Cartagena de Indias, Nueva Granada [actual Colombia], 4 de febrero del año 1595
Hacía demasiado calor aquella tarde en el gabinete. La brisa tropical apenas si hacía oscilar suavemente las cortinas de lino y la altísima humedad había penetrado incluso entre los gruesos muros de aquella magnífica casona de estilo colonial que él había transformado en el despacho jurídico más lujoso de toda Cartagena de Indias. La estancia resultaba asfixiante, el sudor perlaba su frente y lo único que deseaba en esos momentos era poder desnudarse, sumergirse en el baño y permanecer allí hasta que el frescor del atardecer le permitiera respirar. Pero aquello no era posible, al menos de momento. Se había visto obligado a citar para aquella intempestiva hora a un nuevo cliente y su experto olfato profesional le decía que esa inoportuna consulta sería, a la postre, muy rentable.
Dejó el birrete sobre la mesa y aflojó la toga negra. En aquellas tierras del Nuevo Mundo, a la orilla del mar Caribe, una toga era probablemente la vestimenta más inapropiada e incómoda, aunque indudablemente la más efectiva para infundir el respeto que su rango y profesión merecían. Además, vestido de esa guisa, impresionaba a quienes, a la postre, serían sus mejores clientes, los nuevos y acaudalados hacendistas, gente ignorante y en su mayoría analfabeta, enriquecida a costa del oro, el sudor y la sangre de los indios. Desde que llegara a esas nuevas tierras, hacía ya casi una década, había decidido continuar con los usos y costumbres castellanas vistiendo a diario como correspondía a su condición de letrado. Desde entonces lo había seguido a rajatabla, así que, resignado, deslizó su pañuelo entre el jubón y la piel húmeda de su cuello para secarse el sudor y se sentó sobre su amplia jamuga de madera labrada y piel.
«¿Por qué habría querido aquel sujeto citarse a primera hora de la tarde? ¿No podía haber esperado hasta el día siguiente?», pensó. Ese individuo, pequeño, enjuto y engalanado con una colorida y estridente vestimenta, le había asaltado esa misma mañana cuando salía del Juzgado, tendiéndole una mano recia y rugosa, de la que resaltaba un anillo de oro pulido que tenía engarzada una esmeralda del tamaño de una almendra. El hombrecillo, atraído sin duda por la adusta indumentaria del letrado, le había requerido urgentemente sus servicios para, según decía, evitar el gravísimo engaño del que había sido víctima por parte de un tratante de esclavos. Se encontraba visiblemente alterado y se presentó como Antonio Vargas, criollo, hijo de padres españoles y, por supuesto, cristiano viejo. Según se describió a sí mismo, un acaudalado hacendista que tenía concedida la explotación de una mina en Nueva Granada, amén de otras prosperas industrias. Era tendencia habitual de los colonos de Indias magnificar su posición económica, como única compensación, en ocasiones, a haber renunciado a todo vínculo con sus orígenes. El tal Antonio Vargas se había trasladado desde su encomienda, que distaba varias jornadas a caballo, para comprar una remesa de esclavos negros que había concertado meses atrás con un tratante portugués pero, según decía, había detectado que algunos de esos esclavos no eran de nueva hornada, sino procedentes de subtrata; además, se encontraban enfermos y al menos uno estaba quebrado y era totalmente inútil para el trabajo en la mina.
Ahora tenía a aquel personaje sentado al otro lado de su brillante mesa de ébano pulido. A la corta estatura del hombrecillo se unía el encontrarse sobre una jamuga claramente más pequeña que la suya, preparada al efecto de conferir al letrado una posición predominante, de autoridad sobre su «oponente». Ésa era una de las reglas básicas, no escritas, para el correcto ejercicio de la profesión de abogado. El señor Vargas había comenzado a disertar desde que entrara en el gabinete, con una verborrea forzadamente retórica y formalista, pero estaba ya tan obcecado en la narración de su asunto que comenzó a utilizar un tono cada vez más grosero. El prestigioso abogado acababa de tomar una primera decisión con respecto a aquel nuevo cliente: duplicaría sus honorarios por aquella primera consulta, y le requeriría una buena cantidad en concepto de provisión de fondos como condición para aceptar el asunto.
No le gustaba demasiado ejercer la abogacía en aquel lejano confín del universo, aunque las ventajas fueran muchas, ya que la competencia era escasa y el dinero, que regaba aquellas tierras como maná caído del cielo, se dejaba también caer, y de qué manera, en su abultada faltriquera. Desde que llegara a Nueva Granada, su fortuna, amasada a golpe de litigios, contratos, concesiones, encomiendas, herencias, explotaciones…, había subido tanto como su prestigio y condición social. Todo el mundo en Cartagena de Indias lo respetaba.
Nada más llegar al Nuevo Mundo, cuando apenas si había iniciado su labor como letrado en aquella plaza, haciendo valer el título de licenciado en Leyes que había obtenido por la Universidad de Sevilla, se produjo el ataque a la ciudad del temido pirata inglés Sir Francis Drake. Corría allá por el año 1586 y una escuadra compuesta por veintitrés navíos y más de tres mil hombres desembarcó, asedió y tomó la villa amurallada. Pero él no iba a arredrarse. No había realizado una infame travesía transatlántica, dejando atrás a esposa e hijo para que su aventura en aquellas tierras concluyera a las primeras de cambio. No, no podía. Así, mientras las autoridades cartageneras huyeron junto con parte de la población y se refugiaron en Tubarco, él permaneció allí sin amilanarse. Era licenciado en Leyes por una prestigiosa universidad española y, por lo tanto, exigía respeto a su condición, incluso por parte de quienes habían conquistado la ciudad. Entabló, junto con otros cargos cartageneros, contacto con el mismísimo pirata Drake, el cual, a pesar de su temida reputación y para su sorpresa, lo trató con exquisita cortesía. Después de casi un mes de negociaciones y aprovechándose de la merma que en los hombres del pirata estaban comenzando a causar la disentería y las fiebres locales, consiguió pactar el rescate de la ciudad contra el pago de 120000 ducados de oro.
Desde entonces no sólo fueron el Cabildo y los ricos mercaderes y hacendistas los que comenzaron a reclamar sus servicios, sino que también la Iglesia, los gobernadores y los escasos títulos nobiliarios, que eran llegados a aquellas tierras, lo habían contratado en muchas ocasiones para resolver no pocos entuertos.
Bien era verdad que, como le había sucedido a tantos otros, para emprender aquella aventura había abandonado la tierra que lo había visto nacer, junto a una familia con la que apenas había podido intercambiar unos cuantos correos desde que partiera de Sevilla, y cuyo recuerdo lo martilleaba, llegando a convertirse en ocasiones en una auténtica pesadilla. Pero cada noche se acostaba nuevamente embriagado de ego después de codearse con la alta alcurnia de la sociedad de aquel Nuevo Mundo. El prestigio, el dinero y la condición social adquirida en tan corto periodo de tiempo compensaban la nostalgia y nublaban el recuerdo.
Además, desde el asedio del pirata, la Corona había decidido fortificar Cartagena y convertirla en la protectora de todo el comercio del Caribe y de los tesoros que procedían de los confines de los nuevos reinos. La coyuntura no podía ser más prometedora. Cada año se enterraban en forma de baluartes, murallas, edificios civiles, administrativos y religiosos, cientos de miles de ducados que bañaban las calles de aquella ciudad como auténticos ríos de oro líquido. Sí, definitivamente merecía la pena desempeñar su oficio en aquel feudo de opulentos y desgraciados, de grandes fortunas, imperios de codicia y de individuos marginados y esclavos, de débiles y de arrogantes. Porque en aquel caótico escenario en el que un nuevo orden se estaba imponiendo, él, como conocedor e intérprete de la Ley, era el eslabón que hacía girar los pesados engranajes del nuevo imperio. Había decidido, pues, definitivamente, acabar sus días en aquella tierra que tanto bueno le estaba regalando.
Y además estaba aquel asunto, aquel mal sueño del que nunca acababa de despertar… Aquel maldito marqués, infecto gusano, que lo había traicionado después de tanta amistad, dedicación y oficio.
Un fuerte chasquido le hizo salir súbitamente de sus cavilaciones. El colono no paraba de gesticular y comenzaba a golpearse una y otra vez la palma de la mano izquierda con su puño derecho, mientras gritaba:
—¡Me ha engañado, don Fernando! ¡Me ha engañado! ¡Ese tratante portugués, ese marrano, me ha colado escoria humana enferma y resabiada, procedente de otras encomiendas donde no las quería nadie, en lugar de esclavos fuertes recién llegados de África como yo le encargué! ¡Me ha humillado y no se va a salir con la suya! ¡Ese maldito cabrón me las va a pagar y no descansaré hasta que me devuelva hasta el último maravedí que le he dado!
No pudo aguantar más el irritante monólogo de su interlocutor. Él, Fernando Ortiz de Zárate, letrado ejerciente de los Juzgados de Cartagena de Indias y su partido judicial, licenciado en una de las cunas del Derecho español, uno de los pocos titulados ejercientes en aquel Nuevo Mundo que no procedía de las precarias universidades indianas y, por ende, uno de los hombres más ricos, poderosos y respetados de la ciudad, había decidido que ya estaba bien de escuchar a un labriego disfrazado de nuevo rico.
—¡Antonio Vargas! —gritó incorporándose en su alta jamuga y haciendo que su cliente pareciera un alfeñique—, ¡no estoy aquí para escuchar sus quejidos y lamentaciones sino para ayudarle a resolver su problema! Sea consciente de que usted no compró por sistema de libre almoneda, sino por encargo previo y, según me está mostrando, el contrato que ha suscrito para la compra de los esclavos lo ha hecho mediante escritura pública. Lo quiera o no, es usted el único y legítimo propietario actual de esa piara de negros que, según dice, son inútiles.
—¡No tenía otro modo! —replicó—, no podía desplazarme desde mi encomienda para la subasta cuando llegara la remesa de esclavos y tenía que asegurarme negros fuertes. Por eso hice el encargo y le di plenos poderes al tratante. Confié en él, maldito marrano, y me ha traicionado…
—¡Cállese, señor mío! —volvió a gritar golpeando la mesa y haciendo que el colono se estremeciera sobre su silla—. Lo suyo es un problema delicado, necesitamos un perito médico que certifique el mal estado de cada uno de sus esclavos. Si el resultado del galeno es el que usted afirma, reclamaremos formalmente al tratante y, si ello no diera sus frutos, procederemos judicialmente para hacer valer sus derechos —concluyó haciendo una larga pausa para dar mayor importancia a sus palabras—. Pero, amigo mío, créame, esto no es Castilla, aquí vale más un mal acuerdo que un buen pleito, porque resolverlo puede durar años.
—¿Entonces qué puedo hacer? —titubeó el engañado hacendista mientras se desplomaba sobre su silla—, estoy de paso en esta ciudad, había venido únicamente a por esos malditos esclavos, que me son muy necesarios, pues los indios de mi encomienda no valen nada, son flojos y holgazanes y revientan al primer latigazo. Un buen negro hace el trabajo de seis o siete de esos indios, que no saben más que mirarte embobados mientras les levantas la vara. No conozco a nadie aquí, don Fernando, estoy en sus manos.
El letrado contempló a su cliente con mirada felina. «Ya está en el redil y bien manso», pensó mientras se reclinaba suspirando relajadamente y juntando las manos sobre su cada vez más abultado vientre.
—Señor Vargas —dijo pausadamente—, conozco a un buen galeno, ejerciente en esta jurisdicción, que he utilizado como perito en algunos pleitos. Es hombre prestigiado y de criterio y está excelentemente considerado en los tribunales. Es buen amigo mío y si le pido el favor, tal vez se digne a reconocer a sus esclavos, aunque es un hombre tremendamente ocupado.
—¡Por favor, don Fernando!, adviértale de la importancia y gravedad del caso —imploró el colono juntando las manos y ladeando la cabeza.
Don Fernando sonrió para sí. «Importante y grave sólo para ti, Antonio Vargas», pensó. Cuán sencillo iba a ser quitarse de encima a ese maleducado explotador y qué jugosa prometía ser la minuta.
—Don Antonio —dijo el letrado subrayando por primera vez el don para darle al rico criollo, ahora sí, la importancia que merecía—, mi buen amigo el licenciado Ayala es un galeno muy prestigioso y sus honorarios son acordes a su valía…
Por primera vez en el rostro del hacendista surgió un gesto de arrepentimiento. Ocultó inmediatamente su ostentoso anillo bajo la otra mano y miró al suelo. Quizá se había excedido esa mañana cuando presumió de su fortuna ante el letrado, pero tenía que llamar su atención de algún modo, pues no eran muchos los licenciados en Leyes en aquella ciudad y tenía entendido que éste gozaba de renombrado prestigio. Ahora dudaba, pero aun así y con renovado ánimo afirmó:
—Don Fernando, ¡no se trata sólo de dinero! ¡Es más bien una cuestión de honor! Es mi nombre en estas tierras el que puede quedar mancillado. Comienzo ahora la explotación de una mina de plata y voy a precisar mano de obra abundante. Si un tratante me engaña a las primeras de cambio seré el hazmerreír del gremio. ¡Contrate los servicios del galeno! —le ordenó.
El letrado comenzó a sentir hasta cierta lástima por el inculto adinerado que tenía enfrente, estrechó los labios para evitar traslucir una sonrisa y prosiguió solícito:
—Está bien, don Antonio, esta misma tarde mandaré a uno de mis escribientes a hablar con el licenciado Ayala, le facilitaré la dirección de su hospedaje para que lo visite hoy mismo y efectúe el reconocimiento médico de los esclavos lo antes posible. Una vez que tenga el resultado de la pericia en mi poder me dirigiré personalmente al domicilio del tratante para negociar un acuerdo, bien de resolución del contrato o de una importante quita en el precio. Si no llegáramos a un entendimiento satisfactorio, interpondremos demanda ante los tribunales para restablecer sus derechos. Descanse tranquilo, que procederemos diligentemente.
—¡Muchísimas gracias, Ilustrísimo! ¡Es usted una eminencia! —exclamó un servil don Antonio inclinando tanto la cabeza que casi se golpea con el filo de la mesa.
—Un asunto más, estimado amigo —dijo el letrado en un tono mucho más distendido, al tiempo que introducía en el cajón de su mesa las escrituras de propiedad de los esclavos—, mañana me buscará usted en la sede del Juzgado Mayor a las diez en punto. Voy a diligenciar la escritura de propiedad de sus esclavos que yo mismo custodiaré desde este momento. Debe conferirme ante el secretario del Tribunal un poder suficiente como para que pueda representarle legalmente frente a su adversario o ante los juzgados, en caso de un posible litigio y, asimismo, debe habilitarme en concepto de provisión de fondos, para cubrir los honorarios y gastos del asunto, una cantidad a cuenta de cien ducados. Yo portaré un recibo a su nombre por dicha cantidad. Y, por favor, abónele al oficial de la entrada otros diez ducados para cubrir la consulta de esta tarde.
«¡Ciento diez ducados!», masculló entre dientes el sorprendido don Antonio, «¡casi un tercio de todo lo que había pagado por aquellos malditos esclavos!, y además don Fernando había dicho claramente a cuenta, por lo que la minuta final podría ser superior. Iba a costar más el collar que el perro. ¡Cielo Santo!», pensó, «estaba atrapado nuevamente. Y, además, el letrado se había guardado en un cajón la escritura de propiedad de los esclavos…, ¡lo único que tenía!».
—Sí, don Fernando… —fue lo que acertó a decir mientras se levantaba de la jamuga, consternado y con rictus muy serio—, a las diez en punto de mañana estaré en la puerta del Juzgado Mayor, esperándole… con su dinero.
El letrado despidió a su cliente de una manera cortés pero distante, sin tan siquiera acompañarlo, se limitó a seguirlo con la mirada hasta la puerta desde la que éste efectuó una profunda reverencia antes de abandonar la estancia, cabizbajo.
En cuanto don Fernando se vio solo lanzó un profundo suspiro. Ya estaba empezando a hartarse de aguantar a tanto analfabeto, pensó que su prestigio era demasiado elevado y quizá había llegado el momento de escribir aquella carta tanto tiempo demorada…, tal vez fuera algo precipitado y es posible que debiera aguantar al menos un par de años hasta que Alonso estuviera totalmente formado. En aquella precipitada salida de Sevilla, dejó a su esposa todo el caudal que pudo para que éste recibiera formación jurídica. A estas alturas su hijo ya debía ser, cuando menos, bachiller en Leyes, tal vez incluso licenciado, aunque las últimas noticias que había recibido en uno de los escasos correos que le llegaron de su esposa, eran que el niño ni tan siquiera había podido acceder a una beca, por lo que obtener tan alto título iba a resultar tarea casi imposible. Bueno, se dijo, con el de bachiller y unos cuantos años de ejercicio en algún despacho cualquiera estaría sobradamente preparado para actuar en aquel Nuevo Mundo repleto de analfabetos. Aunque el muchacho no llegara nunca a ser licenciado lo necesitaba. Necesitaba a alguien de absoluta confianza que se encargara de aquella mugre de colonos…, y es que aquella chusma de nuevos opulentos se le estaba haciendo ya demasiado difícil de soportar. Su reputación reclamaba que dedicara más tiempo a las altas esferas, los obispos, los gobernadores, los nobles…; sin embargo, esa horda de incultos adinerados seguía constituyendo su mayor fuente de ingresos y sacarle los cuartos a la alta alcurnia de la sociedad no era tan sencillo como hacerlo con aquellos simples majaderos.
Sí, tal vez se iba acercando el momento de reclamar a su familia.