CAPÍTULO DIECISÉIS

Llegó al portón de la casa de su tío casi sin resuello, y con un tremendo zumbido en la cabeza por lo que se detuvo unos instantes para recomponerse antes de llamar, iniciando un breve paseo. Aquel barrio había pertenecido a moriscos que se habían convertido al cristianismo tras la reconquista de Sevilla por Fernando III de Castilla. Los árabes, cuando penetraron en la Península a través del estrecho, eligieron Sevilla como uno de sus más importantes enclaves, y escogieron un antiguo asentamiento romano para ubicar allí su centro civil y religioso. En la construcción de las casas emplearon materiales procedentes de edificios romanos. Por eso, desde donde Alonso se encontraba, frente a la casa de su tío, podía ver unas imponentes columnas de granito, de unos quince metros de altura cada una, que en su día pertenecieron al frontal de un antiguo templo dedicado al dios Hércules y que aún se erigían intactas desafiando al tiempo.

La casa de don Diego era en apariencia sencilla, con una austera fachada encalada, pues según el sistema constructivo musulmán, la verdadera grandeza de la arquitectura debía residir en su interior, al igual que la auténtica belleza habita en el espíritu y no en el aspecto exterior del ser humano. Así se obedecían los preceptos coránicos que exigían que el rico no se vanagloriara de su buena fortuna ante el miserable pobre.

Y así se sentía Alonso después de la noche anterior. Como un pobre miserable. Cuando entró, avergonzado por llegar nuevamente tarde, en esta ocasión a una comida que se celebraba en su honor, don Diego ya se encontraba atendiendo a sus nuevos invitados. Conocía a Andrea y a Martín desde el día del examen de doctorado y se congratuló de su inesperada presencia. Los tres degustaban vino frío de Jerez y lo miraron de arriba abajo con una sonrisa cómplice. Alonso no pudo dar crédito al ver la cara tan fresca y despejada que exhibía, exultante, el Pinelo. «¿Cómo podía ser, si ni tan siquiera habría dormido?» se preguntó. Martín Valls se encontraba algo más demacrado pero el efecto de los primeros vinos finos parecía haber mejorado su gesto. Era un muchacho excesivamente formal y cumplidor como para no haber asistido puntual a aquella invitación, a pesar de su estado. El homenajeado se disculpó como pudo, balbuceando palabras inconexas hasta que su tío le ofreció una escudilla de vino que bebió casi de un trago. Don Diego les estaba enseñando el gabinete y al tiempo que les contaba su pasado como militar, Alonso lo escuchó mientras observaba a sus amigos ensimismados con la historia de su tío.

Como segundo hijo de un humilde oficial de notaría no tuvo ninguna oportunidad de estudiar, ya que el escaso sueldo que su padre obtenía se consumía en costear los estudios de su hermano mayor. Por ello, para no suponer una carga en la familia, se vio obligado a muy corta edad a decidir entre la vida clerical o la militar. Su nula afición al hábito eclesiástico y su deseo de acción y de servir a una España imperial lo habían hecho decantarse por la vida castrense. Con apenas diecisiete años sirvió en Granada contra las tropas de Aben Humeya y los moriscos sublevados en las Alpujarras. Bajo el mando de don Juan de Austria, el hermano bastardo del Rey, contribuyó a aplastar la encarnizada resistencia de los árabes a perder sus últimos derechos. Después luchó contra el Turco en la batalla de Lepanto, donde se distinguió por su alto valor entre las filas de la Liga Santa a bordo de la galera Marquesa, que formaba parte de la escuadra capitaneada por don Álvaro Bazán, marqués de Santa Cruz. Sin embargo, cinco años más tarde, combatiendo con los Tercios Viejos de Castilla contra los insurgentes flamencos, fue herido gravemente de un arcabuzazo en la pierna. Desde un hospital de campaña pudo ser testigo del brutal saqueo y posterior incendio de la ciudad de Amberes, lo que le hizo regresar abatido y hastiado de guerras a su Sevilla natal. Su madre, la abuela de Alonso, había fallecido mientras él combatía defendiendo los dominios de los Austrias, y ni tan siquiera pudieron despedirse. Durante casi un año estuvo convaleciente, luchando contra las fiebres y las secuelas que la gangrena le había dejado, y únicamente los intensos cuidados de su anciano padre, don Rodrigo y de Erundina, su fiel asistenta, consiguieron salvarle la vida… y la pierna, en la que perdió totalmente la sensibilidad, pero que seguía conservando, permitiéndole andar aunque con una perceptible cojera.

Una vez recuperado y gracias a las soldadas que había conseguido ahorrar durante tantos años al servicio de la Corona, se instaló como pasante en el gabinete jurídico que su hermano Fernando, ya licenciado en Leyes, había abierto en la calle Sierpes de Sevilla. Don Rodrigo vio entonces con inesperada satisfacción cómo, a pesar de su precariedad económica, también su segundo hijo iba a poder dedicarse al mundo de las Leyes. Desarrolló un maduro interés por el estudio, por lo que a pesar de no haber podido formarse en una universidad, dominó pronto el latín, la retórica y la dialéctica, de tal forma que cuando su hermano abandonó Sevilla nueve años después con destino a la Nueva España, pudo hacerse cargo con mano firme de todos los asuntos del despacho.

Llegaron a las regias estancias donde ambos letrados tenían sus despachos, allí tío y sobrino presumieron de su magnífica biblioteca. Don Rodrigo dedicó toda su vida a buscar el bienestar de sus hijos y a que éstos, en la medida de sus posibilidades, se acercaran al mundo de las letras y pudieran escapar del sufrido trabajo manual. Por eso, les enseñó a leer y en cuanto podía les compraba libros usados de filosofía, de arte, de conocimiento general, pero sobre todo de derecho. Así, para cuando le alcanzó la muerte a la edad de sesenta y nueve años, había conseguido recopilar, en varios anaqueles que tenía en su casa, un buen número de obras. En aquellos estantes de madera convivían junto a ejemplares del Corpus Iuris Civilis de Justiniano, las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, o el Liber Iudicorum; opiniones de civilistas como Bártolo de Sassoferrato, Baldo de Ubaldis, canonistas como Juan Andresis y el Abad Panormitano, y descansaban glosas y comentarios de San Agustín y San Isidoro, obras de Aristóteles, Cicerón, Ulpiano, Petrarca o Santo Tomás de Aquino. De esas fuentes de saber bebieron tanto don Rodrigo como su hijo Fernando, y también lo hicieron más tarde don Diego y el propio Alonso, quien cada tarde, al terminar sus estudios, se acercaba hasta la casa de su abuelo para pasar las horas leyendo junto a él. Se había ido sedimentado durante tres generaciones. Un poso jurídico del que ahora Alonso constituía la punta de lanza.

Ya de nuevo en el patio se sirvieron algo más de vino. Sobre una mesa se encontraban dispuestos un cordero lechal asado al horno, piezas de ciervo y jabalí, truchas rellenas de jamón, cangrejos, camarones cocidos y un sinfín de deliciosas viandas que doña Beatriz y Erundina habían estado preparando desde el día anterior. Toda la casa estaba impregnada de un exquisito perfume a guisos y asados. Unos cuantos tragos de aquel vino, blanco y seco, y Alonso empezó a recuperar la compostura. Llegado el protagonista principal, los invitados se sentaron para dar cuenta del suculento banquete. Don Diego había contratado a dos mozas para atender la comida y servir el vino, todo ello para que Erundina también pudiera sentarse, como una invitada más, a la mesa. El detalle fue recompensado por ésta con un derroche de buen humor. Contaba historias de cuando Alonso era pequeño que hicieron que él se ruborizara ante sus amigos. Esteban, el escribiente, que a sus casi cincuenta años seguía aún soltero, la miraba con ternura. Doña Beatriz era toda alegría y en la casa reinaba un ambiente de bienestar. El tío Diego propuso sucesivos brindis en honor a su pupilo, a Andrea y a la próxima graduación del joven y tímido Martín.

—¿Cuándo tienes pensado someterte al examen de licenciatura? —preguntó al muchacho.

—Ya he hecho las diez disertaciones públicas obligatorias y he aprobado las asignaturas de las cátedras de Código, Insituta, Decretos, Moral y Lógica Aristotélica; me restan las de Gramática, Derecho Canónico y Filosofía. Espero estar preparado para el año que viene, señor —contestó disciplinado.

—Sinuoso es el camino, pero grande será la recompensa —sentenció don Diego—. Como os he contado, yo no tuve la oportunidad de estudiar en ningún colegio ni universidad, pero aprendí a leer y escribir por la influencia de mi padre, y pude beber del saber que descansa en la biblioteca que habéis visto en nuestros gabinetes, y así he conseguido defenderme en los lances jurídicos gracias a la experiencia que tuve como pasante en el gabinete de mi hermano Fernando. Sois muy afortunados por haber tenido acceso al conocimiento universal. Un privilegio al alcance de muy pocos. Sobre vuestras espaldas recaerá el destino de este mundo. ¡Cuidadlo bien!

La comida transcurrió plácidamente. Andrea explicó a los presentes el inminente viaje que emprendería junto a Alonso hasta el Reino de Granada como contadores de una importante herencia. Doña Beatriz acogió la noticia con una doble sensación de preocupación y alegría, pues serían muchas las vicisitudes y peligros que podían darse en un viaje de esa índole, pero finalmente aceptó con resignación los nuevos derroteros de la vida de su hijo. Sería la primera vez que Alonso abandonaría Sevilla y, por ende, se vería obligada a pasar varios días, quizá semanas o tal vez meses, sin verlo.

Para cuando terminaron los postres, la tarde había avanzado y comenzaba a oscurecer. Don Diego propuso a los hombres tomar un baño al modo árabe. Hasta el bueno de Esteban se zambulló en sus apetecibles aguas, mientras las mujeres retiraban los restos del banquete y limpiaban la casa. Una partida de dados puso fin a una placentera jornada de domingo.

La mañana del día siguiente inició una rutina de lo que sería la constante en la vida del joven letrado. A primera hora se dirigió junto a su tío a la universidad, donde recogió el título de doctor en Leyes y se despidió de las autoridades colegiales y del Rector Magnífico. Después, tío y sobrino, tutor y pupilo, se dedicaron a recorrer, día tras día, la Sevilla Puerta de Indias.

A Sevilla llegaban la seda, los brocados, tafetanes y terciopelos de medio mundo, que verían incrementados sus precios hasta en cincuenta o cien veces cuando hubieran traspasado el mar océano y llegaran a sus destinos de Quito, Lima o Santa Fe en Nueva Granada. Los orfebres, plateros y joyeros cordobeses devolverían allí el oro venido del Nuevo Mundo, pero transformado al gusto de la moda que marcaba la corte española, la más imitada, rica y admirada del mundo entero, eso sí, con unas plusvalías de hasta doscientas veces su precio. También llegaba el mercurio procedente de las minas de Almadén o, cuando éste escaseaba, de Idría, en los más lejanos confines del vasto reino de los Habsburgo, para luego embarcarse con destino a las inagotables extracciones del Potosí y amalgamar el mineral de plata; plata que luego recalaría en el puerto fluvial del Guadalquivir, puntual a su cita con aquella ciudad a la que hacía resplandecer. En Sevilla se acuñaba la moneda que regaría media Europa en forma de soldadas de los Tercios, préstamos e intereses de los banqueros, casas de embajadas, espías de la Corona y toda aquella fabulosa maquinaria destinada a retener la herencia de la Casa de Austria. Y también los tesoros de las Indias irían para pagar buques y efectos navales de los astilleros vascos, armas y tejidos de Toledo y Segovia y, por supuesto, desembocarían en la villa de Madrid, donde la corte haría feliz destino de aquellos fondos en forma de magnas obras, lujosos palacios y, cuando no, fastuosas celebraciones en donde morirían, finalmente, el sacrificio y la riqueza de los indios.

Las casi ciento treinta mil almas que hacían de Sevilla una de las ciudades más populosas de Europa tenían siempre algo que ganar en aquella bulliciosa Torre de Babel que era la capital de la baja Andalucía. El naviero sacaría un alto rendimiento a su arriesgada empresa, el notario daría fe contra el pago de jugosos aranceles de las transacciones comerciales, inmobiliarias y de toda índole que se hacían a diario, los pilotos de las embarcaciones disponían en la Casa de la Contratación y en la Universidad de Mareantes las últimas cartas de navegación y las más avanzadas técnicas de adiestramiento marítimo. Y así se beneficiaban alfareros, mercaderes, pescadores, carpinteros de ribera, estibadores, barqueros, lavanderas… Las zonas más gananciosas fueron sin duda las vinícolas y olivareras, que vieron cómo la demanda aumentaba cada día y que sus precios admitían subidas hasta entonces inimaginables.

Pero aquella intolerable inflación también dejaba secuelas por el camino. Si la demanda de mercancías hacía que éstas elevaran su precio, era lógico que el pan, la carne, la leche y los huevos también subieran su precio. Por eso Sevilla era una de las ciudades más caras del Viejo Mundo, y también por eso mucha gente, en aquella vertiginosa urbe, se moría de hambre todos los días. Los que únicamente disponían de sus manos y de su trabajo para ganarse la vida se las veían y deseaban para poder subsistir, pero aquéllos que por cualquier desgracia no pudieran valerse por sí mismos y no tuvieran acogida en una de las repletas casas de beneficencia se veían abocados a una muerte lenta pero inexorable.

Ajenos a todo aquel gran teatro que era la ciudad de la plata, ambos abogados se dirigieron a visitar la Real Audiencia, esta vez con más calma, para conocer de los asuntos que tramitaba don Diego y que a partir de ese momento serían dirigidos por el recién doctorado. Asimismo, se presentaron en los Juzgados Mayores, los Juzgados Menores y en el Cabildo municipal, que tenía atribuciones judiciales, como todos los ayuntamientos, encarnadas en la figura del Asistente, los Tenientes Letrados, el Alguacil Mayor y sus ejecutores. Se dieron a conocer en la importantísima Casa de la Contratación, donde se ventilaban la mayor parte de los pleitos entre comerciantes.

Así, día tras día fueron conociendo todas y cada una de las covachuelas de la plaza de San Francisco, donde ejercían los notarios y memorialistas. Allí suscribirían los clientes de Alonso sus poderes, contratos, actas, testamentos… Se detuvieron especialmente en conocer aquélla en la que su abuelo había trabajado, desde que entrara como aprendiz, durante casi cincuenta años. Actualmente pertenecía a un joven licenciado en la misma Universidad de Santa María. Cuando se presentaron, éste extrajo algunos protocolos que fueron íntegramente transcritos en su día por don Rodrigo. Así pudieron apreciar la cuidada y exquisita caligrafía que el abuelo había empleado en su escritura.

—No llegué a conocerlo personalmente, pero tengo entendido que era un buen hombre. Y parece que volcó el mismo cariño en educar a su familia que el que empeñaba en su pluma —dijo cumplidamente el notario con una exquisita cortesía.

Dedicaron también unos días al preceptivo y protocolario saludo a los colegas de profesión, los abogados, cuyas casas eran mucho más grandes e importantes que las de los notarios. Allí la visita de cortesía, exigida desde tiempo inmemorial como norma del gremio, translucía una exagerada camaradería de la que no podía evitarse entrever una cierta rivalidad ante la competencia que un nuevo letrado suponía para la plaza.

No visitaron, sin embargo, el Castillo de Triana, sede del Tribunal del Santo Oficio, pues de común acuerdo convinieron que no era plato de buen gusto personarse ante los más arrogantes y prepotentes administradores de la justicia, los de la Inquisición, que servían al celoso fin del estricto cumplimiento de la fe católica. Sólo asistirían a ese tribunal en caso de ser absolutamente necesario. Por ese motivo no vieron tampoco su temida cárcel, conocida popularmente como las «cárceles secretas» al estar enclavadas en los subterráneos, bajo las diez torres de aquel siniestro castillo. Sí visitaron, en cambio, las otras cuatro que existían en Sevilla: la Cárcel Real, que distaba una estrecha callejuela de la Audiencia, la de la Corona o Arzobispal, la de la Santa Hermandad y, por último, la de la Contratación, entre cuyos huéspedes lo mismo podía encontrarse un comerciante en quiebra que un pirata bereber.

Dejaron para los últimos días la visita al gobernador, los corregidores, jueces de Provincia y los tribunales especiales como el de Minas, Aguas, Militar y en fin, toda aquella espesa maraña en la que se había convertido la administración de justicia, que llegó a hacerla tan lenta como ineficaz. Además, la injerencia del poder sobre los que tenían que impartirla se había tornado insoportable. Se llegaba hasta el punto de que la redención de las penas llegaba a depender de las necesidades económicas de la Corona, casi siempre acuciantes, pues una sentencia a muerte o de destierro podía ser indultada contra el pago de uno u otro precio. Por otra parte, se habían institucionalizado los «obsequios» a los oficiales de las Audiencias, dádivas y demás parabienes que alcanzaban incluso a los presidentes de las mismas. Los propios oidores dilataban los pleitos tanto como conviniera a la parte que querían favorecer, y así, el contrincante, desesperado, llegaba a aceptar cualquier tipo de acuerdo que se le propusiera. Se había confeccionado, en definitiva, una justicia a la medida de los más poderosos, mientras que el débil era casi siempre usado como chivo expiatorio y sobre él se solían aplicar castigos ejemplarizantes que aleccionaran y amedrentaran al pueblo llano.

Y en aquel espeso mundo debía ir entrando, poco a poco, el joven doctor en Leyes.

Las tardes se destinaban normalmente a atender a los clientes en el gabinete. Atraídos por la experiencia y buen hacer de don Diego y por la justa fama que estaba ganando poco a poco el nuevo letrado, al despacho fueron llegando aseguradoras, prestamistas, caballeros jurados o alguno de los dueños de los nueve hornos que había en Sevilla y que podían tenerse entre los personajes más ricos de ciudad, además de todo tipo de oficios: manufactureros de la seda que exigían el cumplimiento de sus pedidos, curtidores, carpinteros, jaboneros, alfareros… Todos y cada uno de ellos con sus problemas, sus miserias y las mil y una cuitas que lastraban sus vidas y que descargaban sobre las espaldas de sus insignes letrados con la esperanza de que éstos resolvieran los entuertos y entresijos en los que se habían metido y que ellos mismos no habían sido capaces de lidiar.

El viaje a Granada se retrasaba, pues se esperaba la formación de una posta oficial que partiera hacia esa ciudad y que resultaba más segura que un viaje particular, por muy celado que fuera. El patriarca de los Pinelo no quería que sucediera con su hijo un episodio tan triste como el que le había acontecido a su cuñado. Por ese motivo, a Alonso le dio tiempo de hacerse cargo de algunos asuntos que requerían una atención inmediata. Redactó la contestación a una compleja demanda que un naviero gaditano había dirigido contra una compañía aseguradora sevillana cuyos socios eran clientes de su tío Diego. El armador reclamaba el importe íntegro del valor de una nave que había zozobrado, como consecuencia de un incendio, cerca de la bahía de Cádiz, así como el coste de un importante cargamento de seda que transportaba en sus bodegas. La aseguradora sospechaba de la veracidad de los hechos que se describían en la demanda. En primer lugar, porque la nao era muy antigua, próxima ya a su desguace, y sorprendía que hubiera sido utilizada para transportar una carga tan valiosa como la seda desde un puerto tan distante como el de Valencia. A pesar de su antigüedad, el naviero, pretendía mediante el pleito que se le indemnizara con el valor de una embarcación nueva. En segundo lugar, porque circulaban fundados rumores de que una carga de similares características a la que presuntamente se había hundido en el siniestro había desembarcado en Cádiz, por la vía del contrabando, eludiendo los controles aduaneros y, por último, de manera palmaria, porque del naufragio no había resultado ningún muerto. Todos, desde el capitán hasta el último grumete, habían salvado la vida, cuando lo normal en un incendio sorpresivo es que parte de la tripulación pereciera en el hundimiento o en su intento de alcanzar la costa, máxime en un lugar como el estrecho, donde las fuertes corrientes se cebaban con los infortunados que en él caían. Todo parecía perfectamente orquestado para saquear las arcas de la aseguradora y ésta no estaba dispuesta a vender su piel a cualquier precio. Ahora las espadas se cruzaban y el paladín contratado por la compañía para defenderlo era el novel jurista.

Una tarde, su tío le anunció que recibirían a un nuevo cliente del que don Diego era viejo amigo. A Alonso casi le da un vuelco el corazón cuando vio aparecer por la puerta de su despacho a don Francisco Ruiz de Calera, el padre de la mancebía sevillana. El posadero lo reconoció enseguida y, a pesar del enrojecimiento del rostro del muchacho, hizo gala de una admirable discreción saludando cortésmente al letrado como si fuera ésa la primera ocasión en su vida que lo veía. El problema que traía era muy delicado pues, desde hacía algunas fechas, alguien le estaba entorpeciendo el negocio de su casa pública, que en realidad no era sólo una casa de mancebía, sino varias dispuestas conjuntamente y que se distinguían por la calidad de su producto y la clientela que lo frecuentaba. Durante el día, una congregación de fanáticos, detrás de la que se creía que se encontraba el propio arzobispo don Rodrigo de Castro, se concentraba ante las puertas de las casillas increpando a los clientes que a ellas acudían, disuadiéndolos mediante pláticas de que entraran en la mansión del pecado. Legalmente era imposible que se pudiera cerrar la casa, pues se encontraba regulada dentro de las ordenanzas de la ciudad y protegida y vigilada por el Cabildo municipal, al que interesaba que las prostitutas estuvieran recogidas en dichas casas y que fueran revisadas regularmente por galenos que cuidaran de que no propagaran infecciones entre los parroquianos. Así, además, se había conseguido evitar, después de mucho tiempo, que cadáveres de muchachas desprotegidas amanecieran, un día sí y otro también, flotando en el río Guadalquivir después de haberse resistido a una fornicación no consentida o por haber reclamado el pago de sus servicios a algún rufián despiadado. Pero la moral que se trataba de imponer desde las instituciones eclesiásticas era que, si bien tener trato con mujer soltera o prostituta no constituía delito, sí era pecado. Aquello creó una auténtica maquinaria de catetización que movilizó a hombres y mujeres que se apostaban delante de la casa de mancebía, haciendo cada vez más difícil el negocio. Los fanáticos de la religión reclamaban la aplicación de normas antiguas que prohibían la prostitución y que en Sevilla ya habían caído en desuso. Como quiera que fuera, don Francisco Ruiz de Galera exigía que tanto el Cabildo como la Audiencia tomaran cartas en el asunto e intervinieran a favor de su actividad, protegiéndola. Alonso miró a su tío como al que le acaban de regalar una caja de huevos podridos. Iba a tener que defender casas de fulanas en contra de la estricta moral católica. Don Diego le contesto encogiéndose de hombros en un gesto de socarrona resignación. Desde luego, el asunto que le estaba encomendando a su pupilo no era ninguna canonjía. Al final decidieron, dado lo complejo y enrevesado del litigio, tramitarlo conjuntamente y unir los esfuerzos de ambos para defender, en la medida de lo posible, los intereses de quien los contrataba, aunque enfrentarse al poderoso Arzobispado hispalense no iba a resultar tarea agradable. Acompañaron a su ilustre visitante hasta la salida de la casa gabinete y allí don Diego rehusó en modo alguno cobrarle a éste los honorarios debidos por la consulta…

Así fueron sucediéndose las jornadas hasta bien entrado el mes de marzo cuando, una tarde, un paje de la familia Pinelo le entregó una misiva en la que se le comunicaba que el viaje a Granada partiría el día uno del mes de abril, junto con una posta oficial de la Corona que ganaría aquella ciudad atravesando tierras de Antequera.