25

Sethon se paseaba frente a mí por la plataforma, ante el pequeño estrado central. Me había colocado de nuevo junto a la base del trono para que todo el mundo pudiera ver a la Ojo de Dragón a sus pies. Se había quitado la armadura y la túnica y llevaba únicamente pantalones y botas. Su pecho musculoso repleto de cicatrices brillaba por el sudor, bajo el calor y el sol de la tarde. Desde donde yo estaba, podía sentir el hedor de su excitación ante la perspectiva que se le ofrecía.

—Desnudadlo —dijo a los guardias que esperaban.

Kygo levantó la cabeza al oír aquella orden. Yo sabía que no se atrevería a hacer ningún otro movimiento. Ya se había debatido antes contra los soldados que lo custodiaban, y le había roto la mandíbula a uno de ellos; aquel ataque de rabia le había costado a Dela diez bastonazos en la espalda. Eché una ojeada a la contraria, que estaba de rodillas detrás de él, estremeciéndose de dolor, con los hombros pálidos cubiertos de verdugones rojos. Sethon había avisado a Kygo de que si volvía a las andadas, yo sería la siguiente.

Los dos guardias cortaron con destreza las cuerdas de piel que mantenían la armadura de cuero de Kygo en su lugar y se la sacaron pasándosela por la cabeza. Luego, el cuchillo cortó la ajustada túnica. Él se quedó mirando fijamente al horizonte mientras lo despojaban de la prenda húmeda y pegajosa, y dejaban su pecho al descubierto. Oí a Sethon inspirando intensamente al ver expuesto su trofeo. Sin el cuello alto de la prenda a su alrededor, la perla, profundamente incrustada en la carne de Kygo, aún parecía más grande. Cuando se la arrancaran, se llevarían media garganta con ella.

Sethon sabía lo valioso que era lograr un buen espectáculo. Ya me había dado cuenta de eso en el palacio, cuando había matado a la madre de Kygo y a su hermano, el bebé, ante una multitud de soldados sedientos de sangre. Ahora lo veía de nuevo, preparándose para apropiarse de la perla. Había dado orden de que retiraran el dosel y había enviado abajo a su séquito y a los portaestandartes para que no obstruyeran la visión a los soldados que rodeaban el puesto de mando, en un mosaico de colores en desorden. Aparte de los prisioneros y de sus guardias, sólo quedaron en la plataforma el Gran Señor Tuy, el médico y Yuso. Yo me preguntaba por qué mantenía Sethon al capitán tan cerca de la escena; tal vez para humillarnos con el origen de nuestra traición. Sethon no desperdiciaba nunca una ocasión de provocar dolor.

Una vez hubieron terminado su tarea, los dos guardias hicieron la preceptiva reverencia y se alejaron, uno con la armadura de Kygo y el otro con la túnica desgarrada. Dela no los miró. Me rechinaron los dientes al recordar los gritos de júbilo de la turba mientras la azotaban. Arrodillado junto a ella, Ryko tenía todos los músculos en tensión y una mirada furiosa. Pero, ¿qué podía hacer? Cada uno de ellos tenía detrás a un soldado, y miles de hombres más nos rodeaban.

Un poco más allá estaba Tozay, con la vista clavada en el cuerpo tendido de Ido, junto a la base del estrado. El Ojo de Dragón estaba flanqueado por dos cazadores en actitud vigilante, y seguía en el mundo de las sombras. Se hallaba tan cerca de mí que podía ver cómo se elevaba y hundía su pecho con cada una de sus tenues respiraciones, y su pulso lento debajo de la barbilla. Le habían quitado la armadura de cuero, igual que a los demás, y a través de un rasgón ensangrentado en la manga de la túnica se entreveía una herida coagulada. Tozay me echó una mirada de interrogación, con sus ojos siempre perspicaces, en busca de esperanza. Pero no la encontraríamos en Ido. Si el Ojo de Dragón llegara a despertarse, Sethon me obligaría a forzarlo.

La determinación fue creciendo en mí. Tenía que romper la coerción de Sethon, o Kygo y los demás morirían en menos de un cuarto de hora. Kygo me había contado en una ocasión que los doce puntos de sutura con que le habían cosido la perla a la carne le habían causado el dolor más intenso que nunca había experimentado. Sin duda Sethon también se vería abrumado por tanto dolor, aunque sólo fuera un instante. Esa sería mi única oportunidad para deshacerme de su control sobre mí. Era una apuesta muy arriesgada, y significaba esperar a que Sethon hubiera arrancado la perla de la garganta de Kygo, pero yo no veía otro modo de hacerlo. Doce respiraciones y doce puntos de sutura para romper la coerción y luego curar a Kygo. Menos de un minuto. ¿De verdad era posible? Fuera como fuera, tenía que intentarlo.

Estábamos todos en un campo de muerte.

—Al suelo —ordenó Sethon.

Kygo no se revolvió, pero sí se resistió a que lo humillaran. Hicieron falta tres soldados para obligarle a hincarse de rodillas. Dos se arrodillaron a ambos lados y le sujetaron los brazos extendidos a la altura de sus pechos respectivos. El tercero se arrodilló detrás de él, apoyando todo el peso en sus talones. Vi el dolor creciendo en los ojos de Kygo.

Sethon se quedó de pie junto al borde del estrado. Sostenía una de las espadas de Kinra; la otra seguía en la vaina que colgaba del trono, en el lado opuesto de donde yo me encontraba. Tentadoramente cerca… pero mientras no liberase mis manos de la ristra de perlas, era como si se hallara a mil pasos de distancia.

Sethon alzó la espada que sujetaba y la mostró a los soldados que nos miraban desde la llanura. El sol, que ya declinaba en el cielo, detrás de él, proyectó su sombra exultante sobre los prisioneros. Miles de voces se alzaron jubilosas, los gritos y los silbidos eran tan fuertes que las aves carroñeras aletearon y graznaron en protesta.

Sethon sonrió mientras el salvaje corro de hombres y pájaros callaba.

—¡La Perla Imperial es mía! —chilló, y el profundo eco de su voz se cruzó con el último de los gritos. Apuntó a Kygo con la punta de la espada curvada—. La resistencia ha sido derrotada de una vez y para siempre.

Los hombres elevaron de nuevo sus gritos de aclamación. Con paso lento, Sethon bajó del estrado y avanzó por la plataforma hacia Tozay.

—¡Tenemos a su general!

Tozay vio, sin palidecer siquiera, cómo la punta de la espada se detenía a un centímetro de su cara. Nuevos alaridos exaltados llegaron desde abajo. Sethon esperó a que enmudecieran y luego se acercó a Ryko.

—¡El espía isleño!

Aguardó una vez más a que se extinguiera el griterío. Tres pasos más lo llevaron hasta Dela.

—¡Y el travestido oriental a quien llaman la contraria!

Dela se estremeció mientras él se volvía para mirar a la multitud, con la espada nuevamente en alto.

Un gran rugido se elevó en respuesta.

—¡Mátalos! ¡Mátalos! ¡Mátalos! —coreaba el ejército.

—Majestad —dijo uno de los cazadores entre el tumulto.

Sethon se volvió hacia él.

—¿Qué ocurre?

El cazador hincó una rodilla en el suelo y dobló la espalda en una reverencia.

—El Señor Ido se está despertando. ¿Deseáis que lo devuelva al mundo de las sombras?

—¡Silencio! —gritó Sethon a la muchedumbre—. ¡Silencio!

El griterío se fue apagando hasta que sólo quedaron unas pocas voces chillonas.

Me incliné hacia delante. La respiración de Ido se había hecho más profunda y, debajo de los párpados, sus ojos se movían como si estuviera durmiendo. Despiértate, le rogué. Despiértate.

Sethon sonrió. La cicatriz tiraba de su piel.

—Puede unirse a los festejos. Mis hombres verán a un emperador capaz de hacer que dos Ojos de Dragón se postren ante él.

El Gran Señor Tuy se enderezó en su silla, en un extremo del estrado.

—Hermano —dijo—. Ya visteis la destrucción que causó el Señor Ido en el campo de batalla. Tal vez sería más prudente mantenerlo en el mundo de las sombras.

Sethon miró fijamente a Tuy y luego se dirigió a Yuso, señalándolo con la espada.

—Cuéntale a mi hermano cómo controla la dama Eona al Señor Ido.

Yuso, que seguía de rodillas, se levantó al otro lado del estrado e inclinó la cabeza.

—No usa el poder de los dragones, Gran Señor Tuy.

Entonces supe por qué estaba Yuso allí: como guía en el terreno de mi poder. Al menos, en la parte que él conocía.

—Ya lo ves, hermano: sin dragones no hay riesgo —dijo Sethon—. Tengo control absoluto sobre la dama Eona, y ella lo tiene sobre Ido.

Hizo ademán al médico de que se acercara. El grueso hombre, que había estado esperando no lejos de Kygo, hizo una rígida reverencia y cruzó a paso apresurado la plataforma, con la cajita lacada firmemente arrimada al pecho. Se inclinó sobre Ido y le levantó una pestaña, dejando a la vista un vidrioso ojo castaño.

—Está casi despierto, Majestad. —El hombre hablaba con voz chillona, a causa del nerviosismo—. Debería recobrar la consciencia en cuanto le haga respirar elixir del aliento.

Sethon caminó con paso firme hacia mí, con el rostro lleno de avidez ante la perspectiva de ver a Ido despertándose para descubrir que estaba bajo su control.

—Hazlo.

El médico sacó, con manos temblorosas, un pequeño frasco de porcelana de la cajita y quitó el tapón. Un fuerte aroma llegó hasta mí, y sentí la acidez descendiendo por mi esófago. Introdujeron el frasco en la nariz de Ido. El Ojo de Dragón inspiró con una fuerte sacudida y echó violentamente la cabeza hacia atrás. Abrió los ojos. Sus pupilas negras parecían puntas de alfileres.

—Dama Eona —dijo Sethon—. Fuerza el poder de Ido.

Intenté resistir, poniendo todo el cuerpo en tensión para bloquear la fuerza que convocaba mi poder. El médico agarró su caja roja y se fue a toda prisa mientras Ido se levantaba lentamente. Sentí la hua saltando en su interior en el momento en que intentaba introducirse en el mundo de la energía. La coerción de Sethon hizo que mi poder lo atravesara, y la fuerza le impidió llamar a su dragón y le obligó a combar el cuerpo. Su latido frenético se deslizó debajo del mío, y ambos ritmos quedaron atrapados en el interior de Sethon y de mi coerción. Más atrás, Ryko lanzó un grito y también se encorvó, bajo la presión de mi poder.

Durante unos momentos, reinó el silencio.

Ido levantó la mirada lentamente y entonces se dio cuenta de que estábamos en la plataforma.

—No es lo que más deseaba —dijo con voz rasposa.

—Bienvenido de nuevo, Señor Ido —dijo Sethon, y le pegó una patada en las costillas. Ido se desplomó, mientras un clamor de satisfacción se elevaba desde abajo.

—Haz que se postre ante mí, dama Eona.

La orden cruzó mi mente y llegó a Ido. El Ojo de Dragón clavó la frente en la madera de la plataforma y soltó un gruñido.

Sethon puso su bota sobre la nuca de Ido y luego sonrió a su hermano.

—Ya lo ves. Soy el nuevo señor de los dos últimos Ojos de Dragón. —Luego alzó la voz en un grito de guerra—. ¡Nunca me derrotarán!

—¡Nunca nos derrotarán! ¡Nunca nos derrotarán! —corearon los soldados, con los ánimos todavía encendidos por el ardor de la batalla.

El Gran Señor Tuy inclinó la cabeza y se sentó de nuevo en su silla. Sethon levantó la bota y me miró.

—Que se ponga de rodillas —me ordenó.

El poder de la sangre alzó la cabeza y el pecho de Ido de la plataforma y lo mantuvo erguido. Se cuerpo se balanceaba, y su lucha contra mi coerción tensaba nuestro vínculo.

—Por lo que veo, la dama Eona os ha curado completamente, Señor Ido. —Sethon alargó el brazo y le pasó el pulgar por la fina nariz y las suaves curvas del pómulo y la mandíbula. El Ojo de Dragón cogió aire por la nariz al sentir su tacto, pero no podía siquiera mover la cabeza a un lado. Sethon cerró el puño—. Me alegro de que hayáis recobrado vuestra antigua fisonomía. Así podremos volver a empezar.

El súbito golpe hizo crujir los huesos y torcer la cabeza de Ido.

Sethon lo agarró por los cabellos y le enderezó de nuevo la cabeza.

—¿Es miedo eso que veo en vuestros ojos, Señor Ido?

—Es asco —respondió Ido.

Sethon se echó a reír.

—Valientes palabras.

Hizo un ademán a los dos cazadores.

—Si el Señor Ido se mueve, devolvedlo al mundo de las sombras.

Los dos hombres asintieron inclinando la cabeza.

Sentí que la esperanza me invadía de improviso: Sethon no estaba seguro de poder imponer su fuerza a ambos a la vez.

—Ven, dama Eona —dijo—. Verás cómo muere uno de tus amantes.

Me puso en pie de un estirón y me arrastró fuera del estrado, hacia Kygo. Nos detuvimos frente a Ryko, aún combado y jadeando.

—¿Qué le pasa? —dijo Sethon.

Convertí en silencio todo el odio que sentía hacia él. No iba a darle nada, y menos aún información sobre mi poder.

Sethon se volvió hacia Yuso.

—¿Qué sabes de esto?

Yuso hizo la reverencia de rigor.

—Cuando la dama Eona fuerza la voluntad de Ido, el isleño puede sentirlo. Incluso la más íntima de las energías. Creo que también funciona en sentido contrario.

—¿En serio? —Sethon me dedicó una sonrisa—. Luego lo probamos. —Me empujó para que me pusiera de rodillas a pocos pasos de Kygo y llamó a uno de los cazadores—. Vigila a la dama Eona.

Aunque no me pasó desapercibido el tacto cálido de la mano del cazador en la nuca, todo mi ser estaba concentrado en Kygo… y el suyo en mí. El sudor le goteaba por la frente y las sienes, y todas las facciones de su rostro estaban tensas por el miedo, aunque también vi en sus ojos un atisbo de furia esperanzada, y le dirigí un ligero gesto de asentimiento. Lo intentaré, lo intentaré, le decía con el corazón.

Entonces Sethon se plantó entre nosotros. Su mirada escrutadora se encontró con la de Kygo, y ambos la sostuvieron.

—Así pues, sobrino, se trata de esto —dijo Sethon, mientras se inclinaba para acariciar la perla con su grueso pulgar y exhalaba largamente, satisfecho.

—El trono y la tierra me pertenecen por derecho —dijo Kygo sin alterar la voz, aunque torció la barbilla para evitar la caricia de su tío.

—¿Por derecho? —Sethon negó con la cabeza—. Hace mucho tiempo que debería haber sido yo el emperador, en lugar del blandengue de tu padre.

—Mi padre cuidó este país y lo hizo crecer —dijo Kygo—. Tú ya lo has desgarrado para conseguir tu propia gloria.

—Lo mismo puede decirse de ti y de tus intentos por hacerte con mi trono. —Sethon echó una ojeada al médico que esperaba allí cerca—. ¿Está todo preparado? Quiero hacer esto rápidamente. Doce puntadas en no más de doce respiraciones. ¿Lo entiendes?

—Sí, Majestad. —La mano con que el hombre sostenía la aguja y el hilo de oro temblaba como si sufriera parálisis cerebral—. Pero es en la garganta, Majestad. Será muy doloroso, y si os movéis, quizás yo no…

—No me moveré —espetó Sethon—. Espérame en la tarima.

El médico asintió con un gesto y se retiró hacia el pequeño estrado.

Sethon se dirigió al soldado que estaba detrás de Kygo.

—Aguántale la cabeza.

Sentí que todo mi cuerpo se agarrotaba. El hombre, un soldado de cierta edad, puso uno mano en el mentón y otro en la frente de Kygo y le echó la cabeza hacia atrás. Sethon alzó la espada de Kinra. Kygo tensó los músculos.

Naiso —logró decir con un murmullo.

Quise avanzar de rodillas, pero el cazador me sujetó el hombro.

—Cuida mi país —dijo Kygo, con la voz quebrada.

Asentí con la cabeza. Las lágrimas me empañaron la vista y su rostro se volvió borroso.

—No dejes que se mueva. —Ordenó Sethon al hombre que sujetaba la cabeza de Kygo—. No quiero dañar la perla.

El soldado arrimó con más fuerza la cabeza de Kygo a su pecho.

—Perdonadme, príncipe —susurró.

Kygo empalideció.

—Estás matando a tu rey —dijo.

Sethon apoyó la punta de la espada de Kinra en el borde de la perla. El acero conseguiría, por fin, lo que tanto anhelaba.

—Eona —Kygo miró más allá del filo del arma, hacia mí—. Nunca fue sólo el poder. Lo sabes, ¿verdad?

Antes de que yo pudiera hacer un gesto de asentimiento, el amor desnudo que habitaba en sus ojos desapareció tras el dolor que le dilataba las pupilas: Sethon le había clavado la espada en la garganta. Se retorció de dolor bajo la presión de las manos que lo sujetaban, y su respiración se tornó húmeda y rasposa. Dejé que su mirada penetrara en mí. Cada corte en su carne era un rasgón en mi espíritu. La sangre manaba a borbotones y caía sobre su pecho y el acero de la espada.

Sethon liberó la perla.

—¡La tengo!

Dejó caer la espada de Kinra. La sangre roció el aire y el suelo mientras el arma giraba sobre sí misma y aterrizaba a los pies de Kygo.

Más abajo, los hombres rugieron. Todo cuanto yo veía era la herida abierta en la garganta de Kygo. Los tres guardias le soltaron los brazos y las piernas y brincaron hacia atrás. El cuerpo se encorvó y cayó al suelo de la plataforma. Inmóvil. Luego su pecho se elevó, y el suave y húmedo sonido de su aliento fue el sonido más bello que yo nunca había oído.

Sethon levantó la perla, en señal de triunfo. Dio media vuelta y en pocas zancadas llegó al estrado y se sentó en la silla dorada. Todos fijamos en él la atención, mientras se colocaba la perla en la base del cuello.

—Ahora —ordenó al médico—. Deprisa.

Apoyó la espalda en el respaldo de la silla y clavó los pies con firmeza en el suelo.

Doce puntadas. Doce respiraciones.

Reuní mi rabia y mi hua, esperando que Sethon empezara a sufrir dolor. Esperando la primera puntada. Mi mejor oportunidad. El sudor se acumuló en mis brazos y en mi espalda. En el estrado, las manos de Sethon se estrecharon contra los brazos de la silla. Le oí gruñir cuando la aguja penetró en su piel. El impacto del dolor reverberó a través de la garra que controlaba mi poder. Ryko levantó la cabeza: él también lo había sentido.

Ejercí toda mi fuerza contra el poder de sangre. Vaciló, se estiró y luego volvió a agarrarme. Era demasiado fuerte.

Una nueva puntada erizó la energía negra. Lancé mi hua contra ella. El latido de mi corazón resonaba en mis oídos. La garra vibró, pero se cerró de nuevo. No podía abrirla.

El charco de sangre crecía alrededor del cuello de Kygo. ¿Cuántas respiraciones habían transcurrido? ¿Cinco? ¿Seis? Me estaba quedando sin tiempo y sin posibilidades.

—¡Eona! —La voz de Ryko hizo que dejara de mirar el pecho de Kygo y su trabajosa respiración—. Úsame. Como hiciste junto a las murallas del palacio.

Su guardia lo hizo caer al suelo y le clavó una rodilla en la espalda.

—¡Cállate!

Mi mente intentó comprender lo que me estaba diciendo.

¡Su hua! Se refería a su fuerza vital, que yo había absorbido a través de nuestro vínculo. Él no estaba atrapado en la energía negra del libro ni en el poder de dragón. La posibilidad surgió más allá de mi desesperación, nítida y brillante. Sin embargo, en el palacio había estado a punto de matarlo.

Una nueva puntada. Un nuevo pinchazo a la garra de poder de Sethon.

—No, Ryko —suplicó Dela.

—No quiero verte morir, Dela —dijo él—. ¡Úsala, Eona!

—Te matará —repliqué.

—Todos moriremos si no lo haces. —La voz del isleño se quebró bajo la rodilla del soldado, que le aplastó el pecho contra la plataforma. Levantó de nuevo la cabeza, obstinadamente—. ¡Es mi decisión, Eona!

Su decisión, pero era yo quien iba a quitarle la vida. No podía hacerlo.

—Eona, hazlo por mi honor.

Miré al valiente guerrero y vi el orgullo reflejado en su rostro. El honor y el deber: el corazón de Ryko. Nos estaba entregando su corazón. Le dije que sí con un gesto de la barbilla. El sonrió con adusta satisfacción. Se preparó y torció la cabeza para mirar a Dela. Ella gimió levemente y luego rompió en sollozos.

Aspiré una profunda bocanada de aire. Estaba lista para percibir el dolor de Sethon. Llegó como un estremecimiento a través del poder de sangre, una leve disminución de la fuerza con la que el libro me agarraba. Lancé una plegaria a cualquier dios que pudiera oírme y busqué la hua de Ryko.

La fuerza de su latido rugió a través de mí con un torrente de energía que abrió completamente la garra de Sethon. La ristra de perlas se soltó de mis muñecas, girando sobre sí misma, con un alarido que resonó en mi sangre, y el libro negro cayó en mi regazo. Sentí que mi vínculo con Ryko se cortaba, con un chasquido, dejando en mi interior el profundo desgarrón de su dolorosa pérdida. Oí a Ido rugiendo, exultante, y percibí el retorno de mi poder como una ola batiente. Éramos libres. Pero yo sólo veía el cuerpo de Ryko, muerto, tendido en el suelo.

Dela aulló en el mismo instante en que Ido se unía a su dragón. Sentí que un viento veloz me abrasaba la piel. Llevaba con él el sabor del poder de Ido.

Sethon se levantó.

—¡Detenedlos! —Echó a un lado al médico, de un empujón, y sostuvo con la mano la perla a medio coser en su garganta—. ¡Cazadores, detened a la dama Eona! ¡Detened a Ido!

El cazador que me custodiaba me agarró la cabellera y tiró de mi cabeza hacia atrás. Vi fugazmente unos dientes amarillentos que rechinaban por el esfuerzo. Luego buscó mi pulso, debajo de la mandíbula. Así frenéticamente el libro negro y se lo tiré a la cara. La ristra de perlas se estiró con un chasquido y luego se retorció de nuevo, golpeando al soldado a los ojos como un látigo. Me soltó, aullando de dolor, cegado por su propia sangre. El libro salió disparado por los aires, aterrizó en el suelo de madera y se deslizó sobre los tablones.

Me lancé hacia Kygo, propulsada por el terror, a medias arrastrándome y resbalando por el suelo. ¿Era demasiado tarde?

En el latido de mi corazón, sentí crecer una nueva presión. Caótica y ya familiar para mí: los diez dragones huérfanos. Se acercaban, acudían a la llamada de la perla liberada. Un nuevo terror me estremeció: pronto los doce dragones se reunirían y formarían el Collar de Perlas. Si no canalizábamos su poder hacia la renovación, destruirían el país entero.

El poder abrasador de Ido se detuvo de repente. Miré por encima del hombro, rezando porque no hubiera caído a manos del cazador. El Ojo de Dragón luchaba denodadamente con su guardia. Le golpeaba violentamente las costillas. El cazador logró separarse lo suficiente para sacar un largo cuchillo de una funda que llevaba en el talón. Se arrojó contra Ido, pero el Ojo de Dragón lo agarró por el antebrazo y se lo retorció brutalmente contra el codo. El cuchillo cayó al suelo.

Un terrible lamento surcó el aire y la desolación me dejó helada. El llanto afligido de Dela. Dos guardias la sujetaban para que no se acercara al cuerpo de Ryko. Su rostro era una máscara aterradora, una boca aulladora y unos ojos llenos de desesperación. Lanzaba puñetazos y rasgaba el aire con uñas como zarpas, intentando arrojarse sobre Ryko con la rabia desatada del dolor. Tozay aprovechó el momento de confusión para abalanzarse sobre las piernas del soldado que lo vigilaba. El hombre cayó de rodillas y levantó el brazo con el que sujetaba la espada. Tozay la agarró por la empuñadura, con precisión y firmeza, y golpeó con ella al hombre en la barbilla. El soldado quedó inconsciente.

—Dama Eona, ¿necesitáis ayuda? —chilló, mientras arrancaba el arma del puño sin fuerza del guardia.

—No. Ayudad a Dela.

Tozay se lanzó contra los dos soldados que se esforzaban en retener a la contraria.

Extendí las dos manos sobre el pecho de Kygo, buscando con el tacto el latido del corazón a través de la sangre pegajosa que le cubría el pecho. Tenía los ojos cerrados, y su rostro mostraba una palidez de mal augurio. Tienes que estar vivo, supliqué. Tienes que estar vivo. Entonces noté un tenue golpe sordo deslizándose bajo las yemas de mis dedos: un latido.

—Hermano, coge el libro negro —chilló Sethon.

El Gran Señor Tuy se levantó de la silla, junto al estrado. Maldije para mis adentros: tendría que haber cogido el libro. Sin él, no podríamos liberar a los dragones.

—¡Tozay! —chillé a mi vez. El se distanció de su oponente y se volvió hacia mí—. ¡Coge el libro!

Asintió, al tiempo que esquivaba un violento puñetazo.

El fulgor de una espada desvió mi atención hacia Sethon. Había desenvainado la segunda arma de Kinra, que colgaba del respaldo del trono. Se quedó un momento mirando la escena para buscar su objetivo y entonces brincó desde el estrado, directo hacia Ido. La perla, a medio coser, se agitó obscenamente en su cuello.

—¡Ido! —chillé. El Ojo de Dragón se alejó, rodando por el suelo, del cazador renqueante, y se puso en pie con el cuchillo largo ensangrentado en la mano. Indiqué con el dedo en dirección al peligro que se abalanzaba sobre él—. ¡Sethon!

Se volvió para hacer frente al ataque de Sethon, que llegaba a la carrera.

Era todo lo que yo podía hacer; tenía que curar a Kygo. Su corazón apenas latía.

Con una profunda respiración desesperada, me sumergí en el plano celestial. La plataforma que me rodeaba se transformó en iridiscente energía, los brillantes colores se desplegaron y se abrieron hasta formar dibujos en movimiento frenético e irregular. Bajo el brillante flujo de hua de mis manos, los meridianos de Kygo aparecieron oscuros y sin flujo, sólo quedaba un destello plateado en cada uno de sus puntos de poder. La Dragona Espejo aulló. Su gigantesco cuerpo escarlata se hallaba justo encima de la plataforma. La perla bruñida en su garganta vibraba con una vieja melodía de renovación, y su superficie luminiscente parecía latir con los impulsos de una llama dorada. Más arriba, el Dragón Rata volaba en círculos, con su propia perla avivada por un fuego azul. La cercanía de los otros diez dragones era como un gran peso sobre nosotras, en el aire denso.

Llamé a la dragona Espejo y me abrí a su poder. La súplica de mi corazón se unió a la vibración de su melodía. Cúralo, por favor, cúralo. Aulló de nuevo, y el sonido se mezcló con el torrente de poder que rugía por mis senderos. Mi boca se llenó del sabor de la canela. ¿Sería aquélla la última vez que podría saborear la gloria de nuestra comunión? Aquel pensamiento agridulce ascendió por mi cuerpo y se clavó en mi garganta como un grito. Ella bajó la enorme cabeza. Sus grandes ojos de dragona quedaban a pocos pasos de los míos. Su mirada tan antigua me arrastraba en el círculo perpetuo de la vida y la muerte, del sol y la luna, del caos y el equilibrio. Tan viejo. Había llegado el momento de la renovación. Vuestra perla os será devuelta, prometí en silencio, y sentí su inmenso gozo. Aun así, la pérdida excavó un pozo de oscuridad en mi espíritu.

Cantamos juntas, tejimos la hua de la tierra en la carne lacerada de Kygo. Empujamos los puntos de poder para que el diminuto destello de fuerza vital pudiera girar y convertirse en un flujo de energía y su corazón volviese a latir con pujanza. Nuestra bella harmonía tejía dulce curación en cada herida y aligeraba mi propio espíritu dolorido con un suave abrazo de poder dorado. El pecho de Kygo se agitó con violencia bajo mis manos. El aire salió súbitamente de sus pulmones, provocando un áspero jadeo entrecortado.

Una formidable ola de aire caliente y aromatizado me arrancó del mundo de la energía. Diez inmensos dragones aparecieron en la llanura, alrededor de la plataforma. Un círculo irisado de pieles relucientes, potentes músculos y espesas crines. Cuerpos reales, de carne y hueso, grandes como palacios. Abrí los ojos como platos ante el vívido color naranja del Dragón Caballo, justo enfrente de mí, y la perla luminosa de tono albaricoque que brillaba y canturreaba bajo su barbilla. Junto a él, el Dragón Cabra estiró su largo cuello, y sus escamas plateadas se rizaron con reflejos que parecían ondas de agua; su perla también cantaba. La calidez de su aliento con sabor a limón perfumaba el aire. Estaban allí, en el plano terrenal, a la vista de todos. Se creía que una cosa así no era posible, sin embargo todos en la plataforma quedamos paralizados por el asombro y la estupefacción. Incluso Ido y Sethon se habían separado y habían dejado de luchar. Sólo Dela se movía, acunando a Ryko en su pecho.

Di una vuelta completa sobre mí misma para contemplar el inmenso círculo de bestias: el Dragón Tigre, de color verde; el Dragón Conejo, rosado como el amanecer; el Dragón Buey purpúreo y reluciente. Luego había un espacio vacío: el dominio del Dragón Rata. Y en el este, un segundo espacio vacío para la Dragona Espejo. Aún no se habían unido al círculo. Todavía nos quedaba tiempo.

Unos gritos estridentes, punzantes, que surgían de la llanura rompieron el silencio. Miré hacia abajo y vi al Dragón Buey levantando la gigantesca cola y dejando a la vista montones y más montones de cuerpos destrozados; luego barrió el suelo con ella y alcanzó con el movimiento de sus grandes músculos a más hombres, que aullaron de pavor. La contemplación de aquel caos me revolvió el estómago. Las diez bestias se habían materializado justo encima del ejército de Sethon. La mitad de los soldados habían muerto aplastados bajo carne de dragón. La otra mitad huía, corriendo. Pude ver a miembros de la resistencia entre los que escapaban. Gracias a los dioses, algunos se habían alejado lo suficiente.

Kygo levantó la cabeza y percibió la presencia de las grandes bestias que nos rodeaban.

—¿Qué ocurre, Eona?

—El Collar de Perlas —susurré.

—¿Qué?

Se incorporó, y el repentino movimiento le hizo perder de nuevo el color que había asomado a su rostro.

Le agarré de los brazos para tranquilizarlo. Él no sabía la verdad acerca de los dragones ni de la perla. Tenía que hacérselo comprender de alguna manera, con la esperanza de que me ayudase.

—Kygo, escúchame —dije—. No tenemos ningún acuerdo con los dragones. Nunca hubo un acuerdo. La Perla Imperial es su huevo. La robamos como prenda para hacerles chantaje y usar su poder. Ahora necesitan que se la devolvamos. La necesitan para renovar la tierra.

—¿No hay un acuerdo? ¿Por qué nadie me lo ha dicho? —Torció la cabeza a un lado y miró al Dragón Buey. La bestia volvió la cabeza hacia nosotros, enorme y coronada por dos grandes cuernos. Las brillantes escamas purpúreas de su cuello arqueado y su ancha frente parecían suavizarse a causa del aroma a lavanda que emitía su largo hocico. Bajo la suave y ondulante barba de color malva, su perla vibraba insistentemente, con la superficie avivada por una llama violeta—. ¿Cómo sabes todo eso? —añadió.

No había tiempo para rememorar el episodio de Kinra y el libro negro. Estreché las manos alrededor de sus brazos, intentando que la verdad penetrara en él.

—Confía en mí, Kygo. Si amas a tu país tanto como dices, debemos devolver la perla a los dragones.

Me miró fijamente.

—Es el símbolo de mi poder.

—Y también de nuestra codicia —dije—. Kygo, confié en ti con el libro. Por favor, confía en mí para esto.

Escrutó mi cara. Su vacilación era como una correa que oprimiese mi corazón. Entonces lo vi: una extraña chispa de fe en sus ojos.

—¿Qué tenemos que hacer?

Agaché un momento la cabeza, abrumada por el alivio.

—Tenemos que conseguir el libro y la perla antes de que se cierre el círculo de dragones.

Se llevó la mano al cuello.

—Éste es el augurio hecho realidad, ¿no es así? La hua de Todos los Hombres y la fuerza oscura. —Tensó el rostro al sentir la suavidad de su piel en la base del cuello, entre las clavículas—. ¡Me has curado! —Su mirada se oscureció al darse cuenta de lo que aquello significaba. Para él y para mí—. ¿Qué has hecho, Eona?

—Te morías —dije. Intentó apartarse de mí, pero lo así de la mano—. Kygo, si devolvemos la perla, todo cambiará. Ya no tendré poder sobre ti. No tendré ningún poder en absoluto.

El simple hecho de pronunciar aquellas palabras abría un agujero oscuro en mi corazón: la pérdida del dragón; del poder. Miré a mi alrededor, a las espléndidas bestias que nos rodeaban.

Tienes que enmendar las cosas.

Me acarició la mejilla.

—¿Renunciarías a tu poder?

Un rugido furioso nos hizo tambalear.

—¿Es esto el Collar de Perlas? —chilló Sethon a Ido—. ¿Lo has hecho tú?

Se abalanzó sobre el Ojo de Dragón, que retrocedió unos pasos. El asombro que había paralizado a los hombres en la plataforma, tocaba a su fin. Detrás de nosotros, resonó el choque de acero contra acero. Me giré y vi a Tozay combatiendo contra Tuy. Los dos hombres se intercambiaban violentos golpes, luchando por hacerse con el libro negro que se hallaba entre ellos, en el suelo.

Dos guardias corrieron hacia nosotros, con las armas en alto. Agarré la espada de Kinra, y su estallido de rabia hizo que me pusiera en pie. Kygo se arrastró para recoger un arma que había caído junto a Dela, y luego rodó sobre la espalda y se puso en cuclillas. Entonces chocó con el cuerpo que Dela tenía en brazos.

Me miró con rostro afligido.

—¿Ryko está muerto?

—Me dio toda su hua —dije—, para que pudiera liberarme de Sethon.

Kygo cerró los ojos un instante, pero no había tiempo para lamentaciones; los dos soldados se nos habían echado encima.

Hice oscilar la espada ante el soldado bajo y fornido que me atacaba. Nuestras espadas entrechocaron, y el impacto reverberó por todas mis articulaciones. El hombre era todo fuerza bruta. Me agaché hacia su izquierda y conseguí hacerle un corte en el antebrazo al pasar. Yo, en cambio, era más rápida. Su compañero asestó un golpe de arriba abajo a la cabeza de Kygo, que aún estaba en cuclillas pero pudo desviar el arma con un golpe protector; luego se levantó y se preparó para la siguiente embestida de su oponente. Sin duda era el mejor entrenado de los combatientes, pero no llevaba armadura, ni siquiera una camisa, que pudiera parar la punta de una espada y otorgar un precioso instante.

Mi contrincante alejó la mano ensangrentada. Entornó los ojos y frunció los labios como si se hubiera tragado una ciruela amarga. Sonreí: no era un objetivo tan fácil como él esperaba, al fin y al cabo. Se hizo a un lado para esquivar los golpes que su camarada intercambiaba con Kygo. Yo lo seguí con la mirada, atenta al menor síntoma de que estuviera a punto de atacar. Un leve parpadeo lo delató. Se echó sobre mí con una serie de duros golpes altos, de costado, clásicos de la tercera figura del Dragón Mono. Hice oscilar mi espada al modo de la primera del Buey. Los bloqueos circulares detuvieron sus mazazos. Su fuerza y su rabia me empujaron hacia atrás, pero no logró batir mi defensa. Soltó aliento con un sonido sibilante, lleno de frustración, y separó sus espadas de las mías.

Con el rabillo del ojo, vi las siluetas de Ido y Sethon, atacándose mutuamente y esquivando los golpes con una serie de fintas. Y otra silueta que se acercaba a ellos. Me atreví a mirar; era Yuso, que sostenía por la empuñadura un cuchillo pequeño y curvado: una herramienta del médico. Antes de que pudiera enviar un grito de advertencia a Ido, el guardia que tenía enfrente de mí lanzó un peligroso golpe en forma de arco. Reconocí la tercera figura del Caballo. Clavé los pies firmemente en el suelo: aquel mazazo iba a hacer que me arrodillase. La rápida reacción de Kinra ladeó mi espada, formando ángulo con mi brazo, y desvió el pesado golpe, pero la fuerza del impacto me hizo tambalear. Estaba a punto de perder el equilibrio, y el soldado lo sabía. Me retorcí desesperadamente para poder hacerle frente. Pero no fui lo bastante rápida. Él había hecho girar la espada y había aplicado toda su inercia en la empuñadura del arma, dirigida a mi cabeza. Me puse en tensión, esperando el golpe.

No llegó. Tropecé y di un paso atrás, y entonces vi su rostro paralizado en una expresión de sorpresa. Su mano se contrajo en un espasmo y la espada cayó al suelo, entre nosotros dos, con un repiqueteo. Luego se inclinó lentamente hacia delante mientras Dela retiraba una espada de su cuerpo inane. El arma estaba ensangrentada hasta la mitad de la hoja.

El hombre se desplomó y ambas nos quedamos mirándolo.

—¿Qué necesitas que haga? —dijo Dela. La aflicción de su rostro se había tornado en un ira asesina.

—Ayuda a Kygo y a Tozay a recuperar el libro negro.

Con un gesto de asentimiento, recogió la espada del soldado muerto y se dirigió como un rayo a ayudar a Kygo en su lucha contra el otro guardia. Mientras recuperaba el aliento, vi a Yuso arrancando a correr hacia Ido y Sethon. El Ojo de Dragón no podría resistir el ataque de los dos hombres. Reuní todas mis fuerzas y corrí desesperadamente a través de la plataforma. Sethon e Ido habían conseguido agarrarse mutuamente las manos que sostenían las armas y estaban de pie, frente a frente, cada uno de ellos tirando con fuerza para intentar soltarse del agarrón de su enemigo y hacerse con el control de la propia espada.

—¡Ido, cuidado!

Demasiado tarde. Con un grito de guerra lleno de ira, Yuso cargó violentamente contra ellos y el impulso los separó. Sethon salió rebotado hacia atrás, mientras Ido caía de cuatro patas y dejaba desprotegida su ancha espalda. Forcé mis músculos fatigados para un último acelerón, pero Yuso ya lanzaba su ataque.

Dejó atrás a Ido.

Quedé perpleja por un instante. Aquello no tenía sentido. Entonces Yuso pasó un brazo por encima del cuello de Sethon y le asestó una cuchillada en el pecho. No iba a por Ido; intentaba matar a Sethon. Con la navaja del médico.

Sethon logró hacer perder el equilibrio a Yuso. Ambos cayeron al suelo, y la espada de Kinra salió volando de la mano de Sethon y se deslizó sobre los tablones de madera. Ido rodó por el suelo para alejarse de los cuerpos que se golpeaban y se puso en pie. En medio de mi camino. No tuve tiempo de frenar: le golpeé en el pecho y el impacto me sacó todo el aire de los pulmones. Se tambaleó hacia atrás y me cogió, con un gruñido. Doblé la espalda, jadeando en busca de aliento.

—¿Venías a ayudarme o a matarme? —dijo, llevándome a medias en volandas y a medias arrastrándome para alejarme de la furiosa lucha que tenía lugar en el suelo.

Me solté de su agarrón.

—¿Dónde está la perla? —conseguí decir.

—Aún la tiene Sethon.

Entreví un destello metálico en el momento en que Yuso asestaba una nueva cuchillada a su oponente. Debió de dar en el blanco, pues Sethon bramó de dolor y acto seguido dio un puñetazo al capitán en la sien y se soltó.

Yo, mientras tanto, logré por fin aspirar profundamente.

—¿Podemos usar los rayos? ¿Como en la playa?

—No —respondió Ido. A nuestro alrededor, el estridente zumbido de los dragones parecía el canto de mil cigarras—. No sé qué ocurriría si llamáramos a nuestras bestias en medio de este círculo. Y nos arriesgaríamos a destruir la perla.

Tendríamos que hacernos con la Perla Imperial por las malas. Agarré firmemente la empuñadura de mi espada y busqué una abertura entre los dos hombres que se debatían en el suelo, frente a nosotros.

Sethon estampó el codo en la cara de Yuso y luego se arrastró en busca de su espada. Yuso le asestó una nueva puñalada en la espalda desnuda con la navaja, pero era demasiado pequeña y sólo le produjo un corte superficial, un arco escarlata. Se retiró justo a tiempo mientras Sethon se daba la vuelta y apuntaba a su pecho con la espada de Kinra; falló por un pelo. Ambos hombres se levantaron, exhaustos, jadeando con fuerza y, mirándose a la cara. Ahora podían verme. Había perdido mi oportunidad.

Sethon giró la espada de Kinra, que sujetaba con fuerza.

—Acabas de matar a tu hijo —exclamó—. Y a ti mismo.

Yuso estrechó la mano alrededor de la empuñadura de su navaja.

—Ya estoy muerto —entonces me miró—. Dama Eona, que esto valga por la seguridad de mi hijo.

Todo mi cuerpo se enderezó, en tensa expectación.

Se arrojó sobre Sethon, con el cuchillo alzado y los brazos abiertos de par en par. Sethon hundió la espada de Kinra en el pecho del capitán. El golpe fue tan fuerte que la punta del arma emergió entre los omóplatos de Yuso y se oyó el crujido de la empuñadura contra el esternón. Yuso dejó caer el cuchillo y agarró la mano de Sethon para arrimar hombre y espada a su propio cuerpo. Con un gruñido, gutural y profundo, hizo girar a Sethon hasta que su espalda quedó ante nosotros. Sethon tiró de la empuñadura, intentando retirar la hoja.

—Ahora —jadeó Yuso.

Ido saltó hacia delante y hundió con toda su fuerza el cuchillo largo en el punto de energía del sacro de Sethon. Sethon lanzó un alarido de dolor y arqueó el cuerpo. El impacto contra su hua lo dejó clavado al arma. Ido retorció la hoja hacia arriba.

—¿Qué te parece si exploramos los confines del dolor? —dijo al oído de Sethon—. Excitante, ¿no es cierto?

Separó a Sethon de Yuso. Sin el abrazo del pesado cuerpo del Gran Señor, el capitán fue doblando lentamente la espalda hasta caer de costado al suelo de la plataforma. La empuñadura de adularía y jade en su pecho golpeó la madera y todo él se estremeció de dolor.

Ido echó a Sethon al suelo, sin compasión y sin perder tiempo, y lo hizo girar hasta dejarlo panza arriba. Recogió el cuchillo de Yuso, pisó la muñeca de Sethon y luego hundió la hoja de la navaja en la palma de la mano del Gran Señor para dejarlo clavado a la madera. Sentí un escalofrío al oír el alarido de Sethon y ver cómo se contraían sus dedos.

Yuso levantó la cabeza para mirarme, como si el grito de Sethon lo hubiera despertado. Las venas de su cuello se hincharon por el esfuerzo.

—Maylon —dijo entre jadeos—. Se llama Maylon.

Me arrodillé junto a él.

—Nos traicionaste, Yuso. Todo esto es culpa tuya. ¿Esperas que te perdone?

Posó la mirada en Ido, con los ojos empañados por las lágrimas. El Ojo de Dragón había inmovilizado el brazo libre de Sethon con la rodilla. Sethon intentó levantar el tronco, pero Ido le golpeó en la cara con la empuñadura de su cuchillo largo y el impacto le devolvió la cabeza al suelo, violentamente.

—Ido cree que sois como él —dijo Yuso, lentamente. Tosió y escupió sangre—. Pero vos seguís siendo compasiva, ¿no es cierto?

Su respiración se convirtió en un suspiro y cesó.

¿Seguía siendo compasiva? No sentía ninguna dulzura en mi corazón y tenía la esperanza de que los dioses me perdonaran por comprender la sonrisa de placer en el rostro de Ido. Me levanté, puse el pie sobre las costillas de Yuso y arranqué la espada de Kinra de su cuerpo yaciente. El acero, ardiente de ira, susurró su anhelo. Coge la perla. Preparé las dos espadas, haciéndolas girar en mis manos. Toda su furia y su fuerza regresaron con la ansiedad de un retorno a casa.

Contemplé cómo el Ojo de Dragón blandía el cuchillo y se inclinaba sobre Sethon.

—¿Qué podríamos tatuarte en el pecho? —Seguía imitando el tono de dulzura fingida de la voz de Sethon—. ¿Qué tal «traidor»? ¿O «hijo de puta»? ¿O tal vez «segundo hijo para siempre»?

Sethon intentó apartarse del cuchillo que se cernía sobre su esternón. Ido chasqueó la lengua, como si lo estuviera regañando, hundió la punta del arma en la carne de Sethon y la arrastró hacia abajo. La sangre manaba abundantemente. Sethon chilló de nuevo. El dolor le hacía sacudir la cabeza.

Caminé hacia los dos hombres con determinación. Coge la perla. Cada vez que el pecho de Sethon se estremecía, la gema se movía en el hueco ensangrentado entre las clavículas, colgando de sus cuatro puntos de sutura. Podría arrancársela de la garganta. Ver cómo se retorcía y oír su alarido de dolor; vengar la agonía de Kygo.

—¡Sal de ahí! —dije a Ido.

Alcé la espada.

—Espera —replicó Ido. Hundió el cuchillo largo en la palma de la mano libre de Sethon. El hombre emitió un agudo gemido. Ido me miró. Su sonrisa estaba llena de crueldad y, al mismo tiempo, contenía el matiz de intimidad de un amante—. Todo tuyo. Disfruta.

Sethon retorcía las manos para intentar liberarlas de los cuchillos. Su mirada llena de dolor coincidió con la mía. Durante un momento, mantuve la punta de la espada sobre su garganta. Retorció los labios y gruñó como un animal acorralado. Merecía morir con la mayor lentitud posible. Merecía el miedo y el dolor. Pero yo no podía hacerlo. Yuso tenía razón: mi corazón seguía albergando piedad. Con un rugido, hundí las dos hojas de acero en su pecho lacerado. La resistencia de la piel y los huesos me hizo vibrar las manos.

Sethon lanzó un grito ahogado y su cuerpo se elevó en una última sacudida. La perla giró y quedó alojada de nuevo en la base de su garganta mientras el hedor de la muerte se esparcía por el aire. Retiré una de las espadas. El cuerpo inerte del hombre se elevó y luego cayó de nuevo sobre la plataforma. Tragué saliva con fuerza y corté los hilos de oro para liberar la perla. Las espadas de Kinra habían cumplido, por fin, su misión.

Abrí la mano. La Perla Imperial era cálida y pesada. Demasiado cálida para contener sólo el calor del cuerpo de Sethon.

Ido arrancó el cuchillo largo de la palma de la mano del cadáver y lo limpió de sangre restregándolo en la pernera del pantalón.

—Ha sido casi tan satisfactorio como había imaginado. —Levantó los ojos y me miró, entrecerrándolos para dar un toque de reproche—. Aunque ha acabado un poco prematuramente. —Deslizó el cuchillo limpio en el costado de su bota—. Y bien, ¿dónde está el libro?

Siguió mi mirada a través de la plataforma. Kygo y Dela habían matado o auyentado a los soldados y ahora intentaban recoger el libro negro del suelo, esquivando como podían los latigazos que soltaba la ristra de perlas. Dela sostenía su camisa rasgada en alto, a modo de red, dispuesta a echarla por encima de las gemas que no dejaban de contorsionarse. Detrás de ellos, Tozay estaba sentado en el suelo, encorvado y con el brazo formando un extraño ángulo. Sin duda, había resultado herido. Cerca de él yacía el cuerpo exánime del Gran Señor Tuy. Al menos, los dos hermanos habían muerto.

—Kygo tiene el libro —dije—. Podemos…

De repente, me quedé sin habla. Mis sentidos se perdieron en una oleada de dolor que estalló en cada uno de mis senderos interiores. La espada de Kinra me cayó de las manos. Mi otra mano se contorsionó alrededor de la perla, y su borde dorado se clavo en mi palma. La vista se me nubló, y a través de mis ojos empañados, vi a Ido enderezándose y echándose hacia atrás, con la boca abierta en un grito que yo no podía oír. Sólo oía el aullido de la pérdida en mi propia cabeza. El aire a nuestro alrededor hizo una fuerte presión hacia abajo y luego explotó en todas direcciones. Los cuerpos físicos de dos inmensos dragones, uno rojo y el otro azul, aparecieron en la llanura, acompañados de un gran estruendo. La onda expansiva de la energía me hizo caer de rodillas.

El gigantesco cuerpo escarlata de la Dragona Espejo, dos veces más grande que el de los machos, ocupó su espacio correspondiente al este del círculo. Echó la cabeza atrás y lanzó un grito agudo que hizo vibrar su largo cuello, y que era al mismo tiempo un aullido y un gemido. El fuego brillante de sus escamas rojas y anaranjadas se ondulaba con cada movimiento de sus músculos. Sus ojos grandes como ruedas de carreta se cerraron con esfuerzo en el momento en que su cuerpo y su poder completaban el círculo. Debajo de su barbilla, la perla dorada parecía hincharse y latir, y la canción que había en ella se elevó sobre los chillidos de las perlas de los demás dragones.

—¡Eona! —susurré, pero sabía que ya no podía escucharme. Mi dragona estaba en el plano terrenal y nuestro vínculo se había roto. Me lo habían arrancado todo. Me sentía vacía, sin poder, y el dolor que aquello me provocaba, me había dejado inmóvil.

—¡No! —oí que alguien gritaba. Era la voz de Ido, como una cáscara hueca, abierta y asolada.

Su bestia azul respondió con un rugido a la llamada de la dragona roja. Extendió sus delicadas alas y arañó el aire con una de sus garras de ópalo.

Volví la cabeza a un lado. Todos mis huesos parecían haberse secado, y me sentía rígida y desolada.

—No puedo llamarla, Ido.

El cuerpo de Ido era un ovillo agónico. Se apretaba la frente con los puños cerrados.

—Han cerrado el círculo. —Jadeando, levantó lentamente la cabeza y recorrió con la vista todos los dragones—. No nos queda mucho tiempo.