CAPÍTULO ONCE

A pesar de que, al ser invierno, la Audiencia Real no abriría sus puertas hasta las ocho de la mañana, a las seis en punto Alonso estaba aporreando el postigo de la casa despacho que, desde el día anterior, compartía con su tío. Lo recibió un confuso Esteban, los cuatro blancos cabellos que aún resistían sobre sus sienes se encontraban arremolinados. Ante la cara de sorna que puso el muchacho, se los atusó rápidamente mientras le franqueaba el paso.

—¿Dónde está mi tío? —apremió.

—Se encuentra arriba. Doña Erundina le está preparando el desayuno.

Galopó por las escaleras con el legajo de los autos bajo el brazo y entró sin llamar en la cocina, donde una oronda y bonachona mujer de unos cincuenta años se encontraba tostando pan al fuego vivo del hogar. Erundina era la sirvienta que don Diego había tomado cuando dejó las armas y le estuvo asistiendo durante la recuperación de la larga enfermedad consecuencia de la herida de guerra que sufrió cuando combatía con los tercios en Flandes. Ella llegó a Sevilla al poco de quedarse viuda procedente de un pequeño pueblo de Extremadura, huyendo de la escasez y el hambre y buscando un trabajo en la ciudad. Se desvivía por Alonso y éste le guardaba un gran afecto. En muchas ocasiones había cuidado de él cuando era niño, e iba a recogerlo a la escuela cuando doña Beatriz no podía. Don Diego la mandaba siempre que podía para que ayudara a su madre con las tareas del hogar o del huerto, o simplemente para que pasara allí las tardes, conversando, tejiendo o cocinando exquisitos guisos. A pesar de su pobreza y de las adversidades que había sufrido en la vida, era una mujer de ánimo inquebrantable y siempre estaba de buen humor. Cuando lo vio entrar en la cocina como un torbellino, lo reprendió:

—¡Ay que ver qué prisas te entran desde que vistes como los hombres importantes, Alonsico, hijo! Tu tío se está aseando —le espetó—, siéntate tranquilo y torna un poco de pan con aceite, que te hará bien. ¡Estás blanco como la cera, chiquillo!

Él la besó cariñosamente en la mejilla, aspiró el aroma que desprendía el pan y se deleitó unos segundos con el color dorado que iba adquiriendo mientras se tostaba. Tomó asiento a regañadientes, protestando de mala gana por la premura y los nervios de su primer juicio. Erundina lo contempló con cariño. Desde que Alonso comenzara a estudiar lo había visto muchas veces pálido, demudado y ojeroso. Siempre se ponía así cuando se aproximaba la fecha de algún examen, los días anteriores apenas comía y todo lo que ingería pasaba inmediatamente de su escuálido cuerpo de adolescente a las letrinas de los bajos de la casa. Pero ahora ya había terminado sus estudios y era todo un hombrecito, no alcanzaba a entender cómo alguien tan preparado podía transformarse en un ser tan frágil y quebradizo cuando llegaban los días de los exámenes. Además, ya no corría el riesgo de suspender o de ser expulsado de la universidad; era ni más ni menos que un doctor en Leyes, y eso a sus cortas luces debía significar algo muy importante, seguramente algo que le duraría toda la vida; no debería preocuparse tanto y, sin embargo, parecía como si el miedo lo envolviera nuevamente. Para ella, hija de humildes labradores, acostumbrada desde niña al fragor del trabajo duro del campo, el único pánico podía producirse cuando las alacenas de una casa se encontraran vacías y eso, desde que entró a trabajar para don Diego, nunca había vuelto a suceder. Unos instantes después, su tío entró en la cocina y sin darle tiempo siquiera a saludarlo, Alonso le inquirió:

—Faltan documentos.

—¿Qué dices? —preguntó don Diego.

—Datos que necesito conocer para el desarrollo del juicio, los autos están incompletos.

—Tienes la copia que hizo el escribiente de la Audiencia a instancia nuestra.

—Pues no está completa. Necesito ver los autos originales antes de que se inicie el juicio.

—Bueno, supongo que podemos conseguir que los veas unos minutos, antes de que empiece la audiencia pública, si hablamos con el oficial; es un buen hombre, lo conozco desde hace años y espero que no ponga demasiadas pegas.

—¡Pues vámonos! —requirió Alonso.

Don Diego observó a su sobrino y la determinación que reflejaba su semblante. Sus ojos vibraban y durante breves segundos casi pudo percibir la contradicción que bullía en su cabeza. Algo estaba tramando, pero prefirió no cuestionarlo, pues acababa de depositar en él toda su confianza y no era el momento de sembrar duda alguna. Dieron veloz cuenta del desayuno y se despidieron.

La luz de la incipiente mañana les permitió gozar de un hermoso cielo amoratado que comenzaba a reflejarse sobre la fachada almohade de la Giralda. La claridad del alba provocaba que el monumento pareciera vestido, por espacio de unos minutos, con un esponjoso manto violeta y rosáceo, que luego se iría aclarando a medida de que el sol saliera completamente. Cuando llegaron a la plaza de San Francisco tañían en las campanas del monumento las siete de la mañana. Alonso contempló la adusta fachada del edificio judicial; en tan sólo unas horas se encontraría entre aquellos muros dirimiendo un pleito de ocho mil ducados frente a tres jueces, un versado abogado que querría, a buen seguro, despedazar al joven e inexperto letrado, amén de numerosos testigos, peritos y, sobre todo, se enfrentaría nuevamente contra sí mismo. Vaciló durante unos segundos, pero se asió fuertemente al brazo de su tío y siguió andando, enfrentándose, cara a cara, a sus fantasmas y sus miedos. Atravesaron el dintel de la fachada y se adentraron en el patio principal, pisando el musgo húmedo que brotaba entre los huecos de la solería. Se detuvieron ante una de las dos salas que componían la Real Audiencia. Su robusta puerta de roble atravesada por férreos bisagrones de hierro se encontraba cerrada. Dentro podía apreciarse una creciente actividad y murmullo de voces. La mayor parte de los cargos de la justicia, el regente, los oidores, jueces y escribanos residían en la planta superior del edificio, por lo que los porteros, oficiales, alguaciles y receptores que se encontraban organizando en esos momentos el trabajo de la jornada actuaban con sigilo. Don Diego golpeó la puerta con los nudillos, y al otro lado se escuchó un sonido de pasos. Tras comprobar la identidad de los visitantes, la puerta se abrió.

—Necesitamos ver a don Antonio Cueto, el oficial del pleito que se ventila esta mañana, somos los letrados directores del asunto —explicó su tío al alguacil que había abierto la puerta.

—Esperen aquí un momento —respondió éste.

A Alonso no le sorprendió la descortesía del funcionario al no dejarles pasar a la sala, pues estaba acostumbrado a un trato más grosero aún por parte de éstos. Además, después de ver los refuerzos de hierro del portalón de entrada, imaginaba el celo con que éstos custodiaban los auténticos tesoros que en forma de legajos se guardaban en el interior. Cuántos préstamos, cuántos intereses inmobiliarios, reclamaciones dineradas, deslindes, particiones hereditarias… cuántos y cuántos intereses, pasiones, grandezas y miserias humanas no se encerrarían entre esos muros.

—¿Qué hace aquí tan temprano, don Diego? El juicio no dará comienzo hasta las nueve —dijo un rostro glacial que acababa de asomarse al postigo del portalón.

—Don Antonio, le presento a mi sobrino, don Alonso Ortiz de Zárate, que ya es doctor en Leyes, va a llevar la representación del juicio y le han asaltado dudas acerca del contenido de los autos. Necesita examinar el original durante unos minutos.

—Don Diego —dijo el oficial tras reflexionar brevemente y sin siquiera saludar a Alonso—, sabe usted perfectamente que no puedo dejar a nadie con los autos originales, me costaría el puesto.

—No te pedimos verlos a solas, será cuestión de unos minutos y puedes estar en todo momento con nosotros. Antonio, nos conocemos desde hace casi veinte años y sabes que jamás te he hecho ni te haría ninguna felonía —explicó don Diego al ver que el funcionario dudaba—, yo respondo por mi sobrino, piensa que es su primer juicio…

—La verdad es que ojalá muchos abogados fueran como usted, don Diego. ¡Está bien! —determinó finalmente—. Los autos ya no los custodio yo, están sobre la mesa de Sus Señorías, entren por la puerta principal de la sala, y les abriré.

Se dirigieron hasta la Sala de Audiencias y esperaron a que la puerta se franqueara. Fueron pasando los minutos, quizá demasiados. Tal vez alguno de los jueces hubiera llegado ya y estuviera revisando los autos, siendo entonces imposible que el oficial les permitiera el acceso. Don Diego pudo sentir el latido del corazón de su pupilo.

—Espero que sea importante lo que tienes que comprobar —le dijo.

Alonso no contestó, se limitó a que sus latidos resonaran un poco más rápido. Su tío calló y miró al suelo. Por fin se escuchó un sonido al otro lado. La puerta se entreabrió y la traspasaron sigilosamente. Durante unos segundos, el novel letrado no tuvo conciencia de los autos, ni de su tío o del oficial que amablemente le tendía el legajo. En la penumbra de la mañana, gracias a los primeros rayos de sol que se filtraban por los ventanales y la titilante luz de las lámparas de aceite recién encendidas, pudo contemplar por vez primera el que sería el teatro de operaciones donde desarrollaría gran parte de su nueva vida como jurista. Observó el majestuoso artesonado de madera labrada, los altos muros forrados de cuadros al óleo que retrataban rostros severos, el terciopelo rojo que forraba las paredes como símbolo de grandeza, el estrado de madera donde se representaría la función, elevado sobre los asientos del vulgo, de la plebe y de los banquillos de los justiciables para demostrarles a todos la autoridad y superioridad de la Justicia y su dominio sobre el hombre y su voluntad. Más elevado aún, los pupitres de los juzgadores y, por encima de ellos, el escudo de la Casa Real. Tan sólo un crucifijo de madera sobresalía de todo aquel escenario; escudo, cuadros, estrados y plebe, símbolo de la prolongación que de la justicia divina ejercía el Rey, y que éste impartía a través de sus tribunales sobre el resto de los mortales.

—¿Pero es que no vas a ver ahora lo que tanto te interesaba? —apremió don Diego, golpeando a Alonso en el hombro y señalándole los autos que sostenía el oficial.

—¡Oh, sí! —respondió éste saliendo de su ensimismamiento.

Alonso los tomó y los ojeó apenas durante un par de minutos mientras su tío intercambiaba en voz baja frases cordiales con el oficial, al cabo de los cuales los cerró y se los volvió a entregar con una media sonrisa.

—Ya está, he terminado.

—¿Ya? —respondieron casi al unísono tío y oficial un tanto sorprendidos.

—Sí, sólo necesitaba comprobar una cosa.

—Esperaremos fuera hasta que comience el juicio —se disculpó don Diego agradeciendo la amabilidad del oficial al tiempo que ambos salían de la sala.

Al poco de cerrarse la puerta comenzó a generarse una creciente actividad. Llegaron los procuradores de las partes y más tarde lo hicieron los peritos y testigos. También los demandantes, los hermanos Joan y Guillén de Casaus, quienes iniciaron una afectuosa conversación con sus letrados. Alonso pudo ver cómo tres jueces togados bajaban adustamente las escaleras del patio y se introducían con solemnidad en la Sala de Audiencias, donde ellos habían estado hacía sólo unos instantes. El tiempo transcurría y el ruido del entorno iba in crescendo, las conversaciones, el sonido de los cascos de los caballos que llegaba desde una plaza de San Francisco cada vez más concurrida, las anécdotas del pesado viaje de los Casaus desde Barcelona… Pero Alonso no oía ni veía nada en concreto, únicamente alcanzaba a sentir el batir de su corazón que retumbaba como si quisiera salírsele del pecho a través del cuello de la toga: ¡tum, tum!; ¡tum, tum!, hasta que todo ese aturdimiento fue de súbito interrumpido por aquella voz del alguacil que clamaba:

—¡Audiencia pública!