Sevilla (España), 4 de febrero del año 1595
Entreabrió el postigo de la ventana y escrutó el cielo. La noche sin luna abrigaba un infinito de estrellas radiantes. Lo cerró para que el frío de la madrugada no penetrara en la habitación y regresó a la silla del escritorio. Sobre éste se encontraba abierto un ejemplar del Digesto, una de las cuatro colecciones de Derecho Romano compiladas por Justiniano. Volcó la cabeza sobre el libro y comenzó a recitar en voz baja emitiendo apenas un siseo ininteligible que sólo su mente, al vuelo, era capaz de comprender. Los minutos, las horas se iban vaciando sobre aquella estancia al ritmo que marcaban unas nerviosas piernas que no dejaban de batirse bajo la mesa, espoleadas por el resorte invisible de sus tobillos. Tuvo que encender una nueva vela, lo que significaba que ya habrían transcurrido otras dos horas desde que se levantara de la cama, hastiado de dar vueltas sin poder dormir. ¿Qué diantre significaría aquel sueño? Una sirena de ojos muy abiertos se le acercaba con la mano extendida. Apenas la rozó cuando tuvo la sensación de que se hundiría con ella siguiendo aquel cuerpo de niña, de niña negra.
Miró de reojo hacia la vieja capa de estudiante tantas veces zurcida. Aquel paño raído lo contemplaba desde un rincón del dormitorio, desafiante. ¿Sería capaz de desprenderse de él de una vez por todas? En su día, cuando intentó ingresar en la Universidad de Santa María de Sevilla y acceder a una beca, ésta no le fue concedida, por lo que en lugar de lucir una lustrosa banda morada en el pecho, como hacían los becarios, Alonso se había visto obligado a vestir con aquella manta que lo marcaba como un estudiante de la más baja condición y estofa, un manteísta. Aquel trapo harapiento, similar al que usaban los eclesiásticos, había sido causa de mofa por parte de los compañeros de estudios un día sí y otro también. Y así durante los últimos cinco años de su vida.
Unos ruidos lo sacaron de su ensimismamiento. Entre el silencio envolvente de la madrugada escuchó unas ascuas reavivarse a golpe de fuelle, después oyó cómo sobre un perol se derramaba leche de cabra recién ordeñada. Su madre se encontraba preparando el desayuno. Comenzó a despuntar el alba, lo que significaba que la hora del examen se estaba acercando, inclemente. Paseaba nervioso por el dormitorio, justo en el momento en el que doña Beatriz abrió la puerta y accedió al interior portando una candela.
—Deberías estar durmiendo, no sé qué haces levantado tan temprano, el día de hoy va a ser muy largo y necesitas estar descansado —le reprendió.
—Acabo de levantarme —mintió él—, quería estar despierto y vestido para cuando llegara el tío Diego.
Doña Beatriz miró hacia el lecho frío y se acercó a su hijo, que había vuelto a sentarse en el escritorio dándole la espalda, lo besó en la cabeza, rodeándolo con sus brazos y Alonso pudo aspirar el suave aroma a agua de azahar con el que había lavado su cabello oscuro.
—Mi niño Alonso, hoy es tu gran día. Hoy serás doctor en Leyes. El primer doctor en Leyes que sale de la Universidad de Sevilla sin haber disfrutado del beneficio de una beca. Todos tus esfuerzos han merecido la pena y tanto sacrificio dará por fin sus frutos. ¡Si tu abuelo Rodrigo pudiera verte…! ¡Doctor en Leyes! —repitió—. Vas a honrar a toda tu familia. Viste con orgullo tu capa de estudiante por última vez —le dijo altiva antes de abandonar el dormitorio.
«¿Cómo era posible que estando tan cansado apenas hubiera podido conciliar el sueño?», se preguntó. Desde que anunciara que iba a someterse a los duros exámenes de doctorado, no habría dormido ni un par de horas diarias. La presión había conseguido extenuarlo. Ahora, en la soledad de su escritorio, con el incesante y nervioso batir de sus piernas, se preguntaba cómo había podido cometer semejante osadía. Qué idiota he sido, se acusó. ¿Euforia, exceso de confianza? Tal vez… ¿vanidad? El caso es que en la Universidad de Santa María de Jesús nunca antes un alumno no becado había tenido el atrevimiento de aspirar al más alto escalafón universitario. El anuncio de su decisión provocó un intenso rechazo y oposición por parte de los alumnos internos, que veían peligrar su consolidada posición de privilegio y, cómo no, del claustro de profesores, quienes lo consideraban un gesto de soberbia que estiraba aún más la brecha que separaba a ambos bandos universitarios.
Sin poder concentrarse en lo que estaba leyendo levantó con pesadez su cansado cuerpo y volvió a recorrer nerviosamente la habitación. Su mente no dejaba de rumiar. «Sólo soy un manteísta. ¡Sólo eso!», rechinó entre dientes. «¡Y los manteístas no son doctores!», se increpó de repente, sorprendiéndose por haber alzado la voz.
Desde que Su Majestad Imperial don Carlos fundara la Universidad de Sevilla, el acceso privilegiado que daba la beca a las cátedras y posteriormente a los mejores cargos y puestos de la Administración, había convertido a los colegiales internos, los becarios, en una selecta casta donde desembarcaban exclusivamente los hijos de aristócratas, hacendistas y eclesiásticos. Enfrente se encontraban los alumnos externos o, dicho de manera despectiva, los manteístas. Alonso pertenecía a este desprestigiado grupo y se veía obligado a compartir aula con el resto de alumnos en perfecta desarmonía, teniendo que sufrir la competencia desleal de sus «compañeros».
Aquella «vida universitaria», agua y aceite, era reflejo fiel de lo que vivía el propio corazón de la sociedad sevillana.
Detuvo su paseo sin sentido y comenzó a asearse en el aguamanil resoplando por el frío húmedo de la madrugada. Tomó de manera solemne su desgastada capa y la extendió ante sí, contemplándola como quien ha tomado la decisión de despedirse de un viejo compañero de viaje. Suspiró, la enrolló y se la colocó bajo el brazo saliendo del dormitorio y entrando en la cocina, justo en el momento en el que las campanas de la catedral anunciaban la hora prima. Unos firmes nudillos golpearon casi al unísono la puerta de entrada de la casa. Alonso esbozó un gesto de alivio.
—¡Ya está aquí! —le dijo a su madre mientras se dirigía al patio que daba acceso al zaguán de entrada.
Nada más salir se vio asaltado por el hocico húmedo de su perro, Abril, que lo saludaba excitado, mirándolo con las orejas erguidas y agitando nerviosamente la cola. Alonso acarició la cabeza de su podenco y le palmeó el pecho, mientras se apresuraba a abrir el portalón para dar entrada a su tío Diego, un ex militar que tras ser herido gravemente de un arcabuzazo en la pierna durante el asedio a la ciudad de Amberes, regresó a su Sevilla natal y que, sin tener estudios de leyes, se había visto obligado a llevar todo el peso del gabinete jurídico que su hermano Fernando, el padre de Alonso, dejó al partir con destino al Nuevo Mundo.
Tío y sobrino, tutor y pupilo se detuvieron en un breve pero sentido saludo.
—Por fin ha llegado tu gran día. ¿Cómo te encuentras? —quiso saber don Diego abrazando al muchacho.
—Algo cansado —respondió éste. «Extenuado más bien», pensó para sí.
Se dirigieron a través del patio hacia el interior del hogar. Don Diego saludó a su cuñada mientras depositaba sobre la mesa una hogaza de pan recién horneado en la tahona de San Buenaventura, después se acercó a los fogones para calentar sus manos enguantadas.
—Querida Beatriz, este mozalbete ha elegido el día más gélido de todo el invierno para ser doctor en Leyes, parece que quiere que el frío del Guadalquivir hiele un poco más la sangre de los catedráticos para que se lo pongan aún más difícil. Pero no van a poder con él, ¿verdad que no, sobrino?
Alonso apretó los dientes en un ademán de tensión. La imagen de la niña negra hundiéndose en el mar surgió de repente.
«Haré todo lo que pueda», fue lo único que alcanzó a decir.
Se sentaron a la mesa y dieron cuenta de un suculento desayuno a base de pan con aceite, cebollas confitadas, huevos, leche de cabra y queso fresco con miel. Cuando hubieron concluido, tío y sobrino tomaron toga y manteo, respectivamente, y se despidieron de su madre.
Clareaba la mañana cuando enfilaron la calle de San Gregorio que daba acceso a la placeta de la Puerta de Jerez. Alonso pudo entonces entrever los blancos muros de la fachada de la Universidad de Santa María de Jesús, donde en unas horas tendría que enfrentarse, nuevamente, contra sí mismo. A medida que sus pasos lo iban acercando a la puerta del colegio, fue sintiendo que un nudo se cerraba sobre la boca del estómago. Se detuvo un instante para tomar aire. De repente, en su cabeza se acumularon y confundieron las leyes visigóticas de Recesvinto, los privilegios de Sisebuto, el Código de Justiniano y las Leyes de Toro, y en su estómago se revolvieron la leche de cabra, el pan con aceite y las cebollas confitadas del desayuno. Su tío se dio cuenta de inmediato de que algo no iba bien y le interrogó.
—Te estás poniendo pálido, Alonso, ¿quieres que te traiga un poco de agua de la fuente?
Alonso no pudo contestar, pero movió la cabeza en sentido afirmativo y de apremio. Apenas su tío había avanzado unos pasos buscó un lugar apartado y vomitó todo lo que llevaba en las entrañas, no sólo el desayuno, sino también la cena del día anterior, no digerida a causa de los nervios y la responsabilidad que le atenazaban desde hacía varios días y que decidió estallar en aquel preciso instante. Su tío se acercó con un recipiente de agua fresca de la fuente de la Puerta de Jerez, y Alonso la sorbió con debilidad, notando cómo ésta se esparcía mansamente por las paredes de su estómago vacío. También regó las manos, el rostro y la nuca, y el líquido le reconfortó con un profundo efecto balsámico.
—¡No puedo más, tío Diego! —rompió a decir Alonso en un tono desesperado—. No sé qué me pasa, pero es como si todos estos años de estudio y sacrificio se pudieran ir al traste en un solo día. Nunca debí… —inició, pero enseguida rectificó sin atreverse a mirar a la cara de su tutor—. Ayer creí que dominaba las materias, mas esta noche no he podido conciliar el sueño; me han surgido muchas dudas, no ubico correctamente los procesos, confundo las acciones con las obligaciones y no tengo nada claro en mi cabeza. Además, tuve una extraña visión, algo demasiado nítido, demasiado real para ser sólo un sueño…
Don Diego tomó a su sobrino por el hombro e inició con él una pausada marcha en dirección opuesta al colegio. Después de unos segundos de silencio, le dijo:
—Alonso, todas las pruebas de la vida, todos los problemas a los que nos enfrentamos tienen un momento de miedo, de incertidumbre. Recuerda que un abismo no se salva con pequeños pasos, sino con un gran salto, y ése es el que tú estás a punto de dar. Es normal que vaciles antes de tomar impulso, que dudes y que flaquees. Pero un valiente no es aquél que no siente miedo, sino el que teniendo miedo es capaz de enfrentarse a él y superarlo. Estás confuso, y eso siempre ocurre antes de un duelo, y tu examen lo es. Es una batalla contra ti mismo. La incertidumbre es la peor situación en la que podrás encontrarte a lo largo de tu vida y, ahora mismo, tu cabeza se enfrenta a las miles de materias que componen el Derecho, pues sobre cualquiera de ellas pueden interrogarte. Todas revolotean en tu mente como un enemigo informe. Pero pierde cuidado, pues en el momento en el que el Tribunal te formule la primera pregunta y concrete la materia que tendrás que defender, ese enemigo cobrará forma y, entonces, sé que estarás listo para vencerlo, pues tienes la preparación y la humildad necesarias. No vas a desaprovechar esta oportunidad. Estoy seguro de ello.
Esta última frase la formuló don Diego con pausa y determinación, recalcando cada palabra. Detuvo lentamente el paso y obligó suavemente con la mano a que su pupilo lo mirara. Buscó en él la profundidad de sus ojos y comprobó que en ellos se iba asentando la serenidad. Le sonrió. Alonso suspiró y sólo acertó a decir:
—¿Entramos en el colegio, tío? Estoy comenzando a sentir frío.