CAPÍTULO CATORCE

Su primera intención al llegar al majestuoso palacio fue la de llamar a la puerta de servicio que daba al patio del apeadero, pero su flamante toga, su jubón y sus zapatos de terciopelo se lo impidieron, obligándolo a dirigirse directamente hacia la puerta principal donde, eso sí, golpeó tímidamente. Era viernes por la tarde, casi entrada una noche aún invernal y en el interior del palacio se podía percibir una actividad mínima, hasta sigilosa. Cuando el paje abrió, Alonso se sorprendió al ver que éste vestía de riguroso luto. Sólo en ese instante se percató de que el pendón con el escudo de la familia Pinelo se encontraba a media asta en señal de duelo. Tal vez no había escogido un buen momento para efectuar su visita pero ya era tarde para retroceder. Le preguntaron el motivo de su presencia y contestó que quería ver a su compañero de universidad, don Andrea Pinelo. El paje lo condujo al interior y en atención al rango que revelaba su indumentaria lo introdujo en un salón destinado a recibidor de visitas ilustres. Observó maravillado la ornamentación, pues en su fugaz visita anterior apenas había tenido tiempo de fijarse en el exquisito gusto con el que estaba construido el palacio. El patio principal, de estilo italiano, era todo de mármol blanco, lucía una espléndida portada a modo de arco triunfal a la romana y unas treinta columnas, también de inmaculado mármol, que sostenían una arcada exquisitamente labrada en las que se podían ver, intercalados, bustos esculpidos de Escipión el Africano o de Aníbal, relieves de Endimión y Selene, de Fernando el Católico o de Rodrigo Díaz de Vivar el Cid. Todo ello se alternaba con el escudo nobiliario de la familia, repetido en artesonados, puertas y paredes. Pero, sobre todos, resaltaban en un lugar principal dos óvalos que inmortalizaban a don Francisco Pinelo y a su mujer doña María de la Torre, ella bellamente alhajada y él con las fuertes facciones del que sirviera a los Reyes Católicos en Sevilla, Micer Francisco Pinelo.

Se fijó en el escudo nobiliario de la familia, del que destacaba una piña en señal de unidad familiar y una leyenda bajo el mismo en la que se podía leer el siguiente credo: «Que siempre prevalezca el amor fraternal». Cuando se encontraba reflexionando sobre el espíritu de unidad que prevalecía en aquella alta familia de origen italiano, Andrea, también vestido de riguroso luto, entró en el salón. A pesar del duelo, su amigo le sonrió con sincera alegría y se abrazaron afectuosamente. Alonso se excusó por la inoportunidad de su visita en un momento de tanta aflicción para la familia. Su amigo le explicó que acababan de tener noticia de la muerte de su tío, Pace Gazzini de Bissone, hermano mayor de su madre. Había sido un riquísimo mercader cuya familia, una de las ramas más poderosas de la banca genovesa, se afincó en Granada hacía dos generaciones. Tenía oficina abierta en Sevilla y comerciaba con azogue, bermellón o cualquier otra mercancía que pudiera adquirir un alto precio en el Nuevo Mundo. Pero sobre todo se había distinguido por la producción de una seda de excelente calidad, que luego distribuía y de la que se podría decir que ostentaba casi el monopolio del Zacatín granadino, el mercado de seda más importante de todo el Viejo Mundo. Acababa de vender cien quintales de aquella exquisita tela en el puerto del Guadalquivir y regresaba a Granada con una enorme fortuna cuando fue objeto de una emboscada por parte de un nutrido grupo de bandoleros. De nada le sirvió la fuerte escolta con la que viajaba; la celada estaba perfectamente organizada y todos sus hombres perecieron. Él recibió un arcabuzazo en el pulmón derecho y murió ahogado en su propia sangre, desplomado sobre los cofres que contenían sus tesoros. Había enviudado al poco de dar a luz su mujer, volcando entonces todo su cariño y afecto en su única hija, Constanza. La pequeña vivía ahora en el barrio de los genoveses de Granada, al cuidado de dueñas y preceptoras, y ni tan siquiera sabía la noticia del fallecimiento de su padre, el cual le había dejado una enorme fortuna en forma de casas, palacios, industrias y fábricas de seda. De todas aquellas inmensas riquezas, don Jerónimo Pinelo, el padre de Andrea, había sido instituido albacea según el testamento.

—Todo lo contrario —alegó Andrea—, llegas en momento propicio, Alonso —le dijo su amigo—. Estamos interpretando el testamento que otorgó mi tío antes de morir y sería bueno que tú le echaras una ojeada, pues ya sabes que el derecho sucesorio nunca se me dio demasiado bien en la universidad, bueno, ni eso ni alguna que otra cosa más —reconoció sonriendo—. Nos surgen dudas importantes que no hemos podido dilucidar en todo el día, ¿te importa que abusemos de tus conocimientos jurídicos y nos des tu perspectiva acerca de cómo debemos proceder?

Alonso accedió gustoso a la solicitud de su colega, quien lo condujo hasta el despacho que ya conocía, en la galería principal del palacio. Allí fue presentado, uno por uno, a los hermanos de Andrea; Jacobo, el mayor, Cristóbal y Juan Bautista. Finalmente saludó con profundo respeto al patriarca. El hombre que tenía delante era uno de los personajes más relevantes de toda Sevilla. Su abuelo Jerónimo y su tío abuelo Pedro negociaron la apertura de la universidad en la que Alonso había estudiado, diseñándola a imagen y semejanza del Colegio Español de Bolonia y trazaron las líneas directrices que después ejecutaría tan brillantemente el Maese Rodrigo Santaella. Pero aquélla fue sólo una de las muchas y buenas aportaciones que hicieron a la ciudad sus antepasados. Andrea era el cuarto hijo varón del tercer Jerónimo Pinelo sevillano, fruto de su matrimonio con una hermana del difunto.

Todos se hallaban congregados alrededor de su anciano padre, quien sostenía el documento que lo nombraba albacea testamentario, contador partidor de los bienes hereditarios del finado y tutor de su única hija.

—Grave carga para un anciano —dijo don Jerónimo cuando estrechó la mano de Alonso—. Espero que tu presencia providencial en nuestra casa pueda servirnos para esclarecer las obligaciones que he contraído con nuestra amada sobrina Constanza.

Intercambiaron unas frases de cortesía, Jacobo le explicó que todos los hermanos habían dejado por ese día sus obligaciones en los negocios para apoyar a sus padres, sobre todo a su madre, que se encontraba hundida por la violenta muerte de su hermano mayor. Justo la semana anterior, don Pace había sido huésped de la casa de los Pinelo mientras ultimaba la venta de la seda. Estaban estudiando, con la ayuda de Andrea, el testamento, cuya copia había dejado el difunto en poder de don Jerónimo, y querían saber cuáles eran las necesidades inmediatas para asegurar el porvenir de su parienta y actuar de la manera más eficaz para salvaguardar su fortuna. Andrea les había informado de la brillantez con la que Alonso había ejecutado sus estudios y de su sobrada preparación y conocimiento en materia de sucesiones, por lo que su presencia era muy oportuna. Además, Cristóbal Pinelo, quien ocupaba un cargo en el Cabildo como caballero veinticuatro, ya había oído hablar de Alonso, pues el día anterior escuchó comentarios, en la plaza de San Francisco, acerca de la brillante actuación de un joven doctor en Leyes que en su primer juicio había ganado una sentencia in voce en un complicado e importante litigio. Todos le solicitaron educadamente que leyera e interpretara el testamento, y que se quedara con ellos para asistir a la misa que por el difunto se iba a oficiar en la capilla del palacio. Alonso accedió gustoso, ocupó un asiento en el consejo de familia de los Pinelo junto al resto de los hermanos, alrededor de la mesa de don Jerónimo, y comenzó la lectura en voz alta. Nada más leer el primer párrafo de contenido jurídico, don Jerónimo hubo de interrumpirlo:

—Ustedes, los juristas, se escudan en un ininteligible idioma para que el común de los mortales tengamos que recurrir una y otra vez a su pericia contratando sus servicios, ¿no le parece, doctor?

—Ciertamente que es así, pero yo no inventé el Derecho ni su terminología. Los romanos, que algo si tuvieron que ver en todo ello, siguieron el dictado de Cicerón, que argüía: «Si por ventura no era tanto mayor la ciencia, cuanto menos se entendía la lengua en que se encerraba».

Todos celebraron la máxima tan acertada que citó el joven letrado y éste prosiguió con la lectura intentando, a cada párrafo que veía complicado o de difícil comprensión para personas no entendidas en asuntos legales, dar una explicación con las palabras más sencillas que podía encontrar.

El testamento estaba correctamente elevado a público ante escribano habilitado en Granada, y en presencia de tres testigos, pues se trataba de un testamento nuncupativo, que Alonso tuvo que aclarar que significaba «abierto», y que de haber sido in escriptis o, lo que es lo mismo, «cerrado», hubieran sido precisas muchas más formalidades, por lo que la escritura en sí misma era instrumento suficiente para abrir la sucesión ex testamento y surtir efectos desde el mismo día del fallecimiento del difunto. No había, pues, que recurrir a una declaración de herederos ab intestato, lo que hubiera sido mucho más lento y farragoso. Por lo tanto, la voluntad del finado se cumpliría íntegramente y quien tenía la obligación de ejecutarla era el nombrado como albacea testamentario, don Jerónimo. Alonso aclaró que la facultad de aceptar el cargo era voluntaria, pero que una vez efectuada debía desempeñarla con carácter personal y no podía delegarse salvo para ejecutar pequeñas tareas de funcionamiento. Aunque era un cargo gratuito, el difunto había dispuesto una remuneración de la mitad de las rentas que se obtuvieran con los bienes y las industrias que transmitía en herencia y que se generaran mientras durara el albaceazgo, siendo la otra mitad propiedad de la heredera única y universal, quien no era otra que su amadísima hija Constanza. Ante la lectura de dicha manifestación, don Jerónimo no pudo contener la emoción y declaró que mientras él fuera el custodio de la herencia de su difunto cuñado, ni un solo maravedí se desviaría del patrimonio de su sobrina, por lo que renunciaba a percibir cantidad alguna mientras ostentara el cargo. «Sin duda que el difunto no pudo escoger mejor albacea», pensó Alonso para sí.

Don Pace lo había nombrado, asimismo, contador partidor de sus bienes, y ello significaba que debía hacer inventario de todos los activos que tuviera el testador, pagar sus deudas, incluyendo los gastos funerarios, misas de difuntos, sufragios de la Corona y, por último, titular todos los bienes que quedaran a nombre de la heredera. Dicho cargo sí era delegable y podía realizarlo un apoderado. Finalmente, el testador le había nombrado tutor de su hija, de sólo once años, por lo que ostentaría la guarda legal de la menor hasta que ésta alcanzara la mayoría de edad o se emancipara. Ello iba más allá de custodiar sus bienes, pues debería garantizar la protección de la vida de la pequeña, asumir la patria potestad, la curatela, la guarda de hecho y debería formarla y garantizarle una educación.

Cuando terminó de explicar todas las obligaciones legales que don Jerónimo contraería si aceptaba el cargo, éste se quedó mirando muy fijamente a Alonso con gesto de sincera admiración y tras unos segundos de reflexión le preguntó:

—¿Nos ayudará, joven letrado?

Alonso se quedó un tanto turbado por la pregunta, como si ahora fuera él quien no entendiera el lenguaje sencillo y llano con el que le había formulado la pregunta; se volvió ligeramente hacia Andrea y al resto de los presentes y contestó:

—Creo que todos lo apoyaremos en esta triste tarea que los avatares del destino le ha encomendado, don Jerónimo. Cuenta usted con mi humilde y desinteresada ayuda para todo lo que sea menester servirle. Lo primero que hemos de hacer es querellarnos en nombre de la heredera contra los que asesinaron de forma violenta al difunto don Pace Gazzini. Si no lo hacemos, una ley del rey don Enrique III de Castilla, del año de 1400, estipula que el heredero perderá todos los bienes en beneficio de la Corona. Después, habrá que formalizar el inventario de bienes, para lo que tendremos que recopilar todos los títulos y escrituras de propiedad del difunto.

—Habrá que desplazarse hasta Granada —apuntó Jacobo, el hermano mayor.

—Sí, pero no es una función indelegable, pueden conferirse poderes a una tercera persona para que lo realice —aclaró Alonso.

—¿Podrías hacerlo tú, letrado? Un viaje tan largo no sería conveniente para la salud de mi padre y creo no podríamos encontrar mejor persona en quien delegar tal función —volvió a intervenir Jacobo.

—Es una responsabilidad demasiado elevada para mí. Agradezco nuevamente la confianza que depositan en mi persona, pero se trata de bienes que hay que inventariar, tal vez decidir sobre la venta de uno u otro para abonar deudas o tributos de la Corona, cancelar hipotecas u otras cargas o para pagar contribuciones, arbitrios, bastanteos…

—Podría acompañarte Andrea, y así realizarías la labor con él —insistió Jacobo—. Mi familia correrá con todos los gastos y con los honorarios de tus servicios.

—Para mí sería un gran honor, un enorme placer trabajar para una familia tan insigne, señores.

—Pues no se hable más —intervino don Jerónimo—, mañana mismo conferiré poderes a los dos para que mancomunadamente procedáis a dar buen fin a la voluntad de mi difunto cuñado. El porvenir de mi sobrina Constanza está ahora en vuestras manos. Tomaréis las decisiones conjuntamente y sé que lo haréis con voluntad y acierto. Que Dios ilumine vuestros pasos. Ahora debemos dar consuelo a vuestra pobre madre, que se encuentra rezando por su hermano en la capilla. Le ruego asista a la misa que vamos a oficiar en memoria del alma del difunto, apreciado doctor.

Mientras se dirigían a la capilla, don Jerónimo tomó a Alonso del brazo y le pidió que lo acompañara al día siguiente a la notaría, no sólo para conferirle el poder como contador de bienes, sino porque asimismo quería que lo asesorara, pues pretendía otorgar testamento. El prematuro fallecimiento de su cuñado lo había consternado. Su intención era la de no instituir un mayorazgo, lo que beneficiaría únicamente al hermano mayor, pues deseaba que sus bienes fueran para todos sus amados hijos. Pero no quería tampoco que la herencia se desmembrara y que los negocios familiares, que habían costado tantas generaciones levantar, perdieran su valor al partirse o dividirse. Alonso consintió de buen grado y se comprometió a acompañarlo en la mañana del día siguiente ante un escribano público.

El oficio religioso se desarrolló en una preciosa capilla que se encontraba bajo la torre mirador de la fachada principal del palacio. La artesa era mudéjar, el friso de yesería con cardinas góticas y tenía una espléndida taquilla de cuatro puertecillas con retratos enfrentados de damas y caballeros. En su zócalo se podía leer una inscripción que decía: Arrende lumen sensibus, infunde amores rordibus, infirma nostri rorpori, virtutem firmans perpeti («Que Él ilumine nuestros espíritus, devuelva el amor a nuestros corazones y reavive nuestros cuerpos, ya un tanto cansados»).

Al terminar la misa, Alonso dio un sentido pésame a la madre de Andrea y éste lo acompañó hasta la puerta principal.

—Tenemos mucho de lo que hablar querido colega nocturno. Mañana es sábado y podías recoger a tu amigo Martín Valls al caer la tarde para tener un intercambio de impresiones en la taberna del Postigo del Carbón. ¿Te parece que nos veamos allí a eso de las ocho de la tarde? —preguntó Andrea.

—De mil amores —contestó Alonso—, pero esta vez invito yo.