CAPÍTULO VEINTISIETE

Sevilla (España), primavera de 1598

Concluyó uno de los inviernos más tristes para Alonso en el que, día tras día, mañana tras mañana, al despertar y no percibir la humedad del hocico de su perro, recordaba aquella funesta jornada de caza. Con el advenimiento de la primavera, las gentes de Sevilla volvieron a salir de sus casas, regando los tiestos de las macetas al atardecer, baldeando los suelos de los patios para después sacar allí sus sillas y butacas e iniciar con sus vecinos unas interminables conversaciones que se prolongaban hasta que, avanzada la madrugada, el frío sorprendía a muchos de ellos dormidos bajo las titilantes estrellas. El azahar volvió a inundar con su fragante aroma las calles y la alegría fue poco a poco contagiando a aquella insólita ciudad.

Alonso trabajaba con denuedo. En su casa no faltaba ya ninguna comodidad y su tío y él tuvieron que comenzar a racionar los clientes, pues no disponían de tiempo suficiente que dedicar a todo el mundo. Había cumplido veinticuatro años, era un reputado profesional, su madre lo esperaba cada día con un cariño inmenso, tenía amigos a los que apreciaba, con los que se sentía a gusto y se divertía y, además, contaba con la amistad fraternal y el apoyo de su tío Diego. Aunque el amor lo hubiera golpeado una vez ni tan siquiera estaba seguro de que hubiera sido tal amor, tal vez solamente eso le faltaba.

Muchas jóvenes habían pasado por sus brazos, calmando su deseo y disfrazando su necesidad de cariño, pero jamás se decidió a cortejar a dama alguna porque no había vuelto a sentir fuego en su corazón como lo sintiera aquella vez en Granada. Día tras día volvía a sus legajos y sus pleitos, los fines de semana a las tabernas, a las fondas y casas de posada, cada vez más lujosas, donde compartía noches de pasión con cuerpos ocasionales. Pero aquel ardor, aquel hormigueo visceral, aquella ansiedad no había vuelto a sentirlos jamás. Y desde que muriera su perro comenzó a darse cuenta de que ese hueco, ese extraño vacío en su alma se había abierto y él no sabía cómo llenarlo. Cuando llegaba a su dormitorio tras una agotadora jornada de tribunales, o de una larga noche de borrachera, en lugar de encontrar a su entrañable amigo esperando para recibirlo con su espontánea alegría, aquel vacío seguía allí, frío e inmisericorde.

Su refugio era el trabajo. Empezaba a comentarse que podía ser el mejor abogado de toda Sevilla a pesar de su juventud y Alonso no escatimaba esfuerzo, trabajo y dedicación a su oficio.

Hasta que un día llegó de Cádiz su primera derrota profesional, su primer pleito perdido, su primera frustración. Recibió la copia de la sentencia en su gabinete. Con ansia abrió la misiva remitida por el procurador gaditano y a medida que la fue leyendo su cuerpo se iba estremeciendo de una sensación que era una mezcla de calor y dolor. La incredulidad y el desasosiego se adueñaron de él, tuvo que releer la resolución en cinco o seis ocasiones como esperando que, tras una de aquellas lecturas, el resultado fuera diferente. Pero la letra de aquel pliego lo martilleaba una y otra vez con idéntica contundencia. Leía casi en voz alta los fundamentos jurídicos y, batiendo su mano sobre el papel, exigía que el fallo cambiara, que resolviera el asunto de otra manera, no tan despiadada, tan fulminantemente.

Fallamos […] en atención a lo antepuesto, a los antecedentes de hecho y fundamentos de derecho que por nos damos por probados, que condenamos a don Jerónimo de Valladolid, a don Simón Ruiz y a don Baldo de Peruzzi, todos ellos en compañía o comandita, a que indemnicen al naviero de esta localidad don Juan Bautista Carbonell, al pago del equivalente a un barco de idénticas características al naufragado frente a la bahía de esta ciudad, en la cantidad de dos mil ducados de oro y que asimismo indemnice por el contenido de las mercaderías que transportaba al momento del hundimiento en el valor declarado en el documento de flete y recuento acreditado en el puerto de Valencia, en la cantidad de ochocientos ducados de oro. Todo ello en aras al efectivo cumplimiento del contrato de seguro marítimo suscrito entre ambas parles. Se condena asimismo al demandado a hacer frente a las costas causadas por este litigio. Por lo que por esta nuestra sentencia, fallamos y mandamos en Cádiz a 26 de mayo del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1598 años.

Don Jerónimo de Valladolid llegó con cara de muy pocos amigos al despacho de la calle Aire. Esperó sólo unos minutos en la sala del gabinete hasta que don Diego lo introdujo en el despacho de Alonso, que se encontraba parapetado tras su mesa, con el rostro abatido. Se saludaron cortés, pero fríamente. Don Jerónimo ya era consciente en ese momento de que el pleito se había perdido totalmente. Les habían condenado a pagar una carraca obsoleta y deteriorada a precio de nueva y una mercancía que había llegado de contrabando hasta tierra firme como si se hubiera perdido. Y lo peor es que la noticia también la conocía ya gran parte del mundo jurídico sevillano, mundo que no vio con malos ojos que aquel joven y osado letrado y su tío mordieran por una vez el polvo y se revolcaran en el lodo de una manera tan estrepitosa.

—Don Jerónimo, usted estuvo allí y fue testigo de cómo se desarrolló el juicio. Hice todo lo que pude. Probar que el barco se había hundido intencionadamente no era tarea fácil y no conseguimos ninguna prueba que demostrara la entrada de la seda por contrabando. Nadie quiso testificar a nuestro favor. Intentamos hablar con alguna persona que presenciara el desembarco de la mercancía y únicamente obtuvimos silencio como respuesta. Sin embargo, usted mismo oyó cómo durante los interrogatorios del juicio los marineros vacilaron y se contradijeron.

—Dieron varias versiones de la forma en que se produjo el incendio, la zona donde se inició y la manera de propagarse. El mismo cocinero se vino abajo y reconoció que el patrón le dijo aquella noche que no apagara el fogón de la cocina antes de irse a dormir. Está claro que hubo manipulación en la embarcación, pero las pruebas se encuentran en el fondo del mar. No fue por dejación ni falta de empeño, eso usted lo sabe —concluyó Alonso en un tono de sincera disculpa.

—El caso es que se nos condena a pagar dos mil ochocientos ducados más las costas del pleito, y ello puede suponer la quiebra de nuestra firma, al menos la mía —contestó el de Valladolid—. Yo no me dedico a los seguros marítimos, sino que éste negocio lo iniciamos don Simón y yo por consejo de nuestro socio, don Baldo. Nosotros comerciábamos felizmente con un poco de aquí y un tanto de allá. Hemos sacado buen partido al comercio de especias como el sándalo, el clavo, la canela o la pimienta; conocemos bien el mercado de las drogas colorantes como la cochinilla o el palo del Brasil y mordientes como el alumbre o la pez de Ibiza. Pero hemos tenido que hacer algunos seguros a navieros para paliar las pérdidas que nos ha supuesto la bancarrota de la Hacienda Real de hace dos años. Solíamos prestar cantidades a la Corona y después de la quiebra no hemos recibido el importe de los Juros y Censos que dimos en su día a Su Majestad. El seguro marítimo parecía un dinero fácil, pues los armadores cuidan mucho sus embarcaciones, y las dos o tres veces que habíamos hecho un negocio de esta clase, recibimos el dinero y si te he visto no me acuerdo. Nunca pudimos prever un desastre semejante.

—Ni nosotros tampoco, don Jerónimo —dijo esta vez don Diego—, y sabe que hemos hecho lo imposible por ganar el pleito.

—El problema es que mi socio Simón reside en Medina del Campo y don Baldo en Italia. El único que tiene bienes aquí soy yo, y he sido el representante en Sevilla de la compañía desde hace muchos años. Temo que estén en peligro mi casa y mi industria. Y no tengo tanto dinero como para pagar dos mil ochocientos ducados. El Rey con su bancarrota se quedó con casi todo nuestro capital y ahora ¿perderé mi vivienda?

Alonso tragó saliva. Abrió el legajo que tenía delante. Retiró de él la sentencia con un amargo gesto de pesar y extrajo una escritura notarial de constitución de sociedad. La releyó durante unos segundos aunque se la supiera casi de memoria. Repasó el carácter general de la compañía, el aporte de los capitales, el reparto de los beneficios y la liquidación de la sociedad.

Compagnia. Cum panis —dijo.

—¿Cómo dice? —replicó su interlocutor.

Cum panis, «con pan»; el origen de la compañía es la unión estrecha de aquél que comparte el pan de cada día, el capital, el trabajo y también los riesgos. Cualquier cantidad que usted pague puede reclamarla a sus socios en las participaciones que habían pactado en la escritura de su compañía.

Solve et repete —confirmó don Diego—. Si usted paga o la justicia embarga sus bienes, tendrá derecho a repetir contra los restantes socios y reclamarle a cada uno su parte alícuota.

—¿Pero no podemos hacer nada? —replicó don Jerónimo—. Me refiero a algún recurso, alguna causa que podamos abrir. He sabido que el juez que conoció del asunto es primo hermano de la mujer del armador. Al parecer es vox populi en Cádiz. Yo me enteré a través de uno de los taberneros que me atendió una noche en un mentidero.

Alonso y su tío se miraron. Un incidente de recusación a un juez era un hecho poco frecuente. Aunque se recogía por numerosa regulación desde tiempos de los Fueros de Castilla y el rey Felipe II hubiera también promulgado muchas leyes que buscaban la equidad de sus administradores de la Justicia, durante muchos años no se había visto que prosperara ninguna recusación. Fue don Diego quien intervino.

—¿Por qué no nos lo contaste antes, Jerónimo?

—Porque lo supe con posterioridad al juicio. Me quedé en Cádiz varias semanas para ver si iniciamos una línea comercial con aquel puerto para abastecernos de fustanes, un género de algodón sobre una trama de lino muy resistente y casi impermeable que ha empezado a producirse en Cremona y Piacenzia. Nuestro socio, don Baldo, quiere que comencemos la importación con destino a los mercados y ferias de Medina del Campo, y por eso me quedé allí, con la intención de buscar agentes. Claro que ahora está todo perdido —dijo quedándose pensativo y con la mirada vaga—. En definitiva, decidí esperar a que saliera la sentencia antes de contarlo, pues el corazón me decía que íbamos a ganarla, o al menos no a perder de esta manera tan indigna.

—¿Y qué es lo que oyó exactamente?

—Pues eso, que el juez de Cádiz es primo hermano de la esposa del armador, una tal Eufemina.

Alonso y su tío volvieron a cruzar las miradas por unos segundos. Ambos dudaron porque sabían lo grave de la situación que se estaba denunciando. Fue Alonso el que se decidió a hablar.

—Aún es posible iniciar una recusación del juez que dictó la sentencia, pero no le puedo garantizar el éxito. Según nuestras leyes… —se acercó un anaquel de la biblioteca y extrajo unas ordenanzas dadas por Sus Católicas Majestades, doña Isabel y don Fernando, en Medina del Campo allá por el año 1489 y tras encontrar lo que buscaba, comenzó a leer—: No pueden ser jueces los sordos, los mudos o ciegos —hizo una pausa para sobreseer con el dedo lo que no interesaba—, ni los que reciban regalos o prebendas de algunas de las partes, los siervos que lo fueran sobre litigios que afecten a su señor, los hermanos, padres o hijos de los litigantes… —hizo otra breve pausa para reflexionar en voz alta—, pero ninguna ley prohíbe, que yo sepa, conocer asuntos a parientes de cónyuges. Sería otra incierta singladura que además acarrea duras sanciones si no puede acreditarse en el juicio la causa de la recusación. Hablo de sanciones de miles de maravedíes además de las costas del juicio.

—De hecho —prosiguió don Diego—, en veinte años yo no he visto prosperar ninguna.

—¿Entonces no podemos hacer nada?

—La única vía que nos queda es la del recurso aunque, si confirman la sentencia recurrida, las costas judiciales pueden resultar mucho más cuantiosas, y…

—Pero ganaríamos tiempo, ¿verdad? —dijo un desesperado don Jerónimo—. Necesito hablar con mis socios, preparar algo de dinero, ver si podemos sacar a la Corona una parte de los Juros que le tenemos prestados.

—Sí, don Jerónimo, algo de tiempo ganaremos, al menos dos o tres años hasta que el recurso se resuelva en la corte, pero las costas pueden ser muy altas.

—¡De perdidos al río, don Alonso! No puedo malograr mi casa, vivo en ella con mi familia. No puedo…