CAPÍTULO DIECINUEVE

¡Vaya si los había visto! No se escapaba ningún detalle para aquel forastero que era mitad artista, mitad peregrino. Después de la desagradable sorpresa de los cadalsos, aquella tierra comenzaba ahora a gustarle. Alonso tuvo que volver la cabeza para poder contemplar a un grupo de unas diez o doce muchachas que bailaban taconeando al compás de las palmas y las guitarras, enfrentándose, girando unas con las otras en movimientos cada vez más sensuales y ardientes. A duras penas desde donde se encontraba, de espaldas al tablao, podía seguir la función de baile.

—Siempre me dejáis el mejor punto de mira, ¿verdad? Con amigos como vosotros no me hacen falta enemigos —se quejó.

—Los últimos serán los primeros —dijo Andrea.

—Pero eso será en el Reino de los Cielos —replicó—. Aquí, en la tierra, tú eres y serás siempre el primero.

—Vaya —confirmó Froilan—, parece que el amigo Andrea es un gran conquistador de corazones. Hizo gala de un enorme talento para seducir a la hija de los comerciantes cordobeses la otra noche en Osuna. ¡Delante de sus propios padres! Un trabajo muy fino, al estilo italiano.

—Español por los cuatro costados, querido polaco. Tres generaciones asentadas en Sevilla por parte de padre y dos de madre. Lo único que conservo de Italia es el apellido.

—Eso quisiera yo, asentarme en esta bendita tierra —dijo Froilan rascándose la nuca.

—¿Crees posible obtener un trabajo aquí? —preguntó Alonso algo molesto porque parecía que sus compañeros no le prestaban ninguna atención, pendientes como estaban de la función de flamenco.

—Tal y como he visto el estado constructivo de la futura catedral se precisan artistas como yo —dijo apartando por un momento la vista de las bailaoras y centrándose en su nuevo amigo—. Puedo esculpir un capitel si me proporcionan una buena piedra, y asimismo pintar con las últimas técnicas de la Escuela Italiana. Antes de llegar a España pasé dos años en Venecia en el taller del maestro Jacopo Robusti, ¿lo conocéis?

Alonso negó con la cabeza.

—Y tú, ¿lo conoces? —interrogó golpeando con el codo al ensimismado Andrea.

—¿A quién? —preguntó sin apartar la vista del escenario.

—A Jacopo Robusti.

—No —respondió, ¿de quién se trata?

—De un gran maestro. En Venecia es sobradamente conocido y he aprendido de él unas técnicas que son novedosas y muy valoradas en Europa. Cuando trazo en un mural un boceto al modo que aprendí en su escuela, suelen contratarme siempre. Mis padres son artistas y lo llevo en la sangre.

—¿Cómo es que abandonaste tu país para venir tan lejos? —preguntó Andrea, ahora sí centrándose en la conversación.

—Los artistas no pertenecemos a ningún país. Somos de la tierra y del aire y no nos atamos a ningún lugar. Si tuviéramos raíces, nuestro arte no podría volar y nuestras obras serían rígidas. La creatividad nada tiene que ver con el apego a una tierra.

—¿Cuánto tiempo llevas fuera de tu casa? —prosiguió Alonso.

—Es que mi casa es el mundo. Cualquier lugar donde pueda desarrollar mi arte es mi hogar. Pero si te refieres a mi país, a la casa de mis padres, la abandoné cuando tenía diecisiete años, hace ya unos once.

—¿Y no los echas de menos? —se interesó esta vez Andrea, que por un momento parecía haber olvidado el contoneo de las muchachas.

—En mi país no se estrechan tanto los lazos familiares, las relaciones son más frías y no tan apasionadas como aquí. Pero, aun así, muchos días extraño el calor y el afecto de mis padres, sobre todo el de mi madre.

—En mi casa nos han enseñado desde pequeños a protegernos unos a otros y a fomentar la unidad familiar —dijo el Pinelo—. De hecho, mi apellido significa piñón, y el símbolo que reza en nuestro escudo heráldico es una piña. No concebiría la vida sin la relación con mi familia. Nos amamos y apoyamos mutuamente.

—Ni yo —afirmó Alonso—. No imagino llegar a mi casa y no tener un beso de mi madre o el apoyo de mi tío Diego. Aunque bien es verdad que hace más de diez años que no veo a mi padre y mi alma se ha ido acostumbrando a tan larga ausencia.

—¿Cómo son las mujeres en tu país? —terció Andrea.

—Muy hermosas. Aunque sin duda alguna me quedo con la mujer española. En ningún lugar del mundo he encontrado combinadas belleza y pasión con una perfección tan sublime.

—Pues tu amiga, la camarera de Osuna, no era precisamente bonita —dijo Alonso en tono irónico.

—Los artistas sabemos encontrar otro tipo de belleza que vosotros, el común de los mortales, no ve. De todas formas prefiero pasar noche con mujer fea que hacerlo solo, como te pasó a ti.

—Nunca enjuicies a un amigo por sus gustos o tú serás el próximo enjuiciado —le recriminó Andrea a Alonso.

—Lo siento, no quería ofenderte —se disculpó.

—No hay ningún problema —concilió Froilan—. La vida es la mejor de las escuelas y en ella irás aprendiendo cosas que nadie te enseñó en la universidad. A mí me gustan las mujeres que tú tomas o entiendes por feas y, además, así evito la competencia pues los segadores son muchos y la mies escasa, querido letrado —sentenció el polaco con el dedo índice muy erguido.

—Yo no lo veo así, estimado artista —intervino Andrea—, si quieres yacer con hembra debes dirigirte a la más hermosa. El vulgo común se acobarda ante la belleza y deja el camino libre para el que anda decidido.

—Podría ser, maestro, pero nunca olvidéis lo que decimos en mi país. No sé cuál es la traducción correcta, pero a groso modo viene a exponer que ninguna muchacha es fea por donde mea.

Todos rieron ante semejante expresión.

—¡Pero qué grosería tan zafia y tan sabia al mismo tiempo! —clamó Andrea. Yo no recuerdo haberme acostado nunca con una mujer que fuera fea. Otra cosa es el amanecer del día siguiente, tal vez entonces no la vea tan hermosa como la noche anterior. Pero también pudiera ser que Baco tenga algo que ver en todo ese sortilegio.

—Yo en verdad es que esa materia no he tenido oportunidad de comprobarla —confesó Alonso, como excusándose—, apenas si he tenido trato con mujeres.

—Pues hoy la vas a tener si los astros giran a nuestro favor —aventuró Andrea sujetándolo por el hombro y mirando fijamente hacia el lugar donde bailaban las jóvenes—. Mirad, aquellas dos del extremo no han bailado nada en toda la noche, son intocables; sus novios o maridos están aquí, quizá sean algunos de los músicos y no quieren que a sus hembras las miren como al ganado. Eso significa que son celosos, no os acerquéis si no queréis recibir una puñalada trapera. De las que han bailado, a tres no les han quitado ojo ésos de ahí, uno debe ser el director de la comparsa y los otros dos amigos o familiares. ¡Ídem! Ni las miréis. Nos quedan seis, de las cuales a mí me gusta esa delgada de piel tan blanca y pelo claro y ondulado. ¡Tampoco se toca!

—¡Ja, ja! —exclamó Froilan—, nos encontramos con un galanteador, todo un maestro, un auténtico artista. Tomemos nota, Alonso.

El embrujo de la noche fue in crescendo y los tres amigos, cada vez más embriagados, agradecían el hecho de haberse conocido, pues cada uno aprendía un poco del otro. El local se fue vaciando y, casi sin darse cuenta, la música cesó. Andrea interrumpió la conversación cuando vio al que efectivamente era el director del grupo pagando una a una a las chicas que habían bailado esa noche.

—Amigos, ha llegado el momento de la selección natural —dijo con solemnidad Andrea—. Ahora mismo vengo.

Al cabo de unos minutos llegó acompañado de tres de las bailaoras. Traía de la cintura a la bella joven de tez blanca, casi pálida, que a Alonso le pareció fascinante. Tenía los labios muy rojos y su sonrisa, de dientes inmaculados, resplandecía e iluminaba aún más aquel rostro de ángulos perfectos. «Qué suerte tiene Andrea», pensó para sí, «siempre toma el mejor fruto del árbol». De las otras dos jóvenes destacaba una por su redondez, era rechoncha, pero su cara de luna transmitía gran simpatía. La otra chica era normal, algo anodina, aunque poseía un rostro dulce y un cuerpo bien torneado por el baile.

—Caballeros —dijo Andrea con una sonrisa de oreja a oreja—, estas bellas señoritas nos proponen acompañarlas al monte sacro, muy cerca de aquí, donde hay una afamada cueva en la que el baile y el cante nunca cesan.

Asintieron y se levantaron para pagar la cuenta al tabernero. Justo cuando Alonso, que era el último en abandonar el establecimiento, se enfrentaba al gélido frío de la noche granadina, la joven de piel blanca se volvió para presentarse.

—Me llamo Carmen, ¿y tú? —preguntó mostrándole la sonrisa más perfecta que jamás había visto.

—Alonso.

—¿Hace en tu Sevilla un frío tan intenso como aquí?

—Es más húmedo, aunque no tan crudo —volvió a contestar, parco.

—Pues cógeme de la cintura, chiquillo, que juntitos calmaremos algo esta frialdad.

Alonso se sorprendió por la espontaneidad y simpatía de la muchacha. Caminaron así unos metros cuesta arriba, abrazados. Andrea se dio cuenta inmediatamente y sonrió. Le guiñó un ojo como quien se siente tocado por un lance de esgrima y abrazó a la única chica que quedaba, pues Froilan había hecho lo propio con la joven regordeta, a la que ya estaba cubriendo de besos.

La cueva en la que entraron se encontraba casi vacía, unos pocos cantaores rasgaban las cuerdas de una guitarra. Cuando llegaron los seis jóvenes comenzaron de inmediato a cantar y a palmear y las tres chicas iniciaron un voluptuoso baile. Alonso no apartaba los ojos de Carmen y perseguía aquel cuerpo sin ocultar su admiración. Andrea tuvo que darle un palmetazo en la espalda para que se diera cuenta de que le estaba ofreciendo una jarra de vino. Más clientes fueron llegando, también se unieron el resto de músicos y bailaoras que habían estado tocando en el corral del Campo del Príncipe. Le hervía la sangre, estaba deseando poder rozar a aquella chica pero ésta, una y otra vez, giraba alrededor de sus compañeras lanzándole, eso sí, de cuando en cuando una mirada de complicidad.

Cuando los músicos tomaron, por fin, un descanso, se acercó hasta él. Estaba toda sudada, y su rostro y su cuello resplandecían. Cogió la jarra de vino que Alonso tenía en la mano y la apuró. Se secó los labios y lo miró fijamente, con un gesto casi burlón. «¡Guapo!», le dijo, tomándolo por la nuca y acercándolo hacia su boca entreabierta. Primero le dio un beso dulce, sedoso, uniendo aquellos labios húmedos impregnados en sudor, pero luego sus lenguas se buscaron y se fundieron en un abrazo de pasión que lo aturdió. No podía creer que un cuerpo pudiera desprender una fragancia tan deliciosa. Alonso aspiraba aquel aroma con tanta fruición que casi comenzó a jadear. No tardaron mucho en irse de aquella cueva en dirección a una cercana posada. En cada calle, Alonso la detenía y le apuraba otro beso, otro aroma. Restregaba su boca y su nariz por aquel cuello, aún húmedo, aspirando, intentando retener en su memoria aquella esencia tan sublime. Ella respondía ladeando la cabeza para despejarle el camino, rodeándolo con sus brazos y ofreciéndole su piel con estremecimiento. Ni se dieron cuenta de que había comenzado a lloviznar. Sí notó la lluvia el vigía que se encontraba apostado en el baluarte de la Torre de la Vela de la Al fiambra, y también el cansado oficial del destacamento militar que hacía guardia aquella noche. Entonces comenzaron a mojarse las calles empedradas de las plazas de Granada, pero ellos apenas si sintieron aquellas finas gotas. Estaban empapados cuando finalmente llegaron a la posada. No hablaban, únicamente reían y volvían a besarse una y otra vez. Subieron a una habitación con la impaciencia de dos niños que van a descubrir un tesoro. Una vez allí entregaron sus cuerpos a una pasión vehemente. Alonso se dejaba llevar por ella y veía cómo ésta iba alcanzando un ardor cada vez más intenso, restregando su cuerpo contra el suyo, lamiéndolo y besando cada rincón de su anatomía. Se subió sobre él, poniendo las rodillas a ambos lados de su cuerpo y haciendo que fuera entrando dentro de ella muy lentamente. Así, empezó a moverse con suavidad, emitiendo un dulce ronroneo mientras tomaba con ambas manos el rostro de Alonso y lo llenaba de besos. No abandonó esa cadencia, haciendo rozar sus senos contra el pecho de su amante con idéntica lentitud. Cuando alcanzó el momento de máximo placer se detuvo por unos instantes y mordió los labios de Alonso tan fuertemente que éstos llegaron a sangrar. Pero no le importó, apenas si sintió dolor, porque acto seguido Carmen se puso boca arriba y abrió sus piernas infinitas para que él entrara nuevamente en aquel templo de fuego. Le pidió que no se vaciara en su interior, que lo colmaría con su boca y con sus manos sin necesidad de impregnarla por dentro. Y así lo hicieron. Se fueron sucediendo en un frenético éxtasis tras otro. Así cuatro, cinco, seis veces, hasta que, exhaustos, bien entrada la mañana, se durmieron.