CAPÍTULO VEINTIOCHO

Los días se hacían cada vez más y más largos mientras que la noche retrocedía tímidamente. Reinaba un sol de justicia que convirtió aquel mes de junio sevillano en un verdadero infierno. Las calles hervían y apenas nadie se atrevía a salir de sus casas durante el medio día. Dos años de intensa sequía habían secado muchas plantas, arruinado cosechas y quemado bosques. Un olor nauseabundo se escondía detrás de cada esquina de aquella bulliciosa urbe. Los inquilinos hacían caso omiso de las órdenes del Cabildo de no arrojar los excrementos por las ventanas, pero ninguna criatura soportaba el hedor dentro de sus propias casas, con las altísimas temperaturas que azotaban los muros de las viviendas. Perros, ratas y otros infectos cadáveres de animales hacían el resto.

Por eso, Alonso no se lo pensó demasiado cuando Andrea lo invitó a que acompañara a su familia durante unos días a la residencia de verano que los Pinelo poseían en Sanlúcar de Barrameda. Habló con su madre y con su tío. La actividad judicial era muy escasa en esa época de calor extremo y ninguno de los dos puso objeción alguna a que el muchacho se tomara, por primera vez desde que terminara sus estudios, unas merecidas vacaciones. Aunque aún hubieron de transcurrir unos días de sofocante calor hasta la partida.

Desde que Constanza, la prima de Andrea ingresara en el Convento de San Clemente, no había pisado la calle en ninguna ocasión y el consejo familiar había decidido que la muchacha precisaba de unas semanas cerca de su familia, alejada de aquel horno en que se había convertido la ciudad. Tenían, pues, que esperar a que la abadesa diera su permiso para que la novicia pudiera abandonar momentáneamente la orden. El edificio conventual se encontraba en plenas obras de reforma. Desde que el rey Fernando II el Santo entrara con sus tropas en Sevilla el 23 de noviembre de 1248, derrotando a los árabes en la festividad de San Clemente, y decidiera erigir este monasterio en honor al Pontífice; la orden cisterciense que lo ocupaba no había hecho más que crecer. En su claustro se recibía a las más importantes damas de la sociedad sevillana y en su panteón descansaban la infanta doña Berenguela, hija primogénita del rey Alfonso X el Sabio, así como la reina de Castilla, doña María, esposa del rey Alfonso XI el Justiciero, que pasó varios años en el interior de su clausura. También doña Beatriz de Castilla ordenó, mediante testamento, su entierro en el monasterio.

A fuerza de tanto panteón real y de tanta dama ilustre, el monasterio se había quedado demasiado pequeño y no contaba con espacio suficiente para admitir nuevas novicias. Se hacía indispensable una ampliación, y ya se había facultado a la abadesa a que talara los montes y bosques que fueran necesarios de los que quedaban alrededor de Sevilla. El coste de las obras se había fijado en unos tres mil ducados de oro. El monasterio dependía de la Corona, del Arzobispado, del propio Cabildo y, cómo no, de las cuantiosas dotes que entregaban sus ilustres huéspedes. En unos pocos días, don Jerónimo Pinelo consiguió el permiso para que su tutelada sobrina se ausentara de la orden durante la ola de calor. La excusa fue evitar el hacinamiento del inmueble mientras se ejecutaban las obras, pero el medio que ablandó la rígida voluntad de la abadesa fue una nueva y generosa aportación de quinientos ducados de oro que la novicia cedía de su herencia familiar, para contribuir con ello a sufragar la ampliación del monasterio.

Con la orden firmada por doña Gountreda de León, abadesa del Monasterio de San Clemente, Andrea y Alonso se personaron con un carro y un cochero en la puerta que daba entrada al cenobio femenino, en la calle Reposo, para recoger a la novicia.

No la veía desde que ingresara en la orden del Císter, pero detrás de su hábito blanco Alonso no encontró a la niña triste que acababa de conocer la noticia de la muerte del único ser que llenaba su universo, sino a una preciosa muchacha. Se saludaron cortésmente, subieron al carruaje e iniciaron el camino hasta el palacio de los Pinelo ante la sorprendida y curiosa mirada de Constanza, que no paraba de preguntar y señalar con el dedo todas las cosas que llamaban su atención después de haber pasado tanto tiempo enclaustrada en la orden religiosa. En el patio de caballerizas les esperaba toda la familia al completo, además de doña Marina, que había recibido el permiso de la madre de Alonso para acompañar a su pupila a Sanlúcar en los únicos días que ésta iba a permanecer extramuros del convento.

El júbilo del encuentro llenó el alma del palacio de los Pinelo durante unas horas mientras se ultimaban los pormenores de la marcha. Se organizó hasta el último detalle del traslado del gran patriarca, don Jerónimo, y su mujer, doña Caridad, la cual hacía pocos meses que había levantado el luto por la muerte de su hermano y lucía ahora vistosos y elegantes vestidos. El hijo primogénito, Jacobo, acompañaría a su familia pero únicamente durante unos días, pues regresaría pronto junto a sus hermanos Cristóbal y Juan Bautista para seguir al frente de los negocios familiares durante la ausencia del anciano patriarca. Doña Marina se encontraba exultante de felicidad por el reencuentro con su pupila. Perseguía a Constanza por todo el palacio reprendiéndola por su conducta entre risas, besos y abrazos. Le había proporcionado ropas femeninas para el viaje, pero Constanza prefirió enfundarse unas calzas, un jubón y unas botas de cuando Andrea era pequeño, mucho más frescos y cómodos para afrontar el trayecto fluvial hasta la localidad costera. Con el pelo suelto, la ropa de niño bien ceñida a su cuerpo y destacando su estilizada figura, la muchacha parecía mucho más esbelta.

Embarcaron en el muelle fluvial de Sevilla, junto la Torre del Oro. Hacía unos años que la actividad del puerto había comenzado a disminuir. El calado de las naos, cada vez mayor, dificultaba el acceso por el río hasta la torre, por lo que en ocasiones se veían obligados a fondear en la bahía y eran las embarcaciones más pequeñas las que hacían el último tramo del transporte. Ello daba pie a gran cantidad de contrabando que las autoridades de la Casa de la Contratación y de la misma Real Audiencia intentaban, en vano, evitar. Pero lo que más había influido en la cada vez menor actividad portuaria fue, sin duda, una Real Cédula de Su Majestad, el rey Felipe II, que tan sólo dos años antes había prohibido la fabricación en Sevilla de barcos con destino al tráfico transoceánico. El motivo aparente había sido la mala calidad de las maderas que se empleaban y la necesidad de traerlas desde muy lejos. Ello hacía que el resultado final fuera malo y caro, por lo que la Corona se había decantado por los astilleros del norte, los de Bermeo, Orio, Colindres o San Mamés, que contaban con la materia prima más apropiada y cercana, amén de una contrastada experiencia como fabricantes de efectos navales. Como quiera que fuese, el resultado era que cada vez más oficios marítimos abandonaban, desesperados, su profesión y cuando no se embarcaban con destino al Nuevo Mundo, marchaban a otras ciudades o se dedicaban, como tantos otros, a medrar por aquella insólita ciudad de contrastes.

La tripulación, contratada por don Jerónimo para gobernar la barcaza, se encontraba entre las más expertas de toda Sevilla e iba sorteando sin excesivos problemas los peligrosos salientes que poblaban el río en forma de naos hundidas y que podrían hacer zozobrar cualquier embarcación. A medida que avanzaban, el aire se iba haciendo más fresco y respirable. Don Jerónimo y doña Caridad se sentaron sobre unas cómodas sillas de mimbre en la cubierta del barco, bajo un baldaquín que el servicio les había instalado. Jacobo y Andrea dispusieron unas cañas de pescar en la popa del barco y un primer barbo no tardó en aterrizar sobre las baldas de madera, provocando la algarabía de los viajeros. Una trucha de enorme tamaño siguió idéntico destino y se retorció durante unos minutos sobre la cubierta ante la infinita curiosidad de Constanza, quien se movía por todo el barco de un extremo a otro, preguntando por las artes de pesca o por los nombres de los árboles que se iban desplegando en la exuberante campiña de frutales y viñedos por los que la que la barcaza se iba abriendo camino. Apenas cruzó una sola palabra con Alonso, quien, sin embargo, la seguía en ocasiones con la mirada, desde la proa, donde buscaba el refrescante aire salino que se filtraba, a bocanadas, por el cañón que formaba el río. ¿Cómo había podido cambiar tanto una niña en tan poco tiempo? ¡Constanza era toda una mujer! ¡Una mujer muy bella!

El día avanzaba y los meandros del río hacían que la vela rolara según el viento. El flamear de la aquella lona era la música constante que acompañaba a las risas de la muchacha. Después de tanto tiempo de clausura podía contemplar la vida más allá de los muros de un convento. El suave contoneo de la embarcación hacía que el tiempo se esfumara casi sin esfuerzo. Cigüeñas, águilas, garzas, palomas torcaces y todo tipo de aves cruzaban el río en uno u otro sentido, saludando con sus graznidos a la embarcación. Pequeñas barquichuelas de pescadores regresaban a sus casas con sus panzas preñadas de mariscos y pescados. Por fin, unas doradas playas de finísima arena anunciaron el final del viaje, justo cuando el sol comenzaba a marcar el ocaso del día tiñendo el mar de oro líquido.

El mayoral de la casa de los Pinelo los aguardaba en el puerto. Había llegado días atrás junto con parte del servicio de la casa para limpiar y acondicionar la hacienda veraniega de la familia. Trajo consigo unas magníficas monturas, así como un carruaje descubierto. Cuatro caballos de raza española y árabe aguardaban a ser montados. Doña Marina y doña Caridad reclamaron a Constanza para que las acompañara en el coche que recibía ya la refrescante brisa del Atlántico, mucho más cómodo y apropiado para una señorita. Pero ella, con brío, se aupó sobre una yegua de raza árabe excusándose en que hacía mucho tiempo que no montaba. La muchacha acariciaba el cuello del animal y le susurraba palabras al oído mientras daba vueltas alrededor de los viajeros. El mayoral repartió los restantes caballos. Don Jerónimo se acomodó en su magnífico semental blanco de pura sangre española, que destacaba en altura y grandeza sobre todos los demás. Jacobo y Andrea montaron sobre sendos équidos de raza hispanoárabe. Todos, mayoral incluido, miraron hacia Alonso. Éste, tras el gesto de la novicia, se había quedado sin montura, viéndose obligado a subir al carruaje junto a las damas.

Llegaron ya de noche al cortijo, que por sus dimensiones más parecía una casa palaciega. El edificio era amplio, de una sola planta, todo él encalado y con un gran patio interior donde manaba una fuente de agua cristalina. Las habitaciones, dormitorios y salones rodeaban aquel inmenso patio porticado. Extramuros de esa construcción se encontraban otras dependencias destinadas a cocina, despensas, granero, cuadras y aperos de labranza. Los alféizares de puertas y ventanas estaban pintados en color azul añil para, según mandaba una tradición ancestral, espantar a las moscas durante el día pues éstas detestaban aquel color.

La cena estaba dispuesta y los viajeros hambrientos. Dieron buena cuenta de un gran surtido de pescados y mariscos de río y de mar. Jacobo y Andrea entregaron a la cocinera la más de media docena de truchas, barbos y esturiones que habían pescado. Un delicioso y refrescante vino blanco de un sabor aceitunado, entre ácido y salado, ayudó a digerir aquella enorme cantidad de coquinas, camarones, cangrejos, salmonetes y sardinas que el servicio se había esforzado en cocinar.

El mayoral pidió permiso para entrar en el comedor. En su mano, una carta manuscrita traída por un paje de don Alonso Pérez de Guzmán, séptimo duque de Medina Sidonia, que había sabido de la llegada de su ilustre amigo sevillano y en la que invitaba a don Jerónimo a compartir con él una jornada de caza al día siguiente en su espléndido coto, recientemente bautizado como Bosque de Doña Ana en honor a su esposa, doña Ana de Mendoza, hija de la princesa de Éboli.

Antes de llegar a los postres, Constanza no pudo más. Acostumbrada a la vida monacal ya debiera estar en la cama. La noche anterior se había levantado para rezar a maitines, laudes y prima, según dictaba la orden del Císter. Ahora eran más de las once de la noche y, en el convento, a esa hora llevaría varias durmiendo en su celda. Agotada se fue a su dormitorio acompañada de doña Marina. Doña Caridad no tardó en hacer lo propio. Una vez que se encontraron los hombres solos, don Jerónimo inició una conversación con Alonso.

—Esta familia está en deuda contigo, joven letrado. Gracias a tu extraordinaria labor en Granada hemos conseguido no solamente mantener, sino incrementar, la herencia de nuestra querida Constanza.

—El orgullo y el placer son sólo míos por haber trabajado para su familia, don Jerónimo.

—Tu inventario fue tan exhaustivo y pormenorizado que hemos ordenado todo aquel inmenso patrimonio sin tener que viajar otra vez hasta aquel reino. Además, las recomendaciones acerca de qué bienes vender y cuáles conservar han facilitado mi labor enormemente, pues no te limitaste a contarlos, sino que fuiste visitando todos y cada uno de ellos dejándome bien claro cuáles eran los más gravosos de mantener y cuáles era preferible conservar. Esa tarea va más allá de lo encomendado. Estoy seguro de que tomaste el encargo como algo propio y personal.

Alonso recordó durante un segundo aquellos agridulces días en Granada, cada vez más lejanos, en los que sólo el trabajo le apartaba del mal sueño de amor que estaba viviendo. Después, contestó:

—Gran parte fue mérito de Andrea, de cuyo espíritu comercial aprendí mucho. Juntos tratamos de dilucidar qué interés podía tener cada inmueble. Además, mi tío Diego siempre me ha enseñado que sólo hay una forma de hacer las cosas, hacerlas bien. Si vas a ejecutar mal tu trabajo o a hacerlo a medias, mejor lo dejas.

—Pero con el inventario tan completo que realizaste ya habrías cumplido tu misión con creces —dijo esta vez Jacobo.

—Cuando acepto un asunto, éste va conmigo adonde me encuentre. No sé si es defecto o virtud, pero los litigios rumian en mi cabeza hasta que termino de resolverlos. Me acompañan desde primera hora de la mañana y demasiadas veces me desvelan por la noche.

—Pues no creo que sea ésa una costumbre sana, letrado —dijo don Jerónimo en tono paternal—, deberías desligar tu profesión de tu vida.

Alonso lo miró sin saber bien qué contestarle.

—Además —prosiguió el patriarca—, al final de la vida vive mejor el que menos se pelea.

—Difícil cometido para un letrado, pues nos encontramos siempre en un brete, con la espada alzada y luchando contra los contrarios, los jueces, los funcionarios y ¡cuándo no, tantas veces, contra nuestros propios clientes!

—En verdad que son luchas, pero no tan cruentas como las que ha vivido este pueblo de Cádiz —dijo Andrea—. Aún están reconstruyendo la villa después del último saqueo de los ingleses, hace de ello ya dos años.

—Y eso que el Duque de Medina Sidonia se desvive por reforzar las defensas costeras —añadió Jacobo.

—Mañana visitaré a don Alonso Pérez de Guzmán —informó don Jerónimo—, es un gran amigo con el que gusta compartir momentos y del que siempre se puede aprender algo. Tiene una capacidad de trabajo inagotable. Creo que ahora está enfrascado en las obras de reconstrucción de la ciudad y de defensa de su territorio, levantando torres y baluartes.

—Es que durante el asedio de la flota inglesa no recibió apenas el auxilio del Rey —apuntilló Jacobo—. Fue el pueblo el que tuvo, nuevamente, que armarse y enfrentarse al invasor. Aun así no pudo evitarse el saqueo. Acudieron gentes de Jerez y Chiclana pero, para cuando llegaron, veinte mil ingleses habían tomado la ciudad y diez mil gaditanos, mujeres y niños, se hacinaban en el interior del castillo fortificado.

—¿Cómo iba a ayudar el Rey si apenas quedan restos de armada después de lo que ocurrió con la Invencible en el Canal de la Mancha? —preguntó Andrea—. Aunque en realidad fuera él propio duque quien capitaneó la armada en aquel desastre.

—A pesar de su frontal oposición —le replicó de inmediato don Jerónimo—, rechazó varias veces el nombramiento que le hizo el Rey. Él no tenía experiencia en el mar ni conocimientos de náutica, y así se lo hizo saber. Fue la insistencia de Su Majestad y la obediencia a él debida lo que le obligaron a aceptar la empresa. Y a fe que no resultó acertado. Don Álvaro Bazán, el marqués de Santa Cruz, vencedor en Lepanto, era quien estaba destinado a ejecutar el ambicioso plan de invadir Inglaterra, pero la muerte se interpuso en su camino.

—Pues si ya era grave la situación de la armada, súmale a eso que hubo que hundir y quemar muchos galeones en el Guadalquivir, pues éstos se encontraban en Cádiz cargados de riquezas esperando partir hacia las Indias. Ése era el verdadero objetivo de los ingleses al invadir la ciudad. Entre tanto, el grueso de los Tercios se encuentra fuera de España, defendiendo a ultranza los territorios de la Corona y la fe católica en Centroeuropa. Como si eso fuera a dar de comer a los españoles —sentenció Jacobo.

—Ya sabes que el Rey ha de hacer honor a su apelativo de «martillo de herejes». El caso es que Cádiz fue arrasada e incendiada y aún se deben ciento veinte mil ducados de oro a la Corona británica en los que se acordó el rescate de la ciudad, contra cuyo pago depende la vida de cuarenta rehenes que se llevaron de entre los nobles de la ciudad y cuyos cuerpos descansan ahora en las mazmorras de la Torre de Londres —dijo Andrea—. He oído que, no hace ni un mes, ha llegado una carta firmada por veintiuno de ellos en la que suplican que hagan efectivo el precio del rescate. A saber cuál ha sido la suerte que han corrido los diecinueve restantes.

Un poco cansado de oír hablar de desastres y guerras, rehenes y rescates, don Jerónimo se levantó de su silla.

—Mañana me espera un largo día junto al Duque. Jacobo, me gustaría que me acompañaras. Vosotros podéis venir o emplear vuestro tiempo en lo que mejor os convenga —se despidió don Jerónimo.

Los dos amigos se miraron y recordaron la última jornada de caza y el amargo sabor de la muerte del perro Abril, por lo que se excusaron de asistir.

—Lo entiendo —dijo don Jerónimo en tono comprensivo—. Me gustaría estar en el huerto antes de que amanezca y respirar el aroma del rocío de la mañana sobre vides y hortalizas. Allí desayunaré lo que tome de las plantas.

Jacobo y Andrea besaron en la mejilla uno a tras otro a don Jerónimo. Alonso no quiso ser menos, pues estaba sintiendo un creciente afecto hacia aquel sabio anciano.

Cuando el señor de la casa se hubo acostado, los tres jóvenes anduvieron unos minutos buscando el fresco a la orilla de la playa. Andrea había traído una botella del exquisito caldo sanluqueño que degustaron tumbados sobre la fina arena. A pesar de lo avanzado de la noche, algo de claridad provenía desde occidente.

—Mañana se producirá el solsticio de verano, el momento del año en que la noche es más corta —proclamó Jacobo dando un sorbo al vino—. A partir de pasado mañana el día retrocederá lentamente ante el avance de la oscuridad. Brindo por el sol y por la vida que nos da, pero también por noches tan saludables y refrescantes como ésta.

—Lo cierto —reconoció Alonso— es que en esta playa al menos se puede respirar, y casi se olvida el hedor insoportable que estaríamos padeciendo en Sevilla, y el calor que haría imposible conciliar el sueño.

Al recordar el sofoco sevillano decidieron darse un baño. Se despojaron de las ropas quedándose en las calzas. Por más que se adentraran en el agua, ésta apenas llegaba a cubrirles. La inmensidad del firmamento los contemplaba. Jacobo explicó la forma de orientarse durante la noche a través de Polaris, la última estrella de la Osa Menor, enumeró las constelaciones que conocía y las nombró en latín según los libros de astronomía que había leído. El albor sorprendió a los amigos dormidos sobre la arena. Pero Jacobo ya no se encontraba con ellos, junto a su anciano padre compartía en aquellos momentos el sabor de uno de esos extraños frutos que habían llegado procedentes del Nuevo Mundo, y que tan bien se habían adaptado al clima del sur de España. Era de un rojo intenso y su jugosa carne tenía un sabor ligeramente ácido. El capataz les indicó que lo que estaban comiendo se conocía con el nombre de tomate.