22

Una voz en grito me despertó a la mañana siguiente. Enfoqué los ojos legañosos al techo de la tienda. A través del hueco para la salida de humos, vi la luz rosada del alba. Me dolía mucho la cabeza, y cada punzada iba acompañada de una oleada de náuseas. Hice un esfuerzo para incorporarme, apoyándome en los hombros, con una mueca de dolor. Allí fuera, los perros del campamento aullaban a su propio ritmo, en señal de alarma.

Vida se levantó de su lecho entre las alfombras, con las dagas desenvainadas, y se acercó a la puerta de la tienda.

—Levantaos, Mi Señora —susurró—. Algo está ocurriendo.

Me senté al borde de la cama alta, con las piernas colgando.

—¿Ha empezado la batalla?

Aquel pensamiento me aterró de tal modo que se me cerró la boca del estómago.

—No, no es aviso de batalla. —Vida abrió la puerta ligeramente, sólo una rendija por la que penetraba la luz, y miró afuera, con la cabeza ladeada para poder escuchar—. Es uno de los exploradores. Grita algo sobre un demonio que cruza el campamento de Sethon.

No era un demonio. Mi dolor de cabeza no dejaba lugar a dudas: se trataba de Dillon. Había llegado, y con él llegaban también la esperanza… y el terror. Arranqué los pantalones de la prensa de madera y me los puse, mientras caminaba a la pata coja, sobre las alfombras, hacia el perchero donde habíamos puesto a airear el resto de la ropa. Descolgué la túnica y metí los brazos en sus anchas mangas.

—Vida, ayúdame a colocarme las espadas.

Anudé los cordeles interiores de la túnica y me enrollé la faja alrededor de la cintura.

Ella sostuvo las vainas en alto. Pasé los brazos entre las correas y encogí los hombros varias veces para colgarme las armas a la espalda. Las correas se me clavaron en el pecho, y la aguda presión física pareció una extraña ancla a la que agarrarme entre la agitación mental que provocaba el miedo. Vida se agachó para atarme el cinturón, chasqueando la lengua ante la dureza del cuero.

Alguien aporreó la puerta con tal fuerza que la hizo temblar.

—¡Dama Eona! ¡El Emperador ordena vuestra presencia inmediatamente! —gritó Yuso.

—Ya está —dijo Vida, mientras se alejaba de mí.

—Las placas de mis antepasadas —dije—. ¿Dónde están? Las necesito.

Kinra me había ayudado antes a luchar contra Dillon. Tal vez lo haría ahora de nuevo.

Vida fue hacia un pequeño cesto que había en el suelo y hurgó en su interior.

—Aquí. —Extrajo la bolsa de piel—. ¡Que vuestras antepasadas os protejan, Mi Señora!

—Y los tuyos a ti, Vida.

Cuando cogí la bolsa, ella cerró su mano sobre la mía, en un breve gesto de compañerismo y esperanza.

Metí la bolsa entre los pliegues de la faja y abrí la puerta. Una punzada de dolor me hizo tambalear. El capitán Yuso me dedicó la preceptiva reverencia. Su perspicaz mirada captó mi vacilación. Más allá, se veían hombres agachados alrededor de caballos inquietos; anudaban las cinchas, comprobaban los arreos. Ryko iba dando órdenes y Kygo hablaba en privado con Tozay. El aire aún conservaba el frescor de la madrugada, pero la luz del sol ya amenazaba con un día caluroso.

Y había algo más: un toque de humedad casi imperceptible que me hacía estremecer.

—Nos dirigimos al punto de observación, Mi Señora —dijo Yuso—. Un explorador ha informado de que está ocurriendo algo en el campamento de Sethon. —Me miró fijamente. Dice que es un demonio.

Aunque intenté no perder la firmeza, desvié la mirada para evitar su insistencia.

—¿Un demonio?

La verdad se cernía finalmente sobre nosotros con la fuerza de un alud. Unos pasos detrás de Yuso, alguien se hallaba agachado, retorcido, hecho un ovillo; un hombre que se cubría la cabeza con los brazos y cuya espalda se levantaba y se hundía con cada una de sus roncas respiraciones. La poderosa línea que marcaban sus hombros y sus cabellos negros, enmarañados, no dejaba lugar a dudas.

Ido.

Pasé rozando a Yuso y corrí hacia el Ojo de Dragón justo en el instante en que uno de los guardias lo agarraba del brazo para que se pusiera en pie.

—¡Déjalo! —grité. El guardia se quedó agarrotado.

—¿Ido? —Me dejé caer de rodillas junto a él—. Ido, mírame. —No levantó la cabeza—. Dejadle respirar —ordené, con un ademán de los brazos para que los guardias se retiraran unos pasos.

Le toqué los cabellos, no sin cierta aprensión. Estaban empapados de sudor. Finalmente, alzó la cabeza.

—Eona. —Me cogió las manos entre las suyas, a pesar de los grilletes. Tenía la piel cálida y húmeda por la fiebre—. Ha llegado. ¿Puedes sentirlo?

—Sí. ¿Por qué es tan mala noticia?

—Es mucho más, fuerte de lo que yo creía —susurró—. Está empleando los cánticos de muerte del manuscrito. Puedo sentirla a su alrededor.

—¿Podrá detenerlo Sethon y coger el libro?

—No creo que nadie pueda detenerlo. Ni siquiera nosotros.

—Tenemos que hacerlo —dije—. Quiere matarte.

Ido me estrechó los dedos con más fuerza todavía.

—Nos quiere matar a los dos.

Su rostro cambió. Las arrugas que provocaba el dolor dejaron paso a una expresión de alarma. Observé con el rabillo del ojo que los dos guardias se hundían en profundas reverencias. Giré sobre las rodillas y vi acercarse al Emperador.

—¿Qué le ocurre? —dijo Kygo, señalando a Ido con el mentón—. Cada vez tiene peor aspecto.

Me incliné, pero antes de que pudiera responder, Ido se puso en pie, no sin esfuerzo. Había perdido toda elegancia. El dolor y la torpeza de sus manos entre los grilletes lo habían despojado de ella.

—No me ocurre nada —dijo.

Dobló el cuello hacia abajo, casi en una reverencia, y fue andando hacia los caballos. Le debía de costar un gran esfuerzo moverse como si su cuerpo no sintiera la tortura. Me froté la frente para calmar mi propio dolor.

—Ven, naiso. —Kygo me tendió la mano y me ayudó a levantarme—. Cabalgarás detrás de mí.

Pronto sabría que el demonio era Dillon. ¿Había llegado el momento de contárselo todo? ¿De actuar como un verdadero naiso? Si lo hacía, perdería su amor para siempre, reemplazado por la ira y el sentimiento de haber sido traicionado. Aun así, debía hacerlo. Sabía que debía hacerlo.

—Todo irá bien —dijo, mientras acercaba mis dedos a sus labios.

Su dulce beso en la palma de mi mano rompió cualquier atisbo de mi débil resolución. No, no todo iba a ir bien, pero no podía soportar tener que decírselo. Todavía no.

Cabalgamos a galope moderado. Yo casi no me daba cuenta de la incomodidad del movimiento, que me hacía crujir los huesos. Cada parte de mí estaba concentrada en el cuerpo de Kygo contra el mío: sus fuertes músculos bajo mis manos, la trenza de su coleta contra mi mejilla, el olor a humo de la noche anterior, que seguía presente en sus cabellos. El suplicio de Dillon y el libro negro pendía sobre mí como una roca suspendida en el aire, pero durante aquella corta cabalgada me agarré a Kygo y viví en su aliento y en el latido de su corazón, y en el sueño imposible de que podríamos permanecer de aquel modo para siempre.

Una vez en el punto de observación, Ryko me sostuvo mientras yo desmontaba y me mantuvo firme hasta que los músculos de las piernas dejaron de temblarme. La cabeza me dolía horriblemente.

—Gracias —logré decir.

Hizo un breve gesto de asentimiento.

—Mi Señora… —Frunció los labios con fuerza—. Dela dice que ayer fui demasiado lejos.

Antes de que pudiera responder, Kygo desmontó ágilmente y me cogió de la mano. Ryko hizo su reverencia y se alejó. El momento de intimidad se había desvanecido.

Un poco más atrás, Ido desmontó también, pero se le doblaron las rodillas y cayó rodando por el suelo. El caballo, sorprendido, piafó. El movimiento reflejo de Ido en su esfuerzo por evitar las pezuñas pareció consumir sus últimas energías.

—Ponedlo en pie —ordenó Tozay a los guardias.

Los dos hombres levantaron al renqueante Ojo de Dragón, sujetándolo por los codos.

Nadie dijo una palabra, mientras nos abríamos camino a través de los árboles, siguiendo al explorador que había dado la señal de alarma. Pensé que todos podíamos sentir la presencia de algo oscuro, allí delante, una distante alteración de la normalidad que reverberaba en el aire, como una espada golpeando la piedra.

Otro explorador miró por encima de los hombros cuando vio que nos acercábamos al borde del precipicio. Era el mismo hombre de vista tan aguda que montaba guardia el día anterior. Inclinó la cabeza mientras nos agrupábamos a su alrededor. Todos menos Ido. Miré al Ojo de Dragón, allí atrás. Había caído de rodillas al suelo, con la espalda doblada, y cada una de sus respiraciones iba acompañada de un resuello de dolor.

—Ha empezado justo antes del amanecer —dijo el explorador, señalando con el dedo en dirección a una nube de polvo oscuro en el horizonte.

Algo avanzaba hacia nosotros, cruzando el campamento de Sethon y destrozando a los soldados que intentaban interponerse en su camino. Cada pocos minutos, un grupo de hombres se abalanzaba sobre la cosa, como una manada conducida por una columna de jinetes. El frente de soldados de infantería se rompía ante la fuerza de aquel cuerpo solitario, y sus miembros desaparecían entre el polvo oscuro como una espuma negra en la cresta de una ola. Una niebla alta de color rosa, abominable, cubría el conjunto, y la lluvia que descargaba sobre los hombres teñía el barro de rojo. Estaba lejos de nosotros, de modo que no se oía nada, pero la brisa matutina nos traía el olor a miedo y a entrañas humanas, y el hedor húmedo y metálico de la sangre.

Sethon deseaba tanto el libro negro que estaba creando un camposanto para sus propios hombres. Aquello me revolvía el estómago. Tuve que volver la cara a un lado mientras intentaba contener el sabor ácido del vómito que ascendía hasta mi boca.

—En nombre de Bross, ¿qué es eso que atraviesa el campamento? —dijo Kygo, tapándose la nariz con los dedos.

—Es un muchacho. —El explorador enderezó los hombros—. Juro que eso es lo que veo, Majestad. Sin embargo, los soldados que se acercan a él se consumen entre el polvo y una lluvia de sangre. —Se estremeció. Tiene que ser un demonio.

—Sea lo que sea, hace un buen trabajo a la hora de diezmar las tropas de Sethon —dijo Tozay.

Kygo miró a Ido, que seguía encorvado y jadeante, y luego volvió a observar la diminuta figura que se iba abriendo camino a través del ejército, allí abajo. Su rápida mente estaba atando cabos. No tardaría en hallar la respuesta, y yo me quedaría atrás, atrapada para siempre en mi silencio. En mi traición.

Tenía que ofrecerle aquella verdad, antes de que fuera demasiado tarde para ofrecerle ninguna otra cosa. El inmenso riesgo que me disponía a correr, me dejaba sin aliento. Pero era entonces o nunca.

—Es Dillon, con el libro negro —dije. La fuerza de la verdad animó mis palabras—. Obligué al Señor Ido a atraerlo. Antes de Sokayo.

Kygo levantó la cabeza, con un respingo.

—¿Antes de Sokayo? —repitió.

La expresión de profunda desconfianza en su rostro fue como una mano alrededor de mi cuello. Oí un bufido detrás nuestro, como de un gato. Era Ryko.

—Mucho tiempo para que un naiso se lo callara —dijo Tozay, mordazmente.

Ido se enderezó sobre las rodillas. Tenía el rostro cetrino.

—Eona, no digas nada más.

Negué con la cabeza.

—Dillon está aquí, Ido. Todo tiene que saberse ahora.

Kygo me miró de frente.

—¿Te has aliado con él?

—¡No!

—Por supuesto que estamos aliados —gritó Ido, balanceándose a causa del esfuerzo que tenía que hacer para hablar—. Somos los dos últimos Ojos de Dragón. Nuestros destinos están unidos, igual que nuestro poder. —Me lanzó una rápida mirada—. Y nuestro deseo.

Me quedé petrificada. ¿Qué estaba haciendo?

Kygo se abalanzó sobre él y le alzó la cabeza cogiéndolo por los cabellos.

—¿Qué quieres decir con eso? —masculló.

Ido miró a Kygo a la cara y abrió los labios en una sonrisa que le hizo mostrar los dientes.

—Preguntadle lo que ocurre cuando me fuerza.

—Majestad, por favor. Debemos concentrarnos en el chico y el libro —advirtió Tozay—. Está matando todo lo que encuentra por delante y viene directo hacia nosotros.

—La dama Eona debe responder algunas preguntas —dijo Kygo, con un gruñido. Desenvainó la espada corta y la acercó al cuello de Ido—. Dejadnos. —La orden, acompañada de una rápida mirada circular, iba dirigida a todos los presentes—. ¡Ahora!

—Majestad —insistió Tozay—. No es momento de…

—¡Fuera de aquí!

Tozay echó una rápida mirada alrededor del círculo de hombres y, con un gesto, les dio orden de retirarse hacia el bosquecillo. Todos se fueron reculando y haciendo profundas reverencias. Mis ojos se dirigieron hacia Ryko, que se mostraba infinitamente abatido, y quedaron presos en la mirada violenta de Tozay, acusadora y al, mismo tiempo, suplicante. Aquello era culpa mía, y era yo quien debía corregirlo.

Me rechinaban los dientes; sólo estábamos al principio de la verdad. Había mucho más.

Kygo tiró todavía más de los cabellos de Ido. El Ojo de Dragón no pudo evitar un gemido.

—Debería haberte matado en el mismo instante en que te vi.

—Ya hemos pasado por esto —replicó Ido, sin dejar de mirarlo a los ojos—. No me mataréis mientras podáis usar mi poder.

Extendí la mano hacia la llanura, bajo el precipicio.

—Kygo, Dillon viene para destruirnos. No puedo detenerlo yo sola.

Me miró con ira en los ojos.

—¿Por qué no me dijiste que el muchacho estaba en camino? ¿Por qué compartes secretos con este malnacido? —Echó la cabeza de Ido aún más atrás—. Cuéntamelo todo o le corto el cuello y terminamos de una vez.

—Eso es lo que estoy haciendo —espeté. Mi miedo se estaba tornando en ira—. ¡Le obligué a llamar a Ido porque quería protegerte!

—¿De qué?

—De mí, Kygo. Sé lo que significa «la hua de Todos los Hombres». Es la Perla Imperial. Esperaba encontrar en el libro negro un modo distinto de salvar a los dragones.

Kygo estrechó la mandíbula, pero no de sorpresa.

La dificultosa respiración de Ido se convirtió en una ronca carcajada.

—Él ya sabía que era la perla, Eona. Lo puedes leer en su cara. Ido tenía razón: Kygo lo sabía. Todo lo que había sentido en las últimas semanas se agitaba como arenas movedizas bajo mis pies.

—¿Por qué no me lo dijiste? —Ahogué un grito.

Kygo entrecerró los ojos.

—¿Por qué tienes que protegerme de ti misma, Eona? ¿Te propones arrancar de mi garganta la hua de Todos los Hombres?

—No confía en ti —dijo Ido—. Por eso no te lo dijo.

—¡Cierra el pico o te cortaré la lengua! —Kygo apretó aún más el cuello de Ido con la hoja de su espada. El Ojo de Dragón se quedó inmóvil al sentir la presión.

—No soy yo quien quiere la perla, Kygo, sino mi antepasada. —Me clavé los nudillos en la base del cráneo para combatir el dolor que me atenazaba y buscar con desesperación las palabras justas para que me comprendiese—. Fue Kinra quien escribió el libro rojo. Ella fue la última Ojo de la Dragona Espejo. La que intentó robar la perla al emperador Dao.

—¿Mentiste también sobre eso? ¡Kinra era una traidora!

—No, no lo era, estoy segura de ello. Sólo quería salvar a los dragones. —Inspiré profundamente—. Está en mi mente, Kygo. En mi mente y en mi sangre. Susurra dentro de mí, me empuja a robar la perla y salvar a los dragones. Está incluso en mis espadas. ¿Recuerdas la taberna del pueblo? Entonces intentó quitarte la perla, pero yo siempre lo he evitado, siempre la he mantenido a raya. ¡Siempre te he mantenido a salvo!

—¿Está en tus espadas? ¿En tu mente?

—No siempre. Sólo cuando me acerco demasiado a la perla.

—¿Está allí cuando nos besamos? —Se llevó la mano a la garganta—. ¿Cuando la tocas?

—Sí.

Su voz se endureció.

—Entonces, lo que hay entre nosotros ¿es sólo producto de la voluntad de Kinra de empujarte hacia la perla?

—¡No! —Di un paso al frente—. Ésa soy yo. Contigo. Lo juro.

—Y ¿qué pasa conmigo, Eona? —dijo Ido—. ¿Era tu antepasada, o tú misma quien me envolvía con las piernas, allá en el camarote?

Kygo miró hacia abajo, al Ojo de Dragón.

—¿Qué?

—Nunca os ha contado lo de mi visita a su camarote, en el barco, ¿verdad? —dijo Ido.

—Kygo, no es lo que…

La voz de Ido se impuso a la mía.

—Usamos el poder de coerción para salvar al junco del ciclón. —Sonreía sarcásticamente—. ¿Sabéis de qué poder os hablo, Majestad?

—¿Es eso cierto, Eona? —dijo Kygo, con un hilo de voz.

—Salvamos el barco.

—¿Obtuviste placer de él?

No pude contener el rubor que ascendía, ardiente, a mis mejillas.

—Está dentro del poder, Kygo. Sé que Ryko te lo contó. Salvamos el barco, y eso es lo que cuenta.

—¿Y qué, si obtuvo placer? —dijo Ido—. Eona es una Ojo de Dragón Ascendente, no una de vuestras concubinas. Ella toma lo que quiere. Es su prebenda.

—¡No fue así como sucedió! —exclamé, apretando los puños—. Fue el poder quien lo creó. Yo no lo deseaba.

—No te escudes en tu poder —dijo Kygo—. Lo usas para tus propias ambiciones. Para tu propio placer.

—No lo hago. Siempre he puesto mi poder a tu servicio. Sabes que es cierto.

Movió la mandíbula en señal de desconfianza.

Sólo había un modo de mostrarle mi lealtad.

Señalé con el dedo hacia abajo, a la matanza que se estaba produciendo en la distancia.

—Ese libro negro puede controlar mi poder.

—¿Qué haces, Eona? —Ido casi consiguió levantarse, pero la espada se lo impidió—. Nos destruirás.

No hice caso de su lamento.

—Cualquiera que tenga sangre real puede usarlo para dominar la voluntad de un Ojo de Dragón.

Kygo dejó caer la espada.

—¿Qué es lo que dices?

—Tu sangre y el libro pueden forzar nuestro poder —repetí, con la voz quebrada.

Kygo soltó a Ido. El Ojo de Dragón se derrumbó, jadeando en busca de aire. Yo no me veía capaz de soportar la palidez del rostro de Kygo.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —preguntó él.

—Se lo dije cuando Sethon tomó el palacio —gritó Ido, salvajemente—. Es mucho tiempo para una portadora de la verdad. Para vuestra naiso.

—¿Por qué no me lo dijiste, Eona? —preguntó Kygo.

Finalmente, lo miré a los ojos.

—¿Y tú? ¿Por qué no me dijiste que conocías el significado de la hua de Todos los Hombres?

En aquella mirada fija, la misma lógica se extendió entre nosotros como una tierra yerma; ninguno de los dos confiaba en el otro lo suficiente como para poner el poder en sus manos.

Kygo desvió la mirada.

—Y habéis puesto todo ese poder al alcance de Sethon, en mitad de su ejército.

Sus palabras me dejaron vacía, como si hubiera penetrado en una cáscara hueca. Todo lo que quería era el libro y su poder. Respiré agitadamente, luchando por no echarme a llorar. Ido levantó la cabeza, con una expresión triunfante en el rostro demacrado. Tenía razón, la había tenido todo el tiempo. El poder siempre quería más poder. Estaba en la naturaleza de la bestia.

—Sethon no podrá detener a Dillon —sentenció con firmeza el Ojo de Dragón—. El chico está usando el Righi.

Kygo irguió la espalda.

—¿Qué es el Righi?

—Es el cántico de muerte del manuscrito. Arranca toda la humedad de un cuerpo humano hasta que lo deja reducido a polvo.

—¿Es eso lo que les ocurre a esos hombres de ahí abajo? —Kygo acarició el anillo de sangre de su dedo—. Que Bross nos proteja.

—Incluso a Bross le costaría detenerlo —dijo Ido.

Miré la mancha roja que Dillon iba dejando en su avance mortal. Venía a por nosotros. Teníamos que enfrentarnos a él o lo destruiría todo a su paso, incluido el ejército entero de la resistencia. Su poder era como una estaca que se iba clavando en mi cabeza, una y otra vez, al ritmo del latido de mi corazón. ¿Cómo podíamos siquiera pensar en derrotar a una mente enferma guiada por el odio y alimentada por el poder inconmensurable del libro negro? Y aunque lo hiciésemos y lográsemos arrancar el libro de la mente y el cuerpo de Dillon, ¿qué ocurriría después?

Miré a Kygo. Él me estaba observando. Pude leer la misma pregunta en sus ojos.

Junto a mí, Yuso quitó los grilletes a Ido. Las piezas de hierro entrechocaron y produjeron un sonido metálico cuando el capitán las soltó de las muñecas del Ojo de Dragón. Lentamente, Ido flexionó las manos e hizo girar los hombros, sin preocuparse lo más mínimo por la insistencia de Yuso de quedarse cerca de él.

—¡Majestad! —El explorador, que había estado agachado observando la llanura, se levantó—. ¡Los hombres de Sethon luchan unos contra otros!

Kygo fue hacia el borde del peñasco, y yo me quedé quieta. Ya no sabía dónde debía colocarme. ¿A su lado? Lo dudaba mucho.

—Dama Eona. Señor Ido. Mirad eso —ordenó bruscamente.

Seguí a Ido a través del pequeño claro. Ambos nos asomamos al borde del risco. Allí abajo, las oleadas de soldados de infantería en desorden habían cambiado de dirección, y en lugar de rodear a Dillon, ahora avanzaban contra los jinetes que los conducían a la muerte. Entorné los ojos para intentar mejorar mi visión entre la neblina rojiza y la lluvia de barro. No sólo avanzaban contra los jinetes, sino que los atacaban en su intento por huir.

—El chico se ha abierto camino entre un ejército entero —dijo Kygo, rompiendo el pesado silencio.

—Yo diría que Sethon ha perdido un millar de hombres —dijo Tozay. Y la hua-do de los restantes. Tendrá que esforzarse mucho para reagruparlos.

Kygo miró a Ido.

—¿Estáis seguro de que debéis acercaros a Dillon para derrotar al libro?

Ido asintió.

—Dillon está absorbiendo todo el poder del Dragón Rata. Mi poder. —El dolor le enronquecía la voz—. Atacaré desde ese ángulo y lo bloquearé para que no pueda acceder a la bestia en el plano celestial, pero la dama Eona tendrá que atacar el libro negro. Y eso implica entrar en contacto con él.

Recordé cómo quemaban las palabras del manuscrito en mi mente y me sentí desfallecer.

—Tendremos que usar cualquier fuente de poder a nuestro alcance —añadió Ido—. Eso incluye su coerción sobre mí.

Incluso en aquellos momentos se permitía retar a Kygo. Se miraron mutuamente en silencio, con violencia contenida.

—Olvidáis otra fuente de poder —dijo Kygo, finalmente—. Mi sangre, unida al libro, puede forzar el poder del dragón. Si la dama Eona se acerca a mí lo suficiente, puedo detener a Dillon.

—¡No! —gritamos Tozay y yo al unísono.

—Majestad, vos no debéis arriesgaros —insistió Tozay.

—¿Quieres que me quede cruzado de brazos mientras la dama…? —Se tragó lo que iba a decir—. No puedo quedarme mirando como otros se enfrentan a semejante horror.

Un ligero destello de luz trémula cruzó fugazmente mi desolación.

—Eso es lo que hace un rey —dijo Tozay, de plano—. Majestad, si intentáis ir allí abajo, os lo impediré por la fuerza. Incluso si eso implica mi ejecución.

Kygo lo miró sin contemplaciones.

—No soy mi padre, Tozay. Yo no cedo mi confianza ni el mando militar a otros a causa de mi incapacidad para enfrentarme a las realidades de la guerra. No temo combatir.

Ahogué un grito. Irritaría a los dioses con semejante falta de respeto.

Tozay inspiró profundamente y, en tono solemne, dijo:

—Vuestro venerado padre nunca tuvo miedo de nada —dijo—. Se dedicaba a hacer el bien por su pueblo y no quería verse mezclado en inacabables disputas guerreras. Creía que su hijo pensaba igual.

—Y eso hago —replicó Kygo entre dientes—. Pero todo tiene un límite.

—No hemos llegado a ese límite todavía, Majestad. Creedme.

Kygo dio media vuelta y se alejó unos pocos pasos a través del claro, como si quisiera dominar los efectos de la frustración en su cuerpo.

—Entonces, llévate al menos algo de mi sangre.

Su sangre.

Vi que apretaba el puño y me di cuenta de que el destello dorado había dado forma a una idea en su mente.

—Tu anillo —dije, y el anhelo me impulsó hacia él—. ¿Contiene realmente tu sangre?

Se volvió hacia mí. Su rostro reflejaba la llama de la esperanza.

—Sí. —Bajó la voz—. Sobre esto, al menos, te dije la verdad.

Me mordí el labio.

—No hay mucha. —Hizo un gesto con el índice y el pulgar, para indicar que se trataba sólo de una pizca—. ¿Bastará?

Me volví a mirar a Ido.

—Nadie ha visto nunca en acción el poder de sangre del libro. No lo sé —dijo Ido.

Kygo se quitó el anillo.

—Cógelo.

Por un momento, pensé que iba a dejarlo caer, simplemente, entre mis dedos, pero entonces lo estrechó en la palma de mi mano. El metal conservaba el calor de su piel. Recordé, con un nudo en la garganta, la última vez que lo había depositado mi mano. Lo había hecho para protegerme. Ahora, en cambio, era un modo de que yo tuviera más poder.

Yuso se ofreció voluntario para llevarme a lomos de su caballo hasta la llanura. Nadie se atrevió a sugerir que cabalgase con Ido. Los tres descendimos por la escarpada ladera en silencio. ¿Qué podía decirse? Ido y yo debíamos detener a Dillon, o todos morirían.

Tras ayudarme a desmontar, Yuso saltó de nuevo sobre la silla, sin dejar de mirar a Ido. El Ojo de Dragón se había alejado unos pasos caminando por la hierba para observar la distante nube de polvo. Los soldados de Sethon, tanto los de infantería como los de caballería, se habían rendido, finalmente, y habían dejado a Dillon el camino libre para que continuase su decidida marcha hacia nosotros. Ido apenas podía mantenerse en pie. Sin duda, Yuso se estaba haciendo la misma pregunta que yo: ¿sucumbiría el Ojo de Dragón antes incluso de la llegada de Dillon?

Pasé a Yuso las riendas del caballo de Ido. El capitán lo sujetó con fuerza y el animal cabeceó.

—¿Es cierto lo que habéis dicho sobre las espadas de vuestra antepasada? —preguntó Yuso—. ¿También tienen poder?

Lo miré, sorprendida. ¿Qué tenía que ver aquello con el tormento que nos esperaba? Entonces me sonrojé: estaba claro que todos los hombres habían escuchado las dolorosas revelaciones entre Kygo, Ido y yo misma.

—Sí —respondí, secamente—. ¿Qué ocurre?

—Es de lo más asombroso.

Me dedicó una breve inclinación de la cabeza y se alejó con los caballos. Su anodina respuesta había sido tan extraña como la propia pregunta.

Me quedé mirando cómo empezaba a subir por la ladera, luego aspiré una profunda bocanada de aire y me puse a andar por la hierba hacia Ido. El estaba paralizado por la visión de la solitaria figura en el horizonte, y no reparó en mi llegada. De repente, dobló la espalda y apoyó las manos en los muslos. Violentos temblores sacudieron todo su cuerpo. Al mismo tiempo, me asaltó un terrible dolor de cabeza. Cerré los ojos, y cuando el dolor remitió los abrí de nuevo y vi a Dillon.

El muchacho parecía estar mucho más cerca que antes. Mucho más de lo que yo esperaba tras el breve lapso de tiempo en que había permanecido con los ojos cerrados. Eché la cabeza hacia delante, intentando comprender lo que sucedía, y entonces el miedo penetró en mi cráneo. Dillon avanzaba a una velocidad impropia de un humano.

—Ido, mira qué rápido va —dije.

—Lo sé. —Se enderezó e inhaló con una horrible mueca de dolor. Creo que ya queda muy poco de Dillon. Todo él es gan hua.

Acaricié el anillo de sangre que llevaba en el pulgar.

—Hay demasiadas incertidumbres en este plan —dije—. Quizás el libro negro detendrá a los dragones. Quizá Dillon tendrá que acercarse para usar el Righi. Quizás este anillo servirá de algo.

Ido volvió la cabeza hacia delante. El largo ángulo de su perfil y su mirada fija en el horizonte recordaban los rasgos de un lobo al acecho.

—Eona, ya es hora de que te enfrentes a la realidad. Si logramos derrotar a Dillon y hacernos con el libro negro, no debemos entregárselo a Kygo. Tenemos que quedárnoslo.

—¿Qué?

—El libro negro representa nuestra única oportunidad de conseguir el poder del dragón.

—¿Qué quieres decir con eso de «conseguir»?

—Con el Collar de Perlas —respondió—. Podemos multiplicar cien veces nuestro poder. Piensa en lo que seríamos capaces de hacer.

Di un paso atrás.

—Esto es una locura. El Collar es un arma.

—No, escúchame. —Echó una nueva ojeada a Dillon para calibrar la distancia y el tiempo que nos quedaba—. Somos los dos últimos Ojos de Dragón Ascendentes. Sólo nosotros podemos contener todo el poder del dragón en lugar de dejar que se convierta en un arma.

—¿Contenerlo? ¿Cómo?

—En nuestros cuerpos, unidos como cuando me fuerzas. —Se relamió los labios agrietados—. ¿No recuerdas lo que te dije después del Monzón Rey? ¿Lo que leí en el libro negro? El Collar de Perlas requiere la unión del sol y la luna.

El sol y la luna: como la declaración de amor de Kygo. El eco de las palabras del Emperador se me clavó en el pecho como una mano que quisiera arrancarme el corazón.

—Lo que recuerdo es que me forzabas tú a mí —dije, traduciendo en rabia la tristeza—. Lo que recuerdo es cómo controlaste mi voluntad.

—Creo que te has tomado cumplida venganza —replicó Ido, secamente.

Era cierto; yo le había hecho lo mismo a él, una y otra vez.

—Formamos una pareja, Eona —dijo—. Sé que te atraigo tanto como tú a mí. —Me miraba con tanta intensidad que me dejaba sin palabras—. Somos el sol y la luna: el Ojo del Dragón Rata y la Ojo de la Dragona Espejo. Macho y hembra. Juntos podemos tener todo el poder de los dragones.

—¿Para qué, Ido? ¿Para gobernar esta tierra? ¿Es ése tu plan?

—Te lo dije antes: el caos es portador de oportunidades.

—De modo que nos trajiste el caos para tener tu oportunidad.

—Y la tuya —dijo.

Negué con la cabeza ante tanta arrogancia.

—Incluso aunque consiguiéramos el libro, dos Ojos de Dragón no pueden controlarlo todo.

—Si conseguimos el poder del dragón, seremos mucho más que eso. Seremos dioses; esa es la promesa real del libro negro. —Dillon acortaba rápidamente la distancia: estaba a menos de dos estadios. La voz de Ido se aceleró—. Sentiste el anhelo de poder cuando desviamos el ciclón. No lo niegues.

Sí, lo había sentido, y sabía que él lo leía en mi cara.

—Eso no significa que quiera para mí todo el poder que existe.

Ido soltó una carcajada dolorida.

—¡Eona! ¡Despierta! La elección es ésta: todo el poder o ningún poder. No hay término medio. Kygo no renegará de la perla, y eso significa que nuestro poder pronto se desvanecerá, junto con los dragones.

—Pero los destruiríamos.

Me agarró del hombro como si yo fuera un chiquillo a punto de recibir una buena lección.

—A estas alturas, ya sabes que todo tiene un precio.

—No podemos hacer eso —repliqué—. Forman parte de la tierra.

—No quiero perder mi poder, Eona. ¿Tú sí? —Volvió a doblar la espalda. Hacía grandes esfuerzos por mantener la cabeza levantada—. Tenemos que conservar el libro. —La premura y el dolor le quebraron la voz hasta convertirla en un murmullo inaudible—. ¿Estás preparada?

Dillon se hallaba a menos de cien pasos de distancia.

En aquel momento, el miedo me había robado toda lucidez. Lo único que veía era un demonio corriendo hacia mí.

Ya no había carne, sólo huesos. Su cara había quedado reducida a una máscara de piel amarillenta extendida sobre la forma angulosa del cráneo; sus manos, a un conjunto de nudillos y articulaciones. Sus ojos eran hoyos oscuros de poder negro hundidos en sus cuencas: los ojos de un espectro. Con cada paso que daba levantaba una nube de sangre y materia. Tenía los pies raídos hasta los huesos de tanto andar, sin descanso, durante días. Le fuerza irrefrenable del libro se había llevado todo su ser.

Ido me cogió de la mano y me hizo volver en mí. Me estrechó los } dedos con tanta fuerza que el borde del anillo de sangre se me clavó en la carne.

—Juntos —dijo.

Inspiró profundamente y buscó un sendero hacia el plano celestial. Su ritmo, habitualmente estable, se había vuelto irregular a causa del dolor. Contuve mi propio aliento mientras él luchaba por introducirse en el mundo de la energía. Finalmente, sus ojos reflejaron la unión plateada con el Dragón Rata. La inercia reverberó en lo más profundo de mi ser, acompañada de una abominable oleada de náuseas.

Sentía que la mano de Ido se estremecía alrededor de la mía.

—¡Dioses sagrados!

El poder negro surgió a través de sus ojos plateados, como el aceite sobre el agua. Instintivamente, di un brinco hacia atrás, pero el agarrón de Ido me detuvo cuando ya estábamos a distancia de nuestros brazos extendidos. El libro negro se hallaba dentro de su poder de dragón. Yo podía sentir la acidez de sus palabras, sus susurros a través de nuestras manos unidas.

Me introduje a través de la energía oscura que rezumaba en su interior hasta que encontré el latido de su corazón. Su pulso quedó atrapado en el mío y nuestras hua entremezcladas rugieron a través de los profundos senderos que creaba nuestro deseo compartido, tan oscuro y peligroso como el libro. Sentí un sabor ácido cuando el poder del manuscrito que emanaba de Dillon penetró en el Dragón Rata y en su Ojo de Dragón y añadió su matiz al dulzor de la vainilla y la naranja.

—El Righi —jadeó Ido—. Vuelve a salmodiar el Righi.

Di media vuelta y me fijé en Dillon. Estaba a unas docenas de pasos de nosotros. Llevaba el libro negro atado al brazo izquierdo, y las perlas blancas se elevaban y descendían en una suerte de latigazos.

—¡Mi Señor! —chillaba, con una voz que semejaba el sonido hueco de frotar una caña de bambú seca. Vengo hacia vos, Mi Señor. Voy a contemplar cómo el viento esparcirá vuestra sangre y vuestro polvo.

Sentí cómo se hundía de nuevo en su cántico de gan hua, arrancado de la tierra y el aire a nuestro alrededor.

Tomé una estremecida bocanada de aire, y luego otra, y me concentré en el pulso de la energía de Ido para que me llevase al plano celestial. Una tercera inspiración y el mundo se retorció hasta convertirse en un violento torbellino de color. El cuerpo de energía de Dillon era un enjambre abotargado de poder negro. Todos sus puntos de fuerza giraban en el sentido equivocado y cada uno de sus senderos estaba colmado de densa oscuridad.

El cuerpo de energía de Ido era un campo de batalla: la palpitante energía plateada se abría camino a través de las vetas de espeso poder negro que se retorcían alrededor de sus senderos, y estos resistían anclándose en su fuerza vital. Dillon empezó a tejer la abrasadora canción del viento, hecha de Righi, a través del agua y la sangre del cuerpo del Ojo de Dragón. Yo misma podía sentirla en mis propios senderos, susurrando lacerantes palabras de muerte. Ido cayó de rodillas.

—¡Eona! —gritó. Su cuerpo se retorcía, víctima de un dolor agónico, y su mano se agarraba fuertemente a la mía—. ¡Ahora!

En lo más alto, el Dragón Rata se agitó en el cielo, aullando, contra el libro negro que lo sujetaba, y el poder penetró en Dillon como un torrente. Más lejos, detrás de la bestia azul, la Dragona Espejo era un remolino escarlata que retorcía su inmenso cuerpo, clavando sus garras de rubí y sus afilados dientes en la energía negra que tiraba de su poder dorado. Grité nuestro nombre compartido a través de las palabras sibilantes del cántico. Sus grandes ojos espirituales se fijaron en mí y nuestra unión estalló en mi interior en una corriente imparable de fuerza. Mi cuerpo terrenal se balanceó hacia atrás, sujetado por el agarrón de Ido, y nuestro vínculo dorado y sensual se fundió formando un chorro de poder.

Dillon estaba de pie junto a mí.

—Demasiado tarde, Eona —dijo, mientras curvaba hacia arriba sus labios resecos para dibujar la sonrisa de una calavera.

—¡No! —Me abalancé sobre él, intentando tocar su carne áspera con el anillo, pero estaba demasiado lejos—. ¡No!

Su canción de muerte me abrasaba el cuerpo. Un calor sofocante hervía a través de mí, y provocaba punzadas de dolor agudo en mi cráneo que acompañaban cada uno de los trabajosos latidos de mi corazón. Mi boca y mi nariz se llenaron de sabor a sangre, que ascendía burbujeando desde mi pecho y se clavaba detrás de mis ojos empañados de neblina roja. Mi visión se hizo borrosa. Encima de mí, la Dragona Espejo rugió, y su poder empujó la ardiente canción, mientras intentaba construir un dique para retener su destrucción. Entonces oí gritos. Podía escucharlos a mis pies y en lo más profundo de mi pecho, tan abrasador como la propia canción. Era Ido.

—¡Basta, Dillon! —chillé.

—¡Tú quieres mi poder! ¡Igual que mi señor!

Reuní mis pocas fuerzas y volví a abalanzarme sobre él, casi cegada por el calor rojo que había en mi cabeza. Nuestros cuerpos chocaron. Mis dedos se arquearon formando garras, ansiosas por alcanzar su objetivo. Sentí la dureza de la cubierta del libro, y luego mis manos cerrándose sobre unos huesos delgados y una piel apergaminada. El anillo de oro alrededor de mi pulgar frotó la carne marchita de Dillon. Por favor, recé, haced que funcione.

El sabor metálico y amargo del libro se mezcló pronto con un nuevo poder. Poder de sangre. El anillo funcionaba.

—Deja de cantar —chillé.

El susurro cesó. El calor abrasador remitió al instante, transformándose en una calidez inofensiva. Mi visión se aclaró. La cara de Dillon se hallaba a pocos centímetros de la mía. Su aliento hedía a carne rancia. Yo sentía su mente retorciéndose para resistir la fuerza del anillo, sentía su locura como la furia de un animal salvaje golpeando, arañando la trampa que lo aprisionaba. Con tanta fuerza y tanta violencia…

Resbaló entre mis dedos. Cayó bajo su voluntad y la fuerza de su brazo.

El anillo no bastaba.

Se soltó y se tambaleó hacia atrás, lanzando un rugido. Las perlas blancas sujetaban con su palidez el libro a su brazo.

El calor ardiente regresó de nuevo a mi cuerpo, en un estallido. Ido aulló. Más arriba, la Dragona Espejo bramó: su poder dorado se enfrentó a la onda de la explosión y contuvo su fuerza letal.

Un pensamiento frío y claro penetró en el dolor infernal que me torturaba la cabeza. No luches contra él. Cógelo. Como había hecho en la ladera de la montaña. El libro me quería a mí, no a Dillon. Su locura se había acercado a mi mente, murmurando promesas de poder perfecto.

Locura. Traería la locura.

Pero era mejor que aquella muerte bajo el fuego.

—Ven —grité, levantando la mano—. Ven conmigo.

—¡No! —aulló Dillon—. ¡El poder es mío!

Vi cómo la energía oscura se replegaba en su interior igual que una serpiente a punto de atacar. Las perlas blancas se desenroscaron de su brazo y saltaron girando hacia mí. Se arremolinaron en el aire, arrastrando el libro tras ellas, y entonces se enroscaron alrededor de mi muñeca con un mazazo y sujetaron el manuscrito a mi piel. El poder ascendió por mi brazo, latiendo como ácido por las venas. Dillon corrió tras de mí, arañando el libro, tirando de él con sus dedos huesudos, enloquecido por la traición. Su poder tan antiguo lo abandonó para alojarse en mí, y su canto se convirtió en un aullido.

El calor asesino desapareció. Jadeé, liberada. Ido se desplomó a mis pies con un gruñido de alivio.

—Lo tienes. Mátalo —dijo.

Intenté concentrarme en algo más allá de las palabras que ya me carcomían la mente: oscuros secretos que alimentaban mi espíritu con un poder muy viejo. La canción del Righi se instaló en mi lengua. Producía un suave silbido. Su poder sabía a vinagre, me secaba la boca y aspiraba todo signo de ternura y esperanza. Luego se vertió hasta llegar a mi cabeza. Atraía poder de la hua que había a mi alrededor, de la tierra, del aire y de los dragones, y crecía en un fuego destructivo que sometió mi voluntad. Oí el distante chillido de reprobación de la bestia escarlata, pero su poder era mío. Todo el poder era mío.

Dillon tiraba del libro, entre quejidos rabiosos. Mi canto se aceleró: tejía calor y más calor; cada palabra, cada susurro, nutría la energía que todo lo quemaba y que iba a destruir a Dillon. Arqueó su cuerpo, con un agudo chillido, pero yo continué cantando la canción de su muerte.

Se tapó los oídos con las manos y cayó de rodillas al suelo. Le manaba sangre de la nariz, de los oídos, de los oscuros pozos que eran sus ojos. Las palabras surgían de mí y caían sobre él; construían sin cesar un gran horno de aniquilación.

Ayúdame, recé. Kinra, ayúdame.

Era demasiado tarde.

Los gritos de Dillon cesaron y su cuerpo se desintegró en un súbito viento abrasador hecho de ceniza oscura y neblina roja, que me azotó la piel con un tacto arenoso y húmedo de muerte.

Entonces se elevó otra canción dentro de mí, fresca y brillante, como contrapunto a las palabras del libro. Conocía aquella canción. Había entonado con la Dragona Espejo su melodía curativa. Sentí cómo su dorada harmonía se abría camino entre el silbido amargo de la gan hua y hacía que el poder oscuro remitiese. El terrible canto de muerte se fue apagando en mi garganta y en mi mente, y mi respiración se convirtió en un sollozo. Metí los dedos debajo de las perlas. Mis propias uñas me rasgaron la piel. Con las pocas fuerzas que me quedaban, arranqué el libro y lo tiré al suelo. Aterrizó en el polvo y las perlas se agitaron como el cuerpo de una serpiente.

Caí de rodillas y vomité una y otra vez, arrojando mi angustia al interior de la tierra. Había matado a Dillon. Sentía la atrocidad de mi acto como una capa pegajosa en la cara y las manos, y el sabor amargo de la muerte seguía vivo en mi boca. Tal vez nunca me abandonaría.

Allí cerca, Ido se había sentado sobre sus talones. Rebuscaba en el suelo, a nuestro alrededor.

—¿Dónde está el libro? —dijo con voz rasposa—. ¿Lo tienes?

Logré asentir con la cabeza. Estaba a mi lado, con las perlas enroscadas alrededor de la cubierta.

El sonido de unas pezuñas resonó en el suelo. Avanzaban a galope tendido. Levanté la cabeza y vi a Kygo, flanqueado por Ryko y Yuso, sobre sus monturas sudorosas.

—¡Eona!

Kygo detuvo en seco el caballo, desmontó y se puso a correr hacia nosotros. Me miraba a mí, no al libro. Detrás de él, Ryko y Yuso desmontaron igualmente, con agilidad, y siguieron a su Emperador.

—¡Eona! —Ido reptaba entre hierbajos teñidos de rojo—. Dame el libro. ¡Deprisa!

—¡No! —Golpeé el manuscrito con el brazo para alejarlo del Ojo de Dragón. Las perlas se agitaron en el polvo.

Ido siguió arrastrándose hacia él.

—¿Qué haces, Eona?

—¡Señor Ido! ¡Deteneos! —gritó Kygo.

Ryko agarró a Ido por la túnica y lo tiró de espaldas. El Ojo de Dragón se revolvió y lanzó un puñetazo al isleño.

—Eona, es el único modo —chilló—. ¡Coge el libro!

Estiré el brazo hacia el manuscrito. Mi mano quedó suspendida en el aire, sobre la piel negra de la cubierta y las perlas que se removían sin cesar. Yuso desenvainó la espada. El sonido sibilante de la hoja al rozar la vaina rompió el silencio.

—¡Yuso, retírate! —rugió Kygo.

Tras una leve vacilación el capitán se hizo atrás y bajó el arma.

Miré a Kygo.

—Prometí que te daría el libro. Aquí lo tienes.

—¿Qué? —Ido intentó avanzar a gatas, pero Ryko lo retuvo—. ¡No seas estúpida, Eona! Le estás dando nuestro poder.

Cogí el libro. Me rechinaban los dientes. Podía sentir la canción dorada de mi dragón y la fuerza del anillo de sangre como un escudo dentro de mi hua. Lentamente, me quité el anillo y lo puse encima del envoltorio que formaban las perlas con su incesante movimiento.

—Quedaos quietas —ordené. La ristra se detuvo. Ryko ahogó un grito de asombro.

—¡Eona, no lo hagas, por favor! —Ido se debatía contra el agarrón del isleño—. Nos forzará. Lo perderemos todo.

Hinqué una rodilla en el suelo y levanté el libro y el anillo en las palmas de mis manos extendidas.

—No lo toquéis, Majestad —dijo Yuso.

Kygo levantó la mano para acallar al capitán sin dejar de mirarme.

—¿Me estás entregando tu poder? ¿Cómo sabes si el Señor Ido no está en lo cierto?

—Siempre has tenido mi poder, Kygo —dije—. Ahora te estoy entregando mi confianza.

Cogió el libro y el anillo que le tendía.

—Sé lo que esto te ha costado, Eona.

Miré a la pequeña extensión de ceniza oscura que señalaba el lugar en el que había matado a Dillon. El lugar en el que había sentido el verdadero poder del libro negro.

No, él nunca podría saber el precio que yo había pagado.

La niña puso la jofaina de agua caliente sobre la mesa colocada junto a la pared de la tienda y se retiró, reculando y con la vista clavada firmemente en las suntuosas alfombras superpuestas que cubrían el suelo. Me preguntaba qué le habrían contado de mí. ¿Que era peligrosa? ¿Un demonio asesino? Me incliné sobre la jofaina y respiré el calor húmedo que se elevaba de ella. Las líneas de mis labios y de mis ojos se reflejaron contra el pez azul oscuro pintado en el fondo de porcelana. Ahuequé las manos y las metí en el agua. Unos hilillos de rojo pálido se retorcieron en la superficie, y unas motas oscuras y densas formaron bucles a lo largo de mis dedos. Los dibujos cambiantes de sangre y ceniza me dejaron absorta.

—¡Eona! —Dela cruzó la tienda, pisando las suaves alfombras, con una toalla en la mano—. Quítate eso de encima cuanto antes. Te sentirás mejor.

Ya me había, ayudado antes a deshacerme de la ropa ensangrentada y a ponerme una túnica nueva y unos pantalones limpios. Pero yo seguía percibiendo el olor a muerte.

Cerré los ojos y me eché agua en la cara. El calor en los párpados, la nariz y la boca se parecía demasiado al Righi. Me agarroté, y el pánico me cerró la garganta y me cortó la respiración.

—¡Tráeme agua fría! ¡Enseguida!

Dela hizo unos gestos a la niña, que se acercó a toda prisa para llevarse la jofaina, con sumo cuidado, hacia la puerta de la tienda.

—Toma. —Dela me pasó la toalla. Me sequé los ojos y la boca. El basto tejido de algodón beige se tiñó de rosa.

—Nunca nada me hará olvidar cómo me siento por lo de Dillon —dije.

—Ryko me contó lo que había visto. —Dela hizo una mueca de asco—. Esa… cosa, no era Dillon. Ya no.

—Pero lo había sido.

Me agarró el brazo.

—Lo más probable es que estuviera sufriendo mucho. Tú misma dijiste que era como un ácido que te quemaba el cerebro.

—Dela, tomé el poder del libro —susurré—. Lo usé para matarlo. ¿En qué me he convertido?

Me arrimó a su pecho, y yo apoyé la cabeza en su musculoso hombro.

—Tú no eres Dillon —dijo, con brío, mientras me frotaba la espalda—. Ni se te pase por la cabeza. Hiciste lo que debías. Y entregaste el libro a Su Majestad. —Me alejó un momento para poder mirarme con toda solemnidad—. Además, Ryko ha recuperado la fe en ti.

Volvió a abrazarme fuerte.

—El libro no es más que muerte y destrucción —dije.

—Bueno, pues ahora está bajo la custodia de Yuso —replicó De-la—. Su Majestad y los jefes están analizando lo que hay que hacer con él.

Me aparté de su pecho.

—¿Ahora? ¿Sin mí? Pero, yo soy su naiso. Debería estar allí.

Dela me cogió del brazo.

—Ryko me contó lo que puede hacer el libro, Eona. Los jefes están discutiendo el poder potencial del Señor Ido. Su Majestad no quiere que estés allí.

El Ojo de Dragón tenía razón; la primera idea que les había cruzado la mente había sido esclavizarlo con el poder de sangre del libro.

—¡No! —Me solté y me dirigí a la puerta—. Yo puedo forzar a Ido. No necesitan usar el libro negro para hacerle eso.

Dela se interpuso en mi camino, ante la puerta cerrada.

—Eona. No estoy aquí en calidad de amiga. No puedo permitir que acudas a la reunión.

—¿Eres mi guardiana?

Apoyó la palma de la mano en mi espalda y me condujo con su fuerza masculina a la cama alta que había en el lado opuesto de la tienda.

—Siéntate. Lo que tienes que hacer es dormir.

Me quité su mano de encima.

—¿Dormir? Por lo que sé, podrían decidir forzar también mi poder.

—No creerás que van a hacer eso. Estás agotada. Intenta descansar. —Cogió el libro rojo de una mesa cercana sobre la que Vida había depositado mis escasas pertenencias: la bolsa con la brújula de Ojo de Dragón y las estelas de mis antepasadas, que había colocado junto a una pequeña vela para las oraciones—. Y si no puedes dormir, podríamos trabajar juntas en el libro de Kinra. He encontrado otro nombre en él: Pia. —Las perlas negras se retorcieron sobre sí mismas alrededor de la mano de Dela, y emitieron un repiqueteo, como si estuvieran saludando.

—Será otro acertijo —espeté—. Anda, déjame en paz.

Me alejé de ella, aunque sabía que me estaba comportando como una chiquilla.

En honor a la verdad, sí estaba extenuada, de cuerpo y mente. Sin embargo, la terrible confusión que reinaba en mi pensamiento, sobre Ido y la muerte de Dillon, no me dejaban descansar, y estuve andando una hora entera arriba y abajo por la tienda mientras Dela permanecía sentada junto a la puerta con la cabeza inclinada sobre el libro rojo. En cierto momento, la niña regresó con un cuenco de agua clara, pero cuando me di cuenta de que me miraba boquiabierta, aterrorizada, me encolericé más aún, y Dela la hizo salir de inmediato. De todos modos, la rabia y el sentimiento de culpabilidad no iban a superar para siempre mi cansancio. Al final me tendí en la cama alta y me enrosqué, exhausta.

Me desperté con un sabor agrio en la boca y un calambre en la nuca. El círculo de humo en el techo de la tienda había adquirido el tinte malva del atardecer. Me senté y me froté los músculos agarrotados en la base del cráneo. Había pasado el día entero durmiendo.

—Mi Señora, ¿necesitáis algo? —preguntó Vida, que estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. Una carcelera en lugar de la otra.

—Té —dije, con desgana—. Y un poco de luz.

Vida se levantó y abrió la puerta. Luego se asomó hacia fuera para murmurar instrucciones a alguien y, en cuanto hubo acabado, entró de nuevo con una lámpara en la mano, cuyo brillo otorgó tonos rosados y rojos a las telas que cubrían las paredes. Dela había dejado el libro encima de la mesa. Eso significaba que iba a volver, lo que me daría la oportunidad de disculparme por mi arranque de mal genio.

Me senté y me alisé la falda de la túnica.

—¿Siguen reunidos los jefes con Su Majestad?

Vida depositó la lámpara sobre la mesa.

—Ya han terminado.

—¿Y pues?

—Lo siento, Mi Señora, no lo sé. —Por el tono de su voz, se había dado cuenta de que mi pregunta se refería al destino de Ido—. Pero lo que se dice por el campamento es que vamos a entrar en batalla en pocos días —añadió.

—¿Es de verdad un rumor o lo sabes por tu padre? —pregunté.

—Digamos que cuando pedí ser asignada a una sección, me dijeron que me quedara en el campamento para cuidar de los heridos, y que debía estar preparada para entrar pronto en acción.

Ambas nos quedamos en silencio; sin duda, no iban a faltar heridos a quien curar.

—¿Podrás hacer algo por mí, Vida? —pregunté.

—Si está en mi mano, Mi Señora…

—Cuando empiece el combate, ¿procurarás que Lillia esté a salvo? Y Rilla y Chart también.

Asintió con la cabeza.

—Lo intentaré.

Se oyó un golpe seco en la puerta y Vida se dirigió hacia ella. Removí el agua en la jofaina y el frescor me provocó un escalofrío. Había arrastrado a mi madre y a mis amigos a un gran peligro.

—Mi Señora —dijo Yuso con voz cortante.

Me volví a mirarlo, con las manos goteando.

El capitán se había quedado en el umbral de la puerta, con su cuerpo delgado en penumbra.

—Su Majestad desea veros.

Asentí. Sin duda, querría comunicarme lo que habían decidido. Vida me pasó una toalla. Me sequé las manos mientras ella preparaba las vainas de mis espadas.

—No, Mi Señora —dijo Yuso—. Su Majestad desea que cargue yo con vuestras espadas.

La mirada de Vida y la mía coincidieron. Nadie iba desarmado en el campamento.

—Dale mis espadas al capitán Yuso, Vida —concedí, borrando la objeción de mi cara.

Recordé que Yuso me había preguntado por su poder. ¿Pensaba Kygo que eran una amenaza? ¿Pensaba que lo era yo misma?

Yuso se colgó las vainas al hombro.

—Mi Señora, os esperan ahora mismo.

—Se acaba de levantar —replicó Vida rápidamente. Se arrodilló junto a mí y tiró del dobladillo de mi túnica para ponerlo en su sitio—. Necesita unos minutos para prepararse.

Yuso barrió el interior de la tienda con la mirada y la detuvo en los objetos que había sobre la mesa. Quizá Kygo creía que todo cuanto yo poseía era una amenaza.

El capitán volvió a centrarse en mí.

—Esperan a la dama Eona inmediatamente —repitió.

—No pasa nada, Vida —dije, y le di unos suaves golpecitos en las manos, que tenía entretenidas doblando mi faja. Se retiró a regañadientes.

Me acerqué a Yuso. Lucía el semblante adusto de siempre, pero había en él una energía agazapada que se reflejaba en el frote continuo de su índice contra su pulgar. Sin duda sabía que algo estaba a punto de ocurrir.

—Os esperaré aquí, Mi Señora —dijo Vida.

Eché la vista atrás y le sonreí con la expresión más tranquilizadora que pude. Luego crucé el umbral. Yuso cerró la puerta y me condujo en silencio a través del gran espacio que había ante la tienda de las asambleas. Pasamos cerca de pequeños grupos de personas que hablaban y reían alrededor de las hogueras. Aquella cálida camaradería desentonaba con mi desasosiego. Percibí el movimiento fugaz de un perro que se escabullía entre las sombras de dos tiendas; sólo la cola blanca en la penumbra daba fe de su existencia real. Un niño ululó en la distancia, o tal vez era el agudo aullido de un animal nocturno. Pronto se hizo evidente que nos dirigíamos a las áreas que quedaban más alejadas del centro del campamento, densamente poblado, hacia una tienda redonda que quedaba muy apartada de sus vecinas, y ante la cual montaba guardia un centinela.

—¿Es ahí donde tenéis custodiado el libro negro?

—Sí —dijo Yuso.

Me detuve.

—¿Por qué quiere Su Majestad que nos veamos allí dentro?

—Eso es algo que él mismo debe deciros.

El guardia hizo el saludo militar al ver que nos acercábamos. Yuso abrió la puerta. La luz amarilla de la lámpara agudizó los finos rasgos de su cara y sus cicatrices. Se inclinó en una reverencia y luego se hizo a un lado para dejarme pasar, y se quedó un momento fuera para susurrarle instrucciones al centinela. Entré en la tienda. Sentía una gran intranquilidad ascendiendo por mi espalda. La tela de las paredes no tenía ningún adorno y en el suelo no había alfombras. Sólo había un hombre allí dentro, pero no era Kygo, sino un guardia, de pie junto a una mesa sobre la cual reposaba una caja lacada, negra. El guardia agachó la cabeza.

Yuso me invitó a penetrar más hacia el fondo.

—Sirk, tu guardia ha terminado —dijo Yuso para despedir al hombre, que volvió a inclinar la cabeza y salió de la tienda, cerrando la puerta tras de sí.

Me acerqué a la caja negra. Su superficie pulida reflejaba la luz de la lámpara como un espejo lacado. ¿Por qué quería Kygo que se fueran todos los guardias? ¿Se proponía forzar mi poder?

Miré a Yuso.

—¿Qué quiere Su Maj…?

El golpe, tan fuerte como el hombre que me lo había propinado, me hizo echar la cabeza hacia atrás. Me tambaleé y me llevé las manos a la mejilla, que me dolía intensamente. El segundo puñetazo me alcanzó la boca del estómago, con tanta fuerza que me hizo saltar y extrajo todo el aire de mis pulmones. Doblé la espalda, jadeando en busca de aire. Mi visión se hizo borrosa por la sorpresa y el dolor. Él colocó la espinilla detrás de mis rodillas y me hizo caer de espaldas al suelo. A mi alrededor, la tienda se perdía en una neblina de líneas grises. Algo me golpeó el pecho con la fuerza de una piedra, y me dejó clavada en el suelo; era la rodilla de Yuso. Se inclinó sobre mí, apretando los dientes para concentrarse en su tarea.

—Abre la boca —dijo.

Me tapó los orificios de la nariz con los dedos. Tuve que jadear, y entonces me fijé en que llevaba en la mano un frasco de herborista, de porcelana blanca. Me lo introdujo a la fuerza en la boca. El frío reborde de cerámica me golpeó los dientes. Un liquido salobre, repugnante, se deslizó por mi garganta. Me agité con fuerza, tosiendo, y sentí fuertes arcadas provocadas por el amargo brebaje. Intenté escupirlo. Intenté chillar. Yuso me clavó los dedos a ambos lados de las mandíbulas y me obligó a echar atrás la cabeza. Conseguí golpearle con el puño, y sentí en los dedos la dureza de uno de sus huesos, pero la tienda se iba desdibujando, convirtiéndose en una suave bruma negra. La droga me arrastraba hacia el denso silencio del mundo de las sombras.