Cartagena de Indias (Nueva Granada), día de la Natividad del Señor del año 1597
Despertó en mitad de la noche envuelto en sudor. El calor tropical y la proximidad de ese mar Caribe que descargaba, despiadado, toda su humedad dentro de las murallas de aquella maldita ciudad, iban a terminar volviéndole loco. En su boca rezumó el regusto fétido de la cena de la noche anterior. Se mezclaban entre su saliva pastosa restos de cordero al horno, muslos de pavo en pepitoria, capones y faisanes regados con vino abundante. Lo peor es que después vinieron los licores dulces y el moscatel, las pasas de Corinto y las más finas golosinas, mazapanes de huevo y almendra. Todo aquello se revolvía ahora en una enorme tripa que no le permitía ni conciliar el sueño. Pero, claro, no podía faltar a la cena que ofrecía el Gobernador de la ciudad en homenaje al nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Luego, ya muy borracho, tuvo que asistir a la Misa del Gallo, donde compartió estrado preferente con el Alcaide y el Comandante portuario, encargado éste de la defensa de las murallas de la ciudad frente a los ataques de los piratas. Intentó incorporarse de la cama y tuvo más bien que ladearse por el embotamiento que tenía la cabeza y el entumecimiento de los músculos. Era incapaz de vencer el peso de su abultado vientre. Entonces fue cuándo se percató de la presencia de Zaida. Hecha un ovillo al otro lado de la cama estaba la esclava mulata de no más quince años que había arrancado del dormitorio de sus padres para que lo acompañara aquella noche tan especial. Se encontraba completamente desnuda, pero no recordaba haberla tocado, pues perdió la conciencia nada más caer sobre el lecho o, por lo menos, no conservaba ningún recuerdo de ello. Entonces sonrió para sí y extendió una mano con la que magreó aquellos prominentes senos de adolescente. La niña se sobresaltó, pero él continuó, inmutable, pellizcando ahora con ambas manos esos pezones duros para, después, lentamente tomarla por el cuello. La obligó a bajar a su entrepierna y le introdujo el pene en la boca.
Después de haber eyaculado en los cálidos labios de aquella chiquilla le ordenó que se marchara. Se levantó dando tumbos y se enfundó un sayal de cama que sólo permitía ver sus piernas de las pantorrillas hacia abajo. Se fijó por unos momentos en sus gruesos tobillos, comenzaban a deformársele inclinándose hacia el interior. Sintió náuseas y eructó con un súbito ardor del pecho que lo abrasó por dentro. Se sentó en la silla del escritorio que tenía en su enorme habitación. Sabía que, aunque lo intentara, no podría volver a conciliar el sueño. Su cabeza había tomado las riendas y aquella festiva mañana prometía ser una sucesión de pensamientos que se irían agolpando uno tras otros en una procesión interminable. Por lo menos el día había empezado dulcemente dentro de la boca de aquella negrita. En cuanto tuviera un rato libre la desfloraría como es debido, aunque el aperitivo no había sido malo en modo alguno.
Tomó un legajo de la mesa y lo examinó. El año acababa y su mayordomo le había confeccionado un resumen de los gastos de la casa, sin duda la más lujosa de toda la Cartagena de Indias. Debía revisarlo pormenorizadamente, no podía consentir que ningún miembro del servicio le sisara ni un real. No a él, no a don Fernando Ortiz de Zárate, el letrado más reputado y temido de toda Nueva Granada.
Comenzó a puntear las partidas menores del gasto, las que recogían la compra de comida para manutención y sustento de los esclavos. Pan y carne eran la cantidad más abultada. El primero normalmente consistía en casabe de maíz en forma de bollos y se acompañaba de carne o pescado según el día, pero tenía ordenado que no se cebara a los esclavos más que con carne de ternera, que era de pésima calidad al ser tan escasos los pastos de alrededor de aquella incipiente villa. Comprobó el precio, un real por cada cinco libras. Aceptable. Después buscó la partida alimenticia del resto del personal al servicio de su casa, de cocineros, pajes, mayordomos, sirvientes, capataces… Buscó el precio de la carne: cerdo, cómo no, alimentado con maíz y de una calidad aceptable. Cinco reales por libra. «Vaya», pensó para sí, «razonable, aunque esta partida podría recortarse un poco». Terminó de repasar el gasto de los esclavos, menos del cinco por cien era lo que se destinaba a fruta o verdura, normalmente bledos o plátanos, y había otro tanto destinado a pescado seco o carne de tortuga. También era aceptable, sonrió para sí. Había acertado con el nuevo mayordomo, ese tal Tello Escobar tenía buena escuela, y no en balde le había sido recomendado por el mismísimo gobernador. Era rígido y severo y parecía administrar bien tanto los caudales que le entregaba como la firmeza de su vara. No obstante, subrayó con su pluma el gasto de carne de cerdo que se destinaba al personal de servicio y punteó todos y cada uno de los restantes asientos escribiendo algún comentario. Ese Tello debía saber que supervisaría cada partida, cada real, cada maravedí… Nada hizo en cambio con las partidas de vestidos, alhajas, plumas exóticas, alfombras, cuadros o tapices que destinaba a su propio ajuar y que él mismo se encargaba de elegir en los mejores comercios de Cartagena.
Cerró las cuentas por un momento y repasó las actividades sociales que tendría que acometer durante aquel día festivo. Acudir a la misa de Navidad y a la comida que organizaría el Cabildo para las altas personalidades; esto probablemente se prolongaría hasta bien entrada la tarde. Después, algo surgiría. Pero otra vez tendría que presentarse solo a todos esos actos, y no porque le faltaran queridas o concubinas con las que poder asistir, siendo alguna de ellas de alta alcurnia, sino porque su condición de casado se lo impedía si quería seguir manteniendo su reputación y moral intachables en aquellas tierras. No, no podía ser de ningún modo. No en actos públicos.
Aquello volvió a revolverle las entrañas en formas de vagos recuerdos. ¿Qué sería de aquel niño, de aquel mozo enclenque que había engendrado y que en algún lugar de Sevilla debía estar desarrollándose como jurista? Le había dejado a su esposa el caudal justo para que el crío pudiera cursar aquellos estudios. Confiaba en que al menos hubiera obtenido el título de bachiller en Leyes y que no hubiera caído en la tentación fácil de abandonar la carrera buscando el dinero rápido en algún gremio de albañiles, zapateros o curtidores. De haberlo hecho habría arruinado su vida. Él, su padre, le había labrado un buen futuro en estas tierras del Nuevo Mundo y, en aquellos momentos que su despacho reventaba de clientela, podría serle de muy buena ayuda. Pero, claro, sólo si había estudiado. De otro modo, bien podía quedarse arreglando borceguíes en su Sevilla natal.
¿Y su esposa? Beatriz, la buena de Beatriz, pensó. Llegó a quererla, o al menos eso creía. Sí, seguro que llegó a amarla. De hecho, no recordaba haber sentido algo parecido por ninguna otra mujer. Pero ¿por qué maldita suerte se quedaría preñada? A ella sí que podía reclamarla en cualquier momento, ¡era su esposa! La recordaba muy bella la última vez que la vio, de pie junto al muelle del puerto de Sevilla, de la mano de aquel niño tan débil y enfermizo. ¿Por qué no? Podría reclamarlos a los dos, eran su esposa e hijo legítimos y tenía absoluto derecho sobre ellos. ¿Cuánto tiempo hacía que no recibía ningún correo? Al principio era normal que le escribieran cada dos años, cuando partía de Sevilla la Flota de Indias para asegurarse que el barco correo llegara seguro a su destino. Pero hacía más de cinco años que no recibía ninguna señal de vida de su familia. ¿Tal vez por resentimiento? Quizá le achacaran no haber enviado más dinero para la manutención y los estudios del muchacho, pero también es verdad que le entregó un gabinete jurídico muy bien montado a su hermano Diego. Lo dejó al cuidado de muchos asuntos y clientes que, sin duda, le proveerían de buenas rentas si era capaz de tratarlos bien. Si tenían alguna urgencia era a Diego al que deberían dirigirse. Diego, sí, pensó acomodando la enorme barriga al respaldo de la silla, seguro que Diego, tan responsable él, habría cuidado bien del despacho y de su familia. Estaba obligado en cierto modo porque le dejó toda su herencia jurídica, ya que él llegó a Cartagena de Indias prácticamente con lo puesto y, si había amasado una buena fortuna, fue gracias a un enorme esfuerzo y sacrificio invirtiendo ducado tras ducado en lo que, a la postre, sería la herencia de ese chiquillo. Sí, su conciencia estaba bien tranquila. Pero ese silencio, ese mutismo… Por qué ni tan siquiera una maldita carta de añoranza o hasta un reproche, algo que le permitiera saber que se encontraban bien, que lo estimaban, que necesitaban de su presencia, que requerían saber de él. Ese maldito vacío lo aguijoneaba.
Algunas veces pensó en volver triunfante, regresar a Sevilla con la enorme fortuna que había acumulado. Sería la admiración del gremio de abogados y, por supuesto, de jueces y magistrados. Nadie en tan poco tiempo podía reunir en España una cantidad de riqueza semejante al caudal que él había conseguido en el Nuevo Mundo. Pero, claro, volver era totalmente imposible… Aquel maldito rufián se enteraría y las consecuencias serían funestas. Beatriz lo sabía perfectamente. Si alguien tenía que desplazarse eran ellos. Era su familia y la reclamaría, había estado postergando demasiado tiempo esa maldita carta, aunque, con tantas obligaciones que atender, tan urgentes, tan importantes… Siempre lo había dejado para otro momento mejor, para más tarde. Sin embargo, ahora era Navidad, y había tenido que dormir con una asquerosa mulata. Estaba solo en el más lejano confín del universo, su despacho y su prestigio no había hecho sino crecer y eso le obligaba a continuos sacrificios. Trabajaba de sol a sol. Necesitaba ayuda y de las universidades indianas no salían más que analfabetos que apenas sabían leer ni escribir el latín. También necesitaba el consuelo de una buena mujer al llegar a casa, después de resolver tantas cuitas, y Beatriz había demostrado ser una excelente compañera. Los necesitaba a ambos.
Decidido, abrió uno de los cajones del escritorio y sacó de él un pliego en blanco, tomó pluma, tinta y secante. Comenzó a escribir: Mi añorada esposa, mi amado Alonso.