CAPÍTULO DIEZ

La primera intención al abandonar la taberna del Postigo del Carbón fue la de espolear sus preciosos zapatos de terciopelo y correr hasta la casa de su tío, pero se detuvo en seco al contemplar las caras estupefactas de los viandantes que observaban extrañados a un caballero togado galopar como si fuera un ladrón sorprendido. Se recompuso el birrete y apretó el paso como pudo maldiciendo el hecho de dejar plantado a su tío en la primera cita profesional. Y además la impresión que de él se llevarían los clientes no iba a ser precisamente buena.

Apenas si tuvo que golpear el postigo de la casa. Esteban lo aguardaba al otro lado del patio y en cuanto percibió su presencia abrió apresuradamente y lo guio hasta el gabinete mientras lo conminaba:

—¡Hombre de Dios, llegas muy tarde! —le recriminó—. Tu tío está desesperado. Los clientes se adelantaron y llevan casi una hora despachando con él en su gabinete. Ha salido para decirme que actúes como si ya conocieras el asunto, pues se han extrañado mucho que no vaya a ser don Diego quien mañana los represente en el juicio. Debes disculparte por el retraso, invéntate cualquier excusa, di que has tenido que atender una cita previa con otros señores o lo que se te ocurra, pero no dejes mal a tu tío que está en juego una jugosa minuta.

Todo esto lo dijo Esteban, el escribiente, mientras lo asía por el brazo y lo galopaba hasta el despacho de don Diego. Una vez allí, asomó la cabeza y sin dejarle recuperar el resuello lo introdujo de esta manera: «Señores, don Alonso ha llegado».

Alonso se vio en un segundo colocado frente a frente con dos mercaderes catalanes de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, vestidos de riguroso negro con ricos ropajes y sendas cadenas de gruesas cuentas de oro que pendían de sus cuellos. Lo escrutaban sin ningún miramiento, de arriba abajo, extrañados seguramente de su extrema juventud. Un torbellino de pensamientos arrasaba su cabeza en esos instantes como si de un vendaval se tratara. ¡Que fingiera conocer el fondo del asunto, pero si su tío apenas le había dicho que se trataba de una acción de saneamiento! ¡Que se excusara por el retraso, y qué iba a decir, cuando había estado paseando tan ricamente por Sevilla! No sabía cómo actuar, nunca en su vida había tratado con clientes. Un mar de confusión lo inundó.

—Señores —exclamó su tío alzando la voz con gran aplomo—, tengo el enorme placer y el orgullo de presentarles a mi sobrino, don Alonso Ortiz de Zárate y Llerena, primer doctor en Leyes, no becado, de la historia de nuestra ilustre Universidad de Sevilla, con la calificación de Honor Cum Laudem. Sé que son perfectamente conscientes de la enorme dificultad que ello entraña. Se encuentran ustedes en manos de la persona más preparada jurídicamente de toda Sevilla. Estimado Alonso, los señores don Joan y don Guillén de Casaus, mercaderes e industriales catalanes.

—Es un gran placer —dijeron casi al unísono ambos hermanos con el rostro algo más confiado.

—El placer es todo mío —respondió cortésmente Alonso mientras estrechaba sus manos—. Lamento enormemente la tardanza, pero he tenido que saludar a un notario público y a un caballero veinticuatro del Cabildo que me he encontrado cuando me dirigía hacía aquí —mintió a medias.

Don Diego se sonrió por la convicción con la que su pupilo había pronunciado aquella excusa. Se levantó y le cedió el asiento que ocupaba al otro lado de la mesa para que Alonso dirigiera desde ese momento la reunión. Sobre la misma se encontraba, cerrado, un legajo con una copia de los autos del juicio. Al sentarse, Alonso se enfrentó por primera vez en toda su vida a unos clientes, contempló sus rostros y cómo, expectantes, lo observaban. Miró hacia su tío, a la mesa y debajo de ella a sus preciosos zapatos… y su único deseo en aquel glorioso momento era que la tierra se abriera y se los tragara a todos de una vez.

—Como bien sabes, Alonso —irrumpió su tío, llevando nuevamente la voz cantante—, la acción de saneamiento la interpusimos basándonos en dos hechos concretos: la evicción, al haber surgido una servidumbre de paso de ganado que no figuraba en la escritura, y los vicios ocultos, pues los señores Casaus adquirieron notarialmente la finca con unas descripciones y características concretas y resulta que, tras tomar posesión de la misma, se dieron cuenta de que el predio adolecía de defectos ocultos que no se pudieron apreciar a la hora de la compra, pues no se describían en la escritura.

—Lo del molino está bien claro —interrumpió el que parecía mayor de los dos hermanos—. Se estipula en la escritura que la finca posee uno en buen estado para moler trigo, pero hemos sabido que no tiene vigente el permiso real para fabricar harina. ¿Para qué se quiere un molino sin autorización para usarlo si en todo este reino de Dios no puede tocarse un grano de cereal sin que lo conozcan de inmediato alguaciles y recaudadores?

—Y por otro lado, está el asunto de las viñas y los olivos —añadió el otro hermano—. La cosecha de uva estaba enferma, picada por el oídio, y la aceituna, muy diezmada por la falta de poda de los años anteriores lo que además había hecho que muchos olivos estuvieran atacados por la polilla. Claro que nosotros no llegamos a ver la finca, compramos por poderes mediante uno de nuestros representantes porque el viaje desde Barcelona es infernal, ¡por tierra más de veinte días!

—El caso es que el precio adelantado a la firma de la escritura fue la mitad del acordado, dejando el resto aplazado a un año desde la firma —intervino su tío, quien intentaba por todos los medios aportar a Alonso todos los datos posibles de una demanda que éste desconocía totalmente—. Ya se han recogido las cosechas y por los motivos que te ha expuesto don Guillén, el valor ha sido muy inferior al esperado. Cuando el capataz y el representante de los señores Casaus vinieron a verme, interpuse la acción de saneamiento y solicité al juez, por una parte, que suspendiera el pago restante hasta tanto no se dirimiera el litigio, y por otra, que disminuyera el valor de la compra, ponderándolo en base a los vicios ocultos que se habían descubierto en la finca. De hecho, y a instancia de nuestros clientes, hemos solicitado que se perfeccione la venta únicamente por la cantidad ya entregada el día de la firma en la notaría, esto es, la mitad de lo que figuraba en escritura.

—Tampoco es ninguna barbaridad —dijo don Joan como queriendo excusarse frente a Alonso—. Tal vez un poco exagerado, pero ya sabemos que «contra el vicio de pedir… la virtud de no dar», y para eso está el juzgador, para que arbitre y equilibre los intereses de las partes. Fíjese cómo el abogado contrario, al contestar la demanda, ha solicitado que se abone no sólo el total del precio restante, con los intereses de demora, sino que, además, pide que se nos impongan las costas del proceso a nosotros, que hemos sido los perjudicados por la compra.

—El caso es que nuestra intención, seamos honestos, no es la de seguir con la explotación agrícola —intervino don Guillén—. Pretendemos arrancar las viñas porque vino ya se hace en mucha cantidad por esta zona y el de nuestra finca no es que salga con buen cuerpo. No podemos competir con los de Pitarra, los de Constantina o Guadalcanal, y no digamos con los moscateles y los caldos jerezanos. Además, los labriegos están plantando viñas hasta en las paredes de las casas y eso hará que tarde o temprano el precio se desplome. También tenemos intención de talar la mayor parte de los olivos, al menos los que están picados de polilla y venderlos como leña. En su lugar, y puesto que la zona es muy rica en agua, plantaremos alfalfa y otros forrajes para el ganado. Últimamente los baldíos se están convirtiendo en tierras de pan llevar y los pastos escasean. El precio de la carne tiene por fuerza que aumentar y nosotros vamos a traer reses, ovejas y porcinos de Extremadura, Medina del Campo y otros lugares.

—Lo importante, don Alonso, es que la compra no peligre —continuó don Joan—. La finca es muy buena para nuestro propósito ganadero, tal vez vale menos de lo pactado como predio agrícola porque el vendedor, hombre ya mayor y sin hijos, apenas contaba con unos pocos moriscos que le solucionaban el trabajo y la descuidó mucho en los últimos años. Pero es perfecta para la cría y el engorde de ganado. No podemos perderla bajo ningún concepto.

—No la vamos a perder, puesto que lo que solicitamos es una quita en el precio y no la resolución del contrato —interrumpió su tío.

—De cualquier manera —intervino Alonso por primera vez—, si ha aparecido una servidumbre de paso de ganado que grava la finca y que no constaba en la escritura, ya tenemos una leve disminución en el precio que los jueces han de apreciar en sentencia. Si además conseguimos rebajar algo más el precio como consecuencia de la falta de licencia para usar el molino y por la enfermedad de la viña y del olivo, creo que aunque no lleguemos a reducirlo a la mitad, la quita será sustancial. Todo dependerá de la prueba que se practique mañana, esencialmente la de los peritos que hayan tasado el valor real de la finca.

—Cada parte ha nombrado uno, por lo que el resultado será contradictorio —apuntó su tío—. La clave estará en la habilidad con que resuelvan los interrogatorios y de cómo se absuelvan las posiciones.

—De cualquier manera, alea jacta est —concluyó don Guillén—, la suerte está echada y todo está en sus manos. Nosotros debemos dejarles porque hemos de descansar para mañana estar despejados a la hora del juicio. El viaje desde Barcelona ha sido agotador. Nos hospedamos junto a la plaza de San Francisco, por lo que estaremos a las ocho en punto en la puerta de la Real Audiencia.

Los mercaderes se despidieron muy complacidos y don Diego los acompañó hasta su hospedería. Cuando se quedó solo, Alonso abrió la copia de los autos que tenía delante y extrajo la escritura de compraventa de la finca litigiosa. Se trataba de una enorme extensión de terreno en La Puebla, y en su término estaban incluidas las Islas Mayor y Menor, terrenos privilegiados y de excelente irrigación por el paso del río Guadalquivir. Continuó leyendo, y vio que el precio pactado para la compraventa era de… ¡Ocho mil ducados de oro! A Alonso se le aflojaron las piernas por el vértigo que le produjo leer semejante cifra. Estaba concluyendo la lectura de la contestación de la demanda suscrita por el abogado contrario, cuando su tío hizo nuevamente acto de presencia en el gabinete.

—Les has impresionado, Alonso, están encantados de que les representes mañana en el juzgado —dijo.

—¡Pero si apenas he hablado! —replicó.

—Son muchas las ocasiones en las que el silencio habla más y mejor que las palabras. Si la gente lo supiera no se mentaría ante tanta majadería como se esparce al cabo de cada jornada. Has estado sencillamente perfecto, sobrino, has hablado lo justo pero con propiedad y exactitud. Por encima de la palabra está la acción y por encima de ésta sólo el silencio, estimado colega. Has actuado con confianza, firmeza y seguridad; así es que me marcho a cenar algo. Puedes llevarte la copia de los autos a tu casa o estudiarlos aquí. Mañana te recogeré a las siete en punto y esta vez espero que seas puntual —pidió volviéndose hacia la puerta y sonriendo a un anonadado Alonso—. ¡Ah, prepara bien los interrogatorios de las partes y testigos! —apuntilló.

—¿Pero cómo que te vas a cenar? Al menos me podías haber dicho que mañana ventilamos un pleito de una cuantía de cuatro mil ducados de oro, ¿no? —protestó Alonso sin poder moverse de la silla.

—¡Ocho mil, estimado pupilo, ocho mil! La cuantía del juicio es la del valor total de la finca litigiosa —contestó don Diego cerrando la puerta más sonriente todavía—. ¡Piensa en la minuta que cobraremos si lo ganas bien!