CAPÍTULO VEINTIUNO

Alonso vio el rostro asustado de una niña refugiarse entre los hombros de Andrea y luego a ésta abrazarse muy afectivamente a don Juan Martorell. De su expresión podía deducirse que sabía perfectamente que algo no iba bien. Su padre nunca jamás habría dejado que nadie entrara en su gabinete sin que él estuviera allí presente y su instinto infantil olfateaba la atmósfera de aquella sala buscando un porqué. Cuando se acercó a Alonso tímidamente se fijó mucho en su toga negra y en la cara afligida que éste estaba dibujando. Al término de aquel saludo cortés permaneció un solo segundo escrutando profundamente los ojos del letrado, un instante que a él se le antojó eterno. Después Constanza se volvió con determinación hacia su primo y le preguntó:

—¿Dónde está mi padre?

—Ven, Constanza —dijo Andrea tendiéndole la mano—, vamos un momento a tu habitación.

Alonso sabía que si había alguien que pudiera dar con tacto una noticia de la magnitud de la que iba a recibir aquella niña, ése no era otro que su amigo Andrea. No obstante, sufrió por los dos.

—No hace una semana que ha cumplido los doce años —dijo don Juan Martorell cuando ambos primos abandonaron el gabinete—. Lloraba de emoción al saber que su padre estaría pronto en casa y aguardaba para celebrarlo junto a él. Lo adoraba. Todo el amor que aquel hombre bondadoso podía dar, y le aseguro que era mucho, se había volcado en su hija. Ninguno hemos tenido el valor de darle la noticia. Hemos mentido a una niña diciéndole que el viaje de su padre se demoraba porque iba a conocer nuevos mercados. ¡Es horrible!

Una mujer de mediana edad pidió permiso para entrar en el gabinete. Era doña Marina, la preceptora de Constanza, la cual se disculpó por no haber podido evitar que la niña irrumpiera en el despacho sin permiso. Pero cuando la pequeña vio abierta la puerta, la emoción de creer que en el interior se encontraba su padre había resultado irrefrenable.

Don Juan le solicitó que ordenara la cena. En unos instantes dispusieron una mesa con huevos cocidos, pan, boquerones en salmuera y unas tajadillas de bacalao. Esperaron a que Andrea terminara su difícil misión.

—Es una niña muy fuerte —dijo cuando se incorporó—. Apenas si ha llorado, pero ahora mismo se encuentra en un estado de conmoción. Creo que no ha asimilado totalmente la noticia. He pedido a doña Marina que no la deje sola en ningún momento. Debemos valorar la posibilidad de que venga con nosotros a Sevilla. Allí contará con el calor de mi madre, al fin y al cabo es su tía y, además, tendrá el apoyo de toda mi familia.

Se sentaron a comer. Era ya casi de noche y Alonso no había probado bocado en todo el día. Cuando introdujo en su boca uno de los pescados en salazón, la herida del labio le rabió, y el recuerdo de Carmen y de lo sucedido aquella misma mañana le sacudió las entrañas como un fogonazo de pólvora. Cuando terminaron de cenar se despidieron de don Juan emplazándose para el día siguiente. Al salir del palacio, Andrea percibió el ánimo apesadumbrado de su amigo.

—¿Qué le ocurre al doctor en… seducción? Lo noto muy serio en comparación con la categoría de la pieza que cobró ayer.

Alonso le contó todo lo sucedido. La pasión que había vivido y el imperdonable error que había cometido al intentar darle unas monedas a la chica.

—Nunca pretendí ofenderla, solamente quería ayudarla un poco. No fue por pago por lo que intenté darle el dinero —se excusó.

—Sabía que era una hembra de raza, mi olfato nunca se equivoca. Pues disfruta de lo que has vivido, querido amigo, y no llores por lo que hayas podido perder. A las mujeres rara vez se las entiende, pero creo que una disculpa sincera y un buen ramo de flores pueden tener un importante efecto balsámico. Si aún recuerdas dónde vive, ve a verla. ¡Ahora mismo! Y nunca pagues el amor de una mujer a no ser que ésta te lo exija —dijo en tono de irónica reprimenda.

Espoleado por las palabras de ánimo de su amigo, salió en busca del ramo de flores más grande que encontró en la plaza de Bibarrambla. Dejó a Andrea junto a Froilan, que ya era en esos momentos oficial escultor en la Iglesia Mayor de Granada y se encaminó a la casa de Carmen con un extraño desasosiego en el estómago.

Tuvo que llamar varias veces hasta que una señora mayor, casi ciega debido a las horas y horas de labores de costura, le abrió la puerta. Se presentó con su mejor educación y le preguntó por Carmen. Hacía media hora que su hija se había marchado a bailar, pero no sabía decirle adónde. Le entregó el ramo de flores, aunque no pudo dejarle una nota pues ninguna de las dos sabía leer. Alonso le imploró a la señora que le dijera a su hija cuando llegara que él la esperaría en la posada de Los Tilos, de la plaza de Bibarrambla, a cualquier hora para ofrecerle una disculpa. Se despidió cortésmente y se marchó.

Cuando contó el episodio a sus amigos, éstos le conminaron a que los acompañara de ronda por Granada, pero él rehusó. Dio órdenes al posadero de que si una chica preguntaba por él lo llamara inmediatamente y acto seguido se acostó sin conseguir conciliar el sueño. Carmen no vino aquella noche a la posada de Los Tilos de la plaza de Bibarrambla. Ni tampoco lo hizo ninguna de las otras noches que pernoctaron en Granada.

Por las mañanas Alonso acudía a hacer su trabajo mecánicamente. Cumplimentaba legajo tras legajo el inventario de la fabulosa fortuna de don Pace de Gazzini y Carona. Visitó todas las propiedades que el difunto poseía en Granada. Se asesoró de cuáles eran los bienes menos costosos de mantener y cuáles rendían rentas o beneficios. Deposito el metálico en la banca de los primos del difunto contra el pago de unos pagarés nominales a la orden del albacea testamentario, don Jerónimo Pinelo, para cobrar en la sucursal que la Banca Carona tenía en Sevilla. Dispuso las escrituras de las fincas que, entendía, convenía conservar a nombre de la heredera y aquéllas que se podían enajenar, alquilar o ceder en aparcería. Hizo un completo y exhaustivo inventario de cada uno de los bienes y, en definitiva, consumó un excelente trabajo para que el albacea testamentario pudiera ejecutar su misión sin excesivas complicaciones y, sobre todo, sin tener que desplazarse desde Sevilla. Pero todo ello lo hizo con un nudo que le mordía la boca del estómago, cada vez con mayor crueldad.

Cada atardecer, Alonso acudía a la casa de aquella chica cuya pasión lo había hechizado con un ramo de flores diferente. «Dígale que éstas las recogí yo mismo, que por favor me disculpe y que sólo desearía verla una vez más», le decía a la madre de Carmen cada tarde al llevarle su regalo. Por las noches le era imposible dormir. El más leve ruido en la posada lo hacía levantarse y entreabrir la puerta con la esperanza de que fuera ella, pero lo único que veía era los rostros cansados de los otros huéspedes subiendo las escaleras de la pensión con destino a sus aposentos. Lloraba en silencio para no despertar a Andrea las escasas noches en que éste pernoctó en la posada. A medida que iba siendo consciente de que quedaba menos trabajo por hacer y que el día del regreso se iba acercando, su angustia se hacía más intensa.

Visitó junto a Froilan y Andrea el fabuloso palacio de la Alhambra, se fascinó con los exquisitos labrados de los artesonados, los murales, las fuentes de aguas de a pie y los deliciosos jardines. Pero cada expresión de sublime belleza que contemplaba le recordaba a aquella piel de marfil que desprendía fuego, a aquellos labios que fueron suyos por una sola noche y que lo habían partido como un rayo. En cada recodo de aquel fastuoso palacio andalusí hubiera deseado hacerle de nuevo el amor a la mujer que se había adueñado de su alma, haber mordido su cuello contra esas paredes primorosamente talladas mientras el sonido del agua los envolviera.

También pisó por primera vez en su vida la nieve. Junto a sus dos amigos contrataron a unos arrieros para que los guiaran hacia Sierra Nevada. El trazado ascendió por unas intrincadas veredas que partían del pueblo de Güejar Sierra hasta el Camino de los Neveros, desde donde las nieves perpetuas de las montañas suministraban hielo durante el verano a las despensas de media Andalucía. Y allí se divirtió y jugó junto a ellos revolcándose sobre aquel esponjoso y frío manto blanco, tirándose bolas compactadas o dejándose deslizar por las laderas de los montes en precario equilibrio. Pero el aguijón del recuerdo de aquellas piernas, de aquel sexo de delicioso aroma, regresaba una y otra vez para atormentar su cabeza. La imaginaba sonriéndole con aquellos dientes que competirían en blancura con los de la misma nieve, provocándole para que la persiguiera en un juego sensual en el que ella triunfaría cuando el peso de sus cuerpos moldeara aquel suelo helado, unidos como uno solo, por la pasión y el deseo.

Noche tras noche, Alonso la esperaba en la posada después de haber dejado, puntual, su ramo de flores en casa de la costurera, hasta que una noche antes de la partida hacia Sevilla, compasiva y apiadada de aquel amable y educado enamorado, su madre le imploró:

—No vengas más, chiquillo, ella no…, ella es —dudó—, es Carmen. No vuelvas porque no estará.

Y, aquella noche, Alonso no dejó el ramo de flores en la casa de la plaza del Campillo. Se apostó aguardando a que su amada regresara de bailar con la piel resplandeciente de sudor para darle su explicación, su excusa. Para decirle que desde que rozó su cuerpo no había dejado de pensar en ella, de amarla en silencio. Que era completamente suyo y que, por favor, le regalara un nuevo beso para que él pudiera seguir teniendo una existencia tranquila. Y allí, oculto en un portal, envuelto en el silencio de la noche, pudo escuchar, por fin, unos pasos que se acercaban. Se dispuso a salir con su precioso ramo de flores en la mano cuando también escuchó unas risas. Y después pudo ver desde su escondite a su deseado cuerpo entre las manos de otro hombre. Aquellos labios rojos que habían sido suyos besaban ahora los de otro. Creyó reconocer a uno de los arcabuceros alemanes que había acompañado a la comitiva desde Sevilla y que al día siguiente asistiría de nuevo a la expedición en el viaje de retorno. También vio cómo aquel hombre rudo golpeaba, borracho, el trasero de Carmen cuando ésta se introducía en su casa y cómo se iba, tambaleándose y riéndose calle arriba. Entonces comenzó a llorar. Depositó el ramo en la puerta de aquella casa y dejó que las lágrimas fueran derramándose por el camino de regreso hacia la posada. Allí despertó a su amigo Andrea, que intentaba tomar fuerzas para el viaje del día siguiente y le imploró, le suplicó, que lo llevara de ronda por la noche granadina. Y su amigo, solícito, se levantó silenciosamente y se vistió sin poder articular una palabra que pudiera amortiguar el intenso dolor que percibía en el alma de su apreciado compañero. Juntos llegaron a una casa de meretrices de la calle Jazmín. Andrea tuvo que despertar a las putas, que ya dormían a esas horas, y darle a dos de ellas unos cuantos reales de plata para que durmieran con ellos aquella noche.

Alonso yació con una chica de alquiler, apenas una niña que le entregó su cuerpo. Pero no pudo entregarle los besos de Carmen, ni el olor de su piel, ni la pasión que él buscaba en cada arremetida de su pelvis. Desesperado le dio la vuelta y penetró sin miramientos aquel cuerpo anónimo que se estremeció de dolor, que sollozó suplicándole que la dejara, que le hacía daño, mucho daño. Cuando por fin terminó se levantó y susurró junto al oído de la joven una frase de disculpa. Después se vistió y volcó su bolsa sobre la mesa dejando caer todos los ducados de oro que portaba. Cuando salía del aposento, aquella niña que seguía volcada sobre la cama lo miró y le dijo:

—Olvídala pronto. Olvídala, por favor. Sea quien sea. Tú eres una buena persona y necesitas echarla fuera de ti. ¡Olvídala!

—Ya lo he hecho —contestó. Y cerrando la puerta, se marchó.