Se volvió con gesto sorprendido al ver a un hombre que agitaba en la mano un documento desde la puerta de una tonelería, mientras le indicaba con la otra que se acercara. Se trababa de un comerciante, dueño de una industria de pipas, cubas y barricas destinadas a la conservación y transporte de vino, que tendría unos cincuenta años, el pelo blanco y escaso y las manos ajadas y cubiertas de heridas y señales como consecuencia, sin duda, de la práctica de su oficio. Al entrar en el taller, pudo ver a dos oficiales y cuatro o cinco aprendices que moldeaban con fuego unas duelas de madera de roble para adaptarlas a unos aros de hierro y completar una cuba.
—Muy señor mío, perdone que lo haya importunado en su camino y le robe unos minutos de su valioso tiempo, pero tengo un asunto grave que consultar y por lo que veo es usted hombre de leyes —dijo mientras repasaba con la mirada la brillante toga de Alonso—. Le ruego, de nuevo, disculpe mi atrevimiento y le doy la bienvenida a mi humilde fábrica —entonó haciendo gala de su mejor educación mientras limpiaba con un paño una silla que estaba cubierta de serrín—. Tome asiento, por favor.
Alonso se sentó un tanto circunspecto, sorprendido por la nueva situación que afrontaba. Apenas si había pronunciado una palabra de cortesía cuando el tonelero le extendió el documento que llevaba en la mano y le imploró:
—Por favor, lea esto. Es un contrato que redactó un bodeguero de Jerez al que le he servido veinte barricas de roble de a quince arrobas cada una. Lo firmé cuando me hizo el pedido sin saber bien lo que ponía, pues no sé leer. Nunca hago contratos y siempre vendo bajo contado, pero me hacía falta dinero para atender unos gastos urgentes. Me entregó por adelantado una cuarta del importe total y yo confié en él, es un hombre adinerado según creo, pero al hacerle entrega de la mercancía se negó al pago del resto argumentando que yo había firmado este papel y que en el mismo se aplazaba el pago del resto del precio por medio año. ¡Medio año, señor mío! ¿Y cómo se supone que pago yo las maderas y los sueldos de mis oficiales? —dijo señalando claramente a los dos que allí tenía—. El caso es que el plazo ya ha transcurrido y aún no he recibido el dinero restante. No sé qué hacer.
Alonso trató de confortarle con la mirada y se dispuso a leer el documento. Efectivamente se trataba de un contrato con precio aplazado a seis meses desde la fecha de entrega de la mercancía. En el mismo no se estipulaba interés alguno por el aplazamiento ni por el retraso en el pago.
—¿Cuándo le entregó usted las barricas al bodeguero? —preguntó.
—En junio del año pasado —respondió el tonelero—, bajé con una barcaza hasta Sanlúcar de Barrameda, donde él se hizo cargo de los toneles. Después lo acompañé a su bodega, en Jerez de la Frontera, y comprobó que las barricas estaban perfectamente selladas. Cuando hablamos del asunto del cobro fue cuando me dijo lo de este papel que yo mismo había firmado.
—¿Le hizo usted suscribir algún documento en el que se reflejara la fecha de la entrega, algún albarán?
—¿Cómo dice?
—Si dispone de algún papel en el que usted hiciera constancia de que él recibía las veinte barricas y que éstas estaban a su plena satisfacción.
—¿Papel? Disculpe mi ignorancia, doctor, pero yo no sé leer ni escribir, empecé como aprendiz y no tuve la oportunidad de ir a la escuela y, como le dije, siempre vendo al contado, nunca antes había hecho una operación tan grande ni tan extraña, con papeles de por medio. Creo que he sido víctima de un engaño.
—No está todo perdido, buen hombre —dijo Alonso en tono conmiserativo—. Posee usted un contrato que acredita el encargo del bodeguero y formaliza la compraventa. ¿Tienen su sello los toneles?
—Siempre se lo pongo para identificar mi industria. Además, tengo el molde con la inscripción «vinum gaditanum», con el que el bodeguero me obligó a sellar cada una de las barricas. No puede haber otro, pues lo forjé a fuego con mis propias manos.
—Eso nos puede servir, llegado el caso, como prueba de reconocimiento judicial. ¿Tiene testigos que puedan verificar la fecha de entrega de la mercancía?
—Vinieron conmigo uno de mis oficiales y dos aprendices para descargar.
—Son testigos de parte.
—¿Qué quiere decir?
—Asalariados suyos que no serían bien considerados por el Tribunal en caso de juicio. ¿Algún funcionario, algún estibador del puerto de Sanlúcar?
—Pues, lo cierto es que… —dijo el tonelero haciendo un esfuerzo— a la llegada tuve que abonar los portes y acreditar el pago de las alcabalas de la mercancía, y aquello se liquidó en documentos que creo conservar.
—Bien, pues en ellos deben figurar los nombres de los funcionarios y, por tanto, serán testigos cualificados para dar fe de la fecha de la entrega. Como en el contrato figura la filiación del bodeguero, podemos reclamarle lo adeudado, y si no paga interpondremos demanda en reclamación de cantidad hasta hacer trance y remate de bienes suficientes de su propiedad para liquidar su deuda, con los gastos y costas procesales que se generen. Creo que además podré reclamarle el interés de demora por el retraso hasta el momento del pago efectivo.
El fabricante lo contempló admirado. A pesar de no entender demasiado bien todo lo que Alonso le estaba diciendo, acababa de adquirir una gran confianza en el muchacho que se encontraba delante de él.
—Mi nombre es Francisco Bullejos, para servirle a Dios y a usted —dijo tendiéndole la mano.
Alonso se levantó y estrechó la suya mirándole fijamente a los ojos.
—Es un placer, don Francisco, me llamo Alonso Ortiz de Zárate y Llerena.
—¿Tiene usted gabinete abierto en esta ciudad donde pueda visitarle, don Alonso?
—En la calle Aire, en el despacho de don Diego Ortiz, mi tío, tiene usted la que puede considerar su casa. Busque la documentación portuaria y cualquier otro papel que tenga en su poder y venga allí con su contrato mañana a las nueve de la mañana, donde lo atenderé gustosamente.
No volvió a ver a su tío en toda la tarde. Llegó a su casa, besó a su madre y se derrumbó sobre su cama insensible a los lametones que su perro le profería. A la mañana del día siguiente, cuando Alonso se encontraba ultimando una carta dirigida al bodeguero de Jerez que había contraído la deuda con su ya cliente, el maestro tonelero, don Diego apareció en su despacho muy desaliñado, algo demacrado pero sonriente. Alonso dedujo de su rostro ojeroso y del fuerte olor que rezumaba su aliento que la noche anterior se prolongó hasta altas horas, y que los hermanos Casaus disfrutaron del embrujo de la noche sevillana, de sus tabernas, mesones y de las casas de mancebía de la calle Laguna. Sin duda, contaron con el mejor cicerone. El ex militar se desparramó sobre uno de los confidentes de su sobrino y le confesó con voz ligeramente pastosa:
—Al final, los hermanos Casaus y yo decidimos hacer tiempo hasta que abrieran la oficina de la Banca Castellanos y nos dedicamos a recorrer los mentideros de Sevilla y sus casas de… conversación. Por cierto, ¿qué estás haciendo? —le interrogó.
—Aunque no lo creas, he captado un cliente en la calle, se trata de un maestro tonelero y estoy redactando una carta para reclamar una deuda que se le debe. La toga que me has regalado hace milagros —afirmó.
—Pues deja tus tareas que hoy no va a ser día de trabajo, sino de solaz y merecido reposo —dijo y lanzó una bolsa repleta de monedas sobre el escritorio.
Alonso se quedó estupefacto, sorprendido por el potente ruido que había hecho la escarcela al golpear la mesa. Interrogó a su tío con el gesto.
—Es tu parte de los bien ganados honorarios, estimado colega. Dada tu brillante argucia con las alcabalas he decidido darte la misma proporción en pago por tu actuación de ayer. Tienes cincuenta ducados de oro dentro de ese pellejo. Son tuyos y puedes hacer con ellos lo que te plazca.
Alonso recordó de inmediato los 16.425 maravedíes que habían costado los derechos de examen y gratificación de su doctorado. Su madre había tenido que empeñar las últimas joyas que guardaba para poder pagar esa cantidad, más dieciocho gallinas, pan, vino y mermelada que se repartieron entre los miembros de la familia universitaria. Nunca pensó que pudiera devolvérselos tan pronto. Con cincuenta ducados, contó mentalmente, habría suficiente para devolverle ese dinero y aún le sobrarían algo más de seis ducados, para poder agasajar a su amigo Andrea y devolverle la invitación que generosamente hizo aquella tarde. Ardía en deseos de poder visitarlo y comentar con él la noche de su doctorando. Pero inmediatamente dudó.
—No sé si debo aceptarlo, tío Diego. Tanta compensación por un solo juicio no me resulta ético. Creo que ese dinero no me pertenece.
—Esos ducados no son más que una ínfima parte de lo que te mereces, Alonso. Aprende a valorar bien tu trabajo y no pienses únicamente en la mañana del juicio o en el tiempo que dedicaste a prepararlo; considera todos los años de estudios, de formación agotadora, de noches y noches sin dormir, de exámenes, pruebas que se hacían interminables, las disertaciones públicas que hubiste de hacer, los sinsabores. Piensa en el coste de mantener un gabinete como éste, de amueblarlo, consolidarlo, pagar el sueldo de escribientes. Toma conciencia, querido sobrino, de que ya no eres ningún estudiante. ¡Eres un doctor en Leyes! Tu tiempo y los conocimientos que atesoras dentro de ti tienen un alto valor. Resolviste con inusitada brillantez un pleito de ocho mil ducados de cuantía y esas migajas que te he dado son una recompensa ínfima comparada con tu intuición y con la estrategia que supiste tramar.
—Pero… —trató de oponer Alonso sin demasiada convicción.
—Nada, ¡es hora de disfrutar y no de discutir! He pedido a Esteban que encienda la caldera del bañuelo, el agua estará lista en unos minutos. Así es que, después de la tormenta de ayer, disfrutaremos de la calma y del merecido descanso —zanjó su tío levantándose y dirigiéndose hacia la puerta—. ¡Pliega velas!
—Enseguida voy, tío, bajaré en cuanto ultime el escrito que estoy terminando, tengo que cuidar a mi único cliente.
Don Diego se volvió sonriente:
—Vendrán más, querido sobrino, no dudes que vendrán muchos más.
Cuando estuvo solo, Alonso tomó el tesoro que tenía delante y lo sopesó. Lo abrió y comenzó a apreciar el brillo del metal meticulosamente acuñado en la vecina Casa de la Moneda. Volcó el saco sobre la mesa y ordenó el dinero en montoncitos. Cuando los hubo dispuesto hizo una cuenta mental, cada uno de esos preciosos y lustrosos metales tenía el valor de trescientos setenta y cinco maravedíes; teniendo en cuenta que un portero de la Real Audiencia cobraba un salario anual de cincuenta y tres ducados de oro: ¡En un día había ganado prácticamente lo que un funcionario cobraba en un año! ¡Eso sin contar que su tío se había embolsado una cantidad casi diez veces mayor! Puso los dedos sobre las sienes y las frotó reflexionando cómo el esfuerzo ímprobo, desarrollado durante tantos años de sacrificio y abnegación, estaba dando ahora sus frutos con inusitada rapidez. Ardía en deseos de llegar a su casa y colocar los mismos montoncitos que ahora tenía delante en la mesa de la cocina, depositarlos uno por uno en las manos de doña Beatriz, abrazarla, besarla y agradecerle todo lo que por él había hecho. Pero primero tenía que acompañar a su tío, cuyo estado de ánimo le resultaba muy gracioso.
Terminó la carta dirigida al bodeguero conminándole a que, en el improrrogable plazo de un mes, liquidara la deuda con su cliente, el fabricante de toneles, con los correspondientes intereses, o se vería obligado, muy a su pesar, a interponer demanda ante los Tribunales de Justicia, donde las costas y gastos del proceso multiplicarían la deuda. Rubricó el escrito y se lo entregó a Esteban para que lo hiciera llegar hasta Jerez con un barco correo, y después se dirigió hacia el sótano. Allí encontró a su tío, dentro de la alberca de agua muy caliente, solazado y casi dormido, con la cabeza hacia atrás, la barba a pié de agua y los brazos extendidos sobre el rebosadero. Cuando éste percibió la presencia de su sobrino incorporó la cabeza. Su rostro afilaba una mirada complacida y casi irónica.
—En verdad que hay costumbres ancestrales que nuestra Santa Madre Iglesia debería imitar y no abolir, entra en el baño y comprobarás cómo sanan de inmediato tus heridas.
Alonso asintió y comenzó a despojarse de los ropajes mientras se sonreía por el talante socarrón que exultaba su tío esa mañana.
—Estoy verdaderamente satisfecho de contar con un colega de tu preparación —le confesó con voz ligeramente pastosa—, tengo muchos proyectos para usted, caballerete. Pero iremos poco a poco. Quisiera que celebráramos tu primer juicio como se merece. Este domingo dile a tu madre que después de misa comeremos en casa, Erundina nos preparará uno de sus guisos extremeños y le he pedido que compre el más tierno de los corderos que haya en el mercado de la plaza de la Alfalfa, criadillas de toro, cangrejos de río y marisco de Huelva. Tengo reservado un excelente vino Malvasía para esta ocasión. Ahora que no tienes obligaciones con los estudios dedicaremos algunos domingos a refrescar la esgrima. Voy a desempolvar mis espadas de acero toledano, necesito desentumecer mi atrofiada pierna y, ¿qué mejor rival que mi ilustre compañero de despacho? En primavera dedicaremos algunas jornadas a cazar, pues tú también tienes que ejercitar tu cuerpo de estudiante y las patas de tu perro, que hace la misma actividad que su amo, es decir, ninguna. He encargado dos escopetas de caza al armero guipuzcoano Juan Larrañaga. Estarán listas para cuando empiece el buen tiempo. También podremos remontar el río y solazarnos con la pesca de la trucha, los barbos o las comizas que en esta época vienen hinchadas y muy jugosas.
Entre las historias que su tío le contaba y los proyectos de futuro que ambos planeaban, el resto de la mañana fue íntegramente dedicada al baño. Don Diego llegó a quedarse dormido en varias ocasiones, lo que Alonso aprovechaba para acercarse sigilosamente, tirarle de los pies y hundirle la cabeza en el agua; jugueteaban como si fueran dos críos. Don Diego, en lugar de enfadarse, lo perseguía por las piletas, le arrojaba agua fría y lo zafaba hasta hundirlo forzándolo con su mayor peso al tiempo que le gritaba:
—¡Insolente, desvergonzado, lechuguino presuntuoso! ¿Es que acaso no recuerdas que estás tratando con un soldado de los Tercios Viejos de Castilla? ¿Pretendes medirte a un oficial del más invicto de los ejércitos?
Así, entre bromas y proyectos, transcurrió una mañana que Alonso recordaría durante mucho tiempo. Amistad y familia estrechamente unidas por el trabajo en común y los planes de futuro; deseos, aspiraciones y propósitos salpicados de buen humor. Momentos entrañables que difícilmente se repetirían en su vida profesional, pues ésta cada día le depararía más complejidad y sorpresas no siempre agradables.
Cuando hubieron degustado una suculenta comida a base de huevos, acelgas, cebolletas y habas que les había preparado Erundina, a quien don Diego pellizcó y palmeó cariñosamente como si se tratara de una novia, éste se retiró literalmente sonámbulo hacia su dormitorio mientras que Alonso se despedía tomando la bolsita de cuero con las monedas y partiendo a la casa de su madre.
Cuando su hijo le hizo entrega de los 16.425 maravedíes que habían costado los derechos del examen de su doctorado, doña Beatriz no pudo evitar derramar tantas lágrimas que hubieran bastado para formar un afluente del Guadalquivir. Alonso le aseguró que, tan pronto como pudiera, le devolvería los derechos del examen de licenciatura y le prometió que, si de él dependía, nunca jamás habría de preocuparse por el dinero en esa casa. Su madre reía y lloraba al mismo tiempo. No hizo ninguna mención a su padre, Fernando, cuya ausencia en Nueva Granada se prolongaba por demasiado tiempo. Alonso procuraba evitar a toda costa sacar a colación ese asunto pues, aunque su madre siempre le contestaba que marchó para buscar mejor fortuna y que regresaría pronto como hombre rico y respetado, con el tiempo se había dado cuenta que en el corazón de doña Beatriz se había formado un gran vacío y que la tristeza y la pesadumbre inundaban su rostro cuando afloraba el recuerdo de su esposo. Alonso se había convertido desde hacía tiempo en el verdadero hombre de la casa y todo el amor que doña Beatriz era capaz de generar, que era mucho, se había volcado en su hijo. El joven letrado empleó gran parte de la tarde en contarle a su madre cómo había manejado el pleito de los señores Casaus, al darse cuenta de que el pobre vendedor no había podido hacer frente a las alcabalas de la compraventa, y cómo finalmente se había explayado en el juicio interrogando a partes y testigos con una confianza que ni él mismo podía sospechar. Su madre lo miraba con una sonrisa inabarcable, había puesto la mano de su hijo sobre su regazo y no la soltaba; de cuando en cuando sus ojos brillaban de humor acuoso y su tez se enrojecía.
Pasaron un buen rato en el huerto jugueteando con el perrillo, dando de comer a las gallinas, regando las macetas del patio. Cuando casi anochecía Alonso decidió hacer una visita que venía aplazando demasiado tiempo, pues ardía en deseo de ver a su amigo Andrea Pinelo. Necesitaba hablar de otros asuntos que no podía compartir con su madre ni con su tío. Se puso la toga y se despidió de doña Beatriz, quien toda esa tarde parecía flotar en una nube de intensa felicidad.