Rulan me cedió el paso aguantando una rama, mientras seguíamos a Kygo a través del bosquecillo lleno de arbustos hasta el puesto de observación que mejor perspectiva ofrecía del campamento de Sethon. El líder tribal y su gente se habían mostrado mucho más respetuosos tras mi exhibición de poder. Me sequé el hilillo de sudor que me resbalaba por la garganta y soplé hacia arriba para refrescarme la frente. El calor del día estaba llegando a su cúspide y el ritmo de Kygo no daba tregua. Estaba decidido a obtener una rápida comparación entre las fuerzas de la resistencia y lo que veríamos en la llanura, allí abajo.
Yo no había tenido la oportunidad de ver a Rilla y a Chart y de celebrar con ellos el prodigio del poder curativo de mi dragón. Ni de contarle a Chart los efectos que aquel poder tendría sobre su voluntad. Me encogí de hombros, intentando alejar de mí el temor a afrontar el momento en que tuviera que decírselo; seguramente, la alegría superaría la angustia. Y él, además, me conocía lo suficiente como para saber que lo había curado por amor, y no como producto de mi ira, como podría haber parecido. No había quedado tiempo para explicaciones, después; Kygo había querido tenerme a su lado durante las negociaciones formales, y Chart estaba demasiado abrumado para absorber más información. Al menos, sí le pude decir que lo visitaría cuanto antes.
—¿Qué quieres que haga, con estos grilletes? —dijo Ido en voz baja, detrás de mí, con voz desdeñosa—. Quítamelos si quieres que vaya más deprisa.
Miré por encima del hombro. Yuso se burlaba otra vez de él, como una mangosta acosando a una serpiente.
Tras los brutales acontecimientos de la mañana, no había esperado que incluyeran a Ido en la partida de observación. De todos modos, pensándolo bien, tenía sentido. Tanto él como yo necesitábamos conocer el campo de batalla y el alcance de los preparativos de Sethon. Además, Kygo aprovechaba, sin duda, para recordar a Rulan y a los demás jefes tribales que Ido no era sólo un asesino y un traidor, sino también un Ojo de Dragón, y un actor principal en la batalla que se avecinaba.
Yuso dio un codazo en la espalda a Ido.
—No creo que os libréis de los grilletes nunca más… —dijo—. Mi Señor —añadió con sorna. Luego se acercó más a él para hablarle en voz baja, pero pude oír sus palabras—: Sois el perrito faldero de la chica para siempre.
El rostro de Ido se llenó de rabia. Por lo general, no respondía a las pullas de Yuso. Por mi parte, me di cuenta, con inquietud, de que mi rabia también iba en aumento. Decidí no intervenir; Ido no necesitaba que yo lo defendiese.
—Dama Eona —dijo Kygo—. Venid a ver.
Me abrí paso entre el bosquecillo, menos denso ahora. Kygo estaba junto a Tozay, a la sombra de unas ramas que caían hasta casi tocar el suelo, con un explorador agachado junto a ellos. Los tres hombres observaban el terreno que se abría debajo del precipicio. Me acerqué a Kygo. El explorador inclinó la cabeza fugazmente ante mí.
Cuando contemplé el panorama, se me erizó el vello de la nuca. El ejército de Sethon estaba acampado en medio de la planicie. La extensión de tiendas, maquinaria de guerra, caballos y hombres era tan grande que sus lindes se perdían en la lejanía; aun entornando los ojos, no podía ver hasta dónde llegaban. Antes había pensado que estaba preparada para librar aquella batalla, pero ahora, el nudo helado en la boca del estómago me decía otra cosa. No me había hecho una idea correcta de aquello a lo que nos íbamos a enfrentar.
Tozay hizo un movimiento de los brazos para señalar el trecho de tierra llana que se extendía entre el precipicio y la línea frontal del campamento.
—Sethon ha preparado un campo de batalla. No nos atacará mientras conservemos la ventaja de la altura.
—¿Qué hará? —pregunté.
Kygo se frotó la barbilla.
—Intentará atraernos hacia él para que perdamos nuestra posición aquí arriba.
—¿Atraernos? ¿De qué manera?
Kygo hizo un gesto de afirmación con la cabeza.
—Esa es una buena pregunta, naiso.
—De modo que éste es el aspecto que ofrecen quince mil hombres —dije, con la voz tal vez demasiado sonora.
—No, Mi Señora —dijo el explorador—. Esto son ocho mil hombres. ¿Veis aquellas nubecillas de polvo? —Señaló con el dedo unas diminutas manchas blanquecinas en el horizonte—. Son más tropas que van llegando al campamento.
Un terror frío invadió mi garganta. Tendríamos que implorar la clemencia de los dioses: allí abajo sólo había la mitad de las fuerzas.
—Tenéis ojos muy agudos —dije.
—Es nuestro mejor explorador —confirmó Rulan, acercándose a mí, y señalando un gran tienda roja situada cerca del frente—. Ésa es la tienda de Sethon. Despreciable engreído.
Un tenue sonido metálico anunció la llegada de Ido. Observó detenidamente la llanura, frunciendo las espesas cejas. Hizo un gesto de contrariedad con la cabeza y dio un paso atrás.
—¿Tenéis algo que decir, Señor Ido? —dijo Kygo, secamente.
El Ojo de Dragón miró hacia arriba como si estuviera saliendo del aturdimiento.
—No. Nada.
Levantó las manos y los grilletes y se frotó la frente con las yemas de los dedos. Había perdido casi todo el color de la cara y la tez le brillaba de sudor. Sin embargo, no parecía que fuera producto del miedo ni del calor.
—¿Cuándo se ha dado de beber al Señor Ido por última vez? —preguntó Kygo.
Yuso dio un paso adelante.
—Antes de llegar al campamento, Majestad.
—Dale agua.
Kygo volvió la cabeza hacia la llanura.
Yuso se inclinó y luego se dirigió hacia el joven porteador que llevaba las cantimploras. Ido me agarró por la manga y me hizo dar un paso atrás, y luego un par más, hasta abrir un pequeño hueco entre los hombres concentrados en el enemigo y nosotros.
—Dillon está a un día de camino. —Hablaba en susurros apenas audibles—. Lo tengo clavado en el cerebro —añadió, dándose unos toquecitos en la sien.
Me quedé mirando su brazo fijamente: el brazo que yo misma le había quemado y luego le había curado.
Frotó mis dedos con lo suyos.
—Nunca pidas perdón por tu poder —murmuró.
Me alejé un poco al ver llegar a Yuso con la cantimplora, que le pasó a Ido con malos modales.
—¿Es ésta una de tus mezquinas ideas, Yuso? —dije, intentando dar un nuevo sentido al rubor de mi tez—. ¿Negar el agua?
El capitán se cruzó de brazos.
—Siempre estáis muy preocupada por el bienestar de Ido, Mi Señora.
No tenía nada que responder a su maliciosa insolencia. Alcé la barbilla y regresé junto a Kygo. El miedo que me producía saber que Dillon se estaba aproximando, se hermanó con el tacto de los dedos de Ido, y mi corazón se aceleró.
Era ya tarde avanzada cuando pude, por fin, acudir a la tienda redonda que habían asignado a Rilla, Lon y Chart. Tres escoltas me acompañaban en mi camino a través de las hileras de moradas hechas de tela blanquecina atada con cuerdas. Mirones llenos de curiosidad se agrupaban para observar el avance de la Ojo de Dragón, y sus murmullos esperanzados me seguían como si de una larga plegaria se tratara. Las noticias de la curación de Chart habían corrido como la pólvora por el campamento, y ante su tienda se había congregado una pequeña multitud de personas, con la intención de ver, con sus propios ojos, la prueba de mi gran poder.
Pocas horas antes, el muchacho era un diablo portador de mala fortuna. Ahora era un símbolo de poder y esperanza. Aquélla era una consecuencia de la curación que yo no había contemplado.
Vi a Rilla a través de un hueco entre la muchedumbre. Estaba agachada junto a una hoguera, removiendo el contenido de una olla puesta al fuego: carne de cabra, a juzgar por el olor penetrante del humo. No hacía caso en absoluto de la presión que ejercían los curiosos al observar cada uno de sus movimientos. Lon estaba apoyado en la sólida estructura de la tienda, junto a la desgastada puerta roja. Su mirada y su actitud vigilante eran como un aviso.
—Mi Señora, esperad, por favor —dijo Caido, junto a mí.
Ordenó a los otros dos hombres de mi escolta que abrieran paso entre la gente, aunque no hacía falta: una chiquilla que estaba clavando una ramita en el suelo advirtió mi presencia, y su grito exaltado hizo que todos los congregados centraran en nosotros la atención y se dividieran en dos grupos de personas que se agachaban en reverencias.
Rilla depositó a toda prisa la olla en el suelo y se levantó, mientras intentaba anudarse al moño un mechón de pelo canoso que le había quedado suelto. Lon y ella misma se inclinaron en una profunda reverencia.
—Dama Eona.
Su rostro era una tensa mezcla de sonrisas y lágrimas.
—Siento no haber podido venir antes. —Tomé sus manos entre las mías—. ¿Cómo está Chart?
—Está… —miró alrededor, a las caras que nos observaban con fervor, y luego al suelo—. No se irán —murmuró, mientras me cogía de la mano para que nos arrimáramos a la tienda—. Mi Señora, Chart está… abrumado. Como lo estoy yo. —Me estrechó los dedos—. Creo que necesitaremos mucho más que un solo día para comprender de verdad el maravilloso regalo que nos habéis concedido. —Echó una ojeada a la puerta roja—. Está… ahora arriba, ahora abajo, Mi Señora —dijo, acompañando las palabras con un movimiento ondulante de la mano—. Ha vivido quince años como era y, en un solo instante, lo habéis convertido en algo completamente distinto.
—Pero está curado. Ya no es un tullido. Como yo.
—Sí, su cuerpo está curado —dijo, lentamente.
—Bien, pues voy a verlo —dije, perpleja por su vacilación.
—Por supuesto, Mi Señora. —Se aclaró la garganta—. La dama Dela y Ryko están sentados junto a él, en estos momentos.
—¿Ryko? —El isleño no había conocido a Chart. ¿Qué hacía allí? Sólo se me ocurría una razón: informar al muchacho de mi poder coactivo. ¿De verdad creía que yo tenía intención de ocultárselo?
—Ryko dice que también lo curasteis —prosiguió Rilla, con una voz desprovista de emoción.
Yo conocía bien aquel tono neutro: era el que empleaba cuando mi señor había hecho algo que ella consideraba dudoso. Ryko debía de habérselo contado también. Me enderecé, llena de resentimiento. Su hijo estaba curado; eso debía superar cualquier coste.
Rilla me hizo pasar mientras Lon abría la puerta. Detrás de nosotras, la gente estiraba la cabeza para intentar ver el interior de la tienda. Levanté los pies para cruzar el umbral elevado y la puerta se cerró rápidamente detrás de mí. Por un momento, el brusco paso de la luz deslumbrante del sol a la oscuridad del interior redujo todas las formas a sombras sin contorno. Me detuve un instante para esperar a que los colores y los detalles se hicieran más definidos.
—Dama Eona.
Dela se levantó de su taburete y se inclinó ante mí. Se había cambiado de ropa, despojándose de la vestimenta masculina para ponerse una larga túnica de color naranja con falda completa, al estilo de las mujeres del este. Tras ella, Chart estaba tendido en una cama alta, entre un montón de almohadones. Había dos camas más al fondo de la pequeña tienda. Ryko se hallaba de pie a su lado. El isleño me hizo una tensa reverencia y dio un paso atrás mientras yo caminaba sobre las alfombras del suelo. Entre las dos estacas centrales había una estufa apagada, pero aun así el aire de la tienda, mal ventilada, era denso. El calor del día quedaba atrapado tras la puerta bien cerrada.
—Dama Eona, tenía la esperanza de que vendríais —dijo Chart. Liberado de la tensión de los músculos de la garganta, el timbre de su voz era el de un adulto. Se balanceó hacia delante, sobre la cama, intentando levantarse por su cuenta, pero los delgados brazos le flaquearon.
—Ryko, ¿me ayudas?
El isleño cogió a Chart por el brazo y lo sostuvo mientras se ponía de pie. Me quedé mirando su nueva estatura; me pasaba, por lo menos, un palmo.
Chart se inclinó, aguantándose en Ryko.
—¿Veis, Mi Señora? Puedo tenerme en pie. —Sonrió; el eco de mi viejo maestro estaba presente en sus delgadas facciones—. De momento, los músculos no dan para mucho. —Hizo una pausa y respiró con un resuello—. Pero Lon dice que, si entreno, me haré más fuerte. Me ha hecho esto —dijo, y me enseñó una pelota confeccionada con tiras de cuero toscamente enroscadas—. Es para fortalecer las manos.
Sonreí.
—¡Qué alto eres!
—Ya lo sé. Ya lo sé —alardeó. Luego tosió un poco y tragó saliva—. No estoy acostumbrado a decir tantas palabras seguidas —añadió, con voz rasposa.
—Ayúdale a sentarse otra vez, Ryko —dijo Dela, acercándose al chico—. Está pálido.
—¡No! —La excitación agudizó la voz de Chart—. ¡No habléis de mí como si aún me arrastrara por el suelo!
Dela se apartó.
—Has pasado por mucho sufrimiento, muchacho, pero cuida tu lenguaje —le advirtió Ryko.
Chart se soltó del agarrón del isleño y me miró, tambaleándose.
—Ryko dice que ahora puedes controlar mi voluntad. ¿Es cierto?
Sostuve su mirada llena de fiereza.
—Eso venía a decirte yo misma. —Fulminé a Ryko con la mirada—. ¿Acaso creías que no se lo iba a decir?
—Ya no sé qué es lo que vais a hacer —dijo Ryko—. Vuestras ideas sobre lo que está bien y lo que está mal han cambiado desde que os codeáis tanto con el Señor Ido.
—¡Ryko! —exclamó Dela—. Éste no es el modo de hacer las cosas. Y menos, delante del chico.
El isleño y yo hicimos caso omiso de la contraria.
—¿Qué insinúas, Ryko? —pregunté.
Echó la cabeza hacia delante, como si me apuntara con el mentón.
—Veo en vos el mismo anhelo de poder que en él. No curasteis a Chart por su propio bien. Lo hicisteis para mostrar vuestro poder, sin tener en cuenta sus deseos y sus necesidades.
Reprimí un acceso de ira y eché una mirada al muchacho.
—¿Estás contento de que te haya curado, o no?
Chart buscó con la mano el disco de liberación que llevaba colgado al cuello.
—¿Sigo siendo un hombre libre? No entiendo qué significa lo de que podéis controlarme.
—¡Claro que eres libre!
—Tan libre como un hombre cuya voluntad puede ser controlada en cualquier momento —dijo Ryko, resoplando.
—No voy a pedir perdón por usar mi poder —espeté, mirando no sólo a Ryko, sino también a Dela y a Chart—. Vosotros visteis lo que ocurrió en la tienda de la asamblea. Hice lo mejor para el Emperador.
—Siempre tenéis buenas razones para esgrimir —dijo Ryko—. Podríais haber terminado después de curar al Señor Ido. Con eso bastaba. Pero no lo hicisteis.
Crucé los brazos delante del pecho.
—Ni siquiera estabas allí.
—No, pero sentí cómo os regodeabais en el poder. Deseabais mostrar toda vuestra fuerza y vuestra furia y usasteis a Chart para ello. No lo habríais hecho poco tiempo atrás.
—Aunque eso fuera cierto, no tiene importancia. —Negué su acusación con un ademán de la mano—. Todo ha cambiado. Tengo que hacer cosas que nunca pensé que debería hacer.
—Sí tiene importancia. La tiene para mí —dijo Chart.
Giré sobre mis talones para mirarlo de frente.
—¿Qué dices?
El chico se estremeció, pero sostuvo firme la mirada.
—Este regalo es una bendición de los dioses, dama Eona, y te doy las gracias por ello. —Tragó saliva ruidosamente y levantó el disco con la mano—. Pero también me diste la libertad: el derecho a decidir por mí mismo. En la tienda de la asamblea, me la quitaste. —Tosió y alzó la barbilla, forzando los músculos del cuello en busca de más palabras—. Cuando sólo eras Eón, eras mi amigo. Yo siempre fui una persona real para ti, nunca un demonio inhumano sin voz ni voto. Pero en la tienda, me convertiste en un monstruo de feria. —Enderezó el cuerpo en toda su extensión, temblando por el esfuerzo—. Ni siquiera me miraste a la cara hasta que todo hubo terminado. Yo no era más que una cosa sobre la que ejercías tu poder.
—No fue así —dije, negando la verdad que manifestaban sus palabras—. Habrías escogido la curación, ¿no es así?
—Este es el asunto, precisamente —dijo Ryko, con acritud—. No le disteis a elegir.
—No necesito que hables por mí —espetó Chart al isleño. Luego se dirigió a mí de nuevo—. ¿Ya has olvidado qué se siente siendo un tullido? ¿Cuando te ves privado de sentimientos, de humanidad? Mi amigo Eón no lo habría olvidado.
—No lo he olvidado —dije, intentando con todas mis fuerzas contener la rabia—. Pero ya no soy Eón. Todo ha cambiado. Soy la dama Eona, el Ojo de la Dragona Espejo, y naiso del Emperador.
—¿Significa eso que ya no os es menester pensar en los demás? —preguntó Ryko—. ¿Tenéis vuestras propias reglas, ahora?
Me volví para encararlo.
—Esto no es justo. —Estaba tan resentida, que metí a Dela, Chart y Ryko en el mismo saco de amargura—. Pienso constantemente en los demás. Ninguno de vosotros entendéis lo que se siente.
—Aun así, deberías habérmelo pedido —dijo Chart, con obstinación—. Eón me lo habría pedido.
Dela me tocó el brazo.
—Sé muy bien que no estás a gusto con lo que ocurrió en la asamblea —dijo—. Fuiste en contra de tus propios principios, de tu sentido de lo que está bien y lo que está mal. Lo sabes en lo más profundo de tu ser. No permitas que todo este poder empañe tu espíritu, Eona.
Me solté de su agarrón.
—¿Quién eres tú para hablarme de mi poder o de mi espíritu? Soy la Ojo de la Dragona Espejo y haré lo que estime conveniente.
Ryko me miró fijamente.
—Escuchad vuestras propias palabras. Esto es algo que muy bien podría decir Ido. Ha penetrado en vuestra mente igual que lo ha hecho en vuestro cuerpo.
—¡Ryko! —Dela ahogó un grito.
—¡No es cierto! ¡No es cierto!
Aquellas palabras desencadenaron mi furia. El calor de mi poder se abalanzó sobre él, buscando su hua. Quería obligarlo a tragarse lo que había dicho. Sentí cómo mi latido se apropiaba de su fuerza vital y cómo él se doblaba sobre sí mismo. Y entonces sentí también que estaba arrastrando otro latido, más rápido y aterrorizado. Chart. El muchacho intentaba agarrarse al aire. Las rodillas se le doblaban. Dela se lanzó hacia él y detuvo la caída de su delicado cuerpo, antes de que golpeara el suelo.
¿Qué estaba haciendo? Rompí la conexión al instante.
Ryko levantó la cabeza, jadeando.
—¿Va a ser ésta vuestra respuesta, a partir de ahora, a todo lo que os digan?
Giré sobre mis talones y empujé la puerta con toda mi angustia. Lon se hizo rápidamente a un lado. Me sentía tan miserable que, al ver a la muchedumbre agolpada ante la tienda, me dejé llevar por la ira.
—Volved a vuestras tiendas —chillé.
Me miraron con los ojos abiertos como platos.
—¡Ahora! —grité, todavía más fuerte—. ¡Largo de aquí!
El gentío se hundió en profundas reverencias y luego se dispersó, formando pequeños grupos que se perdieron entre las hileras de tiendas.
Rilla se levantó.
—¿Qué ha pasado?
—Ha pasado que soy la Ojo de la Dragona Espejo —dije, agriamente—. Eso es todo.
Miré hacia la puerta. Lon la había vuelto a cerrar.
—Dile a Chart que lo siento.
—¿Por qué? ¿Por haberlo curado?
—No, dile que siento no ser Eón.
Me alejé de ella y de su desconcierto. Mi escolta me rodeó sin perder un instante. La Ojo de la Dragona Espejo no pedía perdón por su poder.
La cena fue una ceremonia interminable. Los jefes de tribu estaban deseosos de ofrecer al Emperador sus delicias locales y de mostrarle sus entretenimientos favoritos. Al parecer, abundaba la cabra, a la cual se añadía un vino de arroz llamado Matadiablos. Después empezaron las danzas de tambores, todo en un revoltijo aliñado con exageradas bravuconadas, hasta que risas y carcajadas se acabaron convirtiendo en aullidos y alaridos, y el acto de beber desembocó en una feroz competición. Yo estaba sentada a la izquierda de Kygo, en la tarima que habían montado bajo la luna creciente y el cielo sereno de la noche. El círculo que formaban las mesas estaba rodeado de antorchas firmemente clavadas en el suelo. No hubo mucha ocasión para conversaciones en privado, sólo unas pocas palabras robadas al jolgorio general entre las constantes llamadas de los jefes tribales que pedían nuestra atención, y los incesantes espectáculos de danza. En uno de los raros momentos de calma, Kygo se arrimó a mí y me cogió la mano por debajo de la mesa baja. La suave presión de sus dedos rebajó mi angustia y mi sentimiento de soledad.
—Estás pálida. —Su aliento olía a licor de arroz—. ¿Va todo bien?
Tragué saliva para sofocar las empalagosas náuseas que anunciaban, yo lo sabía bien, la inminente llegada del libro negro. Mi mirada tropezó sin querer con el Señor Ido, que estaba sentado, bajo custodia, al otro lado del círculo. Kygo había insistido en que asistiera a la cena, pero el Ojo de Dragón había rechazado la comida y la bebida. Permanecía inmóvil en su asiento, como si fuera a romperse en pedazos al menor movimiento, y tenía en la tez un matiz cetrino que añadía años a su rostro. Mi malestar procedía únicamente del manuscrito negro, que se acercaba, pero Ido tenía conexión directa con él a través del Dragón Rata y de Dillon. No podía siquiera imaginar su sufrimiento.
Kygo miró en la misma dirección que yo.
—No tiene buen aspecto.
Muy pronto, el algún momento, tendría que decirle que había obligado a Ido a atraer a Dillon hacia nosotros, pero no era una conversación que pudiese tenerse entre un plato de carne de cabra y el siguiente.
La Perla Imperial, en la base de su cuello, brillaba a la luz roja y naranja de las antorchas, como si tuviera su propio fuego interno. ¿Qué ocurriría si le contase toda la verdad? ¿Si le dijese que había mantenido en secreto la llegada de Dillon porque el libro negro contenía el modo de someter mi voluntad y mi poder? ¿Si le contase que la hua de Todos los Hombres era la perla cosida a su piel y a su sangre, y que yo lo sabía pero no se lo había dicho porque tenía la esperanza de encontrar un modo de salvar a los dragones que no resultase una amenaza para su vida? Cualquier rey en su sano juicio me mataría allí mismo.
Me encogí de hombros.
Me encuentro perfectamente —dije—, salvo que he comido demasiada cabra.
Me sonrió mientras estrechaba mis dedos.
—Tampoco es mi plato favorito, pero aquí abunda. —Bajó la voz—. Lo que hay que hacer en nombre del deber.
Soran llamó su atención con una nueva historia de proezas en la batalla, digna de un borracho. Observé cómo Kygo aceptaba con toda elegancia una pieza de cabra asada que le servían de una bandeja que acababan de llenar. Me lanzó fugazmente una mirada divertida. La intimidad que se leía en sus ojos me provocó una oleada de calor que enseguida se transformó en un sentimiento de deseo, tan agudo que resultaba doloroso.
¿A quién me debía? ¿A aquel hombre poderoso y bello que me tomaba la mano y me llamaba luna de su sol? ¿O a los dragones, fuente de mi propia magnificencia y mi poder? Debía encontrar el modo de servir a los intereses de ambos. Ahora bien, ¿qué ocurriría si, finalmente, tenía que acabar eligiendo? Me removí, inquieta, sobre los cojines: Ido también estaba ligado a aquella terrible disyuntiva. El Ojo de Dragón levantó la cabeza, como si me hubiera leído el pensamiento. Había miedo en sus ojos, y al constatarlo sentí una aprensión que me helaba el corazón. Ido estaba en la balanza, tanto como Kygo y los dragones. Estaba tan unido como yo misma al destino de las bestias. Y aquel destino venía hacia nosotros con un libro negro atado al brazo y la locura oscureciendo la mente.