El examen debía durar dos horas de ampolleta. Durante la primera, el aspirante expondría sus conocimientos y tesis sobre una cuestión jurídica previamente pactada con el Rector de la Universidad y, durante la segunda, los miembros del Tribunal interrogarían al alumno sobre esa o cualquier otra materia.
Cuando el último grano de arena del segundo reloj hubo caído en el fondo de la ampolla todavía no habían efectuado su turno de preguntas cuatro de los siete miembros del Tribunal. Alonso miró disimuladamente hacia aquel cristal que iba marcando el paso el tiempo y se sintió desfallecer. Terminó de contestar al último de los examinadores tras algo más de cuatro horas de examen. Se hizo un profundo silencio en toda la sala, que su vacío estómago aprovechó para romper emitiendo una sonora e impertinente protesta. Alonso se ruborizó y se llevó la mano rápidamente hacia el vientre en señal de disculpa, intentando ahogar aquel sonido como fuera. Se encontraba exhausto y hambriento. No aguantaría ni un minuto más.
Uno de los oidores de la Real Audiencia, aquél que se encontraba a la derecha del Rector, se acercó a éste y le cuchicheó algo. El Rector movió su cabeza en señal de afirmación y tras un reflexivo instante se dirigió a Alonso:
—Una última pregunta, señor Ortiz de Zárate —pronunció pausadamente—, parece que, como hiciera en su día su padre don Fernando, y tal y como hoy día realiza su tío, a pesar de no provenir éste de aulas universitarias; es su intención ejercer la abogacía en esta plaza de Sevilla, ¿es ello cierto?
—Así es —contestó apagadamente.
—¿Y conoce usted bien cuáles son los requisitos y prohibiciones que para el ejercicio de dicha ilustre profesión exigen nuestras leyes?
Alonso hizo un último acopio de fuerzas y contestó:
—La regulación viene recogida desde tiempos de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio y, más recientemente, en la Nueva Recopilación de Leyes de Su Majestad, Felipe el Prudente, del año de Nuestro Señor de 1567. En ellas se exige ser varón, buen cristiano y acreditar la limpieza de sangre; y para el ejercicio del oficio de abogado en Castilla: Ser cuando menos bachiller en Leyes, no ser desleal con el Tribunal falseando hechos o aportando escrituras o pruebas falsas, no sobornar testigos, no recibir estipendios de ambas partes del proceso, no asesorar al juzgador sobre la resolución del pleito, no actuar como juzgador cuando haya sido consejero de uno de los contendientes…
—¡Señor Ortiz de Zárate, es suficiente! —le interrumpió el Rector—. A este Tribunal le bastaba con sus dos primeras respuestas. Puede usted abandonar la sala.
Alonso solicitó la venia inclinando la cabeza en profunda reverencia y sin dar en ningún momento la espalda al Tribunal abandonó, agotado, el Paraninfo. Entonces se derrumbó sobre el banco en el que se encontraba sentado su tío, sin poder casi contestar al bombardeo de preguntas que le hacían sus compañeros, ahora sí, becarios y manteístas, todos al unísono. Se despidió de Andrea Pinelo con la mirada, haciendo un leve ademán de camaradería, el cual avanzaba lívido hacia el interior de la sala.
Cuando el grupo de curiosos compañeros se hubo disuelto, volviendo poco a poco cada uno a sus cuitas, Alonso descendió junto a su tío hasta el patio de la universidad. Allí se echó agua en la cara y en las manos y bebió abundantemente. Unos bedeles se encontraban instalando un improvisado estrado en un extremo de la platea, colocando una alfombra de fieltro rojo y unos pesados sillones. El resultado del examen se haría público de manera solemne. En la puerta del colegio había un reguero inusual de personas que entraban y salían. Se percibía una actividad casi frenética, lejana a la tranquilidad que reinaba intramuros de la vida cotidiana universitaria. El sol de medio día comenzaba a calentar. Después de haberlo dejado descansar unos minutos, don Diego interrogó a su pupilo.
—¿Cómo crees que ha ido todo, Alonso?
—No lo sé, tío, ciertamente ha sido muy largo. Tortuoso —afirmó—. Los oidores de la Audiencia han insistido en contratos, derechos de hidalguía, impugnaciones de testamentos y derechos sucesorios. Los demás han preguntado desde fueros y privilegios, hasta fianzas, prendas, pignoraciones, hipotecas… Ha sido un verdadero repaso al Derecho Civil. Apenas han formulado cuestiones de Derecho Canónico y además…
—¿Sí?
—Justo al final, el Rector, a instancias de uno de los oidores de la Real Audiencia, me ha preguntado si me iba a dedicar al ejercicio de la abogacía y me ha cuestionado sobre los requisitos y prohibiciones para el mismo. Cuando recitaba las prohibiciones me ha interrumpido, alegando que le era bastante con las referentes a la titulación mínima para ejercer el oficio de abogado y la prohibición de aportar pruebas falsas a los procesos.
Don Diego calló unos instantes. Desde que se hiciera cargo del gabinete de su hermano había estado ejerciendo sin el título ni tan siquiera de bachiller. Aquello era una práctica relativamente normal, pues desde tiempo inmemorial para ejercer como abogado no existía otra obligación que la de saber leer y escribir en latín y hacerse entender ante los tribunales. La necesidad de pasar por una universidad era una obligación casi tan reciente como la creación de éstas y, si bien el colegio que estaban pisando había sido creado hacia el 1520, lo cierto es que no gozó del rango universitario hasta la aprobación de su estatuto en el año 1565, esto era, hacía sólo treinta años. Pero también era verdad que, en los últimos años, don Diego había ganado muchos, demasiados pleitos y que en el mundo de la litis, cuando alguien gana… por fuerza alguien tiene que perder. Ello había comenzado a granjearle enemigos en el gremio y a suscitar no pocas envidias entre sus compañeros de foro, que se veían superados por un lego. Por último, y por qué no decirlo, algunos jueces y oidores de la Real Audiencia habían visto cómo un ex militar, sin formación jurídica alguna, se dedicaba con éxito al mundo de las leyes, desprestigiando en cierto modo a la profesión y, lo que era aun peor, ganando en ocasiones, y por un solo pleito, minutas que superaban los honorarios que ellos percibían en todo un año.
—Alonso —le dijo—, creo que esa última pregunta no iba dirigida a ti, sino que era un toque de advertencia hacia mí. Ya en alguna ocasión al terminar un juicio he sido apercibido de la necesidad de regularizar mi situación como letrado. Pero, querido mío, no me veo paseando por Sevilla vestido como un manteísta. Además, a partir de ahora espero que empieces tú a encargarte de firmar los pleitos y asistir a las audiencias. Yo te acompañaré, pero tú serás el nombre, la voz y la mente. Querido sobrino, no sabes cuánto deseaba que llegara este momento.
—Aún no conocemos los resultados del examen, tío, y tú me has enseñado tantas veces, como decía Esopo, que no puede venderse la piel del oso antes de cazarlo.
—Lo que está claro es que ya eres bachiller y licenciado en Leyes por lo que, con título de doctor o sin él, puedes dirigir y firmar pleitos de cualquier índole, personarte en juzgados, audiencias o tribunales. Mi querido Alonso, eres el orgullo de esta familia y daría la mitad de mi sangre para que tu difunto abuelo pudiera verte en estos momentos.
Alonso mudó unos instantes, deseando de verdad sentir la presencia, el espíritu de su ascendiente, quien, sin duda, lo contemplaría complacido.
Uno de los bedeles les solicitó que se apartaran para poder colocar unas banquetas en lo que iba a ser un improvisado auditorio, y ambos salieron de su ensimismamiento. Mientras caminaban hacia uno de los bancos de mármol, Alonso volvió a interrogar a su tío:
—¿Y por qué crees que el Rector me ha cuestionado por la obligación de los letrados de no aportar pruebas o documentos falsos a los litigios?
Don Diego se sumió en un reflexivo silencio. Sus ojos dudaron. Miró hacia su pupilo durante unos instantes, se disponía a iniciar una titubeante contestación cuando del piso superior provino un gran revuelo. Las puertas del Paraninfo se habían abierto de par en par y un pequeño cortejo encabezado por el Rector, al que acompañaban los oidores de la Real Audiencia, seguidos por el hacedor, el secretario y demás catedráticos y que cerraba Andrea Pinelo, bajaba ya por las escaleras perseguidos por un nutrido grupo de estudiantes y bedeles. Alonso y su tío se miraron consternados. ¡Media hora! ¡El examen de licenciatura del Pinelo no habría durado ni tan siquiera media hora, cuando el de Alonso se había prolongado durante más de cuatro…!
El séquito fue llegando al patio y, por orden protocolario, los miembros fueron tomando posesión de su puesto, que variaba en altura conforme a la importancia de su rango. Sonaron las campanas de los bedeles llamando a ceremonia de investidura. Los familiares y asistentes que se habían ido congregando a lo largo de la mañana en el recinto universitario fueron tomando asiento. Alonso lo hizo junto a Andrea Pinelo a la derecha del estrado. Los miembros del Tribunal plasmaron algo en un documento que fueron firmando todos y cada uno de los examinadores, tras lo cual el secretario aplicaba cuidadosamente el secante, estampando después el sello que llevaba en el anillo, también el Rector hizo lo propio. Alonso contemplaba todo aquello sin poder dejar de mover nerviosamente las piernas y mirando de continuo hacia su tío y hacia el resto del público asistente, entre el que no se encontraba su madre.
Cuando finalmente el secretario se dirigió hacia el atril desde el que debía anunciar el resultado de la deliberación, se hizo un profundo silencio. Carraspeó antes de iniciar con voz profunda la siguiente declaración:
—Ilustrísimos Señores Oidores de la Real Audiencia, Ilustrísimo Señor Rector Magnífico de esta Universidad, distinguidos Señores Catedráticos y demás miembros del claustro de profesores… Reunidos en la mañana del día hoy, que hace cuatro del mes de febrero del año de Nuestro Señor Jesucristo de 1595, el Tribunal de este Ilustre Colegio Universidad de Santa María de Jesús, tras haber examinado con profundidad y profusión los conocimientos de los aspirantes a graduación ha resuelto conforme a lo siguiente: En primer lugar, que don Andrea Pinelo de Gazzini, colegial de esta eminentísima institución, ha obtenido el título de licenciado en Leyes con la calificación de… honor.
Irrumpieron en vítores y aplausos los presentes, sobre todo del sector de colegiales becados, que eran mayoría. Lanzaron al aire sus birretas, sus capazos y todo cuanto encontraban a mano, apagando durante unos instantes la voz del secretario, quien hubo de interrumpir su alocución. Andrea tuvo que ponerse en pie para saludar y reverenciar con una enorme sonrisa al público asistente. Alonso se encontraba confuso, y bajo el sol del mediodía su cuerpo comenzó a sudar copiosamente, y por un momento, a pesar del estruendo que emitía el populacho, no oyó ni sintió nada, estaba totalmente ausente de aquel patio, apenas si podía respirar y durante unos instantes el tiempo se detuvo totalmente. La imagen de una sirena con cuerpo de niña negra lo abrazaba ahora arrastrándolo hacia lo más profundo del mar. Andrea lo sacó de aquella visión al dirigirse hacia él, tuvo que responderle casi intuitivamente con un saludo muy frío.
Cuando aún no se había apagado el eco de las últimas voces, el secretario retomó el discurso, imponiendo su voz grave y profunda:
—Asimismo… —gritó obligando a que cesaran los últimos comentarios—. Asimismo —recalcó—, los miembros de este alto Tribunal docente han decidido, en orden a los méritos expuestos, en cuanto al alumno externo de esta Universidad, don Alonso Ortiz de Zárate y Llerena, aspirante al título de doctor en Leyes, conferirle dicha graduación con la calificación de… —el secretario realizó una parsimoniosa pausa para mirar al auditorio—: Honor Cum Laudem. Lo que suscribimos en Sevilla, en la fecha ut supra indicada y con el visto bueno del Ilustrísimo Rector Magnífico.
Un verdadero clamor popular ahogó estas últimas palabras. Acababa de superarse una enorme barrera. La casta, la élite había cedido un pequeño peldaño ante el empuje de un humilde pero preparado miembro del pueblo. La algarabía no cesaba y Alonso, que se encontraba en una nube, sonreía mecánicamente, como si fuera una marioneta. Fue abrazado con absoluta sinceridad, casi apretujado por su compañero, el licenciado Pinelo, y ambos fueron recibiendo las felicitaciones y estrechando una a una las manos de los miembros del Tribunal.
Finalmente, el Rector lo obligó a arrodillarse y lo invistió con un birrete en señal de grandeza y le colocó un anillo en el dedo como símbolo perpetuo de unión y enlace. Luego lo situó delante de él para infundirle seguridad y le entregó un libro para que nunca olvidara su necesidad de estudiar y aprender. Por último, le dio un beso de acogida y fraternidad de las autoridades y resto de los doctores, haciendo todo ello al tiempo que recitaba:
Doctor patrinus novum doctorem sex insigniis decorabit. Birretum in capite insignum coronae el escelentiae, doctoralis dignitatis imponens. Anulum aureum in eisu manus ponat. Librum exhibeat ut intelligat quod studere, legere et profiteri debeat. Dabit ei osculum pacis ad indicandum mantuam dillectionem et fraternitatem et charitatem…
Tras pronunciar estas palabras se volvió solemnemente hacia el público congregado y levantando los brazos con firmeza clamó:
—Y ahora… ¡Ahora vamos a mostrarle a la ciudad de Sevilla a sus nuevos e insignes juristas! —gritó el Rector ¡Que empiece el vejamen!
—¡Sí! —clamó el pueblo de Sevilla. ¡Que empiece el vejamen!