Los restantes días de la travesía fueron tan hermosos como agotadores. La primavera avanzaba en tierras andaluzas y sus fecundos campos de labor estaban sembrados de trigo que el viento cimbreaba a su capricho. Allá donde Eolo rozara, el cereal cedía, doblegándose y sombreando su verdor. Las espigas avanzaban aleatoriamente. Pareciera como si se hubiera dispuesto sobre el campo un enorme ejército cuyas miríadas de hombres avanzaban o retrocedían, conquistando o cediendo el territorio según al viento se le antojara. Algunos árboles comenzaban ya a dar los primeros frutos, el resto: encinas, pinos, cipreses o palmeras plantadas por los moros, eran mudos testigos del paso de la caravana. El ruido de los carros y los herrajes de los caballos sólo era aderezado por el incesante gorjeo de las golondrinas o los ladridos de los perros de los cercanos cortijos. Y a todo ello se unía el protagonismo omnipresente del sol en el camino de oriente, de cara por las mañanas, disipando poco a poco las brumas de los humedales, y reconfortando la espalda cuando avanzaba el atardecer.
La necesidad de que la plata llegara lo más pronto posible a su destino hizo forzar al máximo a personas y animales. Así se sucedían una tras otra las torres y chapiteles de las iglesias de los pueblos, coronadas con dos, tres o más nidos de cigüeñas, que advertían y señalizaban con antelación las cotas del camino. El segundo día pernoctaron en tierras de Antequera y la última jornada, extenuante, cubrió la distancia entre esta localidad y la capital del antiguo Reino Nazarí.
La llegada a Granada supuso para la mayoría de los viajeros una deliciosa sorpresa. Atardecía cuando atravesaron la villa de Santa Fe desde la que los Reyes Católicos orquestaron el asedio que terminó finalmente con el último reducto musulmán de la Península, destronando a su rey Boabdil el Chico. Contaba la leyenda que éste último rey granadino lloró amargamente al abandonar su reino mientras era reprendido por su propia madre por no haberlo sabido defender. Ahora, Andrea y Alonso podían entender aquellas lágrimas. A medida que se iban acercando a la ciudad, el manto de blanca nieve que cubría, como esponjosa nata, las montañas del sur de la ciudad fue cambiando paulatinamente de color ofreciendo un espectáculo de la naturaleza que ambos jóvenes jamás hubieran imaginado. En escasos minutos la nieve se volvió oro, primero pajizo, pero luego intenso y brillante. Después, aquel delicadísimo tono amarillento fue tornándose poco a poco anaranjado para volverse luego progresivamente más y más rosado, culminando por fin en un intenso violeta. Todo aquello sucedió mientras el sol permanecía aún sobre el horizonte pues, cuando la última rodaja del astro rey se ocultó tras la línea de occidente, aquel violeta rojizo comenzó a apagarse y a degenerar en una escala de grises, cada vez más oscuros, hasta que un color pardo azulado dominó todo el macizo montañoso. La nieve y su súbito cambio de color eran el único tema de conversación entre los viajeros, muchos de los cuales, entre ellos Alonso, la acababan de descubrir por primera vez.
Ya a las puertas de la ciudad pudieron contemplar las soberbias murallas defensivas y el perfil de la Alhambra, el majestuoso palacio árabe al que arropaban y que otrora fuera el más importante, rico y refinado de todos los que existieran en los reinos peninsulares. Andrea y Alonso miraron embobados el conjunto, olvidando por unos instantes el dolor inclemente de sus cuerpos. Se prometieron no abandonar la ciudad hasta haber pisado la nieve y visitado aquel misterioso edificio color rojizo.
Era casi de noche, el camino se encontraba jalonado por una y mil cruces hasta llegar a la Puerta de Elvira, por donde se adentraron en la ciudad hasta que desembocaron en la Plaza Nueva, sede de la Real Chancillería. Allí, lo primero que vieron fue el cadalso que los justicias de la ciudad tenían permanentemente erigido para recordar al pueblo, y sobre todo a los muchos moriscos que aún residían en Granada, el destino que aguardaba a la delincuencia o la herejía.
Se despidieron de la comitiva oficial, pues los carros tomaron el destino de la Real Chancillería, donde la plata descansaría hasta ser distribuida por las sedientas instituciones granadinas. El destacamento militar, con la misión cumplida, siguió a su capitán iniciando una pesada subida por la cuesta de Gomérez hasta la Alhambra. Los pajes condujeron a los jóvenes juristas hasta una posada de la plaza de Bibarrambla, hacia donde también se dirigió el viajero polaco, pues entre los tres había surgido una espontánea camaradería. Descendieron una calle por la que discurría un refrescante río. No era tan majestuoso como el lejano Guadalquivir, pero se encontraba tan primorosamente encauzado entre muros empedrados que a los tres les pareció sublime verlo en el conjunto de esa calle, repleta de casas de estilo árabe. Al vadear el río por uno de sus arcados puentecillos y adentrarse en la plaza donde iban a pernoctar, se toparon nuevamente con otro cadalso. Al polaco se le cambió la cara.
—¡Vamos a ver! —resopló—, si es que he cambiado la Ciudad de la Plata por la de las Ejecuciones…
—Yo creo que es por los moriscos, que hay muchos y son muy levantiscos. Por eso el poder real les recuerda de continuo quién manda por aquí —lo tranquilizó Andrea.
—Pues espero que no me tomen por uno de ésos.
—¿Con esa piel tan lechosa? Mejor cuídate, viniendo de donde vienes, de no hablar nunca de Calvino, Lutero o sus doctrinas por más que te pregunten en tabernas y mentideros. Acude a misa todos los domingos y fiestas de guardar y el resto, déjalo en manos de la divina providencia, amigo.
Froilan suspiró cabizbajo y continuó avanzando. A pesar de la soberana paliza a que habían sometido a sus cuerpos durante los últimos tres días, cada vez se encontraban menos cansados.
Era como si el organismo se hubiera adaptado progresivamente a tanta dureza. Llegaron a la puerta de la posada, muy bien atendida y amueblada. Se encontraban en la majestuosa plaza donde antaño se ubicara el palenque. Allí la nobleza del Reino Nazarí realizaba sus justas, torneos y desfiles militares. Desde la puerta de la posada se podía ver la impresionante cúpula de la Iglesia Mayor, de forma circular y con varios cuerpos. Era altísima. Una inmensa torre se estaba construyendo pero, a diferencia de la de Sevilla, ésta no guardaba nada del pasado musulmán. En realidad, como luego sabrían, ningún resto quedaba ya de la que fuera Mezquita Mayor de Granada.
Acordaron asearse, cambiar los ropajes por otros limpios y buscar alguna taberna en aquella hermosa ciudad. Ya tendrían tiempo al día siguiente, más descansados, de visitar a la prima de Andrea, comunicarle el fallecimiento de su padre y portarle consuelo, para después iniciar los trámites de la herencia. Los pajes se retiraron con las cansadas monturas hacia un cercano establo.
La proximidad de la nieve y las altas montañas había refrescado la noche. Los tres lo notaron en sus rostros después de haber recibido un reconfortante baño de agua caliente. Se encaminaron hacia el Realejo, donde se encontraba la mayor parte de las cantinas y tabernas de la ciudad. Pero antes Froilan suplicó que se acercaran hasta la cercana Iglesia Mayor, futura catedral granadina, el lugar en el que tenía fundadas esperanzas de poder encontrar algún trabajo. Tan sólo tenía elevada una parte, aquella donde se alzaba la impresionante cúpula, encontrándose la planta aún sin edificar. Estaban concluidos también tanto el Sagrario como la Capilla Real, donde descansaban los restos de los cuerpos de Sus Majestades los Reyes Católicos. Otra vez cruzaron el río por uno de sus puentecillos, caminando y agradeciendo no tener que volver a tomar sus monturas durante un tiempo.
Atravesaron la plaza del Campillo y se dirigieron al Campo del Príncipe, pues allí radicaban dos reputadas tabernas. Entraron en una que además de servir comida era corral de comedias.
Resultó ser una cantina muy grande que se encontraba, no obstante, casi llena tanto de parroquianos como de forasteros. En el fondo de aquel lugar, varios cantaores afinaban la garganta al compás de sus guitarras. Se respiraba un ambiente festivo. Los taberneros que regentaban el negocio, dos hermanos que conocían de la llegada de gente adinerada a la ciudad junto con la expedición oficial, habían preparado un opípara cena con músicos y bailaoras para que no fuera sólo la Real Hacienda la que se beneficiara de la llegada de la plata a Granada. Sentaron a los tres jóvenes en unos bancos corridos de madera dispuestos con velones y lámparas de aceite. Al hilo de los primeros moscateles se fueron sucediendo un desfile de capones, liebres, cochinillos, truchas de Riofrío, jamón, queso de cabra y un sinfín de otras viandas que los cansados viajeros agradecieron. Las jarras de vino no cesaban de vaciarse en los estómagos de los comensales y, de fondo, sobre el ruido de las voces, comenzó a imponerse el de las guitarras y los tacones de las muchachas al bailar. Andrea levantó inmediatamente la mirada.
—¿Has visto cómo se mueven esos cuerpos, Froilan?