Una mañana que acudía de camino hacia la Real Audiencia, Alonso conoció a uno de los personajes más singulares, insólitos y fascinantes que tratara en su corta carrera como jurista. Un individuo exóticamente vestido lo detuvo ante la puerta de la Vicaría General de Sevilla para requerir sus servicios. Se presentó como Heleno de Céspedes. Era un apuesto joven que no aparentaría más de veintidós o veintitrés años, delgado, y con una tez extraordinariamente blanca y lampiña, pelo oscuro, brillante y lacio que le llegaba hasta los hombros. Todo en aquel rostro dulce y afeminado era perfecto; los labios de un rojo intenso, la nariz, recta y menuda, los pómulos angulosos y los ojos de un hipnótico color azul turquesa. Parecía un canon, un paradigma de belleza. Pero, además de sus facciones, los gestos acompasados, las manos finas y estilizadas, las uñas perfectamente limadas, la voz pausada y el tono suave; todo en su conjunto conseguía que aquel hermoso joven fuera el individuo más atractivo que jamás hubiera visto y Alonso no pudo evitar sentirse algo turbado ante la presencia de ese ser extraordinario.
El señor Céspedes le contó que ejercía el oficio de sastre y también ocasionalmente el de cirujano, con licencia obtenida en Madrid. En realidad había cumplido los treinta años y pretendía casarse con su prometida, una tal Isabel Ortiz, bella joven de dieciséis años, sin apenas dote, pero de la que decía sentirse profundamente enamorado. Acababa de solicitar la licencia y mandamiento para poder desposar, conforme a lo decretado por la Constitución Sinodal, pero el Vicario General de Sevilla se la había denegado so pretexto de decir que su condición parecería más ser de mujer que de varón, algo que le resultaba totalmente ridículo al señor Céspedes. ¿Cómo podía alguien, por el simple hecho de ostentar un gran poder, negarle su propia naturaleza, y con ello algo tan sencillo como una licencia de matrimonio, impidiendo, a la postre, que pudiera realizar su deseo de contraer nupcias? Alonso reflexionaba para sí mismo mientras escuchaba las razones de aquel desconocido. Era una auténtica sinrazón. Él mismo había sido testigo de cómo tantas y tantas veces la opresión al pueblo venía precisamente de una gran acumulación de poder y del abuso que del mismo ejercían las autoridades, daba igual que fueran civiles o eclesiásticas, reales o municipales. Y como abogado, defendiendo a sus clientes, tenía que enfrentarse a la prepotencia de la Administración prácticamente a diario.
Alonso le explicó que la infundada resolución del Vicario General le obligaría, si es que aún quería contraer matrimonio, a instar a su costa un proceso impulsado por un letrado para demostrar su verdadera naturaleza, esto es, que su condición era la de varón y no la de mujer. Aquella majadería le pareció al tal Heleno un atropello a su dignidad. Además, encontrándose tan enamorado de su prometida como estaba, cualquier impedimento que alejara el día de los esponsales le suponía una tortura, aunque estaba dispuesto a soportarlo si era necesario.
El proceso en sí fue sencillo y se inició con un escrito firmado por Alonso, en el que solicitaba un reconocimiento pericial a su representado efectuado por dos médicos o cirujanos de la villa y a cuyo resultado se estaría. La prueba se produjo y el sastre costeó todos los gastos y los honorarios de los galenos, así como los de Alonso. Después de unos meses, cuando se encontraba despachando unos asuntos con su tío Diego en el gabinete, recibió el resultado de la licencia matrimonial de Heleno de Céspedes, que abrió con expectación y cuyo auto, con el resultado positivo de la licencia, decía así:
En la ciudad de Sevilla, a 17 días del mes de febrero de 1597 años, visto este proceso por el Ilustre señor doctor Juan Baptista Neroni, vicario general de dicha villa, dijo, que declaro a dicho Heleno de Céspedes, no tener el impedimento que se le puso de tener dos sexos, de varón y de mujer, por lo cual mandaba y mando, que se les de licencia y mandamiento para que el cura de la villa despose y vele «in facie eclesie» y en tiempo debido, a los dichos Heleno de Céspedes e Isabel de Ortiz, conforme a lo decretado por la constitución sinodial; y así lo preveo, mando y firmo de su nombre ante testigos. Doctor Neroni, ante mi Francisco Gómez de Ayala, notario.
Alonso lo leyó en voz alta y en tono irónico comentó con su tío las barbaridades que la Administración hacía en tantas ocasiones, y todo ello sin responsabilidad alguna y con total impunidad. Con ello no conseguía más que hacer perder el tiempo a la gente sencilla y, eso sí, reforzarse cada vez más en su autoridad, pues sus infundados juicios de valor jamás se perseguían, conformándose el administrado con no haber salido demasiado maltrecho del asunto. Asimismo, figuraban, junto al auto, los informes de los dos médicos que habían reconocido al requirente y cuyo resultado Alonso releyó en tono casi irónico:
En la ciudad de Sevilla, a 8 días del mes de febrero de 1597 años, ante el ilustre señor doctor don Juan Baptista Neroni, vicario general de la dicha villa, entró y pareció presente el doctor don Antonio Montilla, médico y cirujano de Su Majestad, de esta ciudad, el cual fue por su merced recibido juramento en forma de derecho, y habiéndole hecho, dijo: Que ha visto al dicho Heleno Céspedes y asimismo ha visto por vista de sus ojos sus partes naturales y miembro viril, el cual tiene bueno y perfecto y de gran tamaño, con dos testículos, en lo demás solo le ha visto una berruguita, arrimada al ano, el cual dice el dicho Heleno que le quedó de una postema que tuvo, pero no ha visto cosa que penetre, ni tiene cosa de sexo femenil, y asimismo lo ha tocado y no ha percibido con el tacto cosa que penetre tanto y que ésta es la verdad y lo que alcanza el juramento que hizo y lo firmó de su nombre. El doctor Montilla, ante mi Francisco de Gómez Ayala, notario.
Tío y sobrino se reían de lo que estaban leyendo. «Pues sí que se lo han pasado bien los galenos explorando el miembro de tu cliente», decía don Diego, «no sabía que estaba tan bien dotado. ¡En verdad que parece que el Vicario General tiene buena vista en eso de analizar la condición humana! Pero termina de leer el otro parecer médico, querido sobrino, que quiero ver cuán acertado es nuestro Ilustre Vicario». Alonso continuó:
Y después del susodicho, en la misma villa, a nueve días del mismo mes, presenció ante el vicario general otro doctor Don Francisco Díaz, médico y cirujano de S. M., del cual fue recibido juramento en forma de derecho, y habiéndole hecho y siendo preguntado, dijo: que conoce al dicho Heleno Céspedes y que es el mismo que vio en presencia de su merced y que es verdad que él ha visto sus miembros genitales y que su pene es bastante perfecto, si bien de un tamaño desmesurado y con sus testículos formados como cualquier hombre y que en la parte inferior, junto al ano, tiene una manera de arrugación, que a su parecer, a los que tocó y vio, no tiene semejanza de cosa que pueda presumirse ser natural, porque no pudo ni fue posible hallarle perforación alguna que pudiese presumir tal cosa, ya así dijo y declaró que a su parecer no tiene semejanza de hermafrodita ni cosa de ello y que ésta es la verdad para el juramento que hizo fírmolo de su nombre. El doctor Díaz, ante mí Francisco Gómez Ayala, notario.
—¿A qué se referirá el cirujano con «miembro de tamaño desmesurado», sobrino? ¿Cuántas pulgadas de miembro son necesarias para convencer de una hombría al ilustre Vicario General?
—Cuando menos debía aclararlo mediante jurisprudencia escrita. Por ejemplo, los que no tengan más de dos o tres pulgadas no deberían desposarse, ¿no crees? Así, el Vicario sí estaría cumpliendo su verdadera función para con el sacramento matrimonial y la dulce y eterna felicidad de los novios.
Siguieron sonriéndose con los vericuetos, tantas veces estúpidos que aplicaba la justicia de los hombres para imponerse sobre éstos. En cuanto los que tenían que administrar al pueblo rozaban el poder, pareciera que éste les obnubilara la mente y se la empequeñeciera tanto que perdían el sentido de la propia realidad. Y cuanto más estrecha era su parcela de poder, más extremo era el celo y la sinrazón que aplicaban en ejercerlo.
—Los gobiernos deberían estar para alimentar al pueblo. Ésa es su función y no la de perseguirnos y agobiarnos con atropellos absurdos como este curioso caso que ha padecido el señor Céspedes, cuyo único delito al parecer consiste en ser demasiado bello, ¿no? —preguntó don Diego.
—Es un hombre singular. Reconozco que tiene un atractivo que yo nunca había visto en otro varón. Además, es elegante y delicado.
—Pues hablando de atropellos y tropelías —interrumpió don Diego—, me temo que vas a tener que hacerte cargo de otro asunto algo espinoso. Se trata de un buen amigo con el que combatí en la batalla naval de Lepanto. Estaba adscrito a mi misma galera, la Marquesa, y el hombre ha sufrido mucho, peleó incluso estando enfermo de calentura. Recibió dos arcabuzazos en el pecho y otro en la mano izquierda que se la dejó inútil. Cuando regresaba victorioso, su barco fue apresado por unos corsarios y durante cinco años permaneció cautivo en Argel. Fue liberado por unos monjes trinitarios y pudo volver a España, pero desde entonces no ha hecho sino vagar, exigiendo un puesto en la Administración acorde a la entrega que él antes hizo por la Corona. El caso es que el Rey, en pago de sus servicios, no le ofrece sino puestos de segunda fila como cobrador de impuestos, por lo que tiene que requisar trigo, avena y aceite de los pobres labriegos que sufren como nadie las sequías y las malas cosechas. Ya tuve que defenderlo hace años por unas irregularidades en las cuentas que tuvo cuando era recaudador de impuestos y comisario de abastos para la Gran Armada, y me temo que otra vez se ha metido en problemas. Se encuentra preso en la Cárcel Real y me veo en la obligación moral de asistirlo nuevamente. Luchar codo con codo en una batalla, guardarle a otro hombre las espaldas confraterniza más que diez años de convivencia. Debemos ir a verlo de inmediato.
Ambos tomaron sus togas y se encaminaron hacia la plaza de San Francisco, pues la Cárcel Real se encontraba en una estrecha callejuela de la Audiencia. Decían que, después de la del Santo Oficio, la Real era con diferencia la peor de las cárceles. Entre ochocientos y mil presos se arracimaban cada día en las tres plantas del edificio. Muchos morían a diario entre aquellos muros por mera inanición, cuando no por las múltiples enfermedades que hacían estragos entre aquellos pobres diablos. También eran tres sus puertas, popularmente conocidas como las de oro, plata y cobre según fuera el caudal del preso que las atravesara. La primera daba directamente a las dependencias del alcaide y en sus cuartos se ubicaba a sus protegidos, normalmente aves de poco tránsito en aquel avispero. Por la de plata entraban los que disponían de quince reales de ese metal para alquilar cada mes a los funcionarios corruptos de la cárcel una habitación para no tener que compartir dormitorio con los demás compañeros de desgracias. En atención a la humilde condición del preso, Alonso y su tío se encaminaron a la última de las puertas, la de cobre.
Se identificaron al portero de la institución y solicitaron ver al reo. Cuando lo condujeron hasta su presencia, Alonso se topó con un individuo que, a pesar de su grave situación, conservaba galanura y una cierta arrogancia en el talante. Se trataba de un sujeto alto, espigado y enjuto, de nariz aguileña, un rostro severo muy marcado por los labios fruncidos, frente amplia y barba cortada a la moda de la corte, aunque ahora estuviera desaliñada, sucia e infectada de piojos. Su gesto orgulloso transmitía rudeza.
—Apreciado amigo —lo saludó su tío Diego abrazándolo cordialmente—, cómo lamento verte de nuevo en estas atroces circunstancias.
—Vuelvo a encontrarme en este lugar donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación, estimado Diego.
—Te presento a mi sobrino Alonso —continuó éste—: Alonso, don Miguel de Cervantes Saavedra.
Se sentaron en unos inestables bancos de madera que los alguaciles habían dispuesto. Don Miguel portaba grilletes en pies y manos.
—¿A qué se debe la presencia de este joven entre nosotros, amigo Diego?
—No solamente es mi sobrino, sino uno de los más reputados juristas de Sevilla. No ha perdido ni un solo litigio desde que comenzó su ejercicio en esta ciudad y me gustaría que fuera él quien dirigiera tu recurso. Quiero que estés en las mejores manos, Miguel.
Don Miguel relajó el gesto y se volvió hacia Alonso examinándolo por unos instantes. Luego prosiguió con voz autoritaria.
—Pues entonces debes sacarme de aquí a la mayor brevedad, muchacho. Me están matando entre estos muros. Mejor trataban a los cautivos cristianos en Argel que en esta maldita pocilga, allí por lo menos se vivía en la esperanza de que alguien pagara un rescate por nuestras almas. Sin embargo, a esta maldita Casa de Austria sus súbditos no le importan lo más mínimo. Apenas nos dan una escudilla de habas secas y un poco de agua podrida cada día. Prefieren que sucumbamos a tener que costear nuestro mantenimiento, pues muerto el perro se acabó la rabia. Así es como pagan los años de servicios prestados. Y lo peor es el estado de rufianeo que gobierna entre los compañeros de desgracia que habitamos este infierno breve. Algunos presos hacen guardia ante las letrinas para cobrarnos por usar las piedras que hay puestas en ellas si no queremos tocar con los pies los excrementos. Aquí todos los elementos se hallan corrompidos.
—Entonces debemos actuar rápidamente, don Miguel, debe contarme exactamente lo que ha pasado —solicitó Alonso.
—Después de dejarme la piel y la salud peleando por la Corona y tras cinco años de cautiverio en Argel, regresé con cartas de recomendación manuscritas por el propio don Juan de Austria y el Duque de Sessa. Pensé que ellas serían motivo suficiente para recibir alguna recompensa por mi entrega y solicité puestos en la Administración, incluso en el Nuevo Mundo. Pero uno tras otro me han sido negados, recluyéndome a la penosa obligación de recaudar impuestos entre los humildes labradores. Los labriegos no querían pagar a la Hacienda lo debido, ni a la Iglesia los diezmos atrasados, por lo que hube de emplear la fuerza en muchas ocasiones. La mala fortuna quiso que uno de mis ayudantes atropellara a un campesino cuando le efectuábamos las requisas. Por ese motivo fui encarcelado hace seis años, prisión de la que tu tío Diego me libró, a Dios gracias.
—Fue en el año 1591 y la prisión la ordenó el Corregidor de Écija, ten en cuenta, Alonso, que era allí donde hacía las incautaciones, por lo que imagina la de enemistades que se granjeó. Lo del atropello fue un hecho fortuito y además no fue don Miguel el responsable, sino uno de sus ayudantes. Pudimos resolver bien el juicio —intervino don Diego.
—Pero el caso es que yo di con mis huesos en la cárcel sin haberlo merecido. Lo más gracioso es que para nuestra Santa Madre Iglesia tampoco era bienvenido, y sin saberlo incauté cereales que al parecer eran de su propiedad, por lo que fui dos veces excomulgado, tanto por el Arzobispo de Sevilla como por el Vicario General de Córdoba. Fíjate, muchacho, que encontrándome en este infierno terrenal, me hallo también en la desesperanza de tener negado el acceso al cielo en la otra vida.
Se produjo un confuso silencio del que nadie encontraba las palabras adecuadas para salir hasta que don Miguel continuó.
—Empeñando todos mis bienes y los de mi esposa pude pagar una fianza necesaria para conseguir un nuevo puesto, otra vez como recaudador. Se trataba de recuperar dos millones y medio de maravedíes por tasas atrasadas a la Corona. ¡El Rey premiaba nuevamente mis servicios con la tarea de incautar bienes a los pobres! Para mi desgracia he ido ingresando el producto de la recaudación en un banco de Sevilla esperando el momento de rendir cuentas. Se trataba de una casa que creí solvente, pero que cayó en bancarrota semanas antes de tener yo que comparecer ante la Real Hacienda para liquidar lo incautado. La prisión ha sido, nuevamente, el precio de mis favores.
Alonso atendió la explicación dada por el preso. Se había aplicado la norma básica de «prisión por deudas» mediante la que se pretendía que, ante el más mínimo impago, sobre todo si se trataba de una deuda contra la Administración, se procediera de inmediato a encarcelar al deudor. Así, éste podía recordar, en prisión, con toda tranquilidad, dónde se había extraviado el dinero y devolverlo cuanto antes. Pero el caso de don Miguel era diferente. Había depositado el caudal recaudado en un banco que luego cayó en quiebra. Tendría que demostrar mediante las cuentas de la entidad bancaria, si es que aún existían, o a través de los resguardos de los depósitos que don Miguel conservara, la inocencia de su cliente. Además, deberían contrastarse estas cantidades con los libros oficiales que éste, como recaudador, tenía la obligación de llevar. Probablemente esos libros estarían ya en poder de los jueces.
—Don Miguel, debo hacerle una pregunta que necesito que me conteste con la mayor sinceridad, pues de ello dependen las pruebas que pueda aportar para acompañar a su recurso —le dijo al reo—: ¿Ingresó usted en la banca que ha quebrado todas las cantidades que obtenía de la recaudación, o puede ser que se desviara alguna partida?
Don Miguel miró a Alonso con un gesto contrariado. Apretó mucho los labios adoptando un rictus casi feroz, y por un instante pareció que iba a montar en cólera. Su rostro se enrojeció.
—Escúcheme bien, jovencito. He servido durante años a la Corona exponiendo mi vida, luchando aun cuando estaba enfermo en primera línea de galera. He sufrido un cautiverio infernal en Argel, con un Bey moro que me hizo su favorito y del que intenté escapar, arriesgándome a morir, en al menos cinco ocasiones. Cuando he regresado a mi amada tierra he escrito libros y novelas fabulosas que no se han valorado. Me he ofrecido al Rey en innumerables ocasiones como relator, contador o corregidor. Siempre se me ha rechazado y únicamente me han dado puestos de segunda con los que acallar mi lengua y mis heridas de guerra. Es decir, mozalbete —resumió en tono imperativo—, ¡que le he regalado a la Corona los mejores años de juventud, mi salud, mi ingenio y mi culo! ¡Y nunca se me ha valorado más que a una mierda de caballo! —exclamó en tono muy airado—. ¿Contesta eso a su pregunta?
Alonso bajó la cabeza. Se encontraba ante un hombre defraudado y en una situación verdaderamente límite. Miró hacia don Diego.
—Marchémonos cuanto antes, tío, necesito tener tiempo de redactar hoy mismo el recurso, hablar con el juez que lleve el caso e incluso dirigir una carta a Su Majestad. Tenemos que sacar de aquí a don Miguel. Este señor no merece semejante maltrato.