CAPÍTULO VEINTIDÓS

Cuando llegaron de nuevo a Sevilla era ya avanzada la primavera. Alonso se incorporó al gabinete de su tío y se volcó en los quehaceres diarios. Una tarde llegó un emisario de la familia de los Pinelo y le hizo entrega, en nombre de la herencia de doña Constanza Gazzini de Carona, de un pagaré por importe de quinientos ducados de oro a cuenta de sus honorarios profesionales. El consejo familiar de aquella insigne familia había decidido que la joven heredera ingresara, junto con una buena dote, en el Convento de San Clemente, el más afamado y prestigioso de Sevilla, para que éste se encargara de la formación y educación de la novicia. Después decidirían, llegado el momento, si continuaría con su vocación religiosa o se desposaría con algún noble, pues con la dote que aportaría podía aspirar a cualquier acuerdo conyugal, incluso con miembros de la alta aristocracia o de la corte.

Doña Beatriz sintió que algo había cambiado en el alma de su hijo. El viaje a Granada lo había mudado volviéndolo más serio y frío y no entendía muy bien el porqué. Pero nunca hablaron de aquel asunto, se limitaron a darse amor día tras día. La felicidad inundaba aquella casa de la calle Sierpes donde ahora nunca faltaba el dinero. Nuevos muebles, nuevos vestidos… Nada suntuoso, pero la comodidad se instaló en aquella vivienda gracias a la prosperidad del cada vez más afamado abogado. Doña Marina, la antaño preceptora de Constanza, acompañó a la niña hasta Sevilla, pues no se había separado de ella desde que naciera. Cuando ésta ingresó en el convento se quedó sin trabajo y, aunque se instaló en una de las dependencias del servicio de la casa de los Pinelo, Alonso decidió contratarla durante el día para que ayudara a su madre en las tareas de la casa y le hiciera compañía. Marina era una mujer muy instruida, aficionada a las artes y las letras, había crecido en el seno de la familia de los Gazzini y adoraba a Constanza. Los domingos, cuando la novicia podía recibir la visita de los familiares más allegados, siempre acudía a la iglesia del convento, escuchaba misa y luego se acercaba a la reja que separaba la clausura para conversar con ella durante unos minutos. Nunca perdió el contacto con su pupila, pero las circunstancias la llevaron a entregarse ahora a la familia de los Ortiz de Zárate y Llerena, quienes la acogieron como una más de la familia en aquella casa que rezumaba vida por los cuatro costados. Doña Beatriz, doña Erundina y doña Marina formaron un grupo inseparable que cada jornada se unía para vivir y compartir un rato amable.

Casi un mes después de su llegada a Sevilla, Alonso recibió la inesperada visita de un elegante caballero. Era bodeguero y provenía de Jerez de la Frontera. Portaba una misiva que el propio letrado le había escrito meses antes. Circunspecto, se sentó frente a la mesa del gabinete.

—Yo nunca quise engañar al tonelero —se excusó, nada más sentarse—. Lo que ocurre es que mi abogado redactó un contrato muy favorable a mis intereses. Cuando llegó el pedido de las barricas nos encontrábamos en pleno trasiego de la cosecha. No había ingresos en la bodega y me acogí a lo pactado por escrito para aplazar el pago. Pero nunca quise no pagar.

—El caso es que hace un año que mi cliente le hizo entrega de las veinte barricas y usted no ha cumplido con el compromiso de pago suscrito.

—Venir a Sevilla no es tan fácil. Y menos para saldar una deuda.

—Pues lamento comunicarle que hace ya algún tiempo que interpuse la demanda judicial para reclamarle el pago de lo adeudado, con los consiguientes intereses y costas. El proceso judicial ya se ha iniciado y no voy a detenerlo hasta cobrar el último maravedí que adeuda a mi cliente. Le advierto que don Francisco se encuentra en serias dificultades económicas por su culpa.

El bodeguero calló durante unos segundos.

—Le he dicho que he venido a pagar. Siempre he cumplido mis compromisos.

—Pues me temo que ahora debe abonarlo con las costas y los intereses. La culpa de la demora ha sido exclusivamente suya, señor mío.

El bodeguero, un hombre que rondaría los cincuenta años, curtido en mil sequías, cosechas y jornales, vio frente a sí a un joven no solamente preparado, sino movido por una gran determinación. Excesivamente maduro y con el alma endurecida. Difícil de malear.

—Deme la cuenta —requirió.

Alonso se levantó y se acercó a los anaqueles del gabinete. A la deuda contraída por la fabricación de los toneles añadió el cálculo de los intereses, e incluyó los honorarios por la redacción de la demanda. Seguro de sí mismo, extendió el pliego al bodeguero. Éste suspiró y se levantó contrariado. Volcó su bolsa y comenzó a contar monedas, todas ellas de oro.

—Espero que, a la mayor brevedad, desista de la demanda interpuesta. Nunca he tenido una reclamación judicial en mi contra y no quiero que mi reputación se vea en entredicho. Yo soy buen pagador, son las circunstancias en muchas ocasiones las que…

—No dude que esta misma mañana desistiré del procedimiento. Para mí este asunto está zanjado.

Se estrecharon la mano con firmeza mirándose fijamente a los ojos. Sin querer, Alonso acababa de ganar un futuro cliente.

Entregó la bolsa que contenía en efectivo la deuda por las barricas más los intereses a don Francisco Bullejos, el tonelero, y éste rompió a llorar por la emoción. Esas monedas acababan de salvar su pequeña industria, por fin podría pagar a sus trabajadores y a los proveedores de maderas que habían dejado de suministrarle. Sus oficiales se acercaron y se unieron a él en un sentido abrazo de alivio. Cuando Alonso le dijo que no le debía nada por sus honorarios, puesto que los había liquidado el bodeguero, se quedó boquiabierto. Durante los meses siguientes se contaron por decenas los oficios del gremio que visitaron al nuevo letrado en su gabinete de la calle Aire.

Fueron pasando las semanas, los meses, cada vez más y más rápido. El primer año de ejercicio profesional se le antojó muy breve en comparación con lo que antes había sido su vida como estudiante y así transcurrió también el siguiente, sumergido en una intensa actividad profesional. Su vida fue poco a poco convirtiéndose en una plácida rutina. A diario atendía a nuevos clientes, formulaba demandas, contestaba acusaciones, celebraba juicios, redactaba contratos… También a diario paseaba bien de mañana con su perro Abril, conversaba con su madre, con Marina y Erundina y las llenaba de vida con sus andanzas y anécdotas profesionales. Doña Beatriz había confraternizado con aquellas mujeres y parecía, por momentos, olvidar la soledad de su abandono.

Los sábados por la tarde y, por qué no, también algunos viernes, eran adictos a las tabernas de Sevilla. Las jornadas nocturnas se prolongaban junto a Andrea, Martín Valls y Luis de Velasco. En los lechos ocasionales de las casas de posada compartió cama y pasión con María, con Lucía, Almudena o Rosa; lavanderas, guardesas, jóvenes viudas, esposas abandonadas…

Los domingos, después de misa, la pesca, la esgrima y, sobre todo, la caza eran las aficiones a las que se entregaban felizmente semana tras semana. Formaba pareja de montería con Jacobo, el hermano mayor de Andrea, mientras que su tío batía con éste. Habían llegado finalmente las flamantes escopetas que don Diego encargó al armero eibarrés don Juan Larrañaga. Eran armas muy reforzadas en la recámara, de un largo un poco mayor que una vara, y la culata de madera. El cañón se cargaba por la boca, baqueteando la pólvora con un taco y poniendo encima un puñado de perdigones. El sistema de fogueo de chispa oprimía la mecha, que se encendía mediante un percutor que al ponerse en contacto con la pólvora provocaba la explosión. Pero la deflagración tardaba tanto en producirse que el cazador debía seguir a la pieza durante tres o cuatro segundos hasta la detonación, si aspiraba a cobrarla. Aun así era más efectivo que el pesado arcabuz, pues no lanzaba una sola bala, sino gran cantidad dispersa de plomo y mucho más, por supuesto, que el arco o la ballesta. El más beneficiado de aquellas jornadas era sin duda Abril, el perrillo, quien disfrutaba como un loco recolectando las presas de las que él mismo hacía la muestra y que luego su amo defenestraba. Alonso se convirtió poco a poco en un consumado cazador, de día y de noche.

Algunas mañanas, cada vez menos frecuentes, Alonso se había sorprendido dirigiendo inconscientemente sus pasos hacia el Colegio Universidad, como hiciera a diario durante casi cinco años de su vida. Cuando ello ocurría, en lugar de corregir la ruta, solía terminar el trayecto y sentarse junto a la puerta de la plaza de Jerez. Desde allí contemplaba con callada satisfacción los muros y la fachada gótico mudéjar de la universidad donde tantos obstáculos y trabas sociales y académicas había superado, y también donde tantos sinsabores y alegrías había sentido. Antes de irse solía releer la pequeña inscripción que se encontraba grabada en la piedra de la Puerta de Jerez, por donde presuntamente entró el héroe griego Heracles para fundar la ciudad de Sevilla. Y que rezaba así:

HÉRCULES ME FUNDÓ JULIO CÉSAR ME CERCÓ DE MUROS Y TORRES ALTAS Y EL REY SANTO ME GANÓ CON GARCI PÉREZ DE VARGAS

Según la leyenda, en su décimo trabajo, el héroe mitológico remontó con su barco el río Guadalquivir y clavó seis estacas en el punto más alto de un promontorio, desde donde se divisaba una amplia planicie entre los meandros fluviales. Allí fue su voluntad que se fundara una ciudad en su honor. La tarea recayó sobre su también mítico hijo Híspalo, y de él tomó la ciudad el nombre de Híspalis en tiempos romanos, hasta que los árabes, tras su conquista, la renombraran Shbiya. En atención a esas seis estacas fue erigido un templo en honor al dios griego del Olimpo, Hércules, en el punto más alto de la ciudad, con seis columnas de granito, portal del templo que llevaba su nombre y cuyos restos eran las inmensas moles de piedra que se encontraban a escasos cincuenta pasos de la mesa del despacho de Alonso en la calle Aire. «Curiosa coincidencia», se decía, reflexionando sobre las dificultades que él mismo había sorteado entre aquellas aulas universitarias y las que aquel gran héroe superó en los Doce Trabajos que le impusieron los dioses del Olimpo en su agria penitencia.