestión de días, o tal vez de horas.

Alonso torció el gesto y su tío lamentó ser tan brusco, pero conocía los procedimientos de la canalla sevillana. Intentó zanjar la cuestión lo antes posible.

—No quiero contarte la reacción de tu abuelo al enterarse del mal uso que habían hecho de las llaves que el notario le había confiado. Lo que sí te puedo decir es que aquello afectó mucho a su salud. El resto de la historia, Alonso, ya la conoces.

—¿Es por eso por lo que, cuando me examiné del doctorado, un oidor de la Real Audiencia me preguntó si sabía que uno de los impedimentos y prohibiciones que tenían los abogados para su ejercicio era el de aportar falsas pruebas a los juicios? ¿Verdad, tío?

—En el mundo de la judicatura sevillana, el pleito que tu padre perdió en la Real Chancillería de Granada fue muy comentado. Siento no haberte podido contar la verdad hasta ahora y lamento profundamente que, sin saberlo, hayas cargado con ese estigma durante todos estos años.