CAPÍTULO OCHO

Recorrió, como tantas veces hiciera, el trayecto desde su casa de la calle Sierpes a la del abuelo Rodrigo y que ahora pertenecía a su tío Diego, en la calle del Aire. Pero, esta vez, en lugar de andar, creyó que sus pies no rozaban el suelo, iba flotando en la nube de algodón en que se habían convertido sus pensamientos. Con la toga negra, el símbolo de su nuevo estatus, colgando de una mano y los zapatos de terciopelo negro en la otra, dobló la calle Cerrajería y enfiló hacia la plaza del Salvador, donde desfilaba un hervidero de gente. Continuó hasta llegar a la mitad del callejón donde golpeó el portalón de la casa. Esteban, el escribiente y hombre de confianza de su tío, abrió el postigo y le franqueó la entrada, Alonso dejó tras de sí la parquedad y sencillez de una fachada encalada para adentrarse en un patio de refinado y exquisito gusto. No tenía la ostentosidad de la casa de su amigo Pinelo, pero la sencillez del trazo, las formas redondeadas de las columnas, la simplicidad del suelo de piedra de Tarifa y el murmullo de una fuente de azulejos lo sumieron en un remanso de paz. Una estilizada palmera que sobresalía del resto de las plantas que adornaban el patio, dibujaba una tenue sombra.

La casa pudo comprarla el abuelo, don Rodrigo, cuando su anterior propietario, un converso que fabricaba y vendía alfarería en los puestos del mercado de la catedral, fue víctima del odio generalizado que después de la sublevación de los moriscos de Granada se propagó por toda la Península como un cauce desbordado. Sofocar la sublevación costó muchas vidas por ambos bandos. Una vez aplastados los insurgentes por las tropas de don Juan de Austria, después de más de tres años de guerrillas en las que el tío Diego había participado cuando apenas contaba con diecisiete años, el odio se convirtió en revancha y el pobre a Marero, como tantos otros, vio reducidas sus ventas a la nada. No pudo hacer frente a los altos impuestos con los que eran gravados los moriscos y, finalmente, su casa fue embargada por el Cabildo municipal. Como tantas otras, se subastó por un precio muy superior al importe del embargo, pero suficientemente bajo como para que gente humilde, como don Rodrigo, pudiera adquirirla, eso sí, empleando para ello los ahorros de toda su vida. Su tío la había estado reformando últimamente para independizar la vivienda del gabinete que en adelante compartiría con Alonso.

—¡Bienvenido sea a ésta su casa, apreciado y admirado doctor! —dijo don Diego bajando con parsimonia la escalera de azulejo azul—. ¿Ha pasado usted una buena noche?

Alonso se sonrojó acordándose todas las experiencias que acababa de vivir y se estremeció al sentir aún sobre su cara los besos y la cálida piel de Adela. Cuando don Diego se acercó para abrazarlo se avergonzó, pues de repente fue consciente de que llevaba aún impregnado en el rostro y en las manos todo el aroma de la chica.

—Ven, Alonso, quiero mostrarte el curioso descubrimiento que hemos hecho en el sótano de la casa —dijo su tío dándose la vuelta sin prestar aparentemente ninguna importancia al aroma que Alonso en ese momento estaba detectando entre sus dedos, uñas, labios…

Lo llevó hasta el final del patio y allí abrieron una portezuela que no existía en tiempos de su abuelo. Siguió a su tío con gesto sorprendido, bajaron unas estrechas e intrincadas escaleras de piedra y llegaron a una estancia caliente y húmeda que se encontraba iluminada por unas lámparas de aceite.

—Mira, sobrino, lo que hemos hallado detrás de un falso muro de escayola. ¡Y se encuentra en perfecto estado de uso! —exclamó.

Don Diego había puesto en funcionamiento un refinado bañuelo árabe que habría sido camuflado en otro tiempo, por miedo sin duda a que algún vecino denunciara la práctica de ritos musulmanes. Un ambiente húmedo y neblinoso les impactó en los rostros.

—Métete en el agua, sobrino —le dijo su tío, al tiempo que se iba despojando de la ropa—, empieza por esta pila de agua templada y luego cambia a las otras dos, alternando aquélla de la derecha que es de agua fría, con la otra que está muy caliente. ¡La sensación es deliciosa, ya verás!

Tío y sobrino disfrutaron durante largo rato de los cambios de temperatura en las albercas, pero al final se solazaron en el agua templada. Allí, don Diego comenzó a contarle los proyectos que tenía pensados. Pretendía que Alonso se fuera haciendo cargo de las demandas, querellas y demás procesos judiciales. Así, él podría dedicarse a otro tipo de cuestiones como contratos, testamentos y préstamos, en los que podría hacer valer su experiencia. La ciudad entera bullía en transacciones comerciales y eran centenares las operaciones que se cerraban a diario en la Casa de la Contratación, en el mercado y en los negocios de particulares. Préstamos, seguros, hipotecas, arriendos, suministros, fletes, portes…, todos los contratos necesitaban el asesoramiento de abogados, y aunque don Diego no fuera licenciado en Leyes, ni tan siquiera bachiller, su buen hacer lo había hecho acreedor de un gran prestigio. Alonso lo escuchaba embelesado, imaginando su futuro junto al de su mentor. Le daba cierto respeto tener que encargarse él de los asuntos judiciales, enfrentarse a esos jueces y magistrados tan engolados y que tantas veces lo habían mirado con desdén al verlo vestido con su hábito estudiantil. Pero ciertamente, y tal y como observaba su tío, ésa era la mejor opción, pensó.

—Y si estás conforme, querido sobrino, mañana harás tu primer juicio en la Real Audiencia —le soltó don Diego de sopetón como sin darle importancia a lo que estaba diciendo.

A pesar del calor que reinaba en el ambiente y de la temperatura del agua, a Alonso se le heló por completo la sangre.

—¿Cómo dices, tío? —interrogó.

—Pues que mañana tenía que hacer un juicio en la Real Audiencia y había pensado que tal vez podrías ir tú. No es nada excesivamente complicado, se trata de una acción de saneamiento por evicción, una demanda que interpuse hace un tiempo y cuya sesión de juicio oral es a las nueve.

A Alonso le temblaron hasta las canillas de las piernas. Miró a su tío perplejo, mientras éste se enjabonaba tranquilamente los brazos y las manos con una esponja de calabaza seca y aguardaba con fingido disimulo la reacción de su pupilo.

—¿Mañana? —balbuceó Alonso.

—A las nueve —le contestó pausadamente.

—¿Y cuándo podré preparar el asunto? —preguntó.

—Tienes los autos sobre la mesa de tu nuevo despacho. A las seis de la tarde vienen tus clientes a preparar los interrogatorios —le contestó su tío dando por supuesto que Alonso, nuevamente, aceptaría otro gran reto en su vida.

«¿Nuevo despacho?», masculló Alonso. «¿Tus clientes?». Su tío lo tenía todo perfectamente orquestado y él no podía defraudarle. «¡Haría ese juicio!». Nuevamente decidió dar un gran salto para salvar el abismo.

—A las seis atenderemos a los clientes —dijo esta vez con determinación—. Estarás conmigo, ¿no?

—Por supuesto, letrado, conozco perfectamente el asunto y te lo expondré con brevedad. Además, te asistiré en el estrado de la Audiencia como tu acompañante, pero te advierto que una vez que seas designado para dirigir el proceso, yo no podré intervenir ante el juez, pues la representación recaerá exclusivamente sobre ti, y tú serás la única voz legal de la parte demandante. Pero antes de todo eso, y de que atiendas a los clientes, quiero que hagas algo —le dijo incorporándose para salir del agua.

Se secaron con una fina toalla de algodón. Tras la subasta de la casa, el morisco fue lanzado sin poder llevarse ni tan siquiera el ajuar, entre los que se encontraban finos paños y ropajes al uso moro. Así, se vistieron con un par de chilabas de seda y unas babuchas de piel forradas con pelo de conejo que les parecieron muy cómodas.

Se sonrieron al verse vestidos de esa guisa. De ser sorprendidos por algún familiar de la Inquisición, ni el ser cristianos viejos por los cuatro costados les libraría de la hoguera. Arremangados subieron como pudieron los estrechos escalones para salir otra vez al patio, donde Esteban no pudo evitar una mueca al verlos. Apenas sintieron la temperatura fresca de aquel mediodía de febrero, tal era el calor que llevaban acumulado en el cuerpo. Junto a la escalera del patio se encontraba preparada una palangana llena de agua caliente y jabón.

—Has traído el regalo que te ha hecho tu madre, ¿verdad?

—Sí, tío.

—Pues procedamos a quitar de esa cara la pelusilla de adolescente y a decirle definitivamente adiós al estudiante que has sido hasta la fecha.

Aunque se aplicó con sumo cuidado y empleó todos los consejos que le iba dando su tío, Alonso no pudo evitar cortarse la piel en varias ocasiones con la hoja de afiladísimo acero que estaba estrenando. Por primera vez, al usar la navaja, se acordó de su madre y se sintió invadido de su profundo amor. Una vez que hubieron terminado, don Diego lo ayudó a curarse con un paño de hilo fino y después le untó la cara con un ungüento y afeites perfumados que le escocieron y aliviaron al mismo tiempo. Luego le pidió que se vistiera con su nueva indumentaria de jurista y él hizo lo propio. Alonso tomaba cada una de las prendas con ritual cuidado y las vestía muy pausadamente, sintiendo el fino tacto de cada una envolviendo su cuerpo. El traje de su tío era muy similar al suyo, también con jubón, calzas negras y toga, pero mucho más sencillo, sin gola ni ningún otro adorno. La mayor diferencia era que don Diego se calzó unas botas negras de cuero con tacón y cuya caña le llegaba casi hasta la rodilla, reminiscencia sin duda de su pasado militar. Alonso se puso sus preciosos zapatos cuidadosamente y se incorporó. Su tío lo ayudó a envolverse con su fina toga de seda negra y entonces lo acercó al espejo.

—Quiero presentarte a don Alonso Ortiz de Zárate y Llerena, licenciado en Derecho y doctor en Leyes por la Ilustre Universidad de Sevilla —dijo con voz profunda.

Alonso se asomó al espejo con timidez y curiosidad, pero le produjo una gran satisfacción lo que pudo contemplar. Parecía más estilizado y alto que con su vieja ropa colegial. El negro de la toga y el terciopelo de los remates brillaban radiantes. Nunca en toda su vida se había enfundado una vestimenta tan lujosa. Se sintió profundamente seguro.

Admiró asimismo la complexión fuerte y robusta de su tío. Alonso era algo más alto que él, pero con las botas puestas parecían de la misma estatura. Le doblaba la edad, pero podría pasar perfectamente por su hermano mayor pues conservaba un aire juvenil, la barba siempre bien recortada, con el cabello aún negro y muy poblado. Sin duda, era un buen partido para las muchas mujeres solitarias que poblaban aquella ciudad de Sevilla, abandonadas por novios o maridos ambiciosos que buscaban fortuna allende los mares o por militares que defendían el suelo patrio en las fronteras del reino, o simplemente para alguna de las numerosas viudas que eran víctimas de lo uno o de lo otro.

—¿Nunca has pensado en desposar a una dama, tío? La verdad es que apostura no os falta, o al menos eso creo yo.

—Los mejores años de mi vida, querido sobrino, se los dediqué a la Corona y a defender sus intereses fronterizos —contestó—. A costa de avanzar cada centímetro de terreno y arremeter contra el adversario, mi corazón se ha ido endureciendo tanto que no sé si puede abrirse al de una mujer.

—Pues estoy seguro de que candidatas no te faltarían en esta Sevilla harta de ver partir a sus hombres a otras tierras, a luchar o emprender aventuras.

—También eso influye, querido —dijo ahora socarronamente—. ¿Por qué hacer desgraciada e infeliz a una mujer casándome con ella, cuando hay tantas a las que satisfacer en esta ciudad enigmática?

Alonso sonrió para sí y siguió a su tío, que ahora se adentraba en una de las estancias aledañas al patio y que antaño sirviera como salón principal de la casa de sus abuelos. Tras las obras, don Diego la había destinado a gran sala de espera para las visitas y sobre una alfombra roja había dispuesto una mesa y varias sillas negras tapizadas de terciopelo del mismo color. El artesonado era enorme, con viguería de madera tallada con motivos florales. El conjunto translucía un aspecto serio y respetable. Al final de la estancia había dos puertas de cuarterones que se encontraban cerradas. Don Diego abrió la de la derecha y mostró a Alonso el que sería su nuevo gabinete.

—Aquí pasarás muchas horas de tu vida, por lo que me he limitado a disponer únicamente los muebles más necesarios, el resto los elegirás tú —le dijo.

Alonso no cabía en sí. Se acercó a tocar, uno por uno, los confidentes, los muebles de nogal labrado y su sillón, hecho del mismo material. Acarició anonadado las cortinas rojas de fieltro pero sobre todo se explayó en la colección de libros que su abuelo les había legado y que su tío había ubicado, como biblioteca, en su despacho. Se volvió hacia él emocionado. Ambos se juntaron en un efusivo abrazo que don Diego interrumpió súbitamente.

—Te he dicho que quería que hicieras una última cosa, mozalbete: antes de empezar a preparar el juicio de mañana quiero que salgas a la calle así vestido y recorras tu nueva Sevilla. Quiero que pasees por las calles del mercado y la plaza de San Francisco, la Casa de la Contratación, la Casa de la Moneda, que andes por el Arenal… que tomes conciencia de tu nueva condición social, tienes tiempo de sobra hasta las seis de la tarde, yo mientras te esperaré aquí repasando los autos.