CAPÍTULO SIETE

Sevilla (España), 5 de febrero del año 1595

La buscó por la mañana entre las sábanas templadas por los primeros rayos de sol e intentó obtener un beso suyo. Pero no la encontró. Desorientado fue poco a poco entrando en sí. Se levantó de aquella cama vacía completamente desnudo. Halló sus ropas estudiantiles esparcidas la noche anterior por la habitación perfectamente dobladas y colocadas encima de una modesta silla que, junto con la cama, constituían los únicos enseres de la estancia. Rebuscó entre sus bolsillos el ducado de oro regalado por su tío Diego el día anterior y lo descubrió, metido en una pequeña cuartilla doblada sobre la que estaba estampada la marca de unos labios. Lo guardó y suspiró mirando hacia el lecho aún caliente. Se vistió rápidamente y bajó las escaleras de la posada sin siquiera asearse. Al preguntar al posadero por la chica, éste le dijo que había salido al ser de día en dirección al barrio de los curtidores. Intentó pagar el alquiler y el posadero se sonrió, señalando hacia una habitación vacía del piso superior, contigua a la que él había ocupado.

—Su amigo, el de apellido italiano, ya pagó generosamente las tres que usaron. Y si quieren repetir esta noche pueden volver, que aquí estaremos para servirles. Me ha dicho antes de irse que puede usted ir a visitarlo cuando desee.

—¿Y qué hora es, buen hombre? —preguntó Alonso algo apurado.

—Justo han repicado la hora tercia en las campanas de la catedral.

—¡Santo Dios! Las nueve de la mañana —exclamó y salió a toda prisa en dirección a su casa sin apenas despedirse del posadero.

Corrió por las estrechas calles de Sevilla perseguido por su capa, que parecía no poder alcanzarle los hombros. Cuando por fin llegó a la casa entró jadeante, pero tratando de guardar sigilo. Encontró a doña Beatriz regando las macetas y los tiestos del patio. Un intenso olor a albahaca y a hierbabuena le inundó los pulmones. Se acercó a ella tan apurado como temeroso, no sabía cómo reaccionaría su madre ante la primera vez en que se había ausentado de casa durante toda la noche y, como única respuesta, obtuvo un profundo y amoroso abrazo maternal. Justo en ese momento sintió las patas delanteras de Abril golpeándole el trasero. No veía a su perro desde el día anterior y éste necesitaba del cariño y los juegos de su amo.

—¡Buenos días, doctor en Leyes! —saludó ufana doña Beatriz con un cariño desbordante—. Tienes preparada en la alacena una fritada de pimientos con conejo y queda pan del que tu tío trajo ayer. Ve tomándolos mientras te exprimo un par de naranjas de las que aún quedan en el huerto. Cuando termines entra en tu cuarto, creo que el día de hoy te deparará algunas sorpresas.

Alonso no sentía hambre alguna. Su estómago estaba saturado de la noche anterior y su cabeza embotada debido a la gran cantidad de vino ingerida que rezumaba ahora en su boca. Bebió un vaso de agua fresca y se dirigió directamente a su habitación perseguido por el podenco, que lo atosigaba exultante de alegría. Cuando abrió la puerta del dormitorio se emocionó, junto a la cama, colgado en un perchero de a pie, se encontraba una toga de seda negra con unos remates de terciopelo en los hombros que llegaban hasta el vientre. Bajo ésta, un jubón blanco con cuello de gola y mangas de golilla, una fina ropilla para cubrir el jubón y unas calzas de un terciopelo muy delicado labrado a juego. El tono negro de la toga, la ropilla y las calzas era muy intenso, de ala de cuervo, y sólo podía obtenerse aplicando los caros tintes recién importados desde el Nuevo Mundo. Nada tenía que ver con el tono de ala de mosca, casi pardo, de la ropa de colegial que llevaba ahora puesta. El detalle final lo ponía un birrete endurecido con bucarán, que era el testimonio de su nueva condición de letrado. Alonso acarició prenda tras prenda con sumo cuidado, como si fueran a romperse y las observó con admiración y orgullo. Todas habían sido confeccionadas a medida y llevaban el sello y la firma del sastre cordobés don Víctor de Luces, el más afamado y prestigioso de toda Sevilla. Ahora comprendía por qué hacía unas semanas, su madre, con la excusa de hacerle una pelliza para usar cuando fuera de cacería, le había tomado medidas de todo el cuerpo. Alonso cogió un pequeño saco de fieltro que había en el suelo y extrajo de él los zapatos más bonitos que jamás había visto. Eran de terciopelo negro y suela de piel y no estaban redondeados sino achatados por la puntera. Tenían un pequeño tacón, tal y como había visto que comenzaba a usar Andrea Pinelo. El tacón estilizaba la figura y daba más porte al andar. Alonso se sentó sobre la cama, conmovido, estrechó los zapatos contra su pecho y se derrumbó. Empezó a soñar. Su mente vagó revoloteando por toda su vida tomando un trazo de aquí y otro de allá. La infancia, el día en que su padre partió hacia el Nuevo Mundo siendo él aún un niño, el ingreso en la universidad, los días transcurridos entre los lúgubres muros de aquellas aulas, las novatadas, las miles de horas pasadas delante de los libros, los sabios consejos del abuelo Rodrigo y las tardes soleadas de primavera que solía pasar leyendo a su lado en el patio de la casa de la calle Aire, el mismo patio donde una tarde en la que, como tantas otras, acudía a su encuentro, lo encontró muerto, como un pajarillo, hecho un ovillo y con un libro entre los brazos. Presintió que en aquel justo momento don Rodrigo estaba junto a él, tumbado a su lado, y comenzó a llorar de quieta felicidad y dicha. Creyó percibir una suave caricia que le rozaba el rostro. Justo en ese momento Abril saltó sobre la cama de su amo y se acurrucó junto a él buscando su calor. Le echó la mano por encima, pero no tuvo ni tiempo de abrazarlo, pues se durmió profundamente con un dulce gesto de felicidad.

Así lo encontró su madre cuando entró sigilosamente en el dormitorio. Perro, amo y zapatos todos ellos sumidos en un profundo sueño. Tomó suavemente la nuca de su hijo para incorporarlo y verter delicadamente en sus labios el jugo de unas dulcísimas naranjas que acababa de exprimir.

—¿Qué hora es, madre?

—¡Siempre estás con la hora, Alonso! —lo reprendió doña Beatriz—: Es la hora que es, ni más ni menos, la hora de levantarte e ir a casa de tu tío. Al parecer te ha gustado el regalo, ¿no?

—¡Santo cielo, madre, es como un sueño!

—Tu tío Diego te está esperando. Quiere que vayas cuanto antes a verle y que te lleves el traje, la toga y los zapatos en este envoltorio de fieltro que te ha comprado para protegerlo. Y yo también quiero que te lleves esto, mi hombrecito —le dijo entregándole un estuche de piel del tamaño de un libro—, creo que ya empiezas a necesitarlo y me gustaría que cada vez que lo uses, estés donde estés, recuerdes a tu madre.

Alonso la miró con incredulidad y asombro. Eran demasiadas emociones y el sueño que estaba viviendo parecía no terminar. Tomó el estuche y lo abrió. En su interior encontró, perfectamente ordenado, una navaja de afeitar de acero toledano y cachas de nácar, una piedra de afilar, una brocha de mango de plata y cerdas de excelente calidad, y una pequeña bacinilla, también de plata, para mezclar el jabón y el agua. Alonso no pudo contener la emoción y se abrazó a su madre sin poder decirle nada. Una ardiente sensación le cerraba la garganta, las mejillas se inundaron de un calor intenso y los ojos comenzaron a escocerle.

—Ya eres un hombre, Alonso, pero para mí siempre serás mi niño pequeño, mi amor. Ahora comienza para ti una nueva vida en la que yo ya no seré tan importante, pero quiero que sepas que lo eres todo para mí. Alonso, lo único que te pido es que nunca olvides lo que tu madre te quiere.