CAPÍTULO DOCE

—¡Audiencia pública! —tronó hasta tres veces aquella voz inmisericorde desde la puerta de la Sala de Vistas que acababa de abrirse—. Demandantes: Hermanos Joan y Guillén de Casaus y sus representantes procesales, pueden entrar en la sala. Demandado: Don Antonio de Monsalve y sus representantes procesales, pueden entrar en la sala. El resto de los testigos propuestos y peritos deben permanecer fuera. Ya se les irá llamando.

Alonso ocupó junto a su tío un lugar en el estrado de madera, a la izquierda del Tribunal que estaba formado, además de por los tres jueces que había visto entrar en la sala unos minutos antes, por un relator y un escribano. Se identificó cuando se lo requirieron y saludó respetuosamente a la Real Audiencia en su primera intervención ante la misma. Don Diego fue advertido por el presidente del Tribunal de que, si la dirección del juicio iba a recaer sobre Alonso, él no podría intervenir en ningún momento mientras durara la sesión, ni dirigirse a ninguna de las partes del proceso. Su tío acató la advertencia.

La función dio, pues, comienzo.

El juicio principió con la lectura, por el relator, de los hechos y los fundamentos de derecho del litigio y resumió los petitum de cada una de las partes. Por los demandantes, los hermanos Casaus, se interesaba en aras a los vicios y defectos encontrados al tomar posesión de la finca y que eran ocultos en el momento de firmar la escritura, la reducción del valor de la misma a la mitad, con la expresa condena a las costas del proceso a la vendedora. Por la parte demandada, el señor De Monsalve se interesó en que se mantuviera el precio fijado en la escritura, pero que se abonaran, además, por la parte contraria, los intereses por la demora en el pago del precio aplazado, y asimismo las costas y todos los gastos del litigio.

Una vez concluida la labor del relator, el juez ponente del Tribunal conminó a cada una de las partes a llegar a un acuerdo que ahorrara el enrevesado pleito. Preguntó al demandado si no reconocía un menor valor en el precio de la finca en atención a los defectos apreciados. El abogado contrario espetó:

—¡Es del todo imposible una reducción, Señoría! El precio se fijó por ambas partes, que conocían el estado de la finca, pues un representante de los compradores la visitó varias veces antes de adquirirla, y no podemos consentir un valor menor, es inadmisible.

Los tres jueces miraron ahora a Alonso y le cuestionaron:

—¿Alguna propuesta de solución amistosa, letrado?

Alonso se tomó unos segundos antes de responder y expuso:

—Señorías, lo que mis clientes desearían es deshacer la venta, devolverle la finca al demandado y que nos sea devuelto el dinero entregado.

Se hizo un prolongado silencio en toda la sala, y las caras de sorpresa provenían no sólo de los jueces y de los contrarios, sino sobre todo de los hermanos Casaus, que se asieron del brazo con estupor ante la propuesta de aquel imberbe que podía llevar al traste un buen negocio para el que ya habían movilizado rebaños desde varios puntos de la Península. Don Diego miró a su pupilo con el rabillo del ojo sin querer llamar la atención del Tribunal. Quizá se había precipitado al dejarlo solo con un asunto de semejante magnitud y con tan poco tiempo para prepararlo. Tal vez la confianza que había depositado en su sobrino, movida por el afecto que le profesaba, era excesiva y la juventud e inexperiencia de éste, y tal vez el cansancio o incluso el miedo, podían haberlo traicionado. Si el trato se deshacía, todos los gastos del proceso y las inversiones efectuadas en la finca se habrían ido al traste. Y, además, ¿cómo se iba a cobrar un solo maravedí de honorarios si se contravenía la voluntad de los clientes, que habían claramente expresado el día anterior que, bajo ningún concepto, estaban dispuestos a perder la finca? Alonso había flaqueado en un momento crucial, se habría dejado impresionar por la magnitud y complejidad del asunto, por la severidad de los magistrados y de la Sala de Audiencias. En cualquier caso, la culpa era suya y sólo suya por haberlo sobreestimado. Tomó aire para intentar intervenir, aun a pesar de la advertencia que le había hecho el Tribunal, pero justo en ese instante Alonso continuó hablando:

—Ilustrísimas Señorías, no ha sido sólo la enfermedad del oídio que afectaba a las vides ya antes de la compra o la polilla de los olivos que van a obligar a los compradores a talar casi toda la finca, y volver a replantarla partiendo casi de cero, y teniendo que esperar varios años a recibir el fruto; se trata, además —explicó e hizo una breve pausa— de una servidumbre para paso de ganado que grava la finca, que disminuye su valor, y un molino que no tiene licencia para moler. Mis clientes han sido engañados y quieren recuperar su dinero, para lo cual, y como último gesto de voluntad, con tal de resolver el contrato, están dispuestos incluso a entregar al comprador las escasas rentas que han obtenido durante este tiempo por la recogida de la cosecha de uva y olivar.

«Sin duda, el chico había perdido la cordura», pensaron los hermanos Joan y Guillén de Casaus, quienes permanecían atónitos, consternados, mirando implorantes hacia don Diego y exigiéndole que hiciera algo, que interviniera de alguna manera. Pero los jueces, que habían visto una posibilidad asequible de ultimar por la vía rápida un proceso que se prometía largo, tedioso y complicado, requerían ya, solícitos, una respuesta del abogado del demandado:

—Aun tratándose de una cuestión ex novo —dijo el magistrado presidente—, no planteada en la demanda, este Tribunal debe velar ante todo por la justicia y equidad entre las partes. La propuesta de la parte demandante nos parece razonable y ajustada a derecho. ¿Qué tiene que decir el representante del demandado al respecto?

El letrado contrario, un hombre mayor y versado en mil pendencias jurídicas, se encontraba casi tan sorprendido como el resto de la sala y se volvió hacia su cliente excusándose en que no era una respuesta de índole legal, sino contractual, por lo que descargó sobre éste todo el peso de la decisión. Tras unos segundos interminables, en los que se pudo casi palpar el nerviosismo y la tensión de los allí presentes, el señor Monsalve se levantó con un rictus muy serio y cabizbajo.

—No —contestó tímidamente.

—¿Cómo dice? —requirió el presidente del Tribunal.

—No es posible deshacer el trato —replicó el demandado.

—Le están ofreciendo un acuerdo muy razonable —insistió el presidente.

—Pero no puedo aceptarlo —dijo, y se sentó.

Don Diego comenzó en ese instante a entender la estrategia de su pupilo y respiró aliviado. Los Casaus se reclinaron sobre sus asientos y dio comienzo toda la sesión del juicio oral, la cual, como si de una comedia se tratara, se desarrolló, uno a uno, en todos sus actos. Depusieron primero las partes, luego absolvieron los interrogatorios los testigos y, por último, los peritos tasadores que habían valorado la finca, cómo no, cada uno rebatiendo la valoración del otro y defendiendo a ultranza sus posturas. Pero el Tribunal apenas si prestaba atención, pues había tomado un tácito veredicto. El magistrado ponente no paraba de escribir, casi sin levantar la cabeza y hasta el abogado contrario iba perdiendo fuelle en sus apasionados interrogatorios. La comedia è finita. Había concluido antes de empezar. La moneda giraba en el aire silbando la suerte, y al caer sobre el estrado brillaba ya esculpido en su lomo el rostro de Alonso, el letrado que tan noble y razonable ofrecimiento había efectuado a su contrario y que ahora, humilde y cortésmente, como actor principal y casi único del reparto, interrogaba a testigos y partes. Su habilidad había sido suprema para poner el pleito de cara pues, al rechazar una oferta tan favorable, el señor Monsalve había dejado entrever la posibilidad de que conociera los defectos de la finca y que éstos fueran en realidad tan graves como la parte demandante sostenía. Ahora, el viento soplaba a su favor y Alonso se explayaba sobre el estrado del Tribunal, representando acto tras acto su primera función.

Cuando el abogado del demandado finalizó su turno de conclusiones, los magistrados solicitaron que nadie abandonara la sala. Iban a dictar sentencia in voce, para lo que se retiraron a deliberar unos minutos. Su tío aprovechó la ocasión para acercarse al oído de Alonso e interrogarle:

—¡Te la has jugado a todo o nada! ¿Cómo estabas tan seguro de que el demandado no iba a aceptar tu propuesta? ¡Si hasta le ofreciste devolverle el dinero de las cosechas!

—Las alcabalas, tío.

—¿Las alcabalas?

—¿Tú crees que el propietario de una finca tan grande la vendería si no es por una necesidad urgente de dinero, o acuciado por alguna deuda?

—Pues no sé, puede ser…

—¿Justo antes de recoger una enorme cosecha, cómo es que ni tan siquiera pudo esperarse?

—Tal vez tengas razón, necesitaría dinero, es posible.

—Y después de recibir la mitad del dinero de la finca, ni más ni menos que cuatro mil ducados de oro, ¿crees que solicitaría un aplazamiento para el pago de las alcabalas, el impuesto que grava las ventas al uno por diez, con los costes e intereses que ello le conlleva?

—¿Eso es lo que miraste esta mañana en los autos? ¿El documento de liquidación de las alcabalas?

—El escribiente de la Audiencia no lo transcribió, sin duda por considerarlo irrelevante para el pleito, pero para mí era vital confirmar el estado de premura económica del vendedor a la hora de lanzar la propuesta amistosa.

—Ya se había gastado el dinero entregado a cuenta, ¿verdad? —preguntó su tío.

—Y si no podía pagar ni los ochocientos ducados de impuestos a la Hacienda Real, ¿cómo iba a poder responder de la devolución de los cuatro mil entregados a cuenta? —reflexionó Alonso.

Su tío se reclinó sonriente sobre el sillón. Se sentía pletórico. Tenía a su lado no sólo a su sobrino del alma, el hijo que nunca tuvo, sino que contaba con uno de los juristas más preparados de toda Sevilla, que además acababa de demostrar ser un estratega excepcional. Había empleado el menos común de los sentidos… el sentido común.

Los jueces hicieron su solemne entrada en la sala y todo el mundo se puso en pie. Dictaron su sentencia que, como no podía ser de otra forma, condenaba al demandado a sanear la finca por evicción y vicios ocultos en la suma de la mitad del valor consignado en la escritura. Eso sí, no le impusieron el pago de las costas del proceso en atención a no apreciar temeridad en la venta, sino que impusieron a cada parte las suyas y las comunes por mitad. Alonso sintió alivio con dicha decisión porque, aunque se encontraba eufórico por haber ganado su primer pleito y jamás había sospechado un desenlace tan favorable, sentía en el fondo cierta lástima por el demandado, hombre mayor y necesitado, vete a saber por qué, de vender la finca que había cultivado toda su vida y que ni tan siquiera disponía del importe con el que poder hacer frente a los impuestos.

Uno a uno fueron abandonando la sala todos los asistentes y Alonso fue objeto de un respetuoso saludo por parte del abogado contrario y de toda clase de parabienes de su tío y, por supuesto, de los clientes, quienes en ningún caso podían haber esperado un desenlace tan rápido y fructífero a favor de sus intereses. Pudo ver asimismo cómo el demandado abandonaba en solitario y cabizbajo la sala. Dado lo avanzado de la hora, los hermanos Casaus propusieron almorzar en el mesón del Figón del Rinconcillo, que tenía fama de disponer de las mejores viandas de toda Sevilla. Allí pudieron dar cuenta de un asado de cabrito, un guiso de capón y una pata de cordero muy bien horneada, todo ello regado con caldos tintos de la Tierra de Barros. Cuando degustaban unas dulzainas del cercano Convento de San Francisco, acompañadas de higos secos y unas ciruelas pasas, su tío sacó a colación el tema de los honorarios.

—Como bien saben, señores, la cuantía del asunto en base a la cual debemos confeccionar la minuta es la del total de la finca litigiosa, lo que nos daría un valor de ocho mil ducados sobre el que deberíamos aplicar la cuota a liquidar. Ello ofrecería como resultado una suma de honorarios, entre abogado y procurador, cercana a los mil ducados de oro. Sin embargo, entiendo más honesto y ajustado aplicar aquí la cuantía del interés efectivamente discutido, que no es otro que el de la mitad del precio estipulado en la escritura. Eso era lo que realmente se discutía y lo que felizmente, tras el juicio de hoy, hemos conseguido.

—¡Y con qué brillantez! —dijo el mayor de los Casaus apoyando la mano sobre el hombro de Alonso, quien escuchaba todo como si no fueran con él los asuntos económicos.

—En base a todo ello, esta tarde confeccionaré la minuta que pueden hacer efectiva en nuestro gabinete o donde ustedes tengan por conveniente.

—¿Y cuál será el importe aproximado? —preguntó don Joan.

—Calcule unos quinientos ducados —contestó don Diego.

«¡Quinientos ducados de oro!», pensó Alonso mientras tomaba un sorbo de vino moscatel, «con ese dinero podía vivir holgadamente una familia durante diez años…».

—Para hacer efectiva esa cantidad es mejor que nos acompañe a la Banca Castellanos, que tiene sucursal en esta plaza. Don Juan Castellanos conoce perfectamente nuestra firma, podemos liquidar mañana mismo su minuta. Sería deseable que tuviera preparados los honorarios exactos lo más temprano posible, digamos a las nueve de la mañana, dado que queremos aprovechar la visita y trasladarnos hasta la finca con nuestros capataces y apoderados para ultimar las detalles de la nueva industria que vamos a instalar —solicitó don Joan.

—Así será, a las nueve de la mañana los esperaré en la oficina de don Juan Castellanos con la minuta oficial debidamente rubricada y sellada —dijo su tío.

—Y quiero informarles —subrayó don Guillén— de que, para nosotros, aunque a nadie le gustan los trances de los pleitos, ha sido un enorme placer trabajar junto a gente tan preparada. Les agradecemos la consideración que han tenido al reducir la base de los honorarios y no duden de que nuestros representantes les consultarán desde ahora cualquier incidencia de índole jurídica que tengamos en el desarrollo de nuestro negocio.

—El placer ha sido mutuo —dijo Alonso levantándose y estrechando con franqueza las manos de los catalanes—. Ahora deben disculparme pues necesito recomponer mi cabeza y mi sueño después de la intensa batalla que hemos librado esta mañana, sinceramente señores, anoche no dormí.

Al salir de la taberna del Rinconcillo y antes de dirigirse a su casa, Alonso no pudo evitar recorrer durante unos minutos la plaza de San Francisco, sede de la Real Audiencia, donde esa mañana había ganado su primer juicio. Una vez allí contempló el sobrio convento que daba nombre a la plaza, los palacios de los aristócratas, las covachas de los notarios bajo los soportales, el riquísimo Ayuntamiento de Sevilla y, frente al mismo, la sobria fachada de la Audiencia, paradoja del constante enfrentamiento que existía entre los poderes reales y los cargos municipales. De la fachada de la Audiencia faltaba el escudo de la ciudad, que fue ordenado quitar por su presidente el mismo día en que juró su cargo. Era un reflejo más de aquella lucha de poderes. El pueblo entero, indignado, estalló frente a aquella decisión y el propio Cabildo promovió un sonoro pleito para su inmediata reposición. Pero habían transcurrido ya varios años y el vacío de la fachada permanecía. Era tal vez sólo una cuestión formal pero, en aquella Sevilla, las formas se consideraban, en demasiadas ocasiones, más importantes que el propio fondo del asunto.

En esa plaza se enclavaban también los banqueros genoveses, las compañías de seguro flamencas, los comerciantes alemanes, francos, portugueses y también vascos, catalanes, gallegos, montañeses… Todos se disputaban tener lo más cerca posible de aquel lugar una delegación. Ninguna empresa o familia importante que se preciara podía prescindir en aquellos tiempos de tener presencia en la ciudad en la que latía el corazón del mundo, la gran Babilonia de Europa.

Con una sensación de contenida euforia al haber alcanzado en aquel rutilante escenario su primera victoria judicial, recorrió la plaza y sonriente lo fue observando todo; los vestidos, los rostros y las conversaciones de las gentes que a esas horas atestaban el lugar. Había alguaciles por todas partes y apenas si se veían pobres o mendigos. Cayó en la cuenta de la ausencia casi total de mujeres en el lugar donde se concentraba todo el poder de la ciudad. Alguna dama se cruzó por su camino, siempre acompañada de algún paje o lacayo, con su cara blanqueada con polvo de albayalde y un toque de muda tintando ligeramente los pómulos, los ojos alcoholados con antimonio para resaltar los perfiles. Se acordó inmediatamente de su madre, de la sencilla elegancia con la que ella vestía, apenas si usaba agua perfumada como único afeite. Y también recordó los esfuerzos que había hecho para que él pudiera completar sus estudios, administrando de manera encomiable las rentas que su padre había dejado tras su partida hacia el Nuevo Mundo, y rechazando con orgullo el dinero que tantas veces el tío Diego le ofrecía para ayudarla. Seguro que ninguna de aquellas relamidas mujeres ataviadas con sus vestidos de lino fino y sus tocas de paño de chamelote había pasado la estrechez de su madre, y sin embargo ninguna alcanzaba en modo alguno su grado de belleza y altivez, por más que fueran engalanadas de las más ostentosas joyas. Admiraba a doña Beatriz.

Ensimismado, desgranando mirada a mirada todo aquel escenario y totalmente ajeno al cansancio y a la falta de sueño, fue poco a poco abandonando aquella concurrida plaza sin un destino definido.

Al doblar por la estrecha calle de Toneleros una voz reclamó su presencia.

—¡Señor letrado, un momento, por favor! —dijo alguien a sus espaldas.