Alonso despertó en su dormitorio bien avanzada la mañana. El pelo, las orejas, el cuello…, todo el cuerpo lo tenía cubierto de arena y el picor no le permitía conciliar el sueño, por lo que decidió levantarse e ir a la habitación de Andrea. Entreabrió la puerta, pero lo encontró durmiendo plácidamente. Envolvía la almohada totalmente ajeno a los finísimos granos que también se esparcían sobre sus sábanas.
Entró en la cocina buscando algún rostro familiar y encontró el de doña Marina y el de Constanza, que se hallaban preparando unos guisos. La preceptora se aplicaba en enseñarle a su pupila cómo se preparaban unas truchas. Las saludó cordialmente, pero Constanza tan sólo levantó la mirada por un instante, y después continuó raspando el lomo del pescado que tenía entre las manos. Doña Marina se ofreció para prepararle el desayuno, mas él rehusó.
Como Andrea no se levantaba, decidió ir de nuevo a la playa. Allí tomó un plácido baño. Su padre le había enseñado a nadar en las mansas aguas del río Guadalquivir cuando aún era un niño; sin embargo, allí, en el mar, era más fácil flotar y Alonso disfrutó meciéndose entre las olas. Miró hacia occidente tratando de llegar más allá de lo que la vista alcanzaba. En alguna parte de aquel lejano confín del mundo debía estar la persona que le había dado la vida. Pensó en él, en la precipitada forma en la que se marchó hacia el Nuevo Mundo y también recordó la agria discusión que había sostenido con su madre justo la noche en la que los abandonó. Cuán poco había sabido de su progenitor desde entonces. Después de la partida recibieron una misiva en la que les comunicaba que había decidido establecerse en Cartagena de Indias y más tarde llegaron otras cartas en las que únicamente hablaba del sacrificio enorme que estaba haciendo y de los extraordinarios frutos económicos que su aventura daría. Después, el más absoluto mutismo.
Su tío tampoco solía hablar demasiado de su hermano. Siempre le había dicho que era un gran abogado y seguramente estaría cosechando éxito y dinero en Nueva Granada. Cierto día, al referirse a él, pronunció una frase que a Alonso le quedaría marcada para siempre: «La ambición es buena, porque mueve al hombre, pero la ambición excesiva lo destruye» le dijo.
Cansado de nadar se tumbó en la arena, ahora caliente, muy cerca de donde hacía unas horas compartiera cielo con Andrea. Había nacido entre ellos una auténtica y sencilla amistad que ya era inquebrantable. Podría decirse que el joven doctor en Leyes abrió los ojos a la vida junto a su amigo porque, más allá de pasar y repasar las hojas de los libros universitarios, de escribir o contestar demandas o de interponer recursos, existía otra vida, y ésa estaba descubriéndola junto al más joven de los Pinelo. Haría lo que fuera por conservar aquella amistad, pensó mientras se fue sumiendo en un placentero sopor.
El ardiente sol que golpeaba su cara lo despertó. El astro se encontraba en todo lo alto del firmamento, por lo que debería ser ya avanzado el mediodía. Corrió hacia el cortijo, sucio y desaliñado. Apurado, entró en el comedor cuando ya todos estaban sentados a la mesa. Gracias a Dios, Jacobo, el primogénito y su padre estaban visitando al Duque de Medina Sidonia y no fueron testigos de su falta de decoro. En la mesa encontró un ambiente distendido y desenfadado. Sanlúcar iba, poco a poco, acabando con la rigidez y el formalismo de la gran urbe. Andrea también acababa de llegar, sólo que perfectamente aseado y con ropa limpia. Se había erigido en el alma de la mesa, pues no paraba de bromear con su madre, su prima y el resto de mujeres de la casa. El buen humor regaba a borbotones aquella estancia. Dieron cuenta de la pesca cobrada el día anterior, las truchas borneadas con jamón, los barbos rehogados en vino y los esturiones en escabeche. Después los amigos se entregaron a una partida de ajedrez. Alonso dedicó el resto de la tarde a escribir una carta para su madre y otra para su tío en la que le pedía que lo mantuviera informado de los pormenores e incidencias del despacho. El correo particular de los Pinelo, que recorrería a diario el Guadalquivir para mantener unida a la familia, se encargaría de hacerlas llegar.
Atardecía cuando llegaron don Jerónimo y su hijo. Sentados en cómodos butacones, al abrigo de las altas palmeras del patio, compartieron con su familia los momentos vividos junto al Duque, el titular de una de las mayores fortunas de Europa. Repasaron la situación de los rehenes que habían prendido los ingleses, de los cuales se había conseguido la liberación de unos cuantos mediante negociaciones particulares y, asimismo, hablaron del estado de las obras de defensa y baluarte de la ciudad. Cuando ya casi anochecía decidieron dar todos juntos un paseo por la playa para apurar las últimas horas del día más largo del año. Durante el recorrido Alonso no cruzaría ni una sola palabra con Constanza. No entendía qué diantre le pasaba a esa muchacha.
Así transcurrieron un par de días, acostándose un poco más tarde cada noche y haciendo lo propio al levantarse cada mañana. Después de comer se hacía el más absoluto silencio, únicamente interrumpido por el gorjeo de los pájaros y el graznido de las gaviotas; solían dormir la siesta hasta que el atardecer dejara paso a una suave brisa que hacía delicioso el despertar.
Al día siguiente recibieron la visita del tercer hijo de don Jerónimo, Juan Bautista, cuya onomástica se celebraba ese mismo día de junio. El cortijo se llenó entonces de vida. Juan Bautista tenía cuatro hijos y los niños correteaban por todos los rincones de la hacienda. Los sirvientes los seguían impotentes, pues cuando no caía un tiesto, una piedra golpeaba la fuente. Los abuelos, encantados con la presencia de sus nietos, disfrutaban de la familia casi al completo. Únicamente les faltaba un hijo, Cristóbal, el cual, como caballero veinticuatro del Cabildo sevillano, se veía obligado a permanecer en la institución durante aquellos días de intenso calor. La cena se sirvió muy temprano y los nuevos invitados fueron agasajados con lo mejor de la casa. Pescado, marisco fresquísimo y caldos sanluqueños fueron generosamente repartidos. Tras el banquete, el patio se convirtió en un auténtico hervidero. A una señal de Andrea, los dos amigos «escaparon» en dirección a los establos.
—Le he pedido permiso a mi padre para montar su semental, tú cabalgarás sobre el caballo capón de Jacobo, es un magnífico animal. Vamos a hacer carreras por la playa —lo animó.
Al llegar a las cuadras se extrañaron de ver a Constanza dando tiro a su yegua.
—Al parecer soy demasiado pequeña para vosotros —les dijo—, pero me aburro enseguida de jugar con los niños. Voy a cabalgar junto al mar.
—Puedes acompañarnos si quieres —la invitó amablemente Andrea ante la cara de sorpresa de la muchacha—, nosotros íbamos a hacer exactamente lo mismo.
Decidieron cruzar el río desde la Punta del Malandar y recorrer la playa hasta las torres y los baluartes defensivos que el Duque había mandado construir. Pagaron al barquero y cruzaron un calmado estuario. Apenas había actividad pesquera, el día se consideraba festivo y se celebraba desde la época en que los celtas ocuparon la Península. Era una fiesta del pueblo llano, de pescadores, campesinos y labriegos que ancestralmente la venían celebrando ese día, aunque no coincidiera exactamente con la noche más corta del año. Era la noche de San Juan, símbolo de un cambio de estación. Las gentes acudían desde pueblos y cortijos y se reunían en las playas en torno a multitud de hogueras que era obligado encender con algo viejo, con ropas, muebles o aperos inútiles que al quemarse simbolizaban la regeneración, el tránsito de la muerte a la vida.
Por eso, nada más llegar al otro lado del río, en un lugar conocido como la Casilla de Fanigado, observaron que unos lugareños iban apilando leña y madera de muebles viejos con los que iban a encender una enorme fogata. Una familia gitana rasgaba las cuerdas de una guitarra y los niños bailaban y cantaban ante la inusual alegría que aquella tarde translucían los mayores. Cuando pasaron junto a ellos, el patriarca gitano se acercó a los tres forasteros y les ofreció muy cortésmente un vaso de vino. Bebieron desde sus monturas, y también lo hizo Constanza que, por una vez, no tenía que esconderse de doña Marina para probar el vino. Los invitaron efusivamente a unirse a ellos, pero Andrea se excusó alegando que querían llegar hasta las torres defensivas.
Marcharon al trote a la ribera del mar haciendo que los caballos se empapasen hasta las crines, con el sol de poniente dorando sus rostros. El agua saltaba espoleada por el avance de las monturas y se abría en torno a éstas formando un haz de luz iridiscente. Parecía que flotaran sobre algodón, pues la mullida arena amortiguaba el peso de los caballos ensordeciendo los herrajes.
Llegaron hasta la Torre de Zalabar, cuyo capitel se encontraba aún sin terminar. Descabalgaron y la inspeccionaron. Cuando estuviera terminada serviría para prevenir los ataques de piratas o enemigos de la Corona, encendiendo fuego en su almena y avisando así al resto de las torres que se encontraban a una distancia suficiente entre sí como para detectar, en una cadena sin fin, cualquier peligro.
Cuando regresaron, el sol se estaba poniendo. Al pasar de nuevo por la Casilla de Fanigado, el fuego de la gran hoguera estaba ya encendido y el patriarca gitano volvió a recibirlos. Todo el pueblo y gentes de alrededor se habían ido congregando allí. Habría al menos un centenar de personas al calor de la lumbre, bailando, cantando y bebiendo. Espetones de sardinas y jureles, lomos de atún se iban asando sobre brasas cuidadosamente preparadas. El patriarca volvió a insistir en que los acompañaran con tanta dulzura en esta ocasión que Andrea no pudo declinar la hospitalidad. Desmontaron y enseguida fueron presentados. Ni más ni menos que un Pinelo y un doctor en Leyes visitaban su humilde hoguera. El rumor corrió rápido por la fogata y todo el mundo quería acercarse para agasajarlos. Ríos de vino pasaron por sus manos, sin que pudieran llegar a terminarse ninguno, pues alguien enseguida les servía otro con la excusa de que «no se calentara». Alonso conversaba con el patriarca y pudo ver cómo una anciana de rostro ajado leía la mano de Constanza, la cual muy disimuladamente lo señaló.
Entre vino, conversación y saludo buscó a Andrea y lo halló al otro lado del fuego. Lo había sacado a bailar una bellísima moza, alta, lozana y morena, de melena negra y ensortijada, que se movía y danzaba alrededor del Pinelo, el cual se afanaba en seguir su ritmo. Alonso se acercó a él, pero sólo cuando le tocó en el hombro Andrea apartó los ojos de las caderas de aquella joven para decirle escuetamente a su amigo:
—Encárgate tú de Constanza y llévatela a casa cuanto antes —y prosiguió bailando.
No tuvo pues, más remedio que acercarse a la hermética joven. Tardó largo rato en alcanzarla, ya que todo el mundo lo detenía para compartir con él su alegría. Fue poco a poco embriagándose, no tanto por el efecto del vino, sino por aquel estado de euforia que parecía embargar a aquellas sencillas gentes. Cuando por fin llegó a la altura de la muchacha, la rozó para captar su atención. Constanza se volvió y una rotunda sonrisa se le dibujó en el rostro.
—¡Hombre, el señor letrado! ¿Qué bueno le trae a dirigirse a esta humilde novicia?
Tanta simpatía no la esperaba Alonso, quien creía que por cualquier motivo Constanza lo relacionaba con la muerte de su padre y por ello su actitud hacia él fuera un tanto huraña.
—Pues debo llevarte a casa —dijo, aunque dudó en contestar con la verdad, en realidad no tenía preparado ningún otro argumento.
—Sí, ya sé que mi primo está muy bien acompañado y, por lo que me han dicho mis amigas —dijo señalando hacía varias mujeres que la rodeaban—, es muy probable que esta noche no duerma en casa. Pero yo no quiero irme tan temprano. ¡Te reto! ¡Una carrera hasta la torre! Pero no al trote, ¡al galope! —y al decir estas palabras salió disparada hacia su montura.
Alonso vaciló un momento ante la repentina efusividad de la chica, pero aún tenía clavada en la retina la sonrisa que ésta le acababa de dedicar y, además, ¿no le había dicho Andrea que cuidara de su prima? Corrió hacia su caballo y lo montó de un sallo. Constanza no le llevaría ni tres cuerpos de distancia, pero las patas de la yegua árabe, más pequeñas que las de su ejemplar de raza española, se movían a la velocidad del rayo y, en poco espacio de tiempo, le sacó de seis a siete cuerpos de ventaja. A inedia carrera, la mayor envergadura del ejemplar español hizo que esa ventaja disminuyera. Sólo le llevaría una cabeza cuando pudo ver por un instante que Constanza volvía la cara para a son reírle, esta vez burlonamente; acto seguido, la muchacha se levantó sobre los estribos y hundió la cabeza en el cuello del animal despegándose progresivamente de la marca de Alonso. Cuando llegaron, por fin, ante la gris silueta de la torre, le había ganado por muchos cuerpos de ventaja.
—¡Menuda amazona! —exclamó casi sin resuello.
—Usted tampoco lo ha hecho mal, letrado, aunque espero que sea un poco más rápido en los juzgados y no se deje vencer por una simple mujer.
—No hay mujeres en los estrados —replicó cuando ambas monturas se alcanzaron.
Constanza descendió y acarició a su yegua palmeándole el cuello. Dejaron que los caballos desfogaran libremente por la playa y se sentaron en la arena, junto a la orilla del mar, para contemplar cómo morían las olas.
—¡Mira! —exclamó Constanza con sorpresa señalando hacia donde el mar se unía con el cielo.
Una pequeña fracción de luna surgía despuntando, amarillenta, de la línea del horizonte mientras un sendero blanquecino se iba, poco a poco, abriendo camino sobre el mar e iba a morir justo en la lengua de arena que tenían delante de sus pies. Permanecieron unos minutos callados recuperando el aliento, sin perder un solo detalle de aquel cuerpo esférico que parecía desprenderse perezosamente de sus ataduras para emerger poderoso con destino hacia el firmamento.
—Sólo soy una niña para ti, ¿verdad? —lo interrogó de repente.
—¿Por qué dices eso?
—Porque siempre me has mirado como tal y nunca me diriges la palabra. Cada vez que te acercas a mí estás como ausente.
—Es difícil. Tú eres en cierto modo mi clienta y la relación que tengo por asuntos profesionales suele ser distante.
—¿Puedo despedirte? Prescindo de tus servicios desde ahora mismo.
Alonso sonrió a su comentario.
—Hace tiempo que terminé mi cometido contigo, justo al poco de que ingresaras en el convento —le aclaró.
—¿Entonces ya no me consideras una niña?
Volvió a reír, esta vez de una sonora carcajada.
—¿Sabes? Cuando murió mi padre creí que no podría seguir viviendo. Cada vez que bajaba de mi cuarto y veía la puerta abierta de su gabinete me estremecía y rompía a llorar. Sin embargo, cuando me acercaba, verte en su mesa, sentado sobre su silla, casi sin levantar la cabeza, anotando, comprobando, escribiendo folios y más folios me tranquilizaba. Sin saber por qué, tenerte cerca me hacía sentir bien. Observé cada facción de tu rostro, los ángulos de tu cara, tus manos, las uñas…, aquello era lo único que me reconfortaba aunque no sabía la razón. Pasé, sin que tú lo supieras, horas y horas contemplándote. Pero cada vez que salías de aquel cuarto tu rostro era impenetrable, frío. Apenas me dirigías una sola palabra. Eso me dolía.
—Como te he dicho, la relación profesional es muy complicada. Yo no estaba bien en Granada. Algo pasó…
—Me ha contado una de las gitanas —interrumpió Constanza— que estamos en tiempo de regeneración, de cambio. Abandonamos una estación de siembra y nos sumimos en una de recogida. Debemos deshacernos de algo viejo y desear algo nuevo. Es como una cosecha, si no arrancamos a su debido tiempo las plantas muertas nunca obtendremos los nuevos frutos. La tradición dice que si esta noche mágica nos lavamos en el mar la cara y los ojos mientras pedimos intensamente un deseo, éste se cumplirá.
—¿Pues a qué esperamos? —la invitó Alonso—. Hay muy buenos deseos que podemos pedir.
—Únicamente puedes formular uno o de lo contrario no se realizará. Sólo puedes desear lo que más anheles —dijo mirándole con una sonrisa cautivadora.
Sin saber por qué, a Alonso comenzó a latirle el corazón, cada vez más rápido. Se adentraron en el agua hasta las rodillas y dijo:
—¡Ya estoy listo!
—No, un poco más adentro, letrado. ¿Tienes miedo a la profundidad, a la oscuridad o a sentirte cerca de una… niña?
Alonso la salpicó como única respuesta y ambos continuaron andando, venciendo la dulce resistencia de un agua quieta. Cuando ésta les llegó hasta la cintura Constanza cambió el gesto y con cierta solemnidad le dio permiso:
—¡Ahora, Alonso! Pide lo que más desees de este mundo. El universo te lo concederá.
El muchacho no dijo nada, pero se percató de que era la primera vez que Constanza lo llamaba por su nombre. Se inclinó sin dejar de mirar el resplandor blanquecino de la luna y durante unos segundos permaneció quieto, pensando en su más anhelado deseo. Se mojó entonces la cara y los ojos con las manos mientras se esforzaba por mantener los párpados abiertos. El efecto del resplandor de la luna en las gotas de agua hizo que el mar se encendiera en mil burbujas luminosas, como si un ejército de luciérnagas se moviera al compás de sus brazos penetrando en el agua. Después miró a la muchacha y su corazón volvió a latir con intensidad, con aquella fuerza que una vez también sintió en una lejana tierra, hacía mucho tiempo. Pero en esta ocasión era diferente. No escocía, no hervía en su interior, era una sensación que parecía no tener prisa por salir de su pecho, sino brotar y deshacerse suavemente, sin ansia alguna. Contempló la figura femenina al contraluz del resplandor nacarado, la forma de sus senos de adolescente pegados a su húmedo sayal de lino. Hizo ademán de acercarse a ella y tomarla entre sus brazos, aunque algo lo detuvo. Justo en ese instante Constanza se giró dejando que su semblante se iluminara por el incipiente reflejo de la luna.
—Sí, parece que mi letrado no me contempla ya como a una simple niña —sentenció acercándose lentamente hacia él, batiendo suavemente el agua con sus caderas.
Cuando la tuvo frente a sí, Alonso no pudo contenerse, el resorte invisible que lo había refrenado unos segundos antes desapareció y sin poder evitarlo, sin querer pensar en las consecuencias de lo que iba a hacer, la besó. Ella también lo buscó, poniéndose de puntillas, en un primer beso tímido, abierto y pausado. Los labios de Constanza exploraron los del muchacho, primero rozándolos como para conocerlos, luego pellizcándolos con dulzura, lamiendo sus comisuras con la punta de su lengua. Tras cada beso, la chica se separaba unos instantes y clavaba sus ojos interrogantes en el rostro de su amado, escrutaba su piel, los pómulos, la barbilla…, mientras acariciaba con la punta de los dedos las mejillas en un gesto indagante que culminaba en otro beso espontáneo y dubitativo. Alonso se dejaba besar mientras tomaba a aquella niña, que estaba dejando de serlo, por sus caderas mojadas. Y así pasaron los minutos. La luna, ajena, seguía creciendo e iluminaba de plata los rostros y aquellos cuerpos entrelazados.