CAPÍTULO TREINTA

La alegría se desbordaba hasta las crines de los caballos y el regreso fue un derroche de besos, de caricias y ternura. Al llegar nuevamente junto a la hoguera buscaron a Andrea, pero no lo encontraron. Tampoco a la preciosa muchacha morena, ni al semental blanco de don Jerónimo. Percibieron, sin embargo, que un ambiente distinto flotaba alrededor de aquella fogata, como una aureola mágica que rodeaba el fuego y abrazaba a los que allí se encontraban. Las figuras se movían con armonía y cada una formaba parte de aquella conjunción de almas que parecía conformar un mismo cuerpo. Sin saber muy bien cómo, se vieron nuevamente desmontados y compartiendo con los humildes campesinos y labradores aquel estado de dulce euforia. El patriarca abrazó a Alonso de manera entrañable, como si comprendiera que aquel muchacho, al igual que la estación que abandonaban, hubiera cambiado. Las gitanas se acercaron a Constanza y la rodearon con complicidad, la arroparon y la estrecharon, y ella hizo lo mismo.

Los nuevos amantes bailaron, bebieron y se entregaron sin mesura, y sin miedo, libres como aquel mar que había sido testigo de su primer beso, como la luna que ahora los contemplaba desde el firmamento, radiante, feliz…

Hubieron de despedirse antes de que el albor los descubriera. Despertaron al barquero y cubrieron el tránsito por el delta del río sumergidos en un abrazo. Dejaron los caballos en el establo y les dieron de beber. El semental blanco aún no estaba en la cuadra. Sobre las puntas de los pies avanzaron por el patio empedrado hasta que un beso de fuego los separó ante la puerta del dormitorio de Constanza.

Al llegar a su cuarto, Alonso ni tan siquiera se desnudó. Se tumbó con sus ropas aún húmedas sobre la cama. Las sábanas limpias que el servicio había dispuesto volvieron a cubrirse de granos de arena, pero no le importó en absoluto. En la oscuridad de la noche, una sonrisa, fiel reflejo de su alma, iluminaba la estancia.

Al cabo de unos instantes, el picaporte de la puerta se movió. Apenas se escuchó un crujido. Seguro que Andrea acababa de llegar y quería compartir con él, como tantas noches habían hecho, la fogosidad de aquella chica. «¡Qué hembra!», le diría, «¡para perder la cabeza!».

Escuchó los pasos tímidos y sigilosos. Una mano palpó la cama y encontró sus pies.

—¿Estas despierto? —preguntó.

Era la voz dulce de Constanza. Su corazón se desbarató. No latía, rugía como el viento entre los árboles emitiendo un sonido parecido a una vibración.

—Sí, mi amor —dijo incorporándose y tomándola de la mano.

Se recostaron sobre el lecho, las piernas entreveradas, ella a su lado pero ligeramente encima, acariciándolo con la mano abierta, besándolo y respirando su cuello y su pecho. Piel contra piel, cada uno sintiendo el fuego del otro. Pero no quería, no podía forzarla, y por eso se contuvo. Y así permanecieron quedamente, sin apenas moverse, en una sucesión de roces, de susurros y de dicha hasta quedarse dormidos. Los primeros rayos de sol perturbaron aquella noche breve que no quería morir, que languidecía tan efímera y eterna al mismo tiempo, filtrándose por las cortinas. Entonces ella salió suavemente de la cama, con una sonrisa infinita, dando un último beso a su amado y acariciándole los labios con la punta de los dedos.

—Descansa, mi amor —le dijo antes de irse enfundada en aquellas ropillas de su primo.

Poco tardó, ahora sí, Andrea, en hacer acto de presencia, inconfundible el paso titubeante de sus botas de montar en un intento poco disimulado de no hacer ruido. Abrió la puerta del dormitorio de su amigo sólo unos instantes después de que Constanza lo hubiera abandonado.

—¡Qué hembra! —le dijo—. ¡Vaya noche! Creo que me he enamorado, qué raza, qué pasión… —reía junto a la cama de su amigo mientras se quitaba las botas. ¡Me ha desarbolado, Alonso, a mí! ¡Qué fogosidad! Esta mujer no tiene límite ni mesura. ¡Uff! Tengo todo el cuerpo dolorido. He quedado con ella nuevamente al atardecer, tendrás que cubrir mi ausencia. ¿Cuento contigo, verdad, hermano?

—¡Vive Dios! ¿Acaso lo dudabas?

—Qué gran suerte la mía por tenerte tan cerca —dijo abrazando a un Alonso que no podía disimular una exultante sonrisa.

Claro que acudieron aquella tarde al encuentro del otro lado del río, y también sucedió lo mismo al día siguiente y al siguiente, y poco a poco, como sin quererlo, fue desgranándose aquel verano que Alonso pasó en la casa de los Pinelo en Sanlúcar de Barrameda. Los tres jóvenes se levantaban tarde cada mañana, algunas veces iban al pueblo, siempre acompañados de la fiel doña Marina, de doña Caridad o de ambas, a comprar frutas o verduras, a ver cómo pescaban los lugareños o a disfrutar de un paseo entre sus gentes. Otras tantas, y en provecho de la bajamar, las dedicaban a arrastrar sus pies sobre la blanca orilla del océano, en busca de jugosas y sabrosas coquinas que, más tarde, acompañarían al frescor de un caldo jerezano.

Al cabo de una semana, Jacobo y su hermano Juan Bautista se marcharon en dirección a Sevilla y se llevaron a los niños. Tan sólo permanecieron en el cortijo el matrimonio, doña Marina y ellos. Cada atardecer, después de cenar, salían con sus monturas para cruzar el río. Andrea se despedía en dirección a la aldea con la excusa de que tenía que atender negocios de la familia, que consistían en la compra de varias fincas y que prefería llevar en secreto sin que su padre se enterara. Alonso y Constanza se perdían entonces por las playas, primero galopando con sus caballos y después desplegando todo su amor y su cariño, rebozándose en la caliente arena de la playa o meciéndose a la orilla del mar.

—No lleguéis antes de que mis padres se hayan acostado —les advertía Andrea sin sospechar nada del amor que estaba surgiendo entre aquella niña y su mejor amigo—. Mañana debéis decir que volvimos los tres juntos. ¡Ya os contaré! Si todo va bien, mi labor fructificará en un buen negocio para la familia, será una sorpresa para mi padre; estoy gestionando a buen precio la compra de unas magníficas tierras de labor.

Y se marchaba ante la sonrisa de los amantes, dejándolos sumidos en su universo de ternura. Llegaban al cortijo, efectivamente, cuando los ancianos ya se habían acostado. Algunas veces doña Marina, que el único momento en que dejaba sola a su pupila era cuando ésta iba a cabalgar con su primo, se encontraba aún despierta, leyendo o bordando, pues veían luz de velas iluminando su dormitorio. Entonces tenían que esperar a que éstas se apagaran y sin hacer nada de ruido se despedían cada vez más locos de amor.

Una mañana llegó, como cada día, el correo de los Pinelo con dos cartas para Alonso. La primera le era remitida por su tío. La otra le produjo más extrañeza, se encontraba ya abierta y la enviaba su padre, don Fernando Ortiz de Zárate, desde Cartagena de Indias, en Nueva Granada, España. Iba dirigida tanto a él como a su madre, doña Beatriz.

La carta de don Diego estaba fechada hacía dos días, el cuatro de agosto de 1598. Alonso prefirió leer esta primero, decía así:

Mi muy querido sobrino Alonso

Por Sevilla todo transcurre con normalidad, el calor va cediendo y agosto se ha presentado algo más fresco. Apenas si hay actividad judicial y los asuntos de despacho están dentro de su orden, por lo que puedes prolongar tus vacaciones durante el tiempo que desees pues bien ganadas y merecidas las tienes. El motivo de remitirte estas letras no es otro que el de adjuntarte la carta que tu padre envió desde Nueva Granada a finales del año pasado. Ha llegado esta misma mañana en un barco correo y te la remito tal cual. Tu madre la ha leído, ya que también se destina a ella y me la ha entregado a mí. Ambos dudábamos si debíamos remitírtela ahora o esperar a que regresaras de Sanlúcar. Finalmente, hemos acordado que debes conocer su contenido cuanto antes, pero que aplaces cualquier decisión que tengas que tomar hasta que hayas regresado a Sextilla, y hablado con nosotros.

Fdo. Tu tío que te quiere.

Diego Ortiz

Con la respiración contenida y preso de expectación, se dispuso a leer la otra carta, la primera que recibía de su padre desde hacía muchos años, y que rezaba así:

Mi añorada esposa, mi amado Alonso

Desde Cartagena de Indias, Nueva Granada, a 25 de diciembre de 1597

Duros han sido los momentos vividos en estas lejanas tierras y tristes los días que, como hoy, me encuentro solo, extrañando vuestro cariño, en la fiesta de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo. Mucho he tardado en reunir hacienda, oficio y valor suficiente para poder, dignamente, escribir esta carta y reclamar vuestra presencia. Han pasado más de doce años desde que partiera de Sevilla, en busca de un mejor porvenir que, por fin, he encontrado. Son muchas las cosas que me gustaría contaros y pocas las esperanzas de que esta misiva llegue a su destino, aunque en esta ocasión la he entregado personalmente a un buen amigo que regresa a la madre patria. Confío en que la llevará a buen puerto. Bien sabéis lo dura que era nuestra vida en Sevilla, abrir y hacer prosperar un despacho de leyes no fue nada fácil y las posibilidades que se brindaban en estas nuevas tierras eran muy superiores. No podía consentir que mi familia viviera sin todo aquello que merece y por eso vine a este Nuevo Mundo en el que el tiempo ha transcurrido como si fuera un suspiro. Desde que llegué a estas tierras he soportado vicisitudes sin igual. Al poco de mi establecimiento, la ciudad fue invadida por piratas ingleses y tuve que negociar con ellos el rescate, saliendo airoso de todos los enfrentamientos que he tenido. Ahora puedo decir que soy un letrado reputado, habiéndome ganado el respeto de las figuras más relevantes de esta importante urbe. He tardado mucho en labrarme una alta posición social, pero al final lo he conseguido. Os gustará esta ciudad. Cartagena de Indias es la perla de la Corona en Nueva Granada. No podéis ni imaginar las riquezas que se descargan a diario entre estas murallas. Oro, plata, esclavos, especias, tejidos… El futuro sonríe nuestro destino y los recursos son ilimitados. Todo este sacrificio al que he consagrado mi vida lo hago pensando en vosotros y sobre todo en tu porvenir, Alonso. Mi hogar está ya dispuesto para recibiros. Contaréis a vuestra llegada con un palacio, tan lujoso como el del Gobernador o el del propio Obispo, cuando no más aún. Disponemos de dos coches de caballos, uno para la época de lluvias y otro para la estación seca. El servicio lo componen más de veinte personas, entre esclavos y sirvientes. Os esperan junto a mi corazón. En cuanto a tu porvenir profesional, Alonso, me he encargado de todo. Ya debes ser, si tu madre ha seguido las instrucciones que dejé a mi partida, al menos bachiller en Leyes. A tu llegada a estas tierras te encargarás del más renombrado gabinete de toda la ciudad. Durante todos estos años no he escatimado esfuerzo ni sacrificio. He hecho lo posible, y lo imposible para que los mejores clientes, los nobles, la Iglesia y el propio Cabildo nos nutran de pleitos. No te faltará de nada. Padre, e hijo trabajando y colaborando juntos. Es mi gran sueño que espero se haga pronto realidad. Sois mi familia y os reclamo ahora, que estoy en disposición de serviros como merecéis. Anhelo vuestra pronta presencia. A mi buen amigo le he hecho entrega de cien ducados de oro para que sufraguen los gastos del viaje.

Vuestro esposo y padre.

Fdo. Fernando Ortiz de Zárate

Volvió a leer la carta hasta tres veces. Lo analizó todo, la caligrafía, el papel, el tipo de tinta… Consternado la plegó y la volvió a introducir en su sobre. Ni una sola palabra de amor hacia su madre, «mi añorada esposa» fue lo único afectivo que le dedicó en toda la carta y ni tan siquiera llegó a usar su nombre, se remitió a esgrimir ese título de propiedad que atribuía el contrato matrimonial al hombre sobre la mujer, «mi añorada esposa». No terminaba, no alcanzaba a asimilar la situación. Hablaba de un lujoso palacio, de coches de caballos, de esclavos y sirvientes, y de alta posición social. Su padre los reclamaba después de doce años. A él y su madre. Ahora que había labrado un buen futuro profesional en Sevilla, justo ahora que todo parecía sonreírle, justo cuando…

No estaba dispuesto, bajo ningún concepto, a desperdiciar los mejores días de su vida meditando acerca de una decisión tan trascendente. Los Pinelo habían fijado la fecha de regreso a Sevilla para el veinte de ese mes de agosto, y hasta ese día su única intención era permanecer lo más cerca de Constanza que pudiera. A su regreso, la novicia debería ingresar nuevamente en el Convento de San Clemente y no sabía cuándo sería la próxima vez que volvería a verla. Quizá hasta el verano siguiente, hasta otra noche de San Juan…

En la orden religiosa del Císter no se admitían otras visitas que no fueran la de familiares o tutores de las novicias y Alonso no era ni lo uno ni lo otro. Por eso idearon un sistema de cartas a través de doña Marina. Sin saberlo, la preceptora, que visitaba a su pupila cada domingo, llevaría de parte del letrado un libro, que él tomaría de la magnífica biblioteca de su gabinete, en cuyo lomo, entre la cubierta y el refajo, introducirían los amantes sus misivas. Al devolverlo, Constanza mandaría las suyas.

Apuraron hasta el último sorbo de vida. Las miradas de complicidad se sucedían durante el desayuno, en los paseos por el pueblo compraban albaricoques, cerezas y frambuesas que los moriscos traían de la vega y que en cada ocasión que tenían, cuando la atención de doña Marina o de Andrea se encontraba en otro sitio, introducían en sus labios intercambiando besos furtivos. Las excursiones diarias a caballo en las que Andrea estaba cada vez más interesado significaban el comienzo de su idilio.

La noche antes de la despedida Constanza entró en el dormitorio de su amado cuando éste ya dormía y con un suave chistido de los labios le imploró silencio. Llevaba un extraño bulto en su mano, como una caja cuidadosamente envuelta y le suplicó que la acompañara. Con los pies desnudos alcanzaron la arena de la playa, ahora fría y húmeda. Lucía una luna reventona. La niña lo miró con ojos ardientes y los dos juntaron sus manos. Al hacerlo, la cajita quedó entre las de Alonso, quien la contempló extrañado.

—Así siempre podrás tenerme, aunque esté lejos, amor mío —le dio como toda explicación al entregarle su regalo.

Alonso la besaba a sorbitos, dulcemente, mientras desenvolvía la frágil caja que, al parecer, por su escaso peso, no contenía nada. La abrió y con cara de extrañeza la volcó, pues corroboró que efectivamente nada había en su interior.

—¿Te burlas de mí? —le dijo sonriendo y volcando repetidas veces el recipiente.

—No, mi amor, no has mirado bien.

—Alonso volvió a escrutar el interior de la caja; en efecto, algo brillaba en el fondo.

—¿Un espejo? —preguntó—. ¿Un espejo pegado en el interior?

—Sigues sin mirar bien —contestó socarronamente.

Alonso posó nuevamente sus ojos, esta vez más lentamente mientras Constanza le rodeaba el hombro con su brazo hasta situarse a su espalda. Sigue mirando, le susurró al oído desplazándolo suavemente su mano hasta poner la caja perpendicular a la luna. «¿Me ves ahora? ¿Verdad que sí, mi amor?».

La luna plena, hinchada, se reflejaba en un espejo finamente pulimentado que la niña había pegado cuidadosamente en el fondo y hacía que los rayos de luz blanca se desbordaran por los laterales de la caja. «¿Ves?», expresó Constanza. «Es mi amor, que se desborda en ti, entre tus manos. El mismo que entró en nosotros frente a este mismo mar. El mismo que jamás nos abandonará. Cuando no estemos juntos, cuando los muros del convento se interpongan entre nuestro cariño, mírame, yo estaré ahí, entre las manos de mi amado. Y en ese momento tendrás que sentirme».

Y esto último lo susurró muy dulcemente, mientras tomaba su cara con la mano abierta y volvían a unir sus labios, arrodillándose primero para luego regalarse el uno al otro, sobre la arena.

—Esta vez quiero entregarme a ti, mi amor —susurro Constanza—, quiero ser tuya. Y necesito que tú seas mío, para siempre.

Alonso trató de negarse, intentaba encontrar alguna excusa, invocar el respeto que su amor suponía, pero Constanza era un río que se iba desbordando poco a poco, cada vez con más pasión. Fue ella quien los desnudó a los dos. Permaneció un rato observando, palpando todo su cuerpo, besándolo, hasta que se puso sobre él, con las piernas abiertas, introduciéndose poco a poco, suspiro a suspiro, hasta que los dos fueron uno.

Y así los sorprendió el alba.