CAPÍTULO DOS

Cuando franquearon la entrada de la universidad y accedieron al patio central porticado, los primeros rayos de sol se filtraban, tímidamente, a través de las columnas de piedra. Un estudiante se encontraba apoyado sobre una fuente de agua verdinosa. Lo reconocieron enseguida con su beca morada al pecho. Se trataba de Andrea Pinelo, descendiente de Jerónimo Pinelo, canónico genovés que se instaló en Sevilla desde tiempos de los Reyes Católicos, de los que era prestamista y banquero. Él fue, junto a su hermano Pedro y al Maese Rodrigo, uno de los próceres fundadores de aquella universidad. Andrea, que ya era bachiller en Leyes, había aprovechado la formación del Tribunal que iba a examinar a Alonso para optar al segundo escalafón de los tres que ofrecía el grado universitario, el título de licenciado en derecho. No era un alumno brillante, pero sí práctico. A diferencia de Alonso se benefició de una beca para cursar sus estudios y nadie dudaba, dada la alta cuna de la que descendía, que ese día obtendría su licenciatura en Leyes. A pesar de pertenecer a la casta privilegiada de la universidad, Andrea jamás había tratado despectivamente a Alonso, y aunque entre ellos la amistad fuera oficialmente inconcebible, existía cierto respeto mutuo. Cuando los vio llegar se dirigió hacia ellos.

—¡Buena la has liado, manteísta! —dijo el Pinelo en un tono más irónico que desdeñoso.

—¿Por qué motivo? —le inquirió Alonso a la defensiva.

—Dos oidores de la Real Chancillería y un hacedor se van a sumar hoy a los catedráticos del Tribunal que va a examinarnos, y todo porque quieren comprobar si es verdad que un manteísta puede ser tan listo como tú vas pregonando.

Alonso tragó saliva.

—Yo únicamente me he limitado a ejercitar uno de los derechos que me confiere el noble estatuto fundacional de esta insigne universidad, querido colega. El hecho de que nadie lo haya intentado antes sólo demuestra la triste forma de gobernar esta institución. A lo mejor debí haberme decantado por estudiar en el Colegio Dominico de Santo Tomás y no en este avispero —replicó con fingido desdén.

Andrea soltó una carcajada y le propinó una suave palmada en el hombro. Alonso se sorprendió un poco por la confianza con la que le trataba un colegial tan prestigioso como el Pinelo. Su tío contempló sonriente aquella camaradería y los tres se dirigieron a la escalera de mármol que conducía hasta el primer piso donde se encontraba el Paraninfo, lugar en el que, en atención a los ilustres personajes que iban a formar parte del Tribunal, tendría lugar el examen. Atravesaron varios pasillos, lúgubres y sombríos, pues los bedeles acababan de apagar las últimas lámparas de aceite.

Cuando llegaron a las inmediaciones del gran salón encontraron a varios alumnos sentados sobre los fríos bancos de mármol gris, que pretendían asistir como oyentes al examen. La mayoría de ellos eran becarios, pero también se encontraban dos manteístas: Martín Valls, hijo de un comerciante catalán que se había establecido en Sevilla, y Luis de Velasco, hijo de un maestro cantero que había apostado todos sus ahorros para que su hijo intentara ganarse la vida con un oficio menos sufrido que el suyo.

Durante los días de examen podía percibirse en la universidad una extraña sensación. Era un aroma acre que parecía emanar de los propios nervios de los estudiantes, el mismo que se respira cuando se comienza a fraguar una tormenta de verano. Aunque no se presentaran a la reválida, el resto de alumnos asistía con tensión a las pruebas de sus colegas, sabedores que, tarde o temprano, se someterían a idénticas cribas y que, si no las superaban, todos los años de sacrificio dedicados al estudio les resultarían, a la postre, inútiles. A Alonso se le erizó la piel al notar ese ambiente. Se dirigió a charlar con los manteístas y Andrea hizo lo propio con los colegiales. Su tío Diego se sentó tranquilamente en un banco, ajeno a aquella rivalidad.

Desde el interior del Paraninfo emanaba una creciente actividad en forma de murmullos, ruidos de sillas al desplazarse y pasos de los bedeles que ultimaban los detalles protocolarios. Alonso apretó contra sí los pliegos de su tesis y trató de escuchar las palabras de ánimo de sus compañeros y amigos, sobre todo de Martín Valls que le confesaba su admiración. Se enfrentaba a un examen a «todo o nada». A diferencia del resto de las pruebas universitarias en las que siempre había una segunda oportunidad, el examen de doctorado sólo admitía un intento. Y se superaba o se perdía para siempre. Sin saber porqué surgió en su mente la imagen de la niña negra, su cuerpo ya casi alcanzaba, inerte, el fondo del mar océano.

Pendiente, como estaba, de atender a los gestos de su amigo, Alonso no vio cómo un bedel entreabría la puerta del Paraninfo para que el secretario del Tribunal se asomara con ademán altivo, y en voz grave y profunda reclamara:

—¡Alonso Ortiz de Zárate y Llerena, pretendiente a título de doctor en Leyes por la Ilustrísima Universidad de Sevilla!

Un angustioso escalofrío recorrió todo su cuerpo dejándolo petrificado. Apenas alcanzó a levantar la mano en mitad del solemne silencio en el que habían incurrido todos los allí presentes. «¡Soy yo!», contestó con dificultad. Y el secretario, en idéntico tono, prosiguió:

—¡Andrea Pinelo de Gazzini, pretendiente a título de licenciado en Leyes por la Ilustrísima Universidad de Sevilla!

—¡Presente! —dijo su compañero con firmeza.

—Señor Pinelo, aguardará aquí hasta que haya concluido el examen de tesis doctoral. Demás alumnos, tutores y oyentes permanecerán fuera del Paraninfo. Este Ilustre Tribunal ha decidido que las pruebas de hoy se celebren a puerta cerrada. ¡Señor Ortiz de Zárate, ocupe su atril frente al estrado! —ordenó secamente.

Desde luego, si Alonso iba a ser el primer alumno manteísta que se erigiera doctor en Derecho, la universidad no se lo iba a poner fácil. Apenas tuvo tiempo de mirar hacia su tío, que le correspondió con un gesto de firmeza, apretando fuertemente los labios. Caminó pesadamente entre sus compañeros, que lo seguían con mirada compasiva, y cruzó la puerta de cuarterones en dirección al estrado, donde le esperaban el presidente del Tribunal y seis caballeros togados.