CAPÍTULO NUEVE

Alonso salió de la casa con una inmensa satisfacción, no sin antes echarse un último vistazo frente al espejo, ataviado con su nueva vestimenta. Justo al pisar la calle, una sensación diferente lo invadió, cuando ambos pies se hubieron posado delante de la puerta de la casa de su tío, fue consciente de que, a partir de ese momento, sólo él tomaría la decisión de hacia dónde dirigir sus pasos. Era libre, dueño de su propio destino y de su recién ganada posición. Decidió dirigirse hacia la plaza de San Francisco, el lugar en el que se concentraba el mundo del poder de la Sevilla puerta de Indias.

Hasta llegar a la plaza de San Francisco, Alonso atravesó calles repletas de tenderetes, recorrió conventos, colegios, hospitales, palacios y corrales de comedias. Se fue topando con individuos de todo pelaje que pululaban por su nueva Sevilla: cómicos, picaros, frailes limosneros, niños abandonados, ganapanes, marineros de tres o cuatro idiomas que esperaban borrachos a nunca embarcar, meretrices… Cada persona, cada elemento tenía su lugar en aquella metrópoli, que era mitad moderna y mitad medieval.

Pero todo iba adquiriendo para Alonso una nueva perspectiva. Ahora caminaba con mayor seguridad y firmeza, envuelto en su ondulante y brillante toga, y las miradas anónimas, antes despreciativas dada su condición de estudiante, ya no eran las mismas. Los viandantes se apartaban ligeramente para no estorbarle y lo observaban con cierto respeto. Labriegos, oficiales, aprendices y hasta acaudalados mercaderes alzaban levemente sus miradas para observarlo y la volvían a bajar con disimulo. Alonso notaba cómo algunos rostros se volvían a su paso. Había entrado a formar parte de un estamento superior.

Cuando se fue acercando más a la plaza, se cruzó con un notario y un caballero veinticuatro que caminaban ensimismados en su conversación y se dirigían directamente hacia él. Alonso no sabía cómo reaccionar, pues hasta entonces los puestos influyentes y, sobre todo, los altos cargos de la Administración lo habían tratado con desdén dada su baja condición, por lo que hizo ademán de apartarse ligeramente a la derecha para no toparse con ellos. Pero justo antes de hacerlo, cuál fue su sorpresa, los caballeros interrumpieron su conversación y se le quedaron observando inclinando casi al unísono la cabeza en un amable gesto de cortesía. «¡Lo habían saludado! ¡Un fedatario público y un caballero veinticuatro habían inclinado levemente el ala de su sombrero en señal de saludo hacia él!». Hasta entonces, vestido con su manteo, lo único que hubiera obtenido habría sido un reproche, un «¡aparta, inútil!» o cualquier otra reprimenda, pero ahora y bajo el aura de su nueva condición social había sido tratado con respeto. A partir de ese momento iba a trabajar junto a aquellos caballeros, iba a promover contratos en beneficio de los negocios de la ciudad, a formalizar en las notarías las compraventas de sus clientes, los asientos, los préstamos… No supo cómo reaccionar ante el inesperado saludo y apenas si pudo improvisar una mueca como única contestación. La Sevilla que estaba descubriendo nada tenía que ver con el lugar en el que había transcurrido hasta ahora su vida.

Decidió en ese momento dar un giro a sus pasos y dirigirse hacia el río, la verdadera arteria, cuando no el pulmón de la ciudad, por el que entraba y salía como oro líquido la mayor parte de las riquezas de la urbe. Aún tenía algo de tiempo hasta las seis, hora a la que estaba citado con su tío.

Al llegar al muelle del Arenal, la actividad portuaria casi había concluido. Se escuchaban a lo lejos los últimos martillazos de los calafates y carpinteros de ribera que provenían de los astilleros de Triana, al otro lado del río. Seguramente se estarían afanando en terminar alguna embarcación pequeña, alguna gabarra o chalupa, o uno de los veloces barcos de aviso que en ocasiones se aventuraban a sortear en solitario los peligros del océano y a atravesarlo fuera de la protección de los galeones de la Carrera de Indias. Pero, en general, los oficios ya habían concluido sus jornadas y la mayoría de trabajadores, oficiales, aprendices y estibadores, se dirigían pesadamente hacia sus casas. Se encontró entrando en la villa por la puerta del Postigo del Carbón y pasó por delante de la taberna donde el día anterior había conocido a Adela. Notó un dulce estremecimiento. Decidió entonces entrar y tomar algo, pues aparte del zumo de naranja que le preparó su madre no había comido nada en todo el día, no sabía muy bien qué hora era pues estaba lejos de la torre de la catedral y el ruido del río le impidió escuchar los últimos tañidos de sus campanas, pero se encontraba desfallecido y el recuerdo del sabor de los guisos de aquella taberna operaron el resto.

El cariño con que lo trató el matrimonio de mesoneros y el delicioso vino de Guadalcanal que le sirvieron hicieron que su estancia en la taberna fuera tan placentera como prolongada, cuando preguntó a un cliente que acababa de entrar por si conocía la hora y éste le contestó que acababan de dar hacía un rato las seis de la tarde Alonso creyó morir.