Cuando llegaron al patio de la casa gabinete de la calle Aire encontraron a un personaje huesudo, demacrado, pero que sin embargo desprendía ahora un aspecto limpio y aseado que le hacía engalanar una buena apostura. Acababa de afeitarse y se había enfundado la ropa de Alonso, que le quedaba excesivamente holgada. Como complemento se colocó una gola de tul y encajes muy ancha que Esteban rebuscó en uno de los baúles de don Diego. La gola tan amplia se encontraba ya en desuso, pues impedía ver los alimentos durante la comida y dificultaba incluso la lectura, pero don Miguel la lucía con altanería. En su mano derecha blandía una de las espadas que se encontraban en las paredes del patio con las que don Diego y Alonso solían practicar la esgrima en sus ratos libres. Se trataba de un estoque de acero toledano con guarnición de cazoleta, de aquellos conocidos como de perrillo por identificarse con un grabado de este animal en la vaina. Don Miguel la esgrimía haciéndola zumbar, avanzando y retrocediendo en perfecta posición de defensa de sexta, con su pierna derecha flexionada adelante, la izquierda totalmente extendida hacia atrás y el estoque recto. Daba pasos perfectamente sincronizados a todo lo largo del patio sin despegar en ningún momento los pies del suelo.
—¿Recuerdas la espiral de Carranza, Diego? —le preguntó a éste en cuanto advirtió su presencia—. ¡Aún después de cuatro meses en la cárcel soy capaz de desarmarte a la primera estocada! —exclamó mientras le arrojaba otra de las espadas que acababa de coger de la pared—. Don Diego sonrió y la empuñó, agitándola con un firme movimiento oscilatorio, haciendo que el silbido vibratorio de la hoja envolviera a su oponente. Se colocaron a escasos dos metros de distancia, en el centro del patio y se saludaron con la empuñadura al rostro, batiendo levemente la cabeza y dibujando una sonrisa ladeada en sus caras. Flexionados, casi agazapados y doblando ambas rodillas, iniciaron el combate. Tomó la iniciativa don Miguel, ejecutando dos ataques de fondo y dibujando dos fintas para confundir a su adversario. Don Diego se vio obligado a retroceder y hacer dos paradas, una de cuarta y otra de sexta, viéndose obligado en esta última a cargar casi todo el peso sobre su pierna atrofiada, lo que le hizo esbozar una mueca de dolor. Su primer ataque lo inició casi a la desesperada, pues acorralado por el ímpetu de su rival, su espalda llegó casi a rozar la pared del patio. Don Miguel perpetró un rápido salto hacia atrás y lo rechazó con una espiral de Carranza, movimiento giratorio de la punta de la espada que, si llegaba a la empuñadura, desarbolaría al contrincante. Prevenido, don Diego detuvo el ataque antes de verse desarmado.
—¿Es que no conoces otra maniobra defensiva, Miguel?, ¿o es que la cárcel ha entumecido tu memoria aún más que tus músculos? —bufó mientras alternaba ataques de fondo, fintas y estocadas—. Deberías refrescar los manuales de Juan de Pons o de Pedro de la Torre. De buen grado te los puedo prestar para que los releas.
—¡Calla, bellaco, y guárdate de manejar mejor el estoque que la lengua, que ya veo debilidad en tu parada y duda en el ataque de fondo!
Don Diego se vio obligado a retroceder nuevamente, su maltrecha pierna iba cediendo y parecía que su oponente no hubiera permanecido tanto tiempo inactivo, pues el peso de sus golpes doblegaba la muñeca del letrado una y otra vez. Don Miguel lanzó un ataque a la carrera, con tanta furia e ímpetu que estuvo a punto de arrollar a su contrincante. Éste se zafó con su mano izquierda de la toga y la enrolló para detener otra descarga de fuertes mandobles, pues el brazo derecho comenzaba también a darle muestras de debilidad. Alonso observaba las maniobras tantas veces ensayadas con su tío y también vio cómo don Miguel comenzaba a acusar el cansancio. Con su mano izquierda inutilizada estuvo varias veces a punto de perder el equilibrio, pero aguantaba con brío. Sin duda, era un personaje aguerrido. Intentó una zambullida buscando la pierna de su rival. Su tío lo aprovechó y, al errar la estocada, dejó completamente desguarnecido el flanco derecho. Don Diego se limitó a tocarlo suavemente con la vaina de la espada en el costado, ni tan siquiera lo marcó y el combate acabó con un abrazo fraterno en el que ambos contrincantes, exhaustos, se fundieron. Don Miguel, sudoroso y jadeante, descargó un progresivo y desconsolado llanto sobre el hombro de su amigo. Acababa de liberar la tensión, la ira y la frustración acumuladas durante cuatro meses de cautiverio.
Sentados a la mesa del mesón más lujoso de Sevilla degustaban un asado de cabrito. Don Francisco y don Pedro López de San Román se habían incorporado a la cena en honor de la liberación del recaudador y los cinco caballeros se enzarzaban en una dialéctica mezcla de anécdotas, dichos, refranes y chismorreos. El ex presidiario comenzó a olvidar, por momentos, los duros meses de encarcelamiento. Don Miguel se percató de que Alonso no cesaba de reír, se encontraba exultante y bebía sin mesura una y otra frasca de vino.
—Apreciado letrado, debes ser más templado en el beber que el vino demasiado, ni guarda secreto, ni cumple palabra —le recomendó.
—No suelo cartearme con Su Majestad el Rey todos los días. Así que hoy brindaré tantas veces como sea necesario.
—¿Conserváis aún la carta del Rey? ¿Qué dice de mí?
—Intercede por vos en atención a vuestros largos años de servicio. Solicita que se aclaren las cuentas con la Hacienda sin que sufráis prisión. Es una carta breve pero suficientemente contundente para haber causado un inmediato efecto en los jueces. De hecho, sois libre. La firma es de su propio puño y letra y bien sabéis que nuestro Rey se encuentra postrado en el Monasterio del Escorial, muy enfermo y debilitado. Si ha rubricado la carta personalmente es porque ha tomado un gran interés en el asunto.
A don Miguel se le enrojeció ligeramente el rostro y sus ojos brillaron de emoción.
—De cualquier manera —continuó enérgicamente, recuperando el brío—, nuestro monarca lleva ya medio siglo gobernando, desde la abdicación del emperador Carlos, y va siendo hora de que delegue sus funciones o este país no va a ganar para desgracias. Y no me refiero únicamente a la mía. Esta Administración es un absoluto desastre.
—De hecho —prosiguió el caballero don Pedro—, los ingleses atacan Cádiz cada vez que les viene en gana, nuestra armada se encuentra más debilitada que nunca después del desastre de la Invencible y las montañas de oro y plata que llegan a Castilla procedentes del Nuevo Mundo se encuentran embargadas por banqueros y prestamistas antes de desembarcar, dados los gastos desorbitados que supone defender la herencia europea de la Corona y dar capricho a la Corte de Madrid.
—Yo soy testigo de primera mano y doy fe —intervino don Diego— de la sangría económica y humana que está suponiendo retener Flandes. Tarde o temprano se perderán esos territorios. El germen de la independencia va unido a su libertad religiosa y los Tercios cada vez encuentran mayor resistencia militar. ¡Y qué decir de las estériles guerras contra Francia!
—¿O qué sentido tiene seguir conservando el archipiélago de las Filipinas? Un reino tan alejado que lo único que nos aporta es la gloria de llevar inserto el nombre de nuestro monarca. El pueblo pasa hambre, la Hacienda Real entra en bancarrota una y otra vez suspendiendo los pagos y las obligaciones contraídas, Castilla está arruinada y lo único que se le ocurre a nuestro gran monarca es construir el fastuoso Monasterio del Escorial, el más suntuoso que jamás se conociera —sentenció don Francisco.
—Por eso el pueblo clama que «si el Rey no muere, el reino muere» —apuntó don Miguel—. He sufrido prisión por deudas a la corona pero que yo sepa, ni el Rey ni ningún personaje de su corte ni de la administración ha ido a la cárcel tras la última quiebra de la hacienda real. Y ahí sí que se han dejado deudas a pobres diablos.
—¿Os imagináis que esos ingentes tesoros que vemos llegar a Sevilla en los galeones se destinaran algún día a cubrir las necesidades del pueblo, construir universidades, hospitales, caminos… y no a defender causas religiosas, perseguir herejes por medio mundo y, en definitiva, a despilfarrar todo el esfuerzo de indios y colonos? —preguntó don Pedro.
—Yo creo —intervino por primera vez Alonso, quien había aprendido demasiadas maneras de su amigo Andrea Pinelo— que lo que procede es hacer un brindis por don Miguel y su primera noche en libertad —dijo alzando el vaso.
—¡Por don Miguel! —exclamaron todos.
—¿A qué piensa dedicarse ahora? —le preguntó el hacendado don Pedro.
—Parece que no me queda otra opción que la de seguir recaudando tributos, por lo que tendré que regresar a los campos de esta vasta Andalucía, a arrebatar el pan y el aceite a esos humildes campesinos, ¡y después del año de sequía que hemos vivido!
—Pero ¿no podéis dedicaros a mejor oficio? —continuó interrogándole.
—He escrito algunas obras literarias. De una de ellas, Los seis libros de La Calatea, he vendido el privilegio de impresión por una cantidad nada despreciable. Tengo en mente otra ingeniosa obra. Pero vivir de las letras en este país no resulta sencillo. Las gentes prefieren las tabernas a la literatura.
—Con los vinos que se producen en esta tierra no es de extrañar —apuntó don Pedro—. ¿Y cuál ha sido el verdadero motivo de su presidio?
—La falsedad, querido amigo, que tiene alas y vuela, mientras que la verdad la sigue arrastrándose.
—Lo cierto —aclaró don Diego— es que lo de don Miguel ha sido un cúmulo de desgracias que nunca le hubieran acontecido de no haber sido por su mala situación económica. Y lo digo tras muchos años ejerciendo la profesión de abogado, pues no existe más que un poder y ése es el del dinero.
—¿Crees de verdad que si don Miguel hubiera tenido mayor caudal no lo hubieran encarcelado? —preguntó don Pedro, que era, con diferencia, el más rico de todos los presentes.
—No te ofendas, estimado Pedro, pero es mentira que la justicia, el Rey o los gobernadores puedan aplicar normas o ejercer el gobierno en favor de sus súbditos. Es el dinero el que manda, el que se cuela en los entresijos de las leyes, en los vericuetos de los reductos de poder y el que ejerce su maligna influencia en todos los ámbitos y sectores de la sociedad. Envenena voluntades, tuerce preceptos, disposiciones, y ordenanzas a su antojo. ¿Por qué si no hay sentencias contradictorias en casos idénticos? ¿Leyes que se oponen unas a otras? ¿Recursos remitidos a altas instancias que contradicen totalmente lo que había dictaminado otro juez inferior y que luego vuelven a ser revolcados en otras superiores?
—Es que si las leyes fueran claras, exactas y entendibles por el vulgo, ¿de qué ibais a vivir entonces los leguleyos como vosotros, y cómo podrían sortearlas los ricos y los poderosos? —dijo don Miguel dirigiéndose a don Diego y a Alonso.
—Cierto es que el dinero todo lo puede —se sumó don Francisco.
—Todo lo corrompe. Es como un volcán de fuego que arrasa lo que se interpone en su camino, compra y pudre a los hombres, arruina inocentes y no conoce justicia, equidad ni integridad —prosiguió don Miguel mientras observaba cómo Alonso apuraba otra escudilla de vino.
—Por eso se compran indultos, altos puestos de la Administración caen en las manos más sucias y corruptas. ¡Los gobiernos se equivocan y el pueblo paga! ¡Siempre es así y siempre lo será! Y en esta bendita tierra, al que más se equivoca, más lo premian como pago. Jueces honestos y administradores preparados se desesperan ante tales agravios y terminan hastiados de ejercer su oficio —sentenció don Diego.
—Y, aún así, todo sigue girando —prosiguió don Miguel.
—Pero a qué precio… —concluyó don Francisco.
—Al precio de la justicia, ni más ni menos. Esa justicia que es arrogante con los débiles, pero débil con los arrogantes —replicó don Miguel rechazando un plato de asado.
Alonso advirtió como el recaudador acababa de rehusar por segunda vez unos deliciosos higadillos de capón, que eran el plato más apreciado de la mesa. Apenas si había probado el cabrito y comía casi únicamente las legumbres que acompañaban al asado. Le interrogó al respecto.
—El sabio griego Hipócrates —contestó—, probablemente el más importante médico de la historia, solía decir que «la mejor de las medicinas es el alimento», y las carnes de animales muertos no son, ni mucho menos, el mejor medicamento. Otro histórico personaje del que habréis oído hablar, Pitágoras, no probaba la carne y consideraba un delito introducir entrañas en las propias entrañas. Y un célebre artista italiano nacido en Vinci, llamado Leonardo, sostuvo que matar un animal para ingerirlo es un crimen comparable al asesinato de un ser humano. Sin duda, que la alimentación de los hombres superiores debe basarse en frutos, plantas y raíces —sentenció don Miguel.
—Pero ¿no echa de menos el placer de comer carne? —preguntó don Pedro.
—Ciertamente que sí, querido amigo, pero en la boca está el sabor y es en el estómago donde está la subsistencia.
Los demás allí presentes observaron un tanto desconcertados al recaudador. El argumento les pareció original, hasta curioso, pero concluyeron que cuatro meses de prisión comiendo habas secas habían afectado demasiado la cabeza del pobre don Miguel.
Terminaron aquella velada concertando una jornada de caza para el día siguiente. Alonso, que había hecho caso omiso a los consejos que sobre el beber le había dado su sabio cliente, se encaminó algo indispuesto hacia su casa.
Se levantó embotado al siguiente día. El único que parecía estar exultante era Abril, que saltó excitado y correteó por toda la casa en cuanto vio a su amo empuñar la escopeta de caza. Era consciente de que le esperaba una nueva jornada rastreando el campo en total libertad, emborrachándose de aquellos embriagadores perfumes que desprendían las plantas y persiguiendo a las esquivas liebres hasta conseguir agotarlas. Perro y dueño se dirigieron hacia la casa de don Diego, el cual tenía esa mañana idéntica mala cara que Alonso. Provistos de los útiles de caza, los cuchillos de montería y un zurrón con pólvora y perdigones, se encaminaron hacia la Puerta de Carmona, al norte de la ciudad, donde los esperaban los restantes compañeros de partida con pajes y monturas para todos ellos. Don Miguel se había excusado de asistir la noche anterior argumentando que no disponía de armas ni aperos, pero resultaba evidente su escaso interés por la cinegética. Tampoco asistió don Francisco, quien mandó esa misma mañana a uno de los empleados de la mancebía para disculparlo. Sí acudió a la montería Andrea Pinelo con un magnífico perro, un ejemplar de perdiguero de Burgos, animal incansable, dotado de un olfato muy agudo y de una capacidad para el rastreo excepcional. Subieron a los caballos y juntos se dirigieron hacia las estribaciones de la sierra norte de Sevilla.
Una vez adentrados en el coto, los pajes se quedaron con las monturas para procurarles descanso y forraje y se inició la cacería a pie. La partida se dispuso por parejas, formando Alonso con don Pedro López, el cual, entre disparo y disparo quería contarle todos los antecedentes del caso que iba encomendarle para la defensa de su hábito como caballero de la Orden de Santiago. Su tío compartiría faena junto a Andrea Pinelo. Sería mediodía cuando los cuatro cazadores se unieron para almorzar y hacer recuento de las presas. La pareja de don Diego y Andrea llevaba once liebres y media docena de perdices, mientras que sus compañeros de batida no llevaban ni la mitad, aunque se habían cobrado un par de faisanes. Bajo una encina, al amparo del tímido sol de diciembre, asaron dos liebres en una improvisada hoguera y dieron buena cuenta de algunas de las perdices cobradas, regando sus gargantas con vino fresco que traían en un odre. Después de una placentera siesta iniciaron el regreso hacia donde habían dejado los caballos, acordando disparar a lodo lo que se presentara a su paso bajo el lema de «ave que vuela… a la cazuela».
Casi anochecía cuando oyeron el peculiar ladrido del perdiguero distinguiendo otra presa. Abril, más cansado que su infatigable compañero, se encontraba en esos momentos junto a las piernas de su amo, pero salió escopetado tras el sorprendido animal. Se trataba de un extraordinario corzo, un magnífico macho provisto de astas de tres puntas. Quien lo cobrara podía considerarse perfectamente el ganador de aquella partida de caza. Ambos perros perseguían ya en fugaz carrera al venado cuando se produjo la primera detonación. Don Pedro, demasiado ansioso por cobrar la mejor pieza del día, falló el tiro. Los canes cortaron en perfecta sincronía la trayectoria del cérvido para atraerlo hacia los cazadores. Dos nuevos disparos de don Diego y Andrea erraron el objetivo. Alonso terminaba de baquetear su arma cuando el corzo se aproximaba zigzagueando para evitar las dentelladas de aquellos acosadores perros. Apuntó con sumo cuidado y descargó el percutor sobre la mecha, y durante dos, tres segundos siguió con la mira puesta en el cuello del animal hasta que se produjo la deflagración. El corzo cayó abatido y rodó pesadamente por el suelo. Pero algo no iba bien. Justo en el instante de producirse el disparo, Abril, que había saltado con la intención de apresar la yugular del enemigo, en un intento de emular al perdiguero y recibir la felicitación de su amo, recibió uno de los perdigones de acero que le perforó la tráquea.
Alonso dejó caer la escopeta en el suelo y corrió, lívido, hacia su perro, el cual no cesaba de respirar profundamente tras el fragor de la carrera, introduciendo así una mezcla de aire y sangre en los pulmones que se iban encharcando más y más a cada batir de su acelerado corazón. Se sentó sobre los cuartos traseros esperando a que su amo llegara para felicitarlo, mirándolo sin comprender lo que le estaba ocurriendo. «No pasa nada, amo, hemos cobrado la presa, tu perro fiel la ha perseguido hasta el final, como el mejor, como el otro. Lo he hecho bien y ahora me felicitarás. Pero no entiendo, ¿por qué me cuesta respirar?»
«¿Por qué entra cada vez menos aire en mi cuerpo?», parecía querer decirle con aquellos ojos lastimosos mientras la piel de su lomo se iba inflando como si la estuvieran hinchando con un fuelle. Las fuerzas comenzaban a fallarle cuando Alonso lo asió de ambos carrillos con los ojos desesperados e inundados en lágrimas.
—¡No, amigo mío! ¡No puedes irte perro fiel! Pequeño Abril, no se te ocurra dejarme solo —le repetía mientras le acariciaba las orejas y el cráneo y lo rodeaba con el brazo.
«No pasa nada, es sólo que no puedo respirar…, no mucho, y estoy cansado por la carrera, pero lo he hecho bien, ¿verdad, amo?», parecía querer contestarle el perro sentado sobre sus patas traseras mientras las delanteras comenzaban a flaquearle, a pesarle tanto que lo hubieran tumbado de no ser porque Alonso lo tenía sujeto por la cabeza. Aquellos expresivos ojos con los que imploraba en esos momentos a su amo que le diera alguna explicación, que lo tranquilizara, comenzaron a nublarse por la falta de oxígeno. «Mi amo está al fin conmigo y con él nunca me ocurre nada, siempre me protege… no voy a caerme, él está aquí».
Don Diego actuó con rapidez apartando a Alonso y degollando con su cuchillo de montería el cuello del animal, cuyo corazón dejó inmediatamente de latir. Andrea abrazó a su amigo que lloraba sin consuelo. Trató varias veces de zafarse de él para asistir a Abril pero, cada vez que lo intentaba, éste lo asía con un abrazo más fuerte intentando que comprendiera, que asimilara, que entendiera… Ninguno de los compañeros de cacería se atrevía a pronunciar tan siquiera una sola palabra de consuelo. Abatidos, posaban sus manos sobre los hombros de Alonso comprobando que todo su cuerpo temblaba, bufaba y resoplaba en un amargo llanto.
Cuando, tras unos minutos, fue consciente de la irremediable pérdida, Alonso se recompuso. El llanto se convirtió en un sollozo pausado y sentido. Con resolución se quitó la pelliza de piel de conejo que su madre le había confeccionado para ir de caza. Todos presentían que jamás volvería a usarla. Envolvió con ella a Abril. Tenía el mismo gesto dulce y apacible que cuando dormía a los pies de la cama de su amo. Iniciaron un pesadumbroso camino de regreso acompañados del llanto quedo y lastimoso de su compañero de cacería. Al pie del naranjo, en el huerto de la casa de la calle Aire, enterraron aquella oscura noche de diciembre al compañero más leal que el muchacho había tenido.