CAPÍTULO VEINTICUATRO

Don Francisco Ruiz Galera, el padre de la mancebía sevillana, se encontraba al otro lado de la mesa visiblemente afectado. Don Diego trataba, en vano, de consolarlo.

—Ya han muerto tres de mis niñas, pobres criaturas. Las quería como si fueran mis hijas, conocía a sus familias, he cuidado de ellas y de sus niños, pero me he visto obligado a tener que cerrar mis negocios. No podía ya mantenerlas y tuve que dejar que se marcharan. Tenían que seguir viviendo de alguna forma, así que volvieron a hacer la calle. Han sido fácil presa de esa escoria de rufianes que anda suelta pastando por esta Sevilla de Dios. Y todo por culpa de ésos que se dicen guardianes de su fe. Esa pandilla de exaltados fanáticos que se ha ido apostando, un día sí y otro también, delante de las puertas de mi casa, asustando a mis clientes, amedrentándoles con el fuego eterno, el Juicio Final y toda esa sarta de falacias con las que aborregan a las pobres almas.

—Las negociaciones con el Cabildo están avanzadas —intervino el ex soldado—, hemos pedido incluso la intervención del Consejo de Castilla. Alonso redactó un informe sobre las antiguas normas que se aplicaban en Sevilla para la mancebía y las reformas que deberían hacerse para acallar a la Iglesia. Pero, créeme Francisco, no está resultando tarea fácil. Tú sabes que muchos de los caballeros veinticuatro y otros altos cargos de la Audiencia y del Ayuntamiento son tus clientes y desean ayudarte y, sin embargo, son ellos precisamente los que menos se atreven a abrir la boca en tu defensa por miedo a ser acusados a su vez de practicar fornicación.

—¡Pues algo tenemos que hacer! O van a seguir apareciendo más cadáveres de niñas en el río. Cuando menos lo esperen voy a ser yo el que coja mi navaja y destripe a uno de esos catequistas que parece que mearan agua bendita y que luego tienen bien jodidas a sus mujeres y les ponen los cuernos a las primeras de cambio, les pegan, abusan de ellas y de sus hijas, que bien me lo sé yo.

—De cualquier manera —intervino Alonso para intentar calmar el ánimo de su cliente—, todo lo malo siempre lleva encerrada una semilla de bondad. Puede que la muerte de esas indefensas criaturas de Nuestro Señor, que Él las guarde en su gloria, nos sea tristemente útil para presionar aún más a las autoridades civiles. Gracias a don Cristóbal Pinelo, caballero veinticuatro del Cabildo y buen amigo, hemos conseguido una citación para esta misma tarde con los máximos responsables locales y de la Real Audiencia. Intentaremos forzar una solución lo más urgente posible.

La reunión tuvo lugar en la sede de la Audiencia. Estaba prevista que fuera para las cinco de la tarde, pero no pudo celebrarse hasta las ocho. El motivo fue un cruce de emisarios que negociaron el emplazamiento final, pues ninguno de los dos representantes, el del poder real y el del municipio, quería ir a la institución regentada por el otro por temor a que se pudiera pensar que su poder era inferior. Aquella tarde, Alonso y su tío recorrieron los escasos doscientos pasos que había entre ambas sedes al menos en cinco ocasiones. Finalmente, el Regente del Cabildo, presionado por Cristóbal Pinelo, cedió y acudió a la Real Audiencia, y todavía se hubo de esperar a que fuera casi de noche, tal era el nivel de entendimiento y compenetración que había entre los dos principales poderes en aquella enigmática ciudad. Las propias cadenas de la catedral eran ejemplo y mudo testigo de aquella esperpéntica guerra de poderes donde cada uno pretendía imponerse sobre su parcela de súbditos. Aquellos enormes eslabones rodeaban el centro religioso e implicaban el límite de la jurisdicción civil y el derecho de asilo a la jurisdicción eclesiástica. Se pusieron en 1565 para evitar que los mercaderes de las gradas entraran con cabalgaduras en los días de mal tiempo. Hasta veinticuatro jurisdicciones había en aquella Sevilla de entresijos y vericuetos. Los soldados se acogían al fuero militar, los clérigos a los tribunales eclesiásticos, los caballeros de órdenes militares al Consejo de Ordenes, los mercaderes a su consulado y el que no tenía otra alternativa se acogía al derecho de asilo que impedía a la justicia ordinaria penetrar en los lugares sagrados cuyos límites marcaban aquellas cadenas.

Aquella tarde se discutió mucho de religión, de la licitud o ilicitud de la prostitución, del pecado, del número en aumento de predicadores y charlatanes que se iban apostando en las calles de Sevilla anunciando el fin del mundo ante la proximidad del cambio de siglo. Alegaban que las desgracias de la ciudad eran consecuencia de los muchos pecados cometidos en ella, sobre todo los de la sexualidad, los más propicios a la ira divina, como bien recordaba la Biblia con lo sucedido a los pueblos de Sodoma y Gomorra. «Menos mal que a esta reunión no ha comparecido ningún clérigo», pensaba para sí Alonso, «pues se discute más de religión que de leyes». De cualquier manera, entre los representantes civiles del poder se gestaba la necesidad de la regularización de la mancebía. Y no sólo por la aparición de los cadáveres de las niñas, lo que tampoco importaba demasiado, sino por la inmediata proliferación de enfermedades sexuales capaces de propagarse entre los asiduos clientes, muchos de los cuales eran ellos mismos, o sus hijos, amigos o parientes. Por ello estaban ejerciendo la hipócrita labor del abogado del diablo, esto es, poniendo trabas a sus propios argumentos para que, una vez formulada la propuesta definitiva y presentada a la Iglesia, ésta no pudiera rechazarla.

Serían las doce de la noche cuando Alonso comenzó a redactar un principio de acuerdo que el Regente de la Audiencia, como máximo exponente del poder real, haría llegar personalmente al Arzobispo, con el cual negociara los pormenores. Después se someterían las ordenanzas pactadas a su aprobación por el Consejo de Castilla, el cual no pondría pegas si llevaba el visto bueno de la Iglesia. Como única arma arrojadiza, si el prelado se negaba a atender a razones, se iba a instalar una guardia permanente de alguaciles y soldados en los dos extremos de la calle Laguna para impedir la entrada de los catequistas. Se había acordado que, en caso necesario, el retén aplicaría relajadamente la fuerza contra éstos. Cuanto más duras fueran las negativas del Arzobispado a llegar a un acuerdo, más se subiría esa acción represiva. Don Francisco podría recoger de manera inmediata a sus niñas y reiniciar cuanto antes su negocio.

Dieciocho capítulos de ordenanzas pusieron fin al conflicto con el visto bueno del Consejo de Castilla. Ello tras muchas tensiones, negociaciones, algún que otro tumulto y la vida de once muchachas cuyos cadáveres aparecieron flotando en el río o arrojados a las cloacas después de haberse servido de sus cuerpos. En resumen, el texto legal que se aprobó fue el siguiente: A don Francisco le impusieron otro padre de mancebía o administrador con el que compartiría la labor. En lo sucesivo no se admitirían como mancebas a mujeres casadas, naturales de Sevilla o que tuvieran sus padres en ella. Se condenaría y azotaría a los ministros de la Justicia que colocaran a niñas en estas casas. Las prostitutas no podrían ejercer durante las fiestas religiosas y serían reconocidas por médico o cirujano cada quince días en invierno y cada ocho en verano, debiendo ser ingresadas en el Hospital de la Sangre las que resultaran contagiadas. Los menores de catorce años tendrían vedado el acceso a las casas y, asimismo, los clérigos sólo podrían entrar a exhortar a las mujeres a dejar su mala vida en los días en que éstas no trabajaran.

Así concluyó un espinoso y delicado asunto que don Diego y su cliente permanecieron varios días celebrando en una de aquellas casas que don Francisco regentaba. Alonso no vio a su tío en todos esos días, pero ya estaba acostumbrado a sostener el gabinete por sí mismo y no le importaba en modo alguno que su mentor desapareciera por periodos más o menos largos, es más, le encantaba encontrarse al frente de uno de los despachos más florecientes de Sevilla. Por eso acudió solo a la sede de la Real Audiencia cuando fue reclamado urgentemente por un ujier de la institución. Allí pudo leer de primera mano una carta que Su Majestad, el rey Felipe II, había enviado en contestación a la que él mismo le había remitido en septiembre. Y no pudo dar crédito a lo que leyó. El propio monarca, con su rúbrica y su sello, intercedía en favor de don Miguel de Cervantes y solicitaba su inmediata puesta en libertad. Alonso la enrolló con sumo cuidado, y con ella bajo el brazo y con una cédula emitida por el juzgado se personó en la Cárcel Real para liberar al preso. Alonso no cabía en sí de gozo. Había conducido felizmente muchos pleitos desde que iniciara su ejercicio profesional, pero su hacer nunca había llegado hasta tan altas instancias, y la carta manuscrita del Rey Prudente lo colmaba profesionalmente.

El reo llevaba cuatro meses sin asearse, por lo que Alonso lo condujo directamente a la casa de su tío, donde le preparó el antiguo bañuelo árabe y le proporcionó algo de ropa limpia. Lo dejó allí auxiliado por Esteban y Erundina, mientras que él fue en busca de don Diego al burdel para darle la buena nueva de la liberación de su amigo.

Durante el trayecto se cruzó con muchos rostros y se sorprendió saludando a personajes importantes e influyentes de la vida sevillana. Caballeros jurados, corregidores o hacedores, intercambiaban con él un gesto de cortesía. A todos les respondía con complacencia. Seguía portando bajo el brazo la carta del Rey, que le infundía una extraña sensación de satisfacción, con su rúbrica manuscrita, todo ello como respuesta a su buen hacer profesional. ¡Cuánto había cambiado su vida desde que superara el examen de doctorado! Al rebasar a dos muchachas que caminaban delante de él se volvió ligeramente para contemplar a una de ellas que llamó su atención por su belleza. Pudo observar cómo la chica también ladeaba disimuladamente la cara, le sonrió y llegó a detenerse, esperando que el letrado se le insinuara. Él también sonrió pero, de alguna manera, era consciente de lo que su alma se había endurecido demasiado después de aquel viaje a Granada. Suspiró y apretó el paso alejándose definitivamente.

Llegó a las casitas de mancebía y directamente se encaminó a la más lujosa, la misma que había visitado en aquella primera ocasión con sus amigos y que había frecuentado posteriormente. El portero lo condujo al primer piso donde don Diego, don Francisco y otro personaje que no reconoció, se aplicaban en una partida de naipes, excelentemente acompañados por las risas de unas jóvenes muchachas.

—Lamento interrumpir tan insigne partida, caballeros, pero debo comunicar una buena nueva a mi ilustre maestro —les dijo.

—Adelante, letrado, usted siempre es bienvenido a esta humilde morada —contestó el anfitrión levantándose de la mesa y mirando a don Diego con el rabillo del ojo.

Alonso anunció a su tío la liberación de don Miguel de Cervantes. Le mostró, sin poder contener su entusiasmo, la carta del Rey y le pidió que lo acompañara a casa donde el ex preso les aguardaba tomando un baño.

—Señores —proclamó su tío Diego en tono solemne y levantándose de la mesa—, el mundo sigue girando aunque nosotros, metidos en este dulce lupanar no nos hayamos dado cuenta. Y frente a ustedes se encuentra uno de los engranajes que lo hace orbitar por el buen camino. Debo irme ahora con mi sobrino a atender a un buen amigo. El momento de la excarcelación de un cliente es uno de esos escasos instantes de satisfacción que brinda esta ingrata profesión a la que hemos consagrado nuestras vidas, máxime si ese cliente es un gran amigo. Podremos seguir esta partida dentro de unas horas en el mesón del Figón del Rinconcillo. Invito yo. Si don Miguel nos acompaña les aseguro que tendrán la oportunidad de disfrutar de la conversación de un personaje excepcional a la vez que culto.

Antes de irse presentó a Alonso al caballero que los acompañaba en aquella partida de cartas. Se trataba de don Pedro López de San Román, un riquísimo hacendado, que había obtenido, no sin esfuerzos, el hábito de caballero de la Orden de Santiago. Sin embargo, unos miembros de la institución, más antiguos que él, pero que le habían tomado ojeriza por su fastuosa fortuna, probaron ante la orden que don Pedro había ejercido el trabajo manual en sus primeros pasos como mercader, y no el comercio grueso, sino al por menor, habiendo tenido en Sevilla abierta una tienda de medias de lana que él mismo atendió durante un tiempo. El trabajo manual no solamente estaba mal visto, sino incluso proscrito, en las órdenes religiosas y militares, por lo que el rico personaje se enfrentaba a una multa de dos mil ducados y al destierro, lo cual no le importaba en exceso. Lo que sí le indignaba era que le hubieran despojado del hábito mientras se tramitara la dispensa ante Su Santidad. Para todo ese proceso, sin que él aún lo supiera, había elegido como letrado que defendiera sus intereses a Alonso. Se despidieron emplazándose para unas horas más tarde en aquel lujoso mesón de Sevilla. Don Diego se encontraba tan exultante como su sobrino y caminaba a buen ritmo, impaciente por compartir los primeros instantes de libertad de su buen amigo.