Nubes oscuras enturbiaron el cielo y formaron un círculo sobre las cabezas de las doce bestias que se hallaban en el suelo. El aire quieto se transformó en una brisa cálida perfumada con dulces especias y sudor salado. Y en el trasfondo se percibía el hedor húmedo a sangre y orines de la muerte en el campo de batalla.
Oí el sonido de unos pies a la carrera. La voz de Kygo penetró en mi dolor.
—Eona, ¿estás herida?
Se puso en cuclillas junto a mí. De una larga herida en su hombro manaban hilillos de sangre que corrían por su brazo y su pecho. Dela y Tozay se hallaban de pie, detrás de él, ambos ensangrentados. Dela llevaba el pequeño fardo en que había convertido la camisa y el libro.
—Mi dragona se ha ido, Kygo —dije con voz rasposa—. Mi dragona se ha ido.
—No, Eona. Está aquí, frente a nosotros —replicó él—. La puedo ver en el círculo.
Estreché los puños contra el pecho y me balanceé, profundamente afligida.
—Se ha ido de mí. —Mi voz se transformó en un sollozo—. He perdido el vínculo con ella. He perdido el poder.
Él me cogió del brazo y yo me apoyé en su pecho. La calidez de su cuerpo alivió un poco mi frío dolor.
—¡Tozay!
El grito de Dela me hizo levantar la cabeza. Vi al general balanceándose a sus pies, su rostro curtido palideció hasta adquirir un tono amarillento. Dela dejó caer el libro envuelto en su camisa y sujetó a Tozay antes de que se desplomara. El peso del fornido hombre tensaba los brazos y el pecho desnudo de la contraria. Tozay lucía una fea herida en la sien, que no dejaba de sangrar, y su brazo derecho colgaba, inerte; roto, por lo que parecía. Pero yo ya no podía curarlo. Nunca más podría curar a nadie.
—No tiene buen aspecto. —Kygo se levantó para ayudar.
—Ha recibido un golpe muy fuerte en la cabeza —dijo Dela mientras ayudaban entre los dos a Tozay a sentarse en el suelo. Tenía la mirada, siempre tan aguda, perdida en el infinito, y sus respiraciones eran breves y entrecortadas—. Se pondrá bien, sólo está mareado. —Dela dejó reposar entre sus rodillas la cabeza del general.
Kygo se puso de nuevo en cuclillas junto a mí.
—¿Conseguiste la perla, Eona?
Abrí mi mano temblorosa. La superficie opaca de la gema brillaba y tintineaba como si estuviera repleta de diminutos pececillos. La cogió entre el índice y el pulgar. El sentimiento de pérdida que reflejaba su rostro era como un eco de mi propio espíritu. Él también estaba a punto de renunciar a algo: al sagrado símbolo de su soberanía.
—¿Cómo se renovarán los dragones con la perla? —preguntó.
Ido se agitó.
—¿Renovar los dragones?
Se sentó lentamente sobre los talones y me miró ladeando la cabeza.
—Me estoy perdiendo algo en toda esta historia, ¿verdad, Eona? ¿Qué hay de nuestros planes?
Kygo se puso en guardia ante el tono del Ojo de Dragón.
—Nunca tuvimos un plan, Ido —dije, devolviéndole la mirada—. Los antiguos no pactaron con los dragones, sino que les robaron la Perla Imperial. Es su huevo. Tenemos que devolvérselo. Debemos dejar que renueven su poder.
Ido me miró de soslayo, con los ojos entrecerrados.
—Ya sé que se la robamos. Siempre lo he sabido.
Me quedé mirándolo boquiabierta.
—¿Qué quieres decir? —La indignación me hizo ponerme en pie—. Ido y Kygo se levantaron también, uno a cada lado de mí, mostrando su silencioso antagonismo.
—He leído el libro negro —dijo Ido—. Sé qué es la perla y lo que hace. —Se cruzó de brazos—. El robo no cambia las cosas.
—Lo cambia todo —repliqué—. ¿Cómo podías saber todo eso y aun así no importarte el anhelo de tu dragón? ¡Su esperanza!
—Del mismo modo, sin duda, que tantos Ojos de Dragón antes que yo. Nadie quiere ceder voluntariamente su poder cuando puede traspasarle el problema al siguiente Ojo de Dragón.
—Eso ya terminó, Ido. Somos los dos últimos. Tenemos que devolver la perla.
Negó con la cabeza.
—No lo entiendes. Si se renuevan, perderás tu poder para siempre.
—Lo sé. —Por un momento, sentí una amarga satisfacción. El no era el único que conocía los secretos de los dragones—. Pero aun así debemos devolver la perla.
Su mirada se endureció.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso has leído tú también el libro?
—No. —Me humedecí los labios—. Me refugié en mi dragón para escapar de la tortura de Sethon. —Noté que Kygo me rozaba el brazo con los dedos; un breve signo de consuelo—. Vi recuerdos de una antepasada.
Dela se removió; sin duda había adivinado a qué antepasada me refería.
Algo titiló en medio de la intensidad y la cautela con que Ido me miraba; un instante de empatía, o tal vez sólo el recuerdo de su propio dolor. Esbozó una leve sonrisa.
—Creí haberte oído jurar que nunca le harías eso a tu dragona. Sigues dibujando los límites de tu moralidad a tu conveniencia, y los cruzas constantemente. —Me sostuvo la mirada y bajó el tono de voz hasta convertirlo en una caricia—. Tú y yo somos iguales, Eona. Cruzamos los límites que otros no se atreven a traspasar. Cruza este último conmigo.
Quería el poder del dragón. Lo quería todo, y lo quería compartir conmigo.
—No destruiré a los dragones.
Se golpeó el pecho con el índice.
—¿Quieres sentirte así el resto de tu vida? ¿Sentirte como si te hubieran arrancado todo lo que te importaba? ¿Quieres no ser nada ni nadie, como antes? Porque eso es lo que sucederá.
—Eona no volverá a ser nada ni nadie —dijo Kygo—. Es mi naiso. Ido resopló.
—¿Por qué debería ser tu naiso cuando podría ser un dios conmigo? La elección sigue siendo la misma, Eona. Tomas todo el poder o te quedas sin ninguno. —Levantó la mano. Dirigió su sonrisa hacia lo más hondo de mi interior—. Tú y yo lo podemos tomar todo, Eona. Juntos. Sería como el ciclón, cien veces más grande. Para siempre.
Kygo me asió el hombro.
—Si crees que Eona destruirá a los dragones y se apoderará de mi país, Ido, entonces es que no la conoces en absoluto. Ambos moriríamos cien veces antes que dejarte tener todo lo que deseas.
Miré la mano extendida de Ido. El recuerdo de la cabina, en medio del mar, de nuestros cuerpos enroscados y del ascenso de la gloriosa energía, me inmovilizaba. Todo aquel poder entre él y yo.
Kygo me echó una rápida mirada.
—¿Eona?
Tomé aliento profundamente y forcé un camino entre la oleada de emociones. Con tanto poder, no habría nada más. Lo arrasaría todo a su paso. Cada hora y cada minuto contendrían el germen de la desconfianza, a la espera sólo del momento en que floreciese la traición.
—Yo no soy como tú, Ido —dije—. No destruiré a los dragones.
Ido convirtió la mano en un puño.
—¿Prefieres quedarte con él, sin ningún poder, cuando podrías tener todo el del mundo junto a mí?
Alcé la barbilla.
—Ésa no es la elección, Ido. Elijo los dragones y la tierra. No mi propia ambición, ni la tuya.
Kygo sonrió, a mi lado.
A nuestro alrededor, el agudo zumbido de las perlas cambió de tono. Reverberaba en mis oídos.
Ido giró sobre sus talones para mirar a las bestias.
—¿Qué es eso? —preguntó Kygo.
—Los dragones se preparan para soltar sus perlas —dijo Ido.
Recordé lo que me había contado en la playa. Una vez las bestias se hubieran separado de las perlas, nunca más las podrían reclamar, y nada podría detener el Collar de Perlas. Aquel era el momento: los dragones debían renovarse o todo se destruiría.
Ido me miró de frente, con los ojos entornados y furia en su mirada.
—Tu lealtad equivocada nos ha dejado sin poder. Todo cuanto nos queda por hacer ahora es evitar la aniquilación. —Sus ojos se fijaron en el pequeño fardo que Dela llevaba arrimado al pecho—. Dame el libro.
Dela se alejó de la mano extendida de Ido.
—No obedezco tus órdenes.
Él aspiró con un sonido sibilante.
—Escúchame, Eona. El Ojo de Dragón Espejo es el único que puede dirigir el poder del Collar de Perlas hacia los dragones. Si no es así, devastará la tierra, incluidos nosotros.
—¿Yo tengo que dirigirlo? —pregunté con la voz quebrada—. ¿Cómo?
—Con el libro y el Righi.
Lo miré fijamente. En mi memoria se agolpaban las imágenes del calor abrasador y el poder terrible de las antiguas palabras.
—Pero es un canto de muerte.
—¿No es eso lo que usó Dillon para matar a todos los soldados? —preguntó Dela con gran inquietud.
—No sólo destruye —dijo Ido—, también crea. Mantiene la hua de los dragones en el libro negro para que podamos usar su poder.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Kygo.
—He pasado años estudiando el collar de Perlas. El Righi inflamará la Perla Imperial para comenzar la renovación, y liberará la hua de los dragones que está contenida en el libro.
—¿La hua de los dragones está en el libro? —exclamó Kygo, como un eco.
Escruté el rostro de Ido, intentando leer más allá de la furia que convertía sus rasgos en la máscara de un animal acorralado. No me creía aquel nuevo giro de los acontecimientos. Él no era de los que se rendían fácilmente. Pero, ¿qué podía hacer yo? Los recuerdos de Kinra también me habían dicho que nadie podría detener el Collar de Perlas una vez los dragones hubieran soltado las gemas dentro de su círculo de poder… pero, en cambio, no me había dicho que tuviera que invocar el Righi para liberar a los dragones.
Así firmemente la mano de Ido. Se estremeció al sentir la fuerza de mi agarrón.
—¿Es eso cierto? ¿Es el Righi el único modo de hacerlos renacer?
—¿Crees que deseo morir solamente porque no puedo tenerte? —dijo con desdén.
Solté su mano al instante.
—No eres la mujer que creí que eras —añadió—. No tienes el temple que hace falta para ser una verdadera reina.
—Tú, en cambio, eres exactamente el hombre que creí que eras —le espeté.
Tenía la esperanza de que no pudiera percibir la amargura en mi corazón; una parte de mí le había creído cuando dijo que yo le había hecho cambiar. ¿Cómo había podido ser tan ingenua? Era el mismo Ido, cruel y egoísta, de siempre. Yo era la que había cambiado, arrastrada a su mundo de poder y codicia.
Kygo le dio un empujón en el hombro.
—¡Contéstale! ¿Es el Righi el único modo de hacerlo?
Ido dio un paso atrás y tensó los músculos en actitud defensiva.
—Sí.
Estaba diciendo la verdad, y eso hizo que me cayera encima el peso de un terror aplastante. Yo apenas había podido controlar el Righi contra Dillon… y ahora tenía que lidiar con la fuerza de la renovación y el poder de todos los dragones que el Righi podía usar. Que los dioses nos protejan, pensé. Y si no podían hacerlo, que protegieran al menos a Kygo.
Le agarré del brazo y tiré con fuerza.
—Tienes que salir de la plataforma. —Eché una rápida mirada a Dela para incluirla en mi súplica—. Tú también, Dela. Ayuda a Tozay. Salid de la plataforma. Ya visteis lo que pasó con Dillon.
—No iré a ninguna parte —dijo Kygo. Se agachó para recoger la espada que yo había dejado caer. La espada de Kinra.
—Yo tampoco, Eona —dijo Dela.
—No. Tenéis que iros los dos. No sé si os podré proteger.
Kygo negó con la cabeza.
—No te dejaré sola con el Señor Ido.
El Ojo de Dragón miró alrededor, contemplando a los dragones y pasándose los dedos entre los cabellos.
Kygo miró a Dela.
—Coge a Tozay y llévatelo a la grada más baja. Os quiero a los dos sanos y salvos. Es una orden.
Dela vaciló.
—¡Vete ya!
Dela se inclinó en una reverencia.
—Sí, Majestad.
Antes de hacerlo, me pasó el fardo. La ristra de perlas se agitaba debajo de la ropa y me provocaba un temblor en las manos.
—Eona, ve con cuidado —dijo la contraria—. Ya he perdido a… —Ladeó la cabeza y contuvo un sollozo—. Ve con cuidado.
Entre Kygo y ella levantaron a Tozay. Seguía mareado, pero podía andar. Dela le ayudó a acercarse al borde de la plataforma. Mientras lo agarraba con fuerza para bajar el primer escalón, miró hacia atrás y se arrimó el puño al pecho. El saludo de un guerrero. Yo no me sentía como un guerrero. Estaba aterrorizada. Recordaba a Ryko en el pasadizo del palacio, diciéndome que yo tenía el coraje de un guerrero. ¡Había depositado tanta fe en mi, entonces! Y había muerto por aquella fe.
Levanté el puño hasta mi pecho. Por Ryko y por Dela. Ella hizo un gesto de confirmación con la cabeza, y empezó a bajar con Tozay.
—¿Qué tengo que hacer? —pregunté a Ido.
—Sube al estrado —dijo, señalando con la cabeza en dirección a la tarima—. Es el punto más elevado. En cuanto el Righi haya encendido la Perla Imperial, la Dragona Espejo vendrá a buscarla.
Miré a la dragona roja. Sus enormes ojos estaban posados en mí. Kinra susurraba su súplica en mi mente: tienes que enmendar las cosas. Seguí a Ido por la plataforma hasta el estrado. Llevaba el fardo en los brazos, alejado de mi pecho. Kygo caminaba junto a mí.
—¿Tienes la Perla Imperial? —le pregunté.
Abrió la palma de su mano. La gema estaba poblada por un enjambre de fulgores y destellos plateados.
—Está caliente —dijo.
Toqué la superficie curva y suave. Casi quemaba.
Nos quedamos un momento parados, juntos, con la Perla Imperial entre nuestras manos.
—Para mí, eres una reina —dijo Kygo, con dulzura. Luego me dio un beso en la frente.
—Muy conmovedor —dijo Ido, arrastrando las palabras—. Eona, sube al estrado.
Le lancé una agria mirada y subí a la tarima. Kygo se situó cerca de mí, apuntando a Ido con la espada.
Los combatientes que aún quedaban de ambos ejércitos observaban la escena desde prudente distancia, más allá de los dragones que, dispuestos en círculo, meneaban sus cuerpos. Las nubes oscuras se habían tragado toda la luz del día y ahora proyectaban una penumbra prematura sobre la planicie. El aire seguía trayendo el penetrante perfume de los dragones que nos rodeaban, y el calor que desprendían sus cuerpos se unía al del viento que me agitaba la cabellera.
Inspiré profundamente y desenvolví el libro negro. Los restos de la camisa hecha jirones cayeron al suelo. Las perlas blancas se irguieron de repente, como si estuvieran husmeando el aire, y luego se posaron en mi mano y ascendieron por mi brazo, arrastrando el libro tras ellas. Con una rapidez endiablada, se enroscaron, repiqueteando, y el libro quedó fijado a mi brazo. Las ácidas palabras del manuscrito se elevaban en mi mente, abrasando mis senderos de energía, y susurraban su poder tan antiguo. Ido estaba agachado al pie del estrado, rodeándose el cuerpo con los brazos. Sin duda, él también recordaba el dolor del Righi.
—Está dentro de mi cabeza —dije. Sentía en la boca el sabor de la sangre y la ceniza.
—Cántalo.
Las palabras estaban ahí. Su amargo anhelo contenía la hua entrelazada de los doce dragones y los últimos ecos, fríos, de Kinra. El cántico se aceleró en mi lengua y alcanzó a las bestias del círculo. Aspiró la vibrante energía de sus perlas y tejió una canción abrasadora que mi boca cantaba con voz sibilante, acompañada del fuego de la vida y la muerte.
Los dragones respondieron a mi canto con su propio coro de voces estridentes. A través del terrible sonido, el Dragón Rata aulló con premura, y la perla azul iridiscente debajo de su barbilla emitió un fogonazo añil. Su llamada silenció a las demás bestias. Todas torcieron el cuello para mirar cómo él agachaba su enorme cabeza triangular y depositaba suavemente en el suelo, entre sus garras de ópalo, la gema, tan grande como un barril. La separación del dragón y su perla hizo estremecer mi libro y volvió tembloroso mi canto; un dolor hecho de pérdida y esperanza me provocó un escozor en los ojos, y asomaron las lágrimas. Tras un suave grito, el Dragón Rata acarició la esfera con el hocico encendido y alejó de sus garras la fuente de su poder y su sabiduría.
Eché una mirada a Ido. Se hundió, derrotado, al ver cómo su dragón renunciaba a la perla tras doce años de vínculo.
Junto al Dragón Rata, el purpúreo Dragón Buey echó hacia atrás la cabeza y aulló su propia canción de pena y esperanza. Las suaves escamas de color lavanda brillaban con violentas llamaradas debajo de su barbilla y alrededor de su perla. Agachó la cabeza y depositó suavemente la gema en el suelo. Luego la alejó con el cuidadoso toque de una garra de amatista, hasta que chocó levemente con la perla azul del Dragón Rata. Tan pronto como hubo alcanzado su posición, el Dragón Tigre levantó la cabeza y cantó su propia pérdida. Uno tras otro, los dragones macho fueron llamando a sus espíritus atrapados en el libro y fueron depositando sus perlas en el suelo.
Sentí cómo cada grito de anhelo y añoranza resonaba a través del libro hasta las once enormes perlas de dragón que, avivadas por destellos de llamas de colores, reposaban en el suelo pisoteado alrededor de la plataforma, una junto a otra, formando un círculo.
Sólo faltaba una perla.
La última llamada procedió de la Dragona Espejo. Alzó su majestuosa cabeza. Las relucientes escamas escarlatas de su cuello y de su pecho reflejaban la llama dorada de su perla. Su vibrante llamada se elevó como un latido entre mi canto. Estiró su gigantesco hocico cubierto de escamas por encima de la plataforma. Los llameantes ollares de su nariz caballuna exhalaron un viento perfumado con poder de canela. Bajo la curva de su cabeza coronada por sendos cuernos, su mirada oscura y tan antigua me mantuvo dentro del ciclo eterno de la vida y la muerte… y de la larga espera de los dragones anhelantes de libertad.
Tienes que enmendar las cosas.
—Dadle a Eona la Perla Imperial —ordenó Ido a Kygo—. ¡Ahora!
Kygo estiró el brazo hacia arriba y la gema, cálida y suave, rodó hasta la palma de mi mano. El canto en mi cabeza y en mi lengua introdujo el fuego en lo más hondo del huevo de los dragones. Su energía plateada se tornó en incandescencia.
—Eona, debes dar la perla a la Dragona Espejo —dijo Ido.
Pero yo ya conocía la antigua ruta hacia la renovación: cantaba en mi sangre y en mis huesos.
Primero, avivar la llama de la vida en el huevo luminoso, luego introducir con fuerza el poder en los destellos dorados de la perla de la dragona roja. Una vez hecho todo aquello, yo podría liberar la hua de los dragones, que se hallaba cautiva dentro del libro negro, y devolverla a las bestias para que pudiesen morir y renacer.
Pero las ácidas palabras susurraban otro camino: uno que contenía todo el poder del mundo. Toma para ti misma los espíritus de los doce dragones, decía con un siseo. Toma el poder que espera la renovación, y deja que el viejo se marchite y muera. Tómalo todo.
Eran las palabras de Ido. Las palabras del libro negro.
La Dragona Espejo levantó la enorme barbilla y me ofreció su dorada sabiduría como ya había hecho una vez, en la arena. Las palabras del Righi penetraron, ardientes, en la Perla Imperial y encendieron la hua plateada, que se convirtió en una bola de fuego blanco que me picaba en las manos con agudas punzadas de poder. Allí comenzaba todo. Y allí terminaba.
—Adiós —susurré a mi dragona.
Estiré los brazos hacia arriba e introduje con fuerza las llamas blancas en la forma dorada que se alojaba en su cuello. Las dos superficies emitieron sendos fogonazos y se fundieron, y la fuerza que se desprendió me hizo apartar las manos bruscamente. La Dragona Espejo bajó la cabeza, con un leve suspiro perfumado de canela, y la gran perla cayó, radiante, al suelo. La acarició con el hocico para dirigirla al lugar que le correspondía. El círculo de perlas quedó completado, y entonces una llama que parecía hecha de oro saltó de una perla de dragón a la siguiente, encendiendo cada una de las esferas, que brillaron y emitieron un calor dorado.
El Collar de Perlas.
Sentí que el canto cambiaba en mi interior. El sonido sibilante de las órdenes se transformó en una cadenciosa llamada. El Righi estaba abriendo el camino para liberar a los doce espíritus cautivos.
Kygo se volvió para mirarme, con una sonrisa maravillada.
Percibí un movimiento borroso con el rabillo del ojo, pero no tuve tiempo de gritar. Kygo se revolvió, agitando la espada, pero Ido ya había alcanzado su objetivo: había saltado con toda su fuerza sobre el Emperador y le había clavado el cuchillo largo en la espalda. La boca de Ido se torció en una mueca por el esfuerzo que hacía para retorcer la hoja del arma, y Kygo jadeó de dolor. La canción quedó ahogada en mi garganta. Kygo se tambaleó y cayó de costado, pesadamente, en el estrado, con la espada de Kinra aún en la mano. Las perlas blancas se alzaron y se estremecieron alrededor de mi brazo. La Dragona Espejo aulló, y su voz se impuso al rugido de los dragones macho.
—¡No! ¡Kygo! —Caí de rodillas junto a él.
Intentó atraer aire a los pulmones, pero el jadeo de agonía se convirtió en un burbujeo de sangre. Le toqué la mejilla. Ya estaba fría. ¿O era mi propio horror, que me había dejado helada? Acerqué la mano a la empuñadura del cuchillo incrustado en su espalda.
—Yo de ti no lo haría —dijo Ido—. He apuntado exactamente al mismo lugar en que se me clavó la flecha. Le quedan pocos minutos.
—¿Qué estás haciendo? —grité.
Ido subió al estrado y observó cómo Kygo se retorcía en busca de aire.
—Duele, ¿verdad? —dijo.
Kygo estrechó débilmente los dedos alrededor de la empuñadura de su espada e intentó levantarla, pero le cayó de la mano y salió rebotando por el estrado, a los pies de Ido. El Ojo de Dragón la alejó de una patada y luego me miró.
—Ahora te voy a dar a elegir de verdad, Eona —dijo—. Si tomas todo el poder conmigo, lo podrás curar. Le ahorrarás el dolor y salvarás su vida, pero si insistes en liberar a los dragones, verás cómo se ahoga con su propia sangre.
—¡Eres un cerdo! —Me abalancé sobre él, curvando las manos como garras, pero di de rodillas con el borde del estrado. Ido saltó hacia atrás, fuera de mi alcance.
—Sólo te estoy facilitando las cosas para que tomes lo que de verdad deseas —dijo.
Kygo me agarró de la manga.
—No lo hagas. —La sangre le salpicaba los labios—. No se lo des.
—Cuanto honor, justo como, su padre —dio Ido con sarcasmo—. Yo diría que entre los dragones y la cantidad de sangre que ha perdido, no te queda mucho tiempo para tomar una decisión.
Tenía razón. La piel de Kygo había adquirido, en torno a su nariz y su boca, un matiz azulado, y el Righi volvía a elevarse en mi interior, sobreponiéndose a mi aturdimiento, para llamar a la hua cautiva de los dragones. No podía moverme. Estaba paralizada ante una elección imposible. Kygo o los dragones. Mi corazón o mi deber. Todos los motivos que tenía para salvar a los dragones desfilaron por mi mente: Kinra, la expiación, nuestra tierra y su gente, el futuro. Y sólo había una para salvar a Kygo, una que me asaltaba una y otra vez.
Lo amaba.
—Toma lo que deseas, Eona —dijo Ido—. Lo has estado haciendo todo el tiempo. ¿Por qué detenerte ahora?
Sus labios esbozaban una tenue sonrisa. ¡Estaba tan convencido de que aceptaría! Le había dado la espalda y él había atacado como una serpiente.
—Lo tendrás todo, Eona. Incluso a él. —Ido tocó con su pie el pie de Kygo—. No está tan mal eso de que controle tu voluntad, muchacho. —La sonrisa de Ido se volvió taimada—. Ya estoy deseando compartir el poder de coerción contigo, Eona, y creo que tú disfrutarás compartiendo mis conocimientos. Es lo que has estado deseando todo el tiempo.
—Yo sólo quería ser un Ojo de Dragón.
—¡Querías poder! —dijo él—. De este modo lo conseguirás, y salvarás a Kygo.
La Dragona Espejo aulló. Barría el aire de un lado a otro con su gigantesca cabeza, por encima de la perla llameante. Arriba, las nubes parpadeaban a la luz de las llamas y reflejaban el intenso calor.
—Está bien —dije, cerrando los puños—. Está bien.
¡No, Eona! —Kygo levantó la cabeza, y el esfuerzo hizo aparecer un hilillo de sangre en la comisura de sus labios. Me tocó la mano con los dedos, fríos, atrayéndome hacia él hasta que mi frente se apoyó en la suya. Sentí su trabajosa respiración en mi mejilla, el olor a metal de la sangre en cada uno de sus leves y cálidos jadeos—. Haz lo correcto —susurró, pero sus palabras le dejaban sin aliento.
Acaricié su fría piel con mis labios.
—No sé qué es lo correcto.
—Sí lo sabes, naiso.
Cayó hacia atrás, resollando.
Me levanté temblorosa. Él quería que yo liberase a los dragones. Sin embargo, si lo hacía lo perdería tanto a él como a la Dragona Espejo. Lo perdería todo. Si tomaba todo el poder, junto con Ido, destruiría a los dragones y despojaría a Kygo de su trono y de su voluntad. Él me odiaría. Me quedaría sólo con el poder. Entonces, yo sería Ido. Me invadió una oleada de rabia. No había forma de ganar aquella batalla.
—Debes hacerlo ahora, Eona —dijo Ido.
Durante un momento, a caballo de la desesperación, deseé que el poder de los dragones estallara por toda la tierra, destruyéndolo todo a su paso para alejar de mí aquella terrible elección. Pero tenía que elegir y no podía dejar morir a Kygo.
Bajé del estrado. Con cada una de las ásperas respiraciones de mi amado, con cada uno de los chasquidos de su lengua ensangrentada, me acercaba más al Ojo de Dragón. Ido cogió la espada de Kinra y rasgó con el filo la palma de su mano, inhalando con placer, al sentir cómo se hundía en su carne.
—Tu turno.
Me cogió la mano libre y la puso con la palma hacia arriba. Ya tenía un corte allí, el que me había hecho con el reborde dorado de la Perla Imperial. Mis ojos se posaron en la empuñadura de adularia y jade del arma mientras Ido rasgaba la piel con el filo, sobre la misma herida. Un tenue eco de la rabia de Kinra me provocó un estremecimiento. ¿Seguía su hua también en el libro? Mis dedos se curvaron alrededor del nuevo corte, sangriento y doloroso.
Ido tiró la espada, que se alejó rodando sobre los tablones.
—Sangre de Ojo de Dragón para romper una antigua atadura de Ojo de Dragón —dijo—. Cuando el Righi libere a los dragones, debemos sujetar el libro y tomar su poder.
Me agarró la mano e hizo presión con ella sobre las perlas blancas que sujetaban el libro a mi brazo, y luego arrimó su propia palma, pegajosa a causa de la sangre, a mis nudillos. Sentí que la ristra de perlas se enderezaba y vibraba.
—Muy bien. Ahora tomaremos lo que es nuestro. Éste es nuestro destino, Eona. —El triunfo en su mirada hacía que sus ojos brillasen con un tono tan dorado como el anillo y las llamas que nos rodeaban—. Llama a los dragones para que salgan del libro.
—Éste no es nuestro destino —dije, escupiendo las palabras—. Sólo es ambición forjada a través de la traición y la muerte. No disfraces tus atrocidades con el atuendo de los dioses.
Ladeó la cabeza. El ángulo que formó resaltaba la crueldad que se había instalado en su mandíbula y las profundas arrugas que la brutalidad había marcado entre su nariz y su boca. ¿Cómo había llegado yo a pensar que era hermoso? Su corazón estaba hueco y putrefacto.
—Llámalo como quieras —dijo—, pero ahora estás aquí, en el centro mismo del Collar de Perlas, y estamos a punto de conseguir todo el poder del mundo. A mí me parece que eso es un destino. —Cerró su mano alrededor de la mía, tan fuerte que me dolían los huesos—. Llama a los dragones.
Kinra, ayúdame, supliqué. Si aún estás en el libro, ayúdame.
Inspiré profundamente y dejé que el Righi se elevara una vez más. Las palabras bullían en mi mente, una llamada furiosa que recorría velozmente mis senderos. Ido, a mi lado, se estremeció al sentir cómo la fuerza abrasadora atravesaba nuestros cuerpos hacia la hua del dragón, cautiva dentro del libro. Era un torrente de fuego que cruzaba cada vena y cada músculo, con una efervescencia que me nublaba la vista y me secaba la boca hasta provocar en mí un grito silencioso. El dolor agónico hizo que me apoyase en el cuerpo de Ido para no caer. Sentí cómo las ataduras alrededor de la hua de los dragones prendían y se quemaban, y así se abría aquella prisión hecha con la sangre y la codicia de los humanos.
Y también sentí otro espíritu: el eco fresco, tenue, de una antigua guerrera. Mi antepasada. Kinra.
¡Son libres! ¡Soy libre! Su voz llena de regocijo se elevó sobre el libro.
Libre. Una sola palabra. Y entonces toda mi aflicción cristalizó en una terrible certeza. No podía tomar el poder de la renovación. No podía destruir la esperanza del renacimiento para la tierra y para el dragón. Aquella era la última oportunidad para enmendar un terrible error. Detuve el canto en mi garganta. El tiempo quedó suspendido en un momento silencioso, etéreo y sin aliento. El momento de la verdad. Tenía que liberar la hua de los dragones. Tenía que devolvérsela, y eso mataría a Kygo.
El canto rebrotó nuevamente en mi interior. Mi grito de angustia se elevó hasta alcanzar el clamor de la liberación.
Ayúdame, Kinra, supliqué. Ayúdame a enmendar las cosas.
La ristra de perlas blancas tiró de mi brazo. La presencia de Kinra penetró en mí como un torrente de frescor, y la hua liberada de los dragones la siguió como un tornado hecho de fuego y poder. Cada uno de mis nervios se estiró hasta el punto mismo de rotura, mi mente pareció desenredarse en una vorágine de energía pura, y el ácido canto que arrastraba la hua de las bestias a través del conducto que era mi cuerpo, me destrozaba la garganta. Golpeó a Ido y a mí con toda su fuerza, y ambos nos tambaleamos.
—Eona, coge el poder —chilló.
—¡No!
Clavó su cabeza en la mía.
—¿Qué estás haciendo?
La sibilante canción del caos se desbordaba a través de mí. Abría la boca en una mueca que mostraba todos mis dientes, y en mi mente vi la sonrisa de la calavera de Dillon. El Righi era vida y muerte al mismo tiempo. Y eso era también yo.
Ido me rodeó el cuello con las manos, intentando sacar las palabras de mi garganta, pero la hua seguía acudiendo. Las ataduras de doce espíritus se congregaban dentro de nosotros con la fuerza de un ciclón. Ido tiró de mi mano y me dobló los dedos para separarlos de las perlas. Me rompió un hueso, pero no sentí ningún dolor. Todo quedaba sometido al torbellino de poder resplandeciente.
Contra el telón de fondo de las llamas doradas y los dragones que se agitaban, vi unos hombres esforzándose por subir a la plataforma, arrastrándose para escapar del creciente infierno que se había desatado entre las perlas. Reconocí las siluetas de Dela y Tozay, agachados entre soldados y combatientes de la resistencia, que miraban alrededor con los ojos desorbitados. Todos juntos, encogidos, para protegerse del intenso calor y las descomunales bestias que se retorcían entre grandes aullidos.
Ido introdujo los dedos debajo de las perlas blancas.
—¡No perderé mi poder! —Me salpicó de saliva, fresca sobre mi piel abrasada—. ¡Yo soy el Dragón Rata!
Intenté resistir el empuje de su cuerpo.
—Y yo soy la Dragona Espejo; soy quien devuelve el poder.
El aullido de la Dragona Espejo se convirtió en un grito de alegría.
Ido me pegó un puñetazo en la mandíbula. El sonido de los huesos entrechocando resonó en mi cabeza. Aunque el fuerte impacto me hizo retroceder, no sentí ningún dolor. Ambos nos tambaleamos, unidos por la mano de Ido que asía las perlas. Con el rabillo del ojo, vi que Kygo se arrastraba por el estrado, cada uno de sus pequeños movimientos acompañado de un temblor en su rostro lleno de determinación.
Ido tiró del libro.
—¡Dámelo!
El extremo de la ristra se retorció sobre sí mismo y se le escapó bruscamente de las manos. Volvió a meter los dedos por debajo de las perlas dispuestas en espiral y tiró con toda su fuerza. Esta vez, su desesperado esfuerzo logró soltar el libro de mi antebrazo hasta que llegó a la altura de mi muñeca. Entonces, con un gruñido de satisfacción, lo liberó, y el poder se desenredó de mi cuerpo y empezó a verterse en el suyo.
La súbita pérdida me hizo retroceder y caí al suelo. Las perlas giraron en círculo, vertiginosamente, y se enroscaron alrededor de las manos de Ido.
Me miró desde arriba. Sus ojos eran pozos negros de gan hua.
—Ya no te necesito. Puedo poseer yo sólo este poder.
Me alejé, arrastrándome por el suelo. Su silueta se recortaba contra las llamas. Tenía la piel empapada de energía y su cuerpo proyectaba una luz plateada, resplandeciente. El poder de los siglos. El poder de los doce dragones. Ido se creía capaz de gobernarlo él solo.
Inspiré profundamente para encontrar mi camino hacia el mundo de la energía. El aire caliente me abrasaba las cavidades del pecho. La plataforma se combó y, con un temblor, se transformó en el plano celestial. Me estremecí bajo el asalto de una luz cegadora y del torbellino de todos los colores del espectro, que saltaban de las llamas doradas alrededor de las perlas de los dragones. El cuerpo de energía de Ido estaba colmado de hua plateada y negra. Sus siete puntos de poder, desde el sacro hasta la coronilla, giraban a una velocidad que los hacía parecer esferas sólidas de brillantes colores: rojo, naranja, amarillo… y luego, el raquítico punto verde del corazón. En realidad, nunca había cambiado.
Una punta de oscuridad entre aquella furia resplandeciente atrajo mi mirada hacia la esfera purpúrea de su coronilla: el centro del entendimiento. El agujero negro seguía allí, como una herida profunda en medio del giro vigoroso de color púrpura. Y estaba creciendo. La energía plateada en su cuerpo vibraba y se hinchaba cada vez más. Con cada latido de poder palpitante que penetraba en él, el agujero se hacía más y más grande. De repente, se abrió en dos mitades y un rayo de luz blanca y caliente hecho de hua de dragón saltó en una explosión desde el centro giratorio.
—¡Ido, no puedes poseerla! —chillé—. ¡Devuélvela! ¡Suéltala!
Me miró con sus ojos plateados.
—¡La tengo toda, Eona! ¡Soy un dios!
—¡Suéltala ahora mismo!
Primero estalló el punto de su corazón. La esfera verde saltó hecha pedazos bajo la presión del poder del dragón, y se convirtió en una brillante llama esmeralda que murió en el agujero negro de su pecho. El punto naranja de su sacro fue el siguiente: el resplandor se derramó sobre el coxis como una cascada formada por soles diminutos que dejaban tras de sí un rastro de oscuridad. Los puntos azul e índigo temblaron y se evaporaron.
Durante un largo momento, la esfera púrpura, abierta en dos, rotó con todo el poder del mundo, y luego se produjo una erupción de hua resplandeciente que se dirigió como un torrente hacia los dragones que esperaban. El rugiente poder engulló el cuerpo de Ido en sus llamas doradas y plateadas. Vi que estiraba el brazo hacia mí. Y entonces desapareció. Su cuerpo quedó incinerado en una espiral incandescente de polvo y ceniza, y nuestro vínculo se rompió, con un chasquido acompañado de un punzante sentimiento de pérdida. El libro negro cayó sobre la plataforma y las perlas blancas entrechocaron repiqueteando alrededor de la cubierta de piel, como huesos secos.
El Señor Ido había muerto, consumido por el poder de dragón que tanto había ansiado. No quedaba nada de su ambición ni de sus actos. Ahogué un suspiro ante aquella evidencia. Habíamos estado unidos a través del poder y del dolor. Y del placer. Pero él había traicionado, torturado, asesinado: no merecía mi aflicción. Sin embargo, una parte de mí estaba apenada: la parte que había sonreído con su humor sarcástico; la que había sentido el toque lento de su mano y la emoción de su poder; la parte de mí que una vez había creído que él podría cambiar.
El Señor Ido había muerto, e incluso muerto era capaz de generar en mí sentimientos encontrados.
Me puse de rodillas, con las manos sobre la plataforma, y gateé hacia el estrado. Mi verdadero desconsuelo me esperaba, tendido de costado, con la respiración tan tenue que su pecho apenas se movía.
Movió levemente las pestañas al sentir mi caricia en su cara, fría y húmeda a pesar del enrojecimiento que el calor había provocado en su piel. Se humedeció los labios cuarteados y abrió los ojos. Ya no tenían brillo, y la mirada estaba posada en el infinito.
—¿Ido? —Su voz era apenas una brizna de aliento húmedo.
—Muerto.
—Bien.
Le acaricié las mejillas con ambas manos. De repente, sentía todo el agudo dolor de mis huesos rotos y mi piel abrasada.
—No tengo poder de curación.
Intentó levantar la mano, pero apenas llegó a torcer la muñeca.
—Bien hecho —susurró. Deslicé la mano por debajo de sus dedos retorcidos. La endeblez de su mano provocó un sollozo en mi garganta. El tragó saliva para humedecer la boca y poder hablar—. ¿Los dragones?
—Tienen su poder. Se están renovando.
Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.
—Déjame ver.
A nuestro alrededor, las llamas del circulo de perlas eran como una cortina de tonos dorados y rojos, tras la cual se vislumbraban las formas de los dragones. Puse cuidadosamente la cabeza de Kygo en mi regazo. El dolor que provocó el movimiento le hizo temblar de los pies a la cabeza. La empuñadura del cuchillo seguía sobresaliendo de su espalda. La sangre, oscura, surgía lentamente de la herida, y su brillo recogía el parpadeo del fuego dorado. Puse con cuidado el índice y el pulgar alrededor del corte, intentando detener la salida de su precioso aliento.
La Dragona Espejo alzó la cabeza y se puso a cantar. Era una escala que se elevaba, como una llamada, más allá del plano terrenal. El sonido era como el de las astillas al prender para crear un fuego dorado. Cada una de las perlas fulguraba y desprendía un calor brillante. Uno a uno, los dragones macho anduvieron hacia delante y pisaron el fuego de sus perlas. La feroz combustión levantó un viento ardiente. El intenso fulgor rugía y chirriaba alrededor de las viejas bestias. Sus cuerpos se redujeron a ceniza, y el olor a dragón carbonizado se introdujo, áspero y espeso, en mi dolorida garganta. Finalmente, sólo quedó la Dragona Espejo, de pie detrás de su perla. Volvió la cabeza hacia mí. Su crin dorada con mechones de bronce ya ardía. Entonces entró en el fuego de su renacimiento. Solté un gemido al ver cómo las llamas la consumían, y el mismo calor secó las lágrimas de mis ojos hasta dejar en ellos sólo el picor de la sal.
El círculo de fuego estalló hacia lo alto, lanzando brillantes ascuas que revoloteaban y danzaban en el aire, y formaban corrientes multicolores. Las enormes perlas de los dragones crujieron y sus superficies se resquebrajaron.
Me quedé sin aliento al ver cómo emergían nuevas formas entre las llamas: cuernos retorcidos, elegantes hocicos y piernas musculosas, garras que centelleaban con los fuertes colores de las piedras preciosas. El nuevo Dragón Caballo fue el primero en surgir de su perla flamígera; más grande que la vieja bestia, con sus magnificas escamas anaranjadas humeantes de calor, y sus alas sedosas que se extendían, vacilantes. Agitó el cuerpo y su suave barba ocre se movió de un lado a otro, dejando entrever, bajo la barbilla, el brillo de su perla de color albaricoque. El círculo perpetuo. Alzó el vuelo en dirección a las nubes oscuras y entonces las llamas de su perla parpadearon hasta apagarse. Incliné la cabeza hacia atrás para contemplar su vuelo; un amplio círculo sobre la llanura, su gran cuerpo ágil y elegante en el aire. Con un fuerte grito en señal de triunfo, desapareció en el plano celestial.
—El país estará bien —murmuró Kygo.
Contemplamos cómo los dragones macho renacían, uno tras otro. Nuevas alas que se desplegaban, lenguas que cataban el aire, bufidos y resoplidos de aliento perfumado y los primeros vuelos en círculo sobre nuestras cabezas, que terminaban en un largo grito triunfal y el retorno al plano celestial.
Ya sólo quedaba una perla en llamas. Contuve el aliento mientras se resquebrajaba y se abría, y su fulgor dorado se teñía de escarlata.
Primero surgieron los cuernos afilados, enroscados sobre la ancha frente, y la crin dorada mecida por el viento ígneo del renacimiento. Se levantó por encima de las llamas moribundas de su huevo. El gigantesco cuerpo relucía con el brillo de las escamas rojas, de tonos cambiantes desde el rosa del rubor en torno a su ojos hasta el profundo escarlata de sus patas y sus musculosas espaldas. Alzó el hocico y husmeó el aire con los ollares bien abiertos. La nueva perla dorada alojada bajo su barbilla era más pálida que la vieja. Las alas finas y aterciopeladas se desplegaron y aletearon una vez, para luego replegarse de nuevo contra la sinuosa curva del dorso escarlata. Abrió una zarpa curvada, con uñas de rubí, y entonces vi que sostenía en ella una minúscula esfera: la Perla Imperial, renacida con los dragones. Las garras de rubí se cerraron a su alrededor. Agachó la cabeza y me miró fijamente. Yo me incliné hacia delante, esperando ver un signo de reconocimiento en sus grandes ojos espirituales. Su oscura infinitud contenía toda la sabiduría del mundo, pero no a mí.
No era mi Dragona Espejo.
La cruda realidad se abatió sobre mí: había perdido a mi dragona. Sin darme cuenta siquiera, había tenido la esperanza de que nuestra unión pudiera cruzar el puente de su renacimiento. Pero no había sido así.
Sentí agarrotarse el cuerpo de Kygo. Su resuello se tornaba en un sonido áspero y rasposo. Conocía aquel sonido: el estertor de la muerte. Sus ojos agonizantes estaban posados fijamente en mi cara. No, no podía soportarlo. No podía perderlo a él también. Acuné su cabeza entre mis brazos, intentando anclarlo al plano terrenal. Tal vez si lo arrimaba fuerte a mí, no recorrería el camino de sus ancestros.
—No te vayas, Kygo —supliqué—. No te vayas.
Unos gritos repentinos me hicieron levantar la cabeza. Los hombres que se habían refugiado en las gradas más altas se apartaban como podían al ver que el hocico de la nueva Dragona Espejo se acercaba a la plataforma y se detenía justo encima de mi cabeza, a un par de pasos de distancia. Su aliento cálido traía un nuevo perfume a nuez moscada. Miré, con el corazón acelerado, más allá de sus afilados colmillos, a sus ojos oscuros. Algo parecía removerse en las profundidades de su sabia mirada. El eco de un antiguo vínculo. Agachó lentamente su gran barbilla y acarició delicadamente el pecho de Kygo con el hocico. Tomó aliento, y al exhalar su perfume de nuez moscada dejó fluir hua dorada sobre el cuerpo de Kygo.
La dragona lo estaba curando.
Recordé lo que Caido me había enseñado. Agarré la empuñadura del cuchillo y tiré de la hoja. Cuando el acero se retiró de la carne, la herida se cerró, y la piel fría de Kygo recuperó la calidez. Él emitió un jadeo entrecortado y acto seguido empezó a respirar profundamente, con un ritmo regular. Entonces sentí que ella me daba un leve toquecito en la cabeza con el hocico. Su poder fluyó en mi interior: un glorioso torrente de alegría y gratitud. La hua dorada tiró de mi dedo quebrado y unió de nuevo los huesos, y luego alivió mi piel requemada hasta devolverle la suavidad. Mi propio aliento se convirtió en un largo y ruidoso sollozo.
Alargué el brazo y acaricié las sedosas escamas rizadas, con la esperanza de que ella también comprendiese mi gesto de alegría y gratitud. Retiró la cabeza y se puso a canturrear. Cuando al fin alzó el vuelo hacia las alturas, Kygo abrió los ojos. Se llevó la mano al pecho y se incorporó apoyándose en un codo.
—Puedo respirar —dijo. Torció el brazo por detrás de la espalda para tocar el músculo liso y sin cicatriz alguna—. Creía que ya no podías curar.
—No puedo. —Aparté de mi mente el agudo sentimiento de pérdida. Kygo estaba vivo y los dragones eran libres. Eso debía bastar—. Es la Dragona Espejo quien te ha curado.
Kygo se sentó.
—Pero tú me has mantenido aquí. Estaba tan cerca del jardín de los dioses que podía oír la voz de mi padre. —Apoyó su frente en la mía. Sus ojos eran sombríos—. Entonces oí tu voz. —Inclinó la cabeza hasta que su boca y la mía estuvieron a la distancia de un aliento—. Mi naiso. —El nombre de mi cargo murió mansamente en su beso.
La llamada triunfal de la Dragona Espejo rompió el dulce silencio. Regresaba al plano celestial. Kygo me cogió la mano y ambos nos levantamos mientras la gran dragona volaba en círculos sobre la plataforma y sus gritos resonaban a nuestro alrededor. Luego apuntó al cielo con su enorme cuerpo escarlata y cruzó el anillo de nubes oscuras, rasgándolas al pasar. Tras un último movimiento en espiral desapareció del cielo, que se volvía cada vez más brillante.
Se hizo el silencio sobre la plataforma. Lentamente, los soldados y los combatientes de la resistencia se fueron poniendo en pie. Se reunieron, estupefactos, formando un amplio semicírculo ante nosotros. Al fondo, Dela ayudaba a Tozay a levantarse. Ambos habían sobrevivido. Envié una breve oración de gratitud, junto con otra por Ryko: ojalá pueda pasear por el jardín de los dioses.
El semicírculo se abrió para dejar paso a Dela y Tozay. Aunque el rostro del general estaba pálido y arrugado por el dolor, la agudeza había regresado a su mirada.
—Los dioses han bendecido sin duda a Su Majestad, y los dragones le han mostrado su amor —dijo en voz bien alta mientras él y Dela avanzaban, renqueantes, entre el heterogéneo grupo de hombres—. Él y su naiso han devuelto la Perla Imperial a las bestias espirituales y han traído con ello la paz y la renovación a nuestra tierra. —Se volvió y pasó revista lentamente a los hombres, que iban agachando las cabezas—. Postraos ante vuestro verdadero Emperador. Postraos ante la última Ojo de Dragón.
Uno a uno, los hombres que había en la plataforma se fueron arrodillando obedientemente ante nosotros. El propio Tozay se hincó de rodillas en el suelo, con la ayuda de Dela, y echó una aguda mirada de complicidad a Kygo. La contraria se postró, elegantemente, junto a él, y nuestras fugaces sonrisas se encontraron. Había sufrido una pérdida irreparable, pero aun así le quedaban fuerzas para sonreír.
Kygo se irguió y estrechó mi mano.
—Levantaos —ordenó a los hombres postrados ante nosotros. Se ha restablecido el equilibrio en los cielos y en la tierra, pero tenemos mucho trabajo por delante para restaurar el orden en el imperio.
Equilibrio en los cielos. ¿Podría yo seguir viendo a los dragones? Tomé aliento profundamente y busqué los senderos de mi visión mental. Pronto vi los acostumbrados torbellinos de colores y los remolinos de hua del mundo de la energía. Allí arriba, en lo más alto, el Círculo de los Doce estaba completo, cada uno de los dragones en su dominio celestial. La nueva Dragona Espejo volvió su enorme cabeza escarlata hacia mí, como si se hubiera percatado de mi presencia. Sentí que su espíritu, lleno de curiosidad, rozaba el mío, y percibí en él un suave sabor a canela: el recuerdo gozoso de un antiguo vínculo.