Senegal, a unos 15 kilómetros al este de las playas de Dakar

Apenas clareaba el alba, y aun así, la temperatura dentro de la choza era ya sofocante. Ne Sung se desveló azorado, empapado en sudor. Decidió en ese momento que pasaría aquel caluroso día bañándose junto a sus hijos en la orilla del gran lago salado. Se despidió de Nhora, su mujer, besando el abultado vientre en gestación que ella, adormilada, protegía entre los brazos y despertó suavemente a los dos pequeños que apuraban el sueño sobre sus camastros. Kura, la mayor, contaba ya con siete estaciones y despabiló enseguida al notar cómo le acariciaban el pelo, sonrió y se puso inmediatamente en pie. El pequeño Gibhú, por su parte, se limitó a emitir un leve gruñido de protesta cuando aquellos musculosos brazos lo tomaron, y luego continuó durmiendo apoyando la cabeza sobre los hombros protectores de su padre.

Ne Sung salió del poblado y se adentró en la jungla con Kura asida de la mano y el pequeño aún dormido. Llevaba a la espalda su espléndida lanza de caza, además de un pellejo lleno de agua fresca y algunas tortas de mijo para comer durante el día. A pesar de sus casi dos metros de altura, Ne Sung caminaba sobre el sendero en el más absoluto silencio, sorteando con agilidad las ramas caídas y las raíces de los árboles. La pequeña lo seguía con idéntica destreza, dando pequeños saltos sobre las puntas de los pies, pues desde muy niños los ancianos de la tribu les habían enseñado a desplazarse con cautela para no llamar la atención de posibles depredadores y, al andar, lo hacían dirigiendo precavidas miradas hacia las copas de los árboles.

El sol alcanzaba ya su cenit en lo más alto del firmamento azul cuando comenzaron a percibir la salada humedad de la brisa marina. Avanzaban a buen ritmo, excitados por la proximidad de un mar que en breve calmaría el intenso calor que soportaban. Era, sin duda, un día magnífico para que sus hijos disfrutaran, Gibhú correteaba a su alrededor y Ne Sung se sentía radiante. Hoy enseñaría a la pequeña Kura a nadar. Se detuvo brevemente para que los niños recuperaran el aliento. Hacía mucho calor y acercó a sus bocas el odre de agua para que calmaran la sed. Le pareció escuchar unos extraños sonidos en la lejanía, como un crujido de árboles o de madera seca, pero no hacía viento.

La vegetación era cada vez menos espesa y caminaban ya sobre fina arena. Sus hijos se encontraban exultantes, saltando, gritando y pidiéndole que se diera más prisa, pero él, sin saber por qué, les pidió que guardaran silencio. Sentía en su cuerpo la misma extraña sensación que afloraba cuando un depredador se encontraba presto a lanzar el ataque y, aunque no percibió la presencia de ningún animal, su cuerpo se tensó instintivamente.

Cuando por fin atravesaron la última capa de maleza y accedieron a la ancha playa, Ne Sung no pudo entender lo que sus ojos alcanzaron a ver. Los frotó con incredulidad y volvió a fijar la vista mientras se agazapaba guareciéndose entre algunas ramas. En medio del gran lago salado flotaba una enorme casa de madera que se balanceaba suavemente y de la que surgían tres grandes troncos, a modo de palmeras desnudas, que apuntaban hacia el cielo. También había otra casa, pero ésta era más pequeña y no tenía techo. Se encontraba varada junto a la orilla. Vio esas extrañas construcciones, pero no distinguió a nadie. Aun así sintió miedo.

Tomó la lanza con su mano derecha y, agazapado, corrió de cuclillas junto a sus pequeños en dirección a la seguridad de la espesura. Cuando llevaba recorridos unos doscientos pasos le pareció escuchar ruidos extraños, como un murmullo. Y entonces el miedo se le hinchó. Un miedo intuitivo, casi animal. La piel de la nuca se le erizó. Tomó a sus hijos y los subió a las ramas de un fuerte árbol. Los miró fijamente abriendo mucho los ojos y situó un dedo verticalmente sobre los labios. Debían permanecer en absoluto silencio. La pequeña Kura abrazó a su hermano y se acurrucó sobre él. Ne Sung asió la lanza con fuerza. Cualquiera que fuera el que pretendiera hacer daño a los pequeños probaría la afilada punta de su arma. ¡Les reventaría el cráneo con sus propias manos si hiciera falta! De repente, se hizo el más absoluto de los silencios, y su instinto le dijo que algo iba a ocurrir de manera inminente. Corrió unos cuantos metros con la lanza preparada para alejarse de sus hijos, aun cuando no entendía muy bien a qué clase de peligro tenía que enfrentarse. Había vencido a todo tipo de animales feroces, incluso a guerreros de otras tribus, y su cuerpo marcado de cicatrices era una prueba evidente de valor. Pero Ne Sung estaba confuso pues el enemigo que le acechaba no era ningún enemigo conocido.

Súbitamente, de la cercana maleza surgió algo. No le dio tiempo a distinguir lo que era hasta que lo tuvo encima. Le habían lanzado una espesa red, parecida a la que su tribu usaba en ocasiones para pescar, pero mucho más ancha y recia. De los extremos pendían pesadas piedras que le hicieron perder momentáneamente el equilibrio, trastabilló sin llegar a caerse. Estaba a punto de despojarse de aquella maldita malla cuando recibió un tremendo golpe en la espalda que le hizo dar de bruces contra el suelo. No pudo ver con qué le golpearon en la cabeza, pero su vista se nubló y su cuerpo quedó inmediatamente laxo y sin fuerzas. Sólo pudo girarse para ponerse boca arriba, y así descubrió cómo unos extraños individuos, cuyos cuerpos estaban cubiertos de ropajes hasta el cuello, lo apaleaban. Pero lo más extraño de ellos no era su indumentaria, sino lo que ésta dejaba ver. ¡Sus pieles eran blancas…! «¡Gran Espíritu!», invocó, «¡dame valor!».

Trató en vano de incorporarse entre la nube de porrazos que estaba recibiendo, aunque de inmediato el instinto de supervivencia le llevó a quedarse inmóvil. Era necesario que cesaran los golpes sin que perdiera totalmente el conocimiento. Ya tendría tiempo más tarde, cuando se recuperara físicamente, de quebrar las cabezas y tronchar los huesos de aquellos monstruosos seres. Uno de ellos le clavó algo punzante obligándolo a incorporarse. Lo rodearon con varias lanzas y unas fuertes manos lo asieron por las muñecas. En apenas unos segundos le colocaron unos extraños grilletes que prendieron sus manos a la altura de la nuca. Era como una gran tenaza de madera con tres orificios, en el central insertaron su cuello y en los dos de los extremos, más pequeños, ambas muñecas. Ne Sung quedó indefenso, sentado e inmovilizado de cintura para arriba. Un nuevo aguijonazo de lanza le obligó a levantarse, le ataron el cuello a una fina soga y tiraron de él con fuerza, gritándole agrias palabras que no alcanzaba a comprender. Cada vez que daban un nuevo tirón de aquella cuerda, ésta se cerraba aún más alrededor de su garganta, asfixiándole.

Miró de reojo hacia el árbol donde había dejado a sus hijos para descubrir allí agazapado al pequeño Gibhú, que lo miraba con unos ojos espantados. Intentó tranquilizarlo con la mirada, pero otro tirón de la soga casi le hizo caer al suelo. «¿Dónde estaría la pequeña Kura? ¿Por qué no se encontraba junto a su hermano? Deberían permanecer unidos hasta que pudiera deshacerse de esas bestias blancas y regresar junto a ellos». De repente escuchó con horror una voz que provenía desde atrás:

—¡Es mi padre! ¡Es mi padre, hombre blanco! ¡Suéltelo, por favor! —sollozaba su niñita.

—¡Kura, regresa al árbol, vete con tu hermano! ¡Kura, vete al árbol! —le ordenó de inmediato.

—¡Hombre blanco, es mi padre! ¡Hombre blanco! «¡Toubab!», oía decir el individuo de la lanza a la pequeña negrita que lo estaba agarrando del ropaje. «¡Toubab!».

—¡Tú no sirves! —le dijo con sorna—. No vales para trabajar ni para follar, y engordarte le costaría al patrón demasiados escudos… No, no eres rentable. ¡Tú te quedas! Regresa a tu casa y cébate un poco que ya vendremos a por ti dentro de unos años —ordenó mientras propinaba una patada a Kura que la hizo revolcarse sobre la arena de la playa.

Ne Sung apenas pudo ni volverse, pues otro tirón de la soga le obligó a recuperar el paso y no perder el equilibrio.

Llegaron a la barcaza que se encontraba varada sobre la playa. Los esclavistas lo lanzaron al interior, boca abajo y sin ningún miramiento. Sintió un fuerte golpe en la cabeza y la sangre brotó de su ceja resbalando por el rostro, viscosa y caliente. A duras penas, apoyando el extremo del grillete sobre el fondo de la embarcación, logró darse la vuelta. En cuanto pudiera iba a dar a esos cobardes su merecido.

—¡Es mi padre, suéltenlo, por favor, tenemos que volver a casa con mamá y con mi hermanito! —volvió a escuchar horrorizado. Mientras, la barca comenzó a moverse empujada por los cuatro o cinco hombres que lo habían apaleado. Se subieron con sus perneras húmedas y tomaron unos largos remos con los que comenzaron a gobernar la embarcación y a dirigirla hacia la enorme casa de madera que flotaba. Sólo entonces pudo ver con claridad y horror los rostros de dos de aquellas bestias con apariencia humana. Tenían largo pelo que salía de sus blancas caras y sus expresiones eran crueles. Le sonrieron enseñando unos dientes podridos y espantosos.

—¡Menudo ejemplar! Por este negrazo el capitán se va a llevar sus buenos escudos. Tú, mono —le dijo uno de ellos, señalando hacia la figura de Kura que se adentraba en el agua—, dile a esa pequeña zorra que regrese a su guarida o los peces no nos van a dejar ni los huesos para cuando regresemos por ella —ordenó entre risas, volviendo a lucir su asquerosa dentadura.

Ne Sung no entendió nada de lo que le decía, pero se levantó horrorizado. Su hija seguía a la barcaza, metiéndose en el agua y gritando entre sollozos: «¡Es mi padre, es mi padre! ¡Suéltenlo! ¡Mi mamá va a tener un niño!».

Escuchó aquellas últimas palabras con una angustia impotente y atroz. Con todas las fuerzas de sus poderosos brazos tiró de sus manos varias veces hacia abajo, luego hacia arriba. Otra vez hacia abajo. ¡Nada! ¡Era imposible! La dura madera seca le aplastaba las muñecas y el cuello se le estiraba hasta el límite del dolor cortándole la respiración. Escuchó a sus espaldas unas risotadas y notó cómo le tiraban del cuello nuevamente, pero no llegó a caerse, y siguió manteniendo el equilibrio como pudo entre el vaivén que provocaban las olas. «¡Ahora o nunca…!», pensó concentrando toda la fuerza de su ser en el brazo derecho, mientras que con el izquierdo intentaba que el grillete permaneciera lo más quieto y estable posible. Tensó la musculatura del brazo dejando la mano completamente muerta. «¡Hacia abajo!», se dijo, «¡con todas tus fuerzas! ¡Ahora!». Notó un profundo e intenso dolor. Había conseguido liberar la mano derecha del grillete pero mientras ésta salía del orificio sintió como se le dislocaba la muñeca y los huesos se tronchaban, la piel que la cubría se despellejó totalmente. Los cuatro hombres que se encontraban a los remos lo miraron estupefactos durante un segundo. «¡Hijo de la gran puta!», exclamaron, al tiempo que se abalanzaban sobre él. Dos de ellos lo tiraron sobre el costado de la barca inmovilizándolo, mientras los otros le retorcían el brazo liberado contra la espalda, con tanta violencia y crueldad que Ne Sung pudo sentir perfectamente cómo sus ligamentos se rompían y se despegaban de los huesos. Los músculos cedieron y su hombro y su codo se rompieron para siempre.

Pero Ne Sung apenas sintió el intenso dolor que le estaban infligiendo, apenas notaba el líquido tibio que brotaba de sus tejidos, el sonido de los músculos al resquebrajarse, ni los nuevos y repetitivos golpes de porra que le propinaban por todo el cuerpo buscando las rodillas, las caderas… Apenas sentía ni oía nada porque, desde el borde de la barcaza, su cabeza ladeada contra la madera sólo tenía ojos para dirigirlos hacia la pequeña Kura, que se hundía lenta e inexorablemente en el agua cristalina del gran lago salado, con su pequeña mano implorante dirigida hacia la embarcación y los ojos aún muy abiertos, aferrándose a los suyos por última vez.

* * *

«¡Es una pesadilla, sólo eso! ¡Una maldita pesadilla!», se repetía el manteísta Alonso, quien no podía conciliar el sueño aquella noche. Y cuando lo había conseguido, sólo por unos instantes, su mente lo aprovechó para figurar aquel extraño episodio de esclavistas. Fue tan fugaz como nítido. Pero ¿por qué le ocurría? ¿Por qué precisamente aquella noche? En unas horas habría de enfrentarse a un Tribunal en el examen más crucial e importante de toda su vida. Veía caras hurañas y acosadoras. Veía su propio derrumbe y el de una niña que perdía su canto para siempre, bajo el mar de todas las orillas. «¿Me ahogaré así?», presintió con temor. Pero lo peor no es no salir a flote en la batalla, lo único verdaderamente terrible es no atreverse a luchar. Alonso extendió su mano para acariciar a la sirena y ésta quiso asirse a él. Sí, ya casi la tenía, Alonso estuvo a punto de tirar de su sueño hacia él. Pero en ese justo instante Kura comenzó a volar.