Entorné los ojos para mirar a través del campo de batalla. Intentaba reconocer a Kygo y a Ido entre las diminutas figuras que se hallaban al borde de la escarpada ladera. ¿Podían verme, de rodillas junto a Sethon en lo alto de la torre de mando? Mi presencia no podía pasarles desapercibida: estábamos en el centro del ejército, en lo más alto de una grada de doce pisos de altura, sobre una plataforma de madera. Por añadidura, nos encontrábamos sobre un pequeño estrado enmarcado por un alto dosel. El cebo visible a plena luz del día.
Sethon estiró el brazo y me acarició los cabellos. Su tacto me puso la piel de gallina.
Tal vez Ido no estaba siquiera en lo alto del risco. ¿Para qué, si yo ya no lo amenazaba con forzar su voluntad?
Miré hacia arriba, al techo de seda del dosel, que el viento hinchaba sobre nuestras cabezas. Sus flecos en forma de estandartes se agitaban como látigos. Las calurosas ráfagas de aire barrían la llanura herbosa, dando una extraña sensación de irrealidad, y los bancos de nubes plateadas cerraban el cielo sobre nosotros. Me humedecí los labios resecos, intentando descifrar el aire: contenía la aspereza de un rayo seco, la misma energía acre cuyo olor había percibido en la playa, con Ido. Todos mis sentidos de Ojo de Dragón me decían que era él quien fabricaba aquel viento abrasador. Se había quedado para combatir junto a Kygo. Aquella certeza me hizo enderezar la espalda.
—¿Tienes algo más que decir? —preguntó Sethon al Gran Señor Tuy, que había hincado una rodilla en el suelo ante él, junto a la base del pequeño estrado. Era otro de los hermanastros de Sethon, de parecida edad; tenía una mirada cautelosa de ojos estrechos, y profundas arrugas entre la nariz y la boca que le daban a su rostro una permanente expresión de desdén.
—Tengo una duda, Majestad —dijo—. Este plan de tomar el risco. La sabiduría convencional dice que atacar cuesta arriba es un error estratégico.
Sethon acarició con los dedos las pequeñas esferas de adularia y jade en las empuñaduras de las espadas de Kinra, que colgaban, enfundadas en sus vainas, del brazo de su silla.
—Un error estratégico —repitió suavemente.
—Xsu-Ree previene específicamente contra ello, hermano —dijo Tuy, con el puño cerrado en un esfuerzo por moderar su tono de voz—. ¿Por qué motivo no debemos seguir los consejos que dicta su sabiduría? Siempre nos han sido muy útiles.
Me dolían las rodillas de tanto estar en aquella posición, pero no osaba moverme lo más mínimo para no atraer la atención de Sethon. Él había relajado el control físico de mi cuerpo, excepto por las manos, que llevaba sujetas mediante la ristra de perlas. No podía soportar la idea de perder otra vez aquella libertad. Seguía sintiendo, con una vergüenza que me quemaba los adentros, cómo sujetaba mi poder, asfixiándome, igual que si fuera un perro atado a su correa; aquello era lo que yo le había hecho a Ido, y lo que ambos hacíamos a los dragones.
—Deberíamos rodear la ladera —añadió Tuy— y atacarlos en terreno nivelado, con toda nuestra fuerza. Sólo tardaremos una semana, y los destrozaremos con mínimas bajas para nosotros.
Sethon metió los dedos entre mis cabellos y me echó la cabeza atrás. Miré fijamente el dosel, intentando no mostrar el dolor que sentía en el cuero cabelludo.
—Mira lo que tengo, hermano —dijo, mientras me agitaba la cabeza—. Poder de dragón. No necesito atacar en terreno nivelado.
Tuy me echó una fugaz mirada a la cara.
—Todos vemos lo que tenéis, Majestad —dijo, apretando los labios—. La Ojo de Dragón Espejo es muy valiosa, sin duda, pero su presencia intranquiliza a los hombres. Temen que un desacato a la Alianza pueda traer la desgracia a esta campaña.
Sethon me soltó la cabellera e hizo un gesto en dirección a los grandes batallones que había allí abajo, cada división con su propio tono de armadura: rojo, verde, púrpura, amarillo, azul; inmensas hileras de color que parecían extenderse hasta el infinito, hacia la base del risco.
—Los hombres estarán más que satisfechos con el poder de la dama Eona cuando nos ataque el Señor Ido —dijo—. Tomaréis el risco mientras yo me cuido de Ido y su dragón. Incluso si perdemos a cinco hombres por cada uno de los suyos, pronto les habremos pasado por encima. —Dobló un dedo en dirección a Yuso—. Recuérdale a mi hermano a cuántos hombres nos enfrentamos.
Yuso dio un paso al frente.
—No más de cuatro mil quinientos, Gran Señor Tuy.
Me mordí el labio para contener mi rabia. ¿Acaso no veía Yuso que Sethon nunca le entregaría a su hijo? Nos había traicionado a cambio de nada, y ahora la resistencia se enfrentaba al poder del dragón. A mi poder.
—Estoy al corriente de la relación de fuerzas, Majestad —dijo Tuy—, pero…
—No, ya basta —espetó Sethon—. Quiero acabar con esto. Esperé demasiado para llegar al trono. Hace ya mucho que tendría que haberme hecho con la perla. —Señaló con el dedo a un hombre que se hallaba al otro lado de la plataforma, y que en ese momento se hincó de rodillas en el suelo; a juzgar por el gorro marrón que cubría su cabeza y por la caja roja lacada que había junto a él, era un médico—. Quiero capturar vivos a Kygo y a Ido, y quiero que me cosan la perla a la garganta. ¡Hoy mismo! ¿Lo entiendes?
Eso era una condena de muerte para Kygo. Tan pronto como le hubieran arrancado la perla de la garganta, sólo le quedarían doce alientos de vida. Menos de un minuto.
Tuy se inclinó en una sumisa reverencia.
—Sí, Majestad.
—Da la señal de avance a la división del Tigre y regresa a tu batallón.
Tuy hizo una nueva reverencia y se fue, apretando la mandíbula. Sethon contempló cómo su hermanastro daba la orden a los doce portaestandartes enfundados en sus armaduras de cuero, que estaban en posición de firmes a lo largo del escalón inmediatamente inferior de la grada. Dos hombres en el borde más alejado izaron inmediatamente sus grandes gallardetes, uno blanco y otro amarillo, en el extremo de robustas astas y los agitaron al aire racheado, formando ángulo recto con sus cuerpos. Más abajo, la división amarilla se separó de la formación principal.
Sethon rugió satisfecho.
—Ahora nos toca a nosotros, dama Eona. Vamos a atraer la atención del Señor Ido.
Me acarició los cabellos una vez más.
Aparté la cabeza.
—Habéis tenido poder de dragón un solo día —dije—. Él lleva doce años. No lo derrotaréis.
Sabía que iba a castigar mi insolencia, pero valía la pena. La fuerza iba siempre acompañada de palabras osadas. Puse el cuerpo en tensión, esperando el golpe. En cambio, se echó a reír.
—Cuando tuve al Señor Ido encerrado en aquel calabozo, aprendí tres cosas sobre él —dijo Sethon—. La primera es que tiene que estar en posesión de todas sus facultades para usar su poder. La segunda es que sólo puede concentrar su poder en una única tarea. —Se inclinó hasta que su cara quedó a pocos centímetros de la mía—. Y la tercera se refiere más a él como hombre que como Ojo de Dragón. Después de tres días de esmerados cuidados por mi parte, hubo un momento en aquella celda, en que él había recuperado tanto sus facultades como su poder. Podría haber arrasado el palacio entero. Sin embargo, dirigió su poder hacia otra parte, para ayudarte, según creo, y de ese modo perdió su oportunidad de escapar.
Entonces, con un escalofrío que recorrió toda mi espalda, comprendí que Ido había usado su poder para salvarme de los doce dragones huérfanos, allá en la aldea de pescadores, en lugar de escapar.
—El Señor Ido te protegerá a cualquier precio —dijo Sethon—. Por eso sé que ahora está allí, en lo alto del risco, esperando el momento de atacar. Por eso sé que esta plataforma es un lugar seguro. Y por eso sé que lo derrotaremos.
Se levantó de la silla con la determinación de un toro y me puso de pies en el suelo. Yo tenía las piernas inmóviles, dobladas y agarrotadas, y sólo me mantenía derecha porque él continuaba agarrándome. De aquel modo avanzamos hacia el borde de la plataforma. Los portaestandartes, alineados en el escalón que teníamos justo debajo, se hundieron en profundas referencias. Sethon señaló con la mano la llanura, donde estaban sus tropas.
—¿Ves ese escuadrón de ahí abajo?
Me asomé, insegura, al borde de la plataforma. Unos cincuenta soldados estaban en formación, vestidos con armaduras grises y mates, como si acabaran de aparecer de entre las sombras.
—Los llamo «los cazadores». Todos y cada uno de ellos saben qué aspecto tiene el Señor Ido. Y todos y cada uno de ellos saben cómo interrumpir la hua de un hombre y dejarlo sin sentidos. Están aquí para capturar al Señor Ido y entregármelo, en el mundo de las sombras. Tú y yo mantendremos el poder de Ido concentrado en otras tareas mientras ellos cumplen su misión.
La estrategia era clara y sencilla. Sethon no necesitaba doce años de entrenamiento en las artes del dragón; le bastaban cincuenta cazadores que supieran abrirse camino en medio de la refriega y una distracción que apartara a Ido de su cuerpo material. Era digno de Xsu-Ree.
—Lanzad el ataque —dijo Sethon a un portaestandarte.
Banderas rojas, verdes y amarillas ondearon en una elegante secuencia. Un rugido se elevó desde los miles de hombres que había a nuestros pies en el momento en que la división amarilla se ponía en marcha hacia el risco. Rogué a los dioses que Kygo e Ido estuvieran preparados.
Sentí en lo más profundo de mi ser el torrente de energía de la comunión de Ido con el dragón azul. El sentimiento estaba amortiguado por el libro negro, pero no por ello dejaba de contener el vigorizante aroma del hombre y su bestia espiritual. El sabor de la esperanza.
El aire a nuestro alrededor se comprimió de repente. Las nubes que se cernían sobre el campo de batalla se contrajeron como si fueran un enorme músculo flexible. Tres zigzagueantes rayos rasgaron el cielo y su poder chisporroteante golpeó de lleno el batallón amarillo, arrancando tierra y hombres y lanzando al aire sus cuerpos pálidos entre la oscuridad del torbellino. El impacto cruzó el campo de batalla y nos alcanzó con una onda de sonido que llevaba la fuerza de un puño. Sethon y yo nos tambaleamos hacia atrás, y los portaestandartes que teníamos debajo se agacharon buscando protección. Volví la cabeza a un lado para evitar que Sethon viese mi expresión exultante.
—Que continúe el avance —ordenó Sethon.
Las banderas volvieron a transmitir las órdenes a través de la llanura.
Una línea de arqueros lanzó desde lo alto del risco una densa lluvia de flechas que cubrió un momento el cielo plateado y luego se perdió contra el fondo oscuro de la ladera hasta que llegó a tierra. Sólo los cuerpos que caían y los espacios que se abrían en las hileras de hombres corriendo, mostraban que las flechas habían alcanzado su destino.
La tierra tembló entonces bajo mis pies y se oyó un gran rugido. Una grieta se abrió a la izquierda de la ladera. La tierra y la hierba, a ambos lados, se desmoronaron hacia su interior y el abismo se extendió, cada vez más largo y profundo, por el campo de batalla. Se dirigía directamente hacia nosotros, como si dos inmensas manos rasgaran la tierra. Muchos hombres caían aullando en el interior de la convulsa zanja; la mitad del batallón azul se perdió en la tierra estremecida y las altas columnas de polvo. Me agaché para protegerme de la arena y los guijarros que caían sobre nosotros como una ducha punzante. Sethon se equivocaba: Ido iba a destruir la plataforma. Tres de los portaestandartes dejaron caer sus gallardetes y empezaron a bajar los escalones, apresuradamente.
—Mantened la posición —gritó Sethon.
Se quedaron inmóviles mientras el abismo seguía su camino y hacía temblar la estructura, al tiempo que nos barría una ola de calor. Sentí profundas náuseas: el polvo y el miedo se pegaban a mi garganta.
El temblor se detuvo. Sólo se oía el golpeteo de la lluvia de tierra y la áspera respiración de Sethon. Y luego, gritos que ascendían desde la planicie.
Pestañeé para limpiarme los ojos de arenilla y lágrimas. La gran grieta había pasado rozando la plataforma y había continuado avanzando a lo largo de toda la llanura, dejando a un tercio de las fuerzas de Sethon separado del resto del ejército.
—Mi sobrino sabe cómo emplear las enseñanzas de Xsu-Ree —gruñó Sethon. Entonces cerró el puño alrededor de las perlas que sujetaban mis muñecas.
—¡Muéstrame los dragones! —dijo, acercando tanto su rostro al mío que podía sentir el poder del libro en su aliento metálico.
La coerción de la sangre me propulsó hacia el mundo de la energía. La hua negra y espesa recorría el cuerpo transparente de Sethon, y los senderos de mis brazos se iban llenando de vetas oscuras. Sethon ahogó un grito al sentir el súbito cambio de plano.
Muy abajo, el campo de batalla era un remolino de rojos y naranjas violentos, iridiscentes: miles y miles de soldados reducidos a palpitantes puntos de hua, atrapados en el estupor que había provocado el doble ataque por tierra y aire. El impacto de los rayos reverberaba en la tierra lacerada, iluminándola con un brillo blanco, apagado, y en la cicatriz oscura del abismo se alojaba la hua de los hombres que morían en él, como el centelleo de diminutas luciérnagas.
Más arriba, el dragón azul revoloteaba en círculos sobre la planicie, resistiendo obstinadamente a la fuerza del libro. Otra red de sutiles hilos, como la tela de una araña, vinculaba a la bestia con el risco: Ido, tejiendo su poder. La dragona roja se revolvía para evitar la fuga de una corriente de densa energía que se veía arrastrada fuera de su cuerpo, y reemplazada por hua oscura procedente del libro que atravesaba sus escamas purpúreas. Mis ojos se vieron atraídos por la perla dorada que lucía bajo su barbilla. Su renacimiento.
Tienes que enmendar las cosas. La súplica de Kinra latía en mi sangre.
El Dragón Rata bajó en picado, y abrió con su poder una nueva grieta en el flanco derecho del ejército, dirigida directamente a los batallones verde y rojo. Cientos y cientos de brillantes puntos de hua parpadeaban hasta desaparecer, atrapados y consumidos en la tierra que se abría bajo sus pies. Ido estaba excavando dos abismos infranqueables que dividían el ejército de Sethon en tres partes. En lo más alto del risco, brillantes líneas de hua empezaron a descender por la empinada ladera: los hombres de la resistencia atacaban a los restos de los batallones rojo y verde, acorralados entre las profundas zanjas. Yo sabía que Kygo se encontraba entre aquellos hombres, sin duda en primera línea, y envié una desesperada plegaria a Bross para pedirle que lo protegiera. Más fácil era localizar a Ido; sus tenues hilos de poder se alzaban desde el centro del frente de ataque, directos hacia el dragón, y la bestia, siguiendo sus instrucciones, continuaba rasgando la tierra.
—¡Detenlo! —me ordenó Sethon a voz en grito.
La coerción atravesó mi cuerpo de energía hasta alcanzar a la dragona roja. Una fuerza negra y amarga se hizo con su poder y nos obligó a realizar nuestra unión. No hubo gloriosa calidez ni gozo con sabor a canela; sólo rabia y miedo, tanto para ella como para mí. Me debatí contra la fuerza que me sometía, intentando soltarme del vínculo con mi bestia y así salvarla del control de Sethon, pero el poder de la sangre, como un ácido ardiente, abría nuevos senderos de unión.
—Detén al dragón de Ido —ordenó Sethon—. ¡Atácalo!
—¡No! —respondí, con un grito ahogado que resonó a través de mi comunión con la Dragona Espejo, pero ella ya se estaba enroscando para lanzar toda nuestra fuerza contra el dragón azul.
Extendimos las garras para convertirlas en armas, y nuestros músculos gigantescos se hincharon con una determinación mortal. Nos abalanzamos sobre el Dragón Rata. Él describió un giro en el aire para repeler nuestro ataque. Aulló y cesó el poder con el que estaba abriendo la segunda grieta. No estaba terminada todavía: un trecho de tierra aún conectaba los dos batallones. Hundimos las garras en las escamas azules y abrimos un desgarrón en uno de sus flancos, a través del cual manó energía brillante. La bestia rugió y nos dio un coletazo en el pecho que nos dejó aturdidas. Luchamos por liberarnos de la fuerza que nos sometía. El mundo de la energía se retorció y sus colores se difuminaron. Pero la soga era demasiado fuerte. Volamos en círculos hacia lo alto para enfrentarnos de nuevo a la bestia azul. Ella se retiró, pero la seguimos y le abrimos una profunda herida en el pecho con nuestras zarpas.
¡Ido! Intenté que mi voz mental atravesara la barrera del libro, pero era lo mismo que llamarlo desde el otro lado de un espeso muro.
Volvimos a la carga. El dragón azul se agachó para esquivarnos, y uno de sus retorcidos cuernos nos arañó el vientre. Nos arqueamos en el aire.
Más abajo, la resistencia penetraba desde la ladera del risco entre las dos hendiduras que había excavado Ido. Los soldados que habían quedado atrapados en aquella franja de tierra corrieron a su encuentro. Las dos fuerzas chocaron, los minúsculos puntos de hua se entrecruzaron y formaron una ciénaga de energía tumultuosa. La telaraña de poder entre la bestia azul e Ido brillaba como la punta de una flecha que apuntaba a su posición exacta.
—Enviad a los cazadores —oí que Sethon ordenaba a los portaestandartes—. Ido está justo enfrente.
Las banderas ondearon. Al pie de la plataforma, la compacta formación de cazadores se disgregó, y sus brillantes puntos de hua se disolvieron en el gran nudo de energía palpitante de la batalla.
El dragón azul rugió y volvió a dirigirse, con sinuosa velocidad, hacia el abismo inacabado. Nosotras giramos nuestro enorme cuerpo y caímos en picado sobre él. El impacto fue tan violento que el estremecimiento de la dragona alcanzó mi cuerpo terrenal. Clavamos las enormes mandíbulas en el cuello del Dragón Rata. Sethon, junto a mí, estalló en una carcajada al ver cómo la bestia azul se debatía desesperadamente con sus garras de ópalo, y se desgarraba las escamas al huir de nosotras.
¡Lo siento, lo siento, lo siento!, grité en mi mente, aunque sabía que Ido no podía oírme.
—Adelante el resto del batallón rojo —ordenó Sethon a los portaestandartes—. Acabemos de una vez.
Los refuerzos surgieron a través del extremo inacabado de la zanja. Los puntos de energía plateada que avanzaban en hilera, se arracimaron y se abrieron paso entre las líneas irregulares de la resistencia. Nosotras nos lanzamos en persecución del dragón azul, aullando para proclamar nuestra rebeldía, pero no éramos capaces de detener nuestro propio ataque, impelidas por el poder que nos forzaba. Abajo en la llanura, la telaraña de energía que unía a Ido con su bestia se hallaba asediada. Un círculo de hua se arremolinó a su alrededor, y un círculo más pequeño resistía desesperadamente el ataque: combatientes de la resistencia que protegían al Ojo de Dragón, intentando repeler el ataque de los cazadores que buscaban el modo de capturarlo. El círculo se abrió y luego se reagrupó, pero no fue lo bastante rápido. La protección se había roto en dos puntos de hua. Los hilos de poder parpadearon y luego se rompieron. El Dragón Rata aulló.
—¡Lo tienen! —gritó Sethon, exultante.
—¡No! —chillé—. ¡No!
—Terminad la unión.
Sentí la coerción cerrándose sobre mi poder y arrancándome de la Dragona Espejo. Los colores palpitantes, vibrantes, del mundo de la energía se deslizaron y se retorcieron sobre sí mismos hasta convertirse en carne. La carne de Sethon triunfante. Me lancé contra él, pero no podía mover las manos, sujetas por las perlas, aunque en mi mente le estaba clavando las garras en su cara llena de suficiencia. Me asió por los hombros.
—Ahora sólo es cuestión de tiempo —dijo—. Mira. —Me obligó a mirar al campo de batalla.
La llanura, ante nosotros, ya no era una danza de ondulante hua, sino una extensión de cuerpos retorciéndose, gritos y sonido de metal. Un barro hecho de polvo y sangre se elevaba como si los hombres se hallasen a merced de un ciclón. Pero incluso para mis ojos inexpertos, era evidente que las líneas de la resistencia retrocedían. No podrían resistir.
Sethon contempló el caos.
—¿Cómo se siente uno cuando se convierte en el agente de la derrota de sus propios amigos, dama Eona?
Me sentía como si me hubiesen arrancado el corazón.
La rendición del ejército de la resistencia tomó más tiempo del que esperaba Sethon. Lucharon hasta el final de sus fuerzas y sus esperanzas, pero acabaron sucumbiendo ante la superioridad numérica de sus enemigos y la pérdida de su Ojo de Dragón. Observé en silencio cómo cada uno de los grupos de valerosos combatientes era derrotado, y los hombres morían o eran hechos prisioneros, hasta que el estrecho campo de batalla que había creado Ido se convirtió en terreno para el pillaje de los soldados, y para alimento de las aves carroñeras de cuerpos negros y encorvados que saltaban de un cuerpo a otro, ávidas de carne. Me había quedado sin lágrimas que llorar, mi espíritu estaba tan seco que ni siquiera podía arrancarle saliva para rezar a Shola por los muertos y los que agonizaban. Mi mente estaba marchita y no cabía en ella más que un único pensamiento: les había fallado a todos; a Kygo, a Kinra y a los dragones que esclavizábamos.
Sethon estaba impaciente. Descendió los grandes escalones para esperar abajo a los prisioneros. Me tenía a su lado, y sus ayudantes y criados no tardaron en acudir para ocupar sus posiciones, detrás de nosotros. Llevaba una de las espadas de Kinra en la mano, y con la otra me llevaba como si estuviéramos paseando por un jardín. El viento que había creado Ido había amainado hacía un buen rato, dejando atrás una densa humedad que ya comenzaba a llenarse del hedor de los cadáveres. Los soldados se congregaban a nuestro alrededor para contemplar la escena final de la victoria de Sethon. Su curiosidad morbosa me abrumaba tanto como el aire pesado y caluroso.
Un nuevo y terrible pensamiento penetró como un gusano en mi horror: ¿seguía vivo Kygo? ¿Ido? Sethon había ordenado que los capturaran vivos, pero las cosas se habían torcido durante la batalla.
Un murmullo que recorría la muchedumbre anunció la llegada de los prisioneros. Sethon estrechó la mano con que me asía el brazo. Los hombres se abrieron a ambos lados para dejar paso a una figura que caminaba, erguida y orgullosa, entre dos soldados que lo custodiaban: Kygo, con las manos entrelazadas en la nuca como un vulgar prisionero, mostrando la Perla Imperial, desafiante, sobre el gorjal de su armadura de cuero. Estaba vivo. Detrás de él, dos cazadores arrastraban el cuerpo inerte de Ido: lo entregaban privado de sentidos, tal como se les había ordenado.
Kygo caminaba con la cabeza alta, pero era fácil ver el dolor y los remordimientos recorriendo su cuerpo con cada latido de su corazón. La derrota le había desnudado el espíritu. Todo cuanto le quedaba estaba escrito en su rostro extenuado: decepción, desesperación y el núcleo de su coraje, que lo mantenía erguido. Cuando estaba lo bastante cerca de nosotros, clavó en mí su mirada, y entonces vi otra cosa que le quedaba en el espíritu: yo.
Sethon levantó la mano para que los guardias se detuvieran. Obligaron a Kygo a ponerse de rodillas, a pocos metros de nosotros. Los cazadores soltaron el cuerpo de Ido, que se desplomó sobre el suelo; sólo las cejas y las pestañas daban algo de color a su cara pálida. También vi a Ryko, Dela y Tozay; iban ensangrentados, entre las hileras de prisioneros exhaustos de la resistencia, pero estaban vivos. No había rastro de Vida. Recé porque estuviera a salvo, en el campamento, junto con mi madre, Rilla y Chart.
Kygo miró la mancha de sangre que se extendía por el pecho de mi túnica.
—¿Qué te ha hecho, Eona? —dijo con voz rasposa—. ¿Estás bien?
Asentí con la cabeza, aunque no lo estaba.
—Lo siento —logré decir—. Me ha forzado. —Intenté levantar las manos, pero estaban inmovilizadas. El libro.
—Hay menos honor en ti que en la mierda de un perro —dijo Kygo a su tío, escupiendo las palabras.
—Y tú tienes todo el honor de tu padre —replicó Sethon.
Kygo estrechó la mandíbula, y la tensión hizo resaltar el relieve de cada uno de sus músculos.
—Eso espero —dijo.
—No era un cumplido. —Sethon tomó aliento profundamente, como si estuviera saboreando sus siguientes palabras—. Arrodíllate ante tu emperador.
La voz de Kygo era fría como el acero.
—No.
—¡Arrodíllate! —repitió Sethon.
—No me postraré ante un traidor a esta tierra —dijo Kygo en voz bien alta.
Sus palabras provocaron una ola de expectación entre los soldados que observaban la escena, como si estuviera a punto de iniciarse una pelea de perros.
Sethon hizo un ademán con la barbilla en dirección a uno de ellos.
—Tráeme a uno de sus hombres.
El guardia arrastró a un prisionero, de rodillas, ante nosotros. Era Caido. Tenía la espalda encorvada por la extenuación. Levantó los ojos mirando a Kygo; sus labios resecos parecían murmurar una súplica.
Sethon sopesó la espada de Kinra.
—Arrodíllate ante mí o mataré a tu hombre.
Kygo enderezó aún más el cuerpo, pero antes de que pudiera decir nada, Caido se abalanzó súbitamente sobre Sethon, con el rostro de delicadas facciones retorcido por la rabia de la desesperación.
—¡No se postrará ante ti!
La espada hendió el aire y luego se oyó el crujido de los huesos, y la sangre manó a borbotones. El cuerpo de Caido cayó desplomado al suelo. Cerré los ojos. La imagen de su cabeza casi desgajada de los hombros me presionaba los párpados.
—Yuso —espetó Sethon—. ¿Cuáles de estos prisioneros son importantes para mi sobrino?
Abrí los ojos en el momento en que el capitán salía de entre el pequeño cortejo que nos acompañaba. Contuve el aliento mientras se encaminaba lentamente hacia las hileras de prisioneros, a prudente distancia del odio palpable que emanaba de los hombres arrodillados. Alguien lanzó un escupitajo que surcó el aire y aterrizó junto a sus pies.
Se detuvo ante Dela.
—Ésta es la contraria, Majestad —dijo.
Dela vestía armadura masculina y se había echado atrás la cabellera, formando una coleta de hombre, pero toda ella era una mujer guerrera, llena de fiereza y determinación. Se le había vuelto a abrir la herida en el rostro y llevaba la mejilla embadurnada de sangre, como el maquillaje de un combatiente.
—Espero que mueras lenta y dolorosamente —dijo.
Yuso no le hizo caso y señaló a Ryko.
—Y éste es el isleño. Ha estado con el príncipe desde el principio.
—¿Por qué lo has hecho? —dijo Ryko, con la voz tan dura y afilada como la hoja de una espada, aunque fui capaz de reconocer en ella una pena terrible por la traición de su capitán.
—Tiene a mi hijo, Ryko —masculló Yuso.
Durante un momento, los dos hombres se quedaron mirándose. Luego Yuso prosiguió y se detuvo una vez más.
—Tozay, su general.
El maestro Tozay levantó la cabeza. Su rostro, lleno de arrugas, estaba demacrado, y sus espaldas hundidas. Siempre había sido el baluarte, a la sombra de Kygo. Ahora no era más que un hombre derrotado.
—Súbelos a la plataforma —ordenó Sethon—. Quiero que todos y cada uno de los hombres asistan a mi reclamación de la perla, y que vean cómo acabo con la resistencia de una vez y para siempre.