CAPÍTULO CINCO

Salieron del palacio en dirección al barrio del Arenal, junto a las atarazanas del puerto, dando un rodeo para evitar el fragor de la batalla estudiantil cuyos últimos coletazos se estaban ventilando en esos momentos frente a las gradas de la catedral. Atravesaron la Puerta de la Aduana y se enredaron en un amasijo de callejuelas en las que abundaban posadas, mesones y tabernas. Alonso sintió un verdadero crujido en el estómago cuando pasaron por una de ellas al percibir el delicioso aroma de un guiso que se estaba cociendo en el interior. Considerando que había vomitado el desayuno de la mañana y buena parte de la cena del día anterior, y teniendo en cuenta la tensión que había vivido durante todo el día, podía agradecer haberse mantenido en pie hasta ese momento. Pero ahora su organismo acababa de decir basta y el primero en darse cuenta fue su nuevo amigo.

—Vamos a entrar en esta taberna —propuso Andrea con júbilo—, ¡el Postigo del Carbón! Me gusta el nombre, y además huele bien.

Nada más atravesar la puerta, un obeso tabernero que se encontraba atendiendo a un hombrecillo se volvió hacia ellos impidiéndoles el paso y posando su grasienta mano sobre el pecho de Andrea.

—¡Aquí no, amigos! —dijo bruscamente—, buscaos otra taberna que aquí no atendemos a estudiantes, a indigentes ni a muertos de hambre.

—¡Pues yo no estaría tan seguro! —contestó rápidamente Andrea sacando un reluciente ducado de oro y depositándolo en la mano que el mesonero retenía sobre su pecho.

—¡Aparta, holgazán! —gritó de inmediato dándose la vuelta y lanzando de un manotazo al individuo que estaba despachando en ese momento—. ¡Deja la mesa libre para estos honorables caballeros!

Los tres se sentaron sonriendo mientras el tabernero se alejaba en dirección a la cocina, tras haber rebañado la mesa con una hedionda bayetilla, que se echó al hombro mientras mordía la moneda de oro para comprobar su autenticidad. Un instante después, su oronda mujer se acercaba con una jarra de vino y tres pocillos, media hogaza de pan y una loncha de jamón serrano del grueso de un dedo con la que tapó el recipiente.

—Esto —explicó la oronda mesonera señalando el jamón— é pa tapar la jarrica, pa que no se cuelen las mosquillas en el vinillo, que é mu rico.

—Pues traiga usted más de estas tapas de buen jamón pa que no se cuelen moscas en nuestros estómagos —pidió Andrea imitando el acento de la mujer, quien sonrió de buen grado.

—Marchando má jamón pa los señoricos —ordenó, gritando hacia el interior de la cocina—. Tenemos un guiso calentito que quita el sentío —dijo la mujer—, es de berzas, garbanzos y conejo.

A Alonso se le iba derramar la saliva de la boca del hambre que tenía, Andrea lo observó y ordenó:

—¡Pues traiga también un buen perol de ese guiso, buena mujer, que hoy el sentío lo tenemos mu gastao y ya no nos importa que nos lo quite del ! —dijo Andrea al tiempo que partía el jamón en tres trozos y lo ofrecía a sus compañeros.

Alonso repartió generosas raciones de pan y Martín servía entre tanto el vino en los vasos de loza.

—¡Un momento, caballeros! —interrumpió Andrea cuando sus amigos estaban a punto de llevarse el pan y el jamón a la boca—. ¡Hagamos las cosas bien y en su debido orden! ¡Brindemos por nuestra Ilustre y Magnífica Universidad de Santa María!

—¡Por Santa María! —afinaron los tres al alimón. Engulleron sin chistar las primeras tapas de jamón y la media hogaza de pan. Ya más tranquilos dieron sosegada cuenta del guiso y de otro par de jarras de vino. Los taberneros no cesaban de provisionar la mesa con lo mejor de su casa, pero aún así era imposible que consumieran completamente el ducado de oro que el Pinelo les había entregado y que podía suponerles las ganancias de todo un mes. Andrea rechazó un nuevo plato de jamón, pues éste olía a pescado, ya que seguramente habían alimentado al cerdo con las huevas de la hembra de esturión, las cuales poblaban el río como si fueran una plaga. Era tan fácil pescarlas cuando, preñadas, remontaban la corriente para desovar y sobraban tantos ejemplares que sus huevas, de un sabor repugnante, se utilizaban para cebar a los marranos, los únicos que no las rechazaban, transmitiendo a la carne del puerco un regusto tan profundamente intenso a mar que sólo los pobres de solemnidad aceptaban comer.

Comenzaba a atardecer. Sobre la mesa, una nueva jarra de vino y medio queso manchego. Los colegiales sostenían una agradable conversación sobre todo lo humano y lo divino. Brindaron en innumerables ocasiones.

—El brindis fue la segunda gran aportación a la humanidad que nos legaron los romanos, después de Il Diritto —apuntó Andrea levantando el índice de la mano derecha para resaltar la importancia de lo que estaba diciendo.

—¿Los romanos, por qué? —interrogó Martín, que al igual que Alonso comenzaba a sentir un creciente afecto y admiración por el joven Pinelo.

—Apreciaban mucho el vino, pero para ellos no era perfecto pues no podían disfrutarlo con los cinco sentidos. Les faltaba uno, querido amigo, el del oído. Así que lo obtuvieron haciendo chocar las copas. Hasta entonces sólo podían disfrutar del líquido de su adorado dios Baco a través del olfato, la vista, el tacto, y por supuesto, del gusto.

—Pues yo creo que, en ese caso, esta aportación fue mucho más importante que la del propio Derecho —intervino Alonso—, porque vaya lío nos endiñaron con tanto censo, tanto digesto y enfiteusis, con las pandectas y con la puta que las parió.

In vini ventas… —celebró Andrea—, parece que en el vino encontramos nuevamente la verdad, pues a todas luces este buen caldo está aclarando y afilando la lengua de nuestro insigne doctor.

—Puede ser que sea el vino, amigo, o tal vez las cuatro horitas de quistion inquisitorial a la que me ha sometido esta mañana nuestro Ilustrísimo Tribunal examinador y la puta que lo parió —volvió a reiterar Alonso con cierto retintín, un poquito más ebrio cada vez.

—Pues yo lo que creo es que aquí nos falta algo —dijo Andrea levantándose y dirigiéndose con alguna torpeza hacia la puerta—, ya tenemos al dios Baco sobre la mesa, pero no nos vendría mal tener algo de Cupido, ¿no os parece? ¡Ahora mismo vengo, ilustres colegas! —prometió antes de desaparecer misteriosamente.

Martín y Alonso permanecieron en el interior de la taberna, riendo, brindando y abrazándose cada vez más fraternalmente mientras daban cuenta, poco a poco, del sabroso queso que les habían servido. Al rato apareció nuevamente Andrea, pero esta vez acompañado de tres lozanas muchachas que acababan de salir de trabajar en una manufactura de curtidos. Ninguna pasaría de los diecisiete o dieciocho años y Andrea las invitó a sentarse junto a ellos.

—¡Estas bellas señoritas vienen con hambre y sed, maestro tabernero! ¡Traiga usted viandas bien surtidas y sabrosas! ¡Y vino de la mejor calidad! —ordenó con teatral donaire.

El tabernero sonrió, la tarde estaba echada y el ducado no se movería de la buchaca. Cerraría una buena caja con aquellos comensales.

Ante la repentina presencia de las tres jóvenes, Alonso y Martín se quedaron mudos. No estaban en absoluto acostumbrados a la figura femenina en una universidad donde a las mujeres les estaba vedado el acceso. Era como si el alcohol que hacía un rato desataba sus lenguas, se les hubiera caído hasta los pies. Pero el desparpajo con el que se desenvolvía su compañero y las risas, las miradas de las tres jóvenes, el calor que desprendían y la proximidad de sus generosos escotes fueron poco a poco sacándolos de su turbación y devolviéndolos al estado de laxitud anterior. El tiempo no transcurría. Sólo existía el perfume que desprendían aquellos jóvenes cuerpos.

Alonso no fue consciente de cuándo tomó por primera vez, movido por un instinto incontrolable, la mano de Adela, la joven que se había sentado a su lado, pero sí de la mirada con la que ésta le respondió, entre sorprendida y vanidosa, con aquellos ojos color miel muy abiertos. No era una mano suave, pues los ácidos y los tintes que se usaban para curtir las pieles habían desgastado aquella preciosa y joven piel. Tampoco recordaba en qué momento abandonaron la taberna del Postigo del Carbón con dirección a la posada de la calle Tintores. Lo que sí sintió fueron las dulces caricias y los besos que se regalaron mientras subían las escaleras de aquella casa de alquiler, y la forma torpe y fogosa con la que ambos se desnudaron al caer sobre la cama. Pero lo que más intensamente recordaría durante el resto de su vida sería el calor y de aquella piel junto a la suya, los besos húmedos que ella le daba; cómo mordisqueó sus labios y el cuello para ir posteriormente descendiendo por el pecho, haciendo que el tacto de su lengua sobre el vientre se hiciera ardiente, hasta desembocar finalmente en la entrepierna y la forma en la que el fuego de aquella boca envolvió su miembro viril. Tampoco habría de olvidar nunca la manera con la que él se deleitó disfrutando del delicioso sexo de aquella chica, su sabor salado y el intenso aroma que desprendía, del que acabó absolutamente embriagado. Aquella desconocida llegó a convertirse en ese momento en el ser más íntimo que jamás había sentido.

Nunca en toda su vida había yacido con ninguna mujer. Por eso no se sorprendió demasiado cuando ella le negó una y otra vez el acceso a su vagina. «Si quieres entrar en mí tendrás que hacerlo por detrás», le explicó dulcemente, «mi virginidad sólo se la llevará el hombre que me despose». Sintió perfectamente cómo Adela tomó delicadamente su miembro con una mano, apuntándolo firmemente entre sus nalgas, mientras tapaba cuidadosamente la entrada de su vagina con la otra. Alonso estallaba de deseo y comenzó a embestir con ímpetu, torpe y repetidamente, con movimientos rítmicos de sus caderas. Adela gimió y se estremeció, hasta que Alonso consiguió entrar totalmente dentro de su cuerpo. Entonces ella comenzó a mover su mano muy lentamente, describiendo con los dedos pequeños círculos sobre la parte superior de su sexo y haciendo que Alonso acompasara poco a poco la penetración. Mientras, él besaba y mordía la boca abierta de Adela al tiempo que arremetía con su pelvis, cada vez más profunda y pausadamente. En unos instantes, ambos se adentraron en una exaltación tan frenética y brutal que Alonso creyó que iba a perder la conciencia. Cuando por fin se vació completamente dentro de la chica cayó rendido, sonriendo, abrazándola y permaneciendo en esa postura hasta que ambos se sumieron en un profundo y placentero sueño.