CAPÍTULO CUATRO

El vejamen o actus gallius era una costumbre universitaria de tan hondo calado que fuera quien fuese la personalidad que se graduara se veía sometido a él. Toda clase de burlas y sátiras eran concebibles durante ese acto por parte de profesores, compañeros y asistentes. La costumbre se originó desde la creación de la primera universidad castellana, la de Salamanca, siendo recogida en la ley número XVII de las Partidas de Alfonso X, y desde entonces no había hecho sino volverse cada vez más festiva. Por eso, el pueblo sencillo se congregaba, para poder reírse por última vez de aquellos timoratos estudiantes que, a partir del vejamen, ordenarían la vida social y económica de la ciudad y pasarían a formar parte de un elenco inalcanzable para el vulgo, después de haber pagado, eso sí, con cinco, seis o más años de sacrificados estudios.

El patio universitario se había llenado de individuos de todo pelaje. A los estudiantes y familiares se les habían unido holgazanes, limosneros, pelones y demás gente ordinaria amén de buhoneros ambulantes que vendían mercancía de lo más variopinta: pasteles de carne, bollos y panes aún calientes, bígaros y coquinas de Sanlúcar recién cocidos, jícaras de aguado vino que la gente bebía a caliche, bolsos, sombreros… Lo que debía ser un santuario de tranquilidad y estudio se veía convertido por unos instantes en una corrala de comedias.

Andrea se las apañó para atraer a un aguador del que consiguió una jarra de vino fresco al abusivo precio de dos reales de a ocho. Cuando se la ofreció a Alonso, éste le dio un sorbo tan largo que el Pinelo tuvo que ordenar inmediatamente otra jícara para poder probarlo él también.

Mientras, se iba formando un cortejo, donde los bedeles, que portaban tambores y trompas invocaban y anunciaban a la ciudad el nombre de sus nuevos e insignes juristas. El Rector obligó a los nuevos titulados a andar de manera ridícula, imitando gallinas con los dedos bajo los sobacos, cacareando al andar, con las piernas forzadamente abiertas. Les hizo saludar a la gente, abrazar gordas o retrasados, incluso besarlos. Toda humillación era admisible para los nuevos graduados. El pueblo reía viendo la degradación de sus futuros próceres pues nada había en Sevilla que pudiera hacer reír más que el ridículo y el bochorno ajenos.

Avanzado el medio día el cortejo llegó a la adoquinada plaza de la Contratación, que iba a confluir en las gradas de la catedral, en las que los comerciantes se afanaban por ultimar sus transacciones.

Pero el día de júbilo universitario no podía ser perfecto y junto al graderío de la catedral, amparados bajo jurisdicción eclesiástica al estar acogidos a terreno de santuario, se encontraba apostado un nutrido grupo de estudiantes de la otra universidad sevillana, la del Colegio Dominico de Santo Tomás, que curiosamente había recibido la categoría de universidad antes incluso que el de Santa María, a pesar de que éste llevara ya funcionando treinta años cuando los dominicos decidieron abrir la suya. Lo cierto era que cada curso la rivalidad entre ambas instituciones había ido en aumento. La orden religiosa de los dominicos no había escatimado en gastos a la hora de instaurar su centro docente y se decía que su biblioteca no tenía parangón en toda Sevilla. Cuando el cortejo festivo llegó a las inmediaciones de la catedral comenzaron a escucharse los primeros insultos.

—¿Pero qué festejan éstos del Santa María…? ¡Mi padre nunca hace una fiesta cuando le nacen dos nuevos borricos! —se burló uno de los estudiantes del Santo Tomás, mientras que otro se alzaba sobre una de las gradas apoyándose en los demás alumnos y comenzaba a disertar:

Escoria universitaria, colegial pepitoria, que los miserables nunca hacen virtud, descuernacabras de la sabiduría, teólogos del aire, mal rollo de esteras viejas, ¡oh, licenciados nefandos, huracán de las genealogías…!

Parecía que se iba a entablar una elegante disputa dialéctica entre alumnos de uno y otro bando, donde cada uno aplicaría la más fina ironía en descrédito del rival, pero otro estudiante dominico, más zafio que el anterior, irrumpió con voz estridente diciendo:

—¡Ser alumno del Santaella es como vivir pegado a la botella!

—¡Pues salir del Dominico te condena a vivir del pico! —contestó otro de los del cortejo que estaba más cercano a los de Santo Tomás.

—¡A mí un doctor del Santa María, bien que me la chuparía! —gritó uno del Dominico que estaba apostado en las gradas, provocando la sonora carcajada de los comerciantes y curiosos que se iban allí congregando.

La respuesta no fue verbal. El zumbido de una coliflor del tamaño de una cabeza que Luis de Velasco, el hijo del cantero, tomó de uno de los puestos de verduras y que voló con precisión hasta impactar de lleno en la cara del alumno dominico, puso fin al cruce de palabras. Las risotadas provenientes del cortejo, de los comerciantes y del pueblo de Sevilla restallaron en la plaza. El aullido de dolor del muchacho hizo el resto. Estudiantes de ambos bandos se liaron a puñadas, lo que provocó que, por una vez, en el grupo de la Universidad de Santa María surgiera una unión fraternal, todos a una contra los dominicos. Los comerciantes cerraban apresuradamente sus puestos y comenzaron a escucharse al fondo los silbatos de los alguaciles que se acercaban y solicitaban refuerzos. El Rector, oidores y catedráticos se habían ido retirando a una prudente distancia y se sonreían ante la escena que estaban presenciando. La rivalidad entre ambas escuelas se les antojaba inevitable y en muchos casos era hasta fomentada por las mismas instituciones, pues casi siempre intentaban sembrar el descrédito del otro centro universitario para encumbrarse ellos en lo más alto del escalafón. Alonso sintió cómo alguien le tiraba fuertemente de la capa y se volvió puño en alto dispuesto a descargarlo con todas sus fuerzas. Apenas pudo ver quién era cuando lo bajaba violentamente.

—¡Hoy no, doctor! —le dijo Andrea mirándolo sonriente—, nada puede estropear nuestro gran día. ¡Sígueme! —le ordenó.

Pudo contener la descarga en el último momento y abrazó a Andrea aliviado. Lo siguió tirando a su vez de la capa de Martín Valls, quien en ese momento se encontraba agazapado intentando despegar un adoquín del suelo para lanzarlo contra el grupo de alumnos dominicos.

—¡Vámonos! —le dijo—, hoy toca vivir, no pelear.

Al doblar la plaza para enfilar la calle de Borceguinería, Alonso tropezó con su tío, quien lo detuvo el tiempo justo de darle un somero abrazo e introducir algo en el bolsillo de su traje talar mientras le sonreía y le daba una palmadita en la nuca. Apenas sí cruzaron una palabra. Alonso se palpó la bolsa mientras corría calle arriba y sacó lo que su tío le había metido: ¡Un ducado de oro! ¡Nunca antes había dispuesto de tanto dinero! Doblaron a la izquierda y se adentraron en la calle Abades persiguiendo a un Andrea que corría como un gamo. Se detuvieron delante del portalón de una enorme casa con elementos mudéjares, renacentistas y platerescos. Era el palacio de los Pinelo. Andrea empujó el postigo y entraron en un suntuoso jardín. Muchas veces, Alonso y Martín habían pasado por delante de aquel majestuoso edificio, pero nunca habían imaginado que algún día llegarían a entrar en él. Lo que estaban viendo superaba todas las habladurías que circulaban en Sevilla acerca del exquisito gusto de aquella familia de origen genovés, afincada en esa tierra desde el tiempo de los Reyes Católicos. El jardín era un delicioso vergel con aguas de a pie y, al cerrar la puerta, se vieron transportados a otro mundo donde sólo reinaba el murmullo del agua y el canto de los pájaros.

—Vamos a ver qué dice mi padre cuando compruebe que he metido en su casa a dos manteístas —dijo Andrea socarronamente.

Martín y Alonso se miraron perplejos, lo que hizo aumentar la risa de su ahora compañero. Entraron en el palacio saludando a pajes y oficiales que se desplazaban por los pasillos del palacio a un ritmo frenético. Dejaron a la izquierda la impresionante escalera de mármol coronada con un exquisito artesonado mudéjar que subía hacia las dependencias superiores. Pasaron por una galería que tenía varios despachos y gabinetes y que Andrea indicó que eran los de sus hermanos y hombres de confianza de su padre. Al llegar al final del corredor toparon con una puerta de cuarterones también cerrada que se distinguía de las demás por su gran tamaño. Andrea golpeó con los nudillos, al tiempo que preguntaba en tono jocoso:

—¿Dispone Su Ilustrísima de tiempo para conceder audiencia a unos honestos hombres de leyes?

—¡Adelante, hijo mío! —se escuchó decir desde el interior a una voz afectuosa—. Habrá audiencia, pero los hombres de leyes podrán ser de todo menos honestos.

Andrea abrió la puerta e invitó a pasar a sus tímidos compañeros que se encontraban totalmente acomplejados ante el lujo y refinamiento que los rodeaba. Al final de la estancia, detrás de una amplia y señorial mesa de caoba, se encontraba un caballero de cabello plateado y abundante barba, elegantemente vestido con ropajes de terciopelo y seda de color verde botella. El padre de Andrea se levantó y abrazó muy cariñosamente a su hijo, congratulándose del título de licenciatura recién obtenido. Estrechó asimismo las manos de Alonso y Martín mientras les dirigía palabras corteses. Jerónimo Pinelo representaba la tercera generación en España de aquella insigne familia genovesa que ayudó y apoyó a los Reyes Católicos. Andrea presentó a Alonso como el primer alumno no becado que había conseguido ser doctor en Leyes en toda la historia de la universidad, por lo que su padre inmediatamente lo observó con un gesto de admiración, consciente de la enorme barrera que esa mañana había superado el muchacho que tenía delante. Los jóvenes comenzaron a narrarle al anciano el tremendo enfrentamiento que en esos momentos se estaba produciendo entre alumnos de las dos universidades sevillanas.

—Por suerte o por desgracia —dijo don Jerónimo atusándose la blanca barba y en un tono de profunda reflexión—, esta Sevilla nuestra ha vivido y vivirá siempre entre enfrentamientos antagónicos y radicales. Basta que un vecino sea blanco para que el otro quiera ser negro, que viva en un barrio para que odie al de otro. Para los sevillanos no hay escalas de grises, o hace frío o se hierve de calor. Ello la hace grande y triste al mismo tiempo. Pero lo que nadie sabe, ni sabrá nunca, es hasta dónde podríamos llegar si alguna vez se avanzara conjuntamente, todos a una en la misma dirección, como hacen genoveses o venecianos. ¡Si es que en verdad a esta tierra le sobra de todo menos armonía! Sólo espero que vosotros, aunque provengáis de orígenes muy diferentes, comprendáis que la verdadera unidad radica en el espíritu de cada uno. Valorad lo que la amistad significa y nunca la despreciéis. Lo importante es la grandeza de corazón y de vuestras caras se desprende que eso os sobra. Lo que hoy has conseguido, jovencito —prosiguió en tono paternal dirigiéndose directamente a Alonso—, es de un gran mérito para ti y para el avance de esta ciudad. Tú, y sólo tú, sabes el tremendo esfuerzo y sacrificio que ello te habrá supuesto. Valóralo con orgullo, pero sobre todo con humildad. Jamás olvidéis cultivar la humildad, que es la más acendrada de las virtudes, y así el futuro os deparará todo tipo de éxitos. ¡Pero no sé qué hacéis aquí perdiendo el tiempo con un anciano como yo, teniendo tantas cosas que celebrar! ¡Toma, Andrea! —dijo interrumpiendo su alocución y acercándose a la mesa. Introdujo la mano en un cofrecillo y depositó acto seguido en la de su hijo cuatro o cinco ducados de oro—. Disfrutad intensamente de este momento que estáis viviendo porque en el presente se encuentra vuestro único y gran regalo. No existe nada más —dijo besando a los tres en la mejilla y volviéndose hacia los libros de cuentas y legajos que tenía amontonados sobre la mesa.