Cuando Alonso y Martín Valls entraron en la taberna del Postigo del Carbón, uno togado como doctor en Leyes y el otro con su hábito estudiantil, al tabernero le brilló la mirada escondida tras sus rollizas mejillas. Limpió de inmediato una mesa preferente, situada junto a la barra del establecimiento, y preguntó solícito a sus huéspedes si deseaban unas escudillas con vino mosto de Cazalla de la Sierra que acababa de entrar en el mercado tras la excelente cosecha del año anterior. «¡Se encuentra en su justo punto, señores, bien fermentado y con un cuerpo vigoroso!», les vendió. Ambos asintieron gustosos recordando aquellas gruesas tapas de jamón curado con las que el tendero solía cubrir las jarras de vino.
Hubieron de aguardar casi una hora hasta que su amigo Andrea hizo acto de presencia. Se excusó por el ajetreo en el que se había sumido su familia tras la muerte de su tío con los preparativos del largo viaje que Alonso y él habían de emprender hasta tierras granadinas. Los tres se miraron con sentido afecto y se abrazaron cómplices de su anterior encuentro. Las sonrisas afloraban con un deseo no escondido de compartir las experiencias que juntos habían vivido. Pero, nobleza obliga, y la presencia de un miembro de la alta sociedad sevillana, como el Pinelo, les hizo a todos guardar las formas y seguir las pautas sociales, iniciando la conversación con temas triviales.
Alonso comentó a Andrea los pormenores de la tramitación jurídica, del poder notarial que su padre les había conferido aquella misma mañana, como contadores partidores de la herencia de su prima Constanza. En cuanto estuviera transcrito al protocolo podría ser utilizado, además había solicitado el certificado de defunción del difunto y esperaba que como mucho en unas semanas estarían en condiciones de partir hacia el Reino de Granada. Calló, eso sí celosamente, guardando el secreto profesional, las cuitas y contradicciones que su padre le había confesado acerca del reparto de su propia herencia.
Después, el vino clarete de la sierra sevillana, algo aguado a pesar de lo que pregonaba el tabernero, comenzó a hacer su efecto.
—¡In vini veritas! —irrumpió el Pinelo—, en el vino está la verdad, señores. ¿Cómo se desarrolló la noche con las jóvenes curtidoras? —interrogó a sus compañeros.
Ambos lo miraron con fingido gesto de sorpresa, pero en lo más profundo de su ser lo que estaban deseando era compartir con su nuevo amigo la noche en la que ambos habían perdido la virginidad.
—¿Cómo lo hiciste? —interrogó Alonso.
—¿Qué cómo hice el qué? —respondió el Pinelo.
—¿Cómo conseguiste que aquellas preciosas muchachas se acercaran y se fijaran en unos simples y andrajosos estudiantes como nosotros?
—¡Pero si no hice nada, queridos colegas! Os aseguro que fue la nobleza de vuestros espíritus. Y bueno, tal vez la influencia de Baco lo que produjo el sortilegio. Yo me limité a emplear la educación, ni más ni menos que la más sencilla y pura de las normas, invité a unas chicas que acababan de terminar sus oficios, tal vez después de doce o catorce horas de esforzado trabajo, a compartir mesa con tres estudiantes que celebraban una graduación. El resto lo hicisteis vosotros, aunque no lo creáis.
—Sólo sé que nunca me había sentido tan feliz —prorrumpió Martín abiertamente.
—Yo…, quiero decir —dudó Alonso—, tú ya habías vivido antes algo así, ¿verdad, Andrea?
El joven se limitó a sonreír sin contestar, mirando el fondo de su escudilla, que se encontraba casi vacía.
—Es que nunca había sentido algo parecido…, me refiero, nunca había estado con ninguna mujer —dijo y por fin lo reconoció—. Mi vida transcurría entre mi casa, los estudios, el colegio, la universidad, no tengo más familia que mi madre, y mi padre que emigró hace años a las Indias de Nueva España, pero nunca había tenido trato tan cercano con una mujer, y la otra noche…
Andrea alzó la cabeza y soltó, esta vez sí, una carcajada.
—Por cierto —dijo cambiando bruscamente de conversación al ver cómo su amigo se ruborizaba—, sé que quieres establecerte como letrado en esta plaza, pero ¿nunca has barajado la posibilidad de ejercer en el Nuevo Mundo? Creo que las posibilidades son inmensas y si además tu padre se encuentra allí, deberías valorar esa opción.
—Lo que resulta paradójico —terció Martín Valls, que aún no se encontraba con ánimo suficiente como para hablar de su primera experiencia con una mujer—, es que, en un principio, después de producirse la conquista de los nuevos territorios, hasta el propio Diego Colón pidiera a Su Católica Majestad don Fernando que se prohibiera el paso de letrados a las Indias; de hecho, el ejercicio de la abogacía estuvo prohibido durante un tiempo en Nueva España. ¡Y ahora resulta que se nos necesita como agua de mayo!
—El propio conquistador don Vasco Núñez de Balboa allá por el año de 1515 pidió formalmente que no enviaran abogados ni procuradores a sus tierras. Escribió a Su Majestad una carta en la que le imploraba prohibiera su paso, pues según él «ningún bachiller que por allí pasaba no era diablo, hacen y tienen forma por donde van, de mil pleitos y maldades».
—¡Ja, Ja! La verdad es que donde abundan leguleyos crecen los problemas. Aunque ello no debería de ser así, sobre todo si fueran muchos los verdaderos hombres de ley. De cualquier forma, una vez sembrada la semilla del mal, que el hombre esparce por dondequiera que pisa, esos problemas han de ser resueltos y entonces se precisan juristas como nosotros —apostilló Andrea.
—El nivel de formación que se da en las universidades indianas es ínfimo y por eso se precisan cada vez más letrados españoles. Han pasado, pues, de prohibirnos la entrada a reclutarnos —sentenció Alonso mientras colmaba nuevamente las tres escudillas de vino—. Sólo espero que no implanten una leva jurídica.
—Pero teniendo un padre ejerciente en aquella plaza, ¿nunca te has planteado trasladarte allí? Harías fortuna en muy pocos años.
—No lo sé. Mi tío Diego tiene muchos proyectos en los que cuenta conmigo. De hecho ya he ventilado mi primer juicio y no me ha salido mal del todo.
—¡Dios, qué miedo! —resopló Martín llevándose ambas manos a las sienes—, me cago las patas abajo nada más pensarlo. ¡Un juicio en la Real Audiencia! ¡Para morirse! No sé ni cómo pudiste soportarlo.
—Lo cierto es que casi no tuve tiempo para pensarlo, fue todo muy rápido, creo que perfectamente urdido por mi tío. Cada día siento más admiración por él y su forma de aplicar la estrategia militar al terreno jurídico. Conmigo hizo un ataque sorpresivo y le salió a pedir de boca.
—De cualquier forma, ejercer en Nueva España es una oportunidad muy interesante, que debe sin duda valorarse. Es la forma más rápida de hacer fortuna, tanto para gente formada como para un simple labriego. Deberías considerarlo —opinó Andrea con la boca llena y blandiendo la navaja con la que estaba cortando unas tajadillas de jamón.
—Bueno, también aquí se puede hacer buen dinero —apuntó Martín Valls—. Un letrado que procedía de familia humilde acaba de morir en Valladolid instituyendo mayorazgo y dejando en testamento a sus herederos millones de maravedíes.
—¡Cielo Santo! —exclamó Alonso—, Sevilla no es Valladolid, no tiene Real Chancillería y por ello no se sustancian pleitos demasiado jugosos, pero no sé cuántas vidas me harían falta para alcanzar semejante cifra.
—Pues a Sevilla no dejan de desembarcar verdaderas fortunas que se han creado de la noche a la mañana en la Nueva España —volvió a incidir Andrea—. Ricos indianos construyen palacios y casonas que nada tienen que envidiar a la de mi familia, que lleva cuatro generaciones creando riqueza en estas tierras. Además, fomentan becas, son mecenas de prometedores artistas, apadrinan niños pobres… Parece que el oro y la plata crecieran en sus bolsillos. Se dice que nunca ha circulado tanta plata por esta ciudad, y quienes la traen son esos opulentos indianos.
—Siempre es una posibilidad que está ahí, pero ahora mismo ni me la planteo —zanjó Alonso apurando de un sorbo su vaso de vino—. Volviendo al mundanal ruido, me encantaría que acudierais mañana, después de misa, a la casa de mi tío. Me gustaría enseñaros el gabinete que hemos instalado en ella, la biblioteca que nos dejó mi abuelo e invitaros a una opípara comida que vamos a preparar para celebrar mi primer pleito. Tenemos un viejo bañuelo árabe que aún funciona y es una delicia despejar la mente entre sus aguas templadas.
—Para mí será un placer —dijo Andrea—, si no merodea cerca algún familiar de la Santa que nos pueda achacar prácticas de herejía.
—Pues yo también iré —confirmó Martín.
Los tres brindaron complacidamente y ordenaron otra frasca de vino, advirtiendo al tabernero que de estar aguada sería la última que tomarían. La noche se fue preñando de momentos, transcurría sorbo a sorbo, de risa en abrazo. Fue juramentada la amistad eterna y, al cierre de las puertas de la cantina, los tres amigos, exultantes, encaminaron sus pasos hacia las casas de mancebía de la calle Laguna, dirigidos, cómo no, por Andrea, su cicerone nocturno. El tabernero, satisfecho por la generosa propina que Alonso había depositado en su mano, contempló socarronamente a los tres muchachos avanzar calle arriba en una tórpida sucesión de balanceados abrazos y carcajadas.
Andrea los condujo directamente a una de las casillas de mayor reputación de Sevilla, que contaba con alguacil en la puerta y médico cirujano que visitaba a las putas cada sábado para saber si éstas seguían sanas o estaban infectadas del mal del francés, al que la gente empezaba a conocer como sífilis. Al conocer de la visita a su negocio de tan ilustre personaje salió a atenderles el propietario de la casa, don Francisco Ruiz de Galera, padre de la mancebía sevillana, quien se congratuló de la visita de los tres jóvenes y les eximió de abonar el medio real que era exigido para franquear el acceso. Al olor a afeites y perfumes de la entrada lo acompañó la visión de treinta o cuarenta muchachas, ligeras de ropa, dejando entrever bajo los finos ropajes de hilo sus pieles sonrosadas de abultados senos. Don Francisco requirió la inmediata presencia de tres o cuatro de aquellas hermosas criaturas, a las que solicitó con exagerada cortesía que atendieran debidamente a los distinguidos visitantes. Se dispuso una mesa que inmediatamente fue colmada de aguardientes, vinos de moscatel y todo tipo de golosinas entre las que destacaban, paradójicamente, yemas y mazapanes del Convento de las Agustinas de la Encarnación. «Todo lo que se sirve en esta casa es mano de santo», se excusaba riendo el alcahuete mientras palmeaba los traseros de las meretrices, quienes, solícitas, iban a sentarse junto a los jóvenes y apuestos invitados. Alonso intentó en vano abonar la cuenta del convite, lo que le fue tajantemente negado por el propio don Francisco, después de haber cruzado una mirada cómplice con el joven Pinelo.
La noche avanzaba nebulosa, el aguardiente regaba sin mesura las gargantas de los tres jóvenes, y esto provocó que, a eso de las cuatro de la madrugada, Alonso se sintiera muy mal. Todo le daba vueltas. La cara de la muchacha que se había sentado a su lado, que lo abrazaba y besaba cariñosa y cálidamente en el cuello, comenzó a girar violentamente como un remolino y las náuseas se adueñaron de su cuerpo. Salió como pudo, a trompicones, de la casa de citas, conteniendo las arcadas casi sin darle tiempo a ver cómo Andrea subía las escaleras del tugurio abrazado a dos preciosas muchachas en dirección a uno de los aposentos. No pudo ni despedirse de Martín. Vació su vientre junto a un portal ubicado enfrente de la casa de prostitución y el efecto, lógico e irremediable, no se hizo esperar. Llegó en forma de una palangana repleta de heces y orines que fue vertida sin previo aviso desde el piso superior salpicando su flamante toga, el jubón y sus impecables zapatos de terciopelo. Fue insultado e increpado por su deleznable conducta. Abochornado no se atrevió ni a replicar pues las palabras a duras penas le salían de la boca. Se limitó a intentar mantenerse en pie y a no perder totalmente el equilibrio. Caminó a tambaleantes pasos apoyándose en cada muro y deteniéndose en cada esquina para seguir arrojando todo lo que llevaba en sus entrañas. Cuando llegó a casa intentó torpemente limpiar su preciosa vestimenta, pero no conseguía sino extender la suciedad, por lo que cayó desfallecido en un banco de la cocina que giraba en círculos concéntricos al igual que el resto de la estancia. Nuevas náuseas le obligaron a levantarse, pero no llegó a alcanzar la letrina y el vómito se desparramó por entre sus dedos, esta vez en el zaguán de entrada. El perrillo Abril se afanó en lamer la ropa, el rostro y las manos de su amo cuando éste, sin sentido, se derrumbó sobre la cama.
El aroma de una infusión de flores de manzanilla lo despertó al tiempo que su madre zarandeaba cuidadosamente su cuerpo. Se descubrió envuelto en un camisón limpio y perfumado, arropado entre sábanas de hilo bien planchadas. La luz entraba a raudales por la ventana y la atmósfera que se respiraba era nítida y aseada. Un fuerte y persistente malestar en la nuca le provocó una mueca de dolor. Doña Beatriz le sonrió mientras decía:
—Ya era hora de que despertaras, doctor, no llegarás a misa de doce, pero si no asistes a tiempo a la comida que hemos preparado en tu honor, tu tío te matará. Aséate y vístete con tu toga, la encontrarás en el patio secándose, creo que he conseguido quitarle todas las manchas. ¡Santo Dios, Alonsillo! ¡Parece como si te hubieras caído en una cloaca!
Alonso no pudo contestar, se limitó a asentir con la mano y a darse la vuelta para evitar la luz que le cegaba los ojos, quedándose nuevamente dormido. Se levantó sobresaltado a las pocas horas. Saltó de la cama y descalzo vagó por la habitación hasta que un nuevo restallido de su nuca le sirvió de recordatorio. Era como si hubieran instalado en su cabeza una pesada losa.
—¡Dios mío, la comida!