Cuando llegó, ya pasado el mediodía, al aposento que compartía con Andrea en la posada de la plaza de Bibarrambla, sólo encontró una breve nota que decía: «Palacio de don Pace Gazzini, calle de San Jerónimo. Lo espero maestro. Fdo. Andrea».
Sentado en una cama sin deshacer trató de recomponer su cabeza. Al despertar había continuado amando a aquella chica tan desesperada y ardientemente como si ésa fuera la última vez en sus vidas que pudieran hacerlo. Luego la acompañó hasta una modesta casita cerca de la plaza del Campillo, donde vivía con su madre, a la que ayudaba en su oficio de costurera. Tenía que bailar por las noches para complementar sus escasos ingresos. Justo al despedirse, con otro apasionado beso, Alonso sacó su faltriquera con la intención de regalarle unas monedas. Carmen abrió mucho los ojos y lo miró con un gesto de profundo desagrado.
—¡Vete! —le ordenó, y sin más miramientos le dio con la puerta en las narices.
A pesar de haber gozado de la noche de pasión más intensa que jamás hubiera soñado, de haber tocado el cielo con la punta de los dedos, una y otra vez, Alonso se sentía en esos momentos completamente hundido y abatido, sentado sobre la cama de su habitación. Tras un largo rato de reflexión miró pesadamente su toga, dispuesta para ser utilizada. Antes de asearse aspiró aquel aroma de mujer que aún quedaba impregnado entre sus dedos. ¿Cómo había podido comportarse de una manera tan estúpida?
Suspiró hundiendo enérgicamente la cara en el aguamanil y lavando todo su cuerpo, casi con rabia. Después se vistió.
Salió de la posada siguiendo la dirección que el hospedero le había marcado, caminaba impasible ante los rostros anónimos que se movían en aquella soleada tarde de primavera. Le ofrecieron roscos, dulces y pasteles, pero él siguió caminando indiferente. Atravesó las obras de construcción de la Iglesia Mayor e imaginó que Froilan ya estaría dentro mostrando sus cualidades como artista. Le deseó calladamente que consiguiera lo que anhelaba.
Al llegar al palacio del difunto golpeó el picaporte de una inmensa puerta prevista para la entrada de caballeros montados. Inmediatamente le abrió un paje que lo condujo hasta donde se encontraba Andrea discutiendo abiertamente con un hombre mayor, casi un anciano, de pelo canoso, vestido rigurosamente de negro y que desprendía un aire respetable.
—¡Pero es que yo soy su sobrino! ¡Tengo su apellido y llevo su sangre! Y no solamente traigo el poder que me habilita a hacer inventario de bienes, sino que además tengo las llaves de la habitación donde mi tío guardaba sus alcancías. Dejó una copia a mi padre junto al testamento que ya ha visto.
—Pero no puede entrar allí solo, debe acompañarlo otro señor que aparece en el poder y yo, como administrador en vida del difunto don Pace, no puedo permitirle la entrada hasta que el tal don Alonso Ortiz…
—¡Usted ya no pinta nada aquí! ¡Su cargo no está vigente! Mi tío ha muerto y, por lo tanto, han cesado totalmente sus funciones desde el mismo momento en que…
—¡Estoy aquí! —dijo Alonso desde la puerta.
—¡Gracias a Dios, letrado! —clamó Andrea levantando ambos brazos—. En buena hora.
Alonso se presentó ante el celoso guardián de la fortuna de los Gazzini en un tono muy conciliador. Le leyó las amplias facultades que como contadores partidores de la herencia les confería el poder que él mismo había redactado. Valoró muy sinceramente la actitud protectora del administrador y le rogó que, como máximo conocedor del caudal del difunto, los acompañara y ayudara mientras durara su labor como contadores. Ante la exquisita educación de aquel muchacho, don Juan Martorell, que así se llamaba el anciano, les franqueó el acceso al gabinete del difunto. Él mismo los ayudaría en el recuento del efectivo, las fincas, industrias y demás propiedades.
La economía del finado se encontraba perfectamente saneada. Durante todo aquel día se dedicaron a realizar las primeras operaciones de contaduría de los bienes relictos, cuyo grueso se concentraba dentro de aquel gabinete de puertas reforzadas con traviesas y goznes de hierro. A pesar de que tenían las llaves para acceder al mismo, de no haber sido por la ayuda de don Juan hubieran tardado una eternidad en abrir aquella cámara fuertemente reforzada.
Comenzaron por contar el dinero que había en los cofres cerrados y sellados dentro del gabinete. El saldo final que hallaron después de varias horas de recuentos y confirmaciones ascendía a la astronómica cantidad de 52.234 ducados de oro, exactamente la misma cifra que figuraba en el último apunte contable de los libros de don Pace, firmados tanto por él como por su administrador. Don Juan era, sin duda, una persona en la que se podía confiar y la diligencia que había demostrado impidiendo la entrada al gabinete a uno solo de los contadores daba buena muestra de ello. Cuando terminaron de contar el efectivo y, a pesar de la aspereza del primer encuentro que ambos habían tenido, Andrea y él ya eran uña y carne.
—¡Dios mío, qué fortuna había llegado a reunir mi tío! —exclamó Andrea con un brazo en jarra y con la otra mano frotándose la nuca.
—Queda el recuento de bienes, propiedades y empréstitos —explicó don Juan comenzando a sacar legajos de escrituras de casas, fábricas, telares, préstamos…—. Don Pace era una persona de buen corazón y prestó dinero a muchas familias que lo necesitaban. No era un banco oficial, como el de los Carona genoveses, pero en este libro se llevan las cuentas de muchos de los préstamos.
Andrea y Alonso se miraron perplejos. Podían tener trabajo durante meses si se dedicaban a poner al día todo aquel inmenso patrimonio.
—No se inquieten demasiado —intervino don Juan al ver sus caras—. La mayor parte de las cuentas tienen un balance final anotado por mí. ¿Ven aquí, por ejemplo? —les dijo mostrándoles la primera página de uno de los libros—. Cada préstamo figura en una hoja, al encabezamiento se anota el capital prestado con el correspondiente tipo de interés. No son altos, como verán; don Pace no hacía esto para ganar dinero, sino para ayudar a personas que lo merecieran. Siempre pensó en vida que recogería lo que sembrara, y así fue. Era una persona de lo más querida en esta ciudad y nadie le falló. Sin embargo, miren ustedes, primero el fallecimiento de su amadísima esposa y después… esos rufianes que le dieron tan mala muerte —dijo comenzando a emocionarse—. Pero continuemos, veamos las siguientes cuentas…; por ejemplo, ésta de don Álvaro Serrano; préstamo de quince ducados en fecha de 1 de marzo de 1593. Plazo de devolución: tres años. Interés de cinco tantos por cien. Don Álvaro ya ha reintegrado parte de la deuda, en total, ocho ducados con sus correspondientes intereses… ¿Ven aquí, al final de la hoja? Saldo final: siete ducados. Está todo anotado y, lo que es mejor, existe un resumen total al final del libro que yo personalmente actualizo cada primero de mes. Don Pace tenía prestado al momento de su fallecimiento un total de 13.537 ducados.
—Pero hacerlo efectivo puede llevar años —replicó Andrea.
—Todo depende de la urgencia del cobro. Muchos de los prestatarios son trabajadores del difunto y la deuda se iba recobrando del mismo salario. El resto son comerciantes, oficios, o simples amas de casa que en alguna ocasión no han tenido ni para comer y han recurrido a la infinita caridad de don Pace. ¡Dios mío, no sé qué va a ser de esta ciudad sin su bondad! En fin, si se hace un descuento en el interés, e incluso una quita en el capital, creo que en un año puede estar recuperada una gran parte.
—No será necesario, don Juan, con el dinero en efectivo que hay en esta habitación será suficiente para cubrir las necesidades de la heredera, pagar una buena dote a algún convento para que se encargue de su educación hasta que alcance la edad necesaria para atender su herencia. Usted puede ir recobrando poco a poco la deuda sin presionar a los prestatarios, salvo que don Jerónimo, como albacea, disponga otra cosa, que no lo creo, ¿verdad, Andrea?
—Me parece bien y creo que mi padre estará de acuerdo, pero ¿qué hacemos con las fincas y demás propiedades inmuebles?
—Ésa es una decisión que únicamente puede tomar el albacea testamentario, nuestro deber es hacer un inventario, valorarlas en la medida de lo posible y llevarle un resumen con el caudal total. Él deberá decidir lo que se hace con ellas. Pero tanto si quiere seguir con la explotación como si opta por vender, creo que don Juan, que ya contó en vida con la confianza y el respeto del difunto, puede ser la persona adecuada para dirigir las operaciones sin que llegue a devaluarse el patrimonio.
—La mayor parte de la fortuna está invertida en bienes inmuebles —continuó don Juan—. Todo ello al margen de las cuentas y depósitos que se encuentran abiertos en la banca de los parientes de don Pace, los Carona, que tienen oficina abierta aquí en Granada. El saldo total entre cuentas y otros activos depositados en la Banca Carona se eleva a la cifra de 23.250 ducados de oro —explicó mientras abría otro libro de cuentas. Andrea y Alonso volvieron a mirarse, atónitos.
—Pero vayamos al grueso del patrimonio, señores, las fábricas de seda, los puestos de la Alcaicería y del Zacatín, los telares, los inmuebles, un palacio de verano en Salobreña, campos de cultivo en Gójar, Dílar y otros pueblos de la comarca. La mayoría están arrendados o dados en aparcería.
—Todo ello exige un avalúo —confirmó Alonso— y, además, saber qué bienes pueden venderse sin depreciación y cuáles conviene conservar. Por ejemplo, con casas, palacios y otros inmuebles no hay problema porque pueden venderse poco a poco, o cederse en arriendo. Con los cortijos y las explotaciones agrícolas ocurre algo parecido, pero se me antoja mucho más complejo el comercio de la seda, que creo era su mayor dedicación. Esas industrias al parecer son muy productivas, ¿verdad, don Juan?
—Mucho, don Pace llegó a controlar casi toda la producción de seda de calidad. La importaba de Oriente, de Milán o de Lyon, y luego la transformaba y distribuía por medio mundo, incluyendo, cómo no, a Nueva España.
—Pero ello exigía un conocimiento absoluto del mercado, del producto, de los tintes y telares y demás industria —continuó Alonso.
—A mí no me importaría aprender a llevar un negocio así —intervino Andrea.
—El comercio de la seda es muy complicado. Ni yo mismo podía distinguir su calidad después de tantos años trabajando junto al difunto. Sin embargo, a don Pace, le bastaba con rozar un paño o inspeccionar el telar en el que éste se iba a producir para acertar. ¡Nunca erraba! Muchas veces llevaba a su pequeña Constanza a seleccionar los materiales. Dejaba que fuera ella la que eligiera el color o acertara con la finura del tejido. Se reía mucho haciendo negocios acompañado de su hijita. Gracias a Dios que no la llevó a ese aciago viaje.
—Hola —susurró una sorprendida voz infantil que había entrado correteando en la sala, esperando encontrar tras aquella puerta abierta la figura de su padre.
—Hola, Constanza, soy tu primo Andrea, ¿te acuerdas de mí?