Con la fuerza de nuestro ilícito poder, Ido y yo habíamos empujado tanto nuestro barco que ahora llevaba un día de adelanto sobre el calendario previsto, y se hallaba fuera del radio de acción de un ciclón cuya fuerza había menguado. Pasé la mayor parte del resto del día en intensas sesiones de planificación militar con Kygo y Tozay. Cuando no estaba en la cabina de mando mirando mapas o discutiendo la estrategia, me sentaba con mi madre para conversar sobre temas menores o para que me contase cosas del padre y el hermano a quienes no había conocido, o bien me tendía en el camastro, sumida en un oscuro vértigo de vergüenza y confusión mental que, inevitablemente, acababa en el recuerdo de Ido dominando el ciclón… y de nuestro torrente de poder conjunto.
Al menos, las sesiones de planificación me permitían estar cerca de Kygo, aunque el momento del golpe contra Sethon y de mi intervención como arma contra él, que se acercaba a pasos agigantados, hacían crecer en mí un sentimiento constante de amenaza. Estaba viendo a Kygo en su papel de emperador, con todas sus energías concentradas en la guerra que nos esperaba. Sólo en una ocasión, la mañana siguiente al ataque del ciclón, había podido gozar de unos momentos junto a Kygo, el hombre. Tozay había abandonado la cabina de mando para dar indicaciones a la tripulación sobre una corrección en el rumbo de la nave, y Kygo y yo nos quedamos a solas, uno a cada lado de la mesa fija, con un mapa abierto entre nosotros.
—No le di instrucciones de que te lo pidiera —dijo abruptamente.
Levanté la mirada del mapa.
—Romper otra vez la Alianza. Tozay lo hizo por su cuenta. Me lo trajo como un trato cerrado.
Me enderecé, como si alguien me hubiera quitado de encima parte de la carga que llevaba.
—Tozay me dijo que tú no me lo pedirías —dije.
Asintió con la cabeza.
—Sé cuánto te disgusta tener que matar. —Señaló el mapa con un gesto de la mano—. De todos modos, ya ves que no podemos hacerlo sin tu ayuda. —Sonrió sin atisbo alguno de alegría—. Me encuentro ante uno de los dilemas sobre los que mi padre me advirtió: los principios contra el pragmatismo.
—Acepté, Kygo. En esta ocasión, ha vencido el pragmatismo.
—El pragmatismo es como el agua contra la roca de los principios —dijo Kygo con voz suave, citando al gran poeta Cho—. Si no se canaliza, acaba por abrir su propio camino a través del espíritu.
Rodeó la mesa y me acarició la mejilla con una mano, mientras con la otra me atraía hacia él. Me besó lentamente, con vacilación, y yo le respondí con la misma dulce presión. Era como si ambos buscáramos redimirnos en silencio. Pero en mitad de aquella tierna unión, apareció el recuerdo violento de Ido y su pasión desenfrenada. Aquella intrusión repentina me llenó de vergüenza, y me separé de Kygo. Él no hizo nada por retenerme. Parecía que ambos nos refugiáramos en nuestra propia culpa.
No vi mucho a Dela ni a Ryko durante el resto del trayecto. El isleño me evitaba, o eso pensaba yo, pero ocurría que ellos dos se evitaban también mutuamente y empleaban su tiempo a bordo para encerrarse en sí mismos. Dela había salido una vez a buscarme, en un momento en que yo me encontraba en cubierta respirando aire fresco, para contarme que habían obligado al centinela de Ido a callar. Sabían que el Ojo de Dragón había logrado escapar aprovechando que él no estaba en su puesto, porque lo había abandonado para contemplar la escena entre Ryko y ella.
—Esta alianza tuya con Ido me tiene aterrorizada —me dijo entonces—. No olvides lo que ha hecho.
—No lo he olvidado.
La brisa fresca hizo que mis cabellos me cubrieran el rostro.
—Me dio un mensaje para ti.
Frunció los labios como si las palabras que iba a pronunciar le llenasen la boca de un sabor amargo.
—¿Qué te dijo?
—Que estás en su sangre.
Miré el suelo de la cubierta para ocultar la respuesta que surgía en mi propia sangre.
—Esas son las palabras de un enamorado, Eona.
—El Señor Ido sólo ama el poder. Lo sé —afirmé, pero ella no pareció muy convencida.
Inclinó la cabeza y se volvió hacia la escotilla.
—Dela —dije, y ella se detuvo y me miró—. ¿Ryko me odia?
Los rasgos de su cara se suavizaron.
—Ryko no te odia. Sólo quiere salvarte. A ti y a todo el mundo.
Mientras la veía alejarse, sentí un nudo en la garganta. Un nudo de profunda tristeza. Ryko quería salvar a todo el mundo… excepto a sí mismo.
Cuando, finalmente, anclamos en el puerto natural formado por la profunda ensenada donde se había establecido el punto de reunión oriental, todos nos sentimos aliviados y empezamos a movernos con mayor agilidad. Pensé que teníamos la necesidad de enfrentarnos a algo más que a las sombras que habitaban nuestras mentes.
El mundo no solía conjurar realidades peores que nuestras propias pesadillas.
Me apoyé en el riel y contemplé el paisaje, una mezcla de dunas de arena, rocas de color ocre y matorrales verdes brillando bajo el sol. Aquello era el este, la fortaleza del poder de mi dragona, una tierra abandonada durante quinientos años, convertida en un caluroso páramo desértico que sólo habitaban las tribus fronterizas. Ahora, la Dragona Espejo había regresado y, con ella, la verde bendición de un cambio. Y tal vez, si los dioses nos eran favorables, también la victoria.
—Dama Eona.
La voz de Ryko me arrancó de la ensoñación. Me traía una correa de cuero, de las que se ajustaban a la espalda. Colgaban de ella las vainas de dos espadas. Dos empuñaduras de adularia y jade sobresalían de las fundas: las armas de Kinra.
—Órdenes de Su Majestad: todo el mundo debe ir armado a todas horas —dijo—. He engrasado las vainas.
Tras un instante de vacilación, cogí la correa. No había vuelto a tocar las espadas de Kinra desde la batalla en la taberna. Parecía que hubiesen pasado años. Ryko se cruzó de brazos, esperando que yo comprobase lo bien que se deslizaban las hojas al sacarlas de las fundas. Apreté los dientes y agarré una de las empuñaduras. Entonces sentí la rabia de Kinra como un torrente penetrando en mis venas. Seguía allí, tan fuerte como siempre.
—Está bien —conseguí decir, mientras devolvía la espada a su lugar. El suave beso de la empuñadura y la abertura metálica me libraron de la furia.
—¿La otra?
—Confío en ti —dije.
—Comprobadla, Mi Señora.
Así la segunda empuñadura y tiré. Salió suavemente, con un ruido sibilante, murmurando un anhelo de muerte. La envainé con violencia y aparté la mano lo más rápido que pude.
—Perfecto, muchas gracias.
Hizo una reverencia.
—Ryko.
Levantó la mirada, con ojos cautelosos.
—Gracias por cuidar de mis espadas. —Aquello no era lo que yo quería decir, pero las verdaderas palabras estaban bloqueadas por la tensión que había entre los dos.
—Es mi deber —respondió—. Siempre cumplo con mi deber —añadió, y luego se marchó.
Entonces, por fin, oímos un grito procedente del vigía que estaba en el palo mayor: había divisado la señal en la orilla, aunque yo no veía a nadie en la playa, ni en las dunas.
Fui en el primer bote, junto con Kygo, Tozay y dos de los arqueros de Caido. Otro bote, más grande, nos seguía con Dela, Ryko y más hombres armados, dos de los cuales vigilaban a Ido. Remamos en silencio desde el junco hasta la orilla. El calor y la quietud del aire resultaban inquietantes, después de los vientos veloces del mar, y no se veía signo alguno de la presencia de nuestros aliados en la ancha extensión de arena.
—¿Dónde están? —susurré.
—Esperad —dijo Tozay.
Los dos botes llegaron a la playa al mismo tiempo, y los arqueros nos cubrieron mientras desembarcábamos y andábamos por el agua cálida hacia la orilla. Inspeccioné el horizonte ondulado de arena, parpadeando ante el resplandor de la luz del sol que se reflejaba en ella. La certeza de que nos estaban vigilando, me producía un cosquilleo en la piel. Tozay avanzó hasta más allá de la línea que marcaba la marea y se quedó de pie, con las manos en las caderas y la vista clavada en el banco de dunas que se alzaban como una colina ante nosotros. Alargué las manos hacia atrás para alcanzar las espadas de Kinra. Los arqueros se dieron cuenta y prepararon sus armas. Entonces, algo se removió en la arena y, de repente, surgieron de ella figuras humanas.
—No disparéis —ordenó Tozay.
Bajé las manos. Una veintena de hombres vestidos con ropas del mismo color que las dunas se levantaron, sin dejar de vigilarnos y con las espadas desenvainadas. Uno de ellos levantó el puño y describió con él un arco en el aire.
Tozay devolvió la señal.
—Despejado —dijo a Kygo.
Habíamos entrado en contacto con el ejército de la resistencia oriental.
El cabecilla, un hombre de voz suave, se detuvo en mitad de la ladera y revolvió el caballo para esperar a Kygo, que conducía nuestro robusto animal hacia la cima. Yo iba montada de nuevo a lomos del mismo caballo, detrás del Emperador, pero esta vez, él apoyaba su mano en la mía, sobre su cintura, y nuestros cuerpos se movían con hipnotizadora harmonía. Los hombres de las dunas y nuestra propia tropa habíamos pasado la noche cabalgando, siempre en ascenso hacia terreno alto, más conveniente para nuestra estrategia. Las arenas cubiertas por el manto plateado de la luna habían dado paso a monótonas llanuras y extraños afloramientos rocosos. Ahora, la luz gris del alba dotaba, poco a poco, de relieve al paisaje de matorrales y de mayor definición a los rostros que me rodeaban.
Kygo llegó a la altura del cabecilla de las dunas. Tozay detuvo su caballo justo detrás de nosotros.
—Tal como habéis pedido, Majestad —dijo el cabecilla, inclinando la cabeza—. Estamos a un cuarto de hora de distancia del campamento.
Sus palabras parecieron conjurar el aroma a humo en el frío amanecer, y a lo lejos pude ver un débil fulgor que insinuaba la presencia de hogueras encendidas para preparar comida.
Kygo asintió con la cabeza.
—¿Cuál de vuestros hombres lleva el caballo más dócil?
El cabecilla señaló con la mano a uno de los jinetes del grupo que nos seguía. Eché la vista atrás y sonreí a Dela, que se hallaba cerca, montada en un caballo rucio, con mi madre agarrada nerviosamente a su cintura. Pero, en realidad, mi atención estaba centrada en Ido, en un rincón de mi mirada. Iba sentado a horcajadas de uno de los caballos más grandes y, aunque lo habían atado con cuerdas al arzón delantero, se mantenía con gran soltura sobre el animal. Me miró por debajo de los párpados entornados, con una sonrisa tan llena de intimidad como si me estuviera rodeando la cintura con los brazos, en lugar de llevarlos atados a la silla. El recuerdo de su abrazo pareció una caricia cálida sobre mi piel. Volví la cabeza de nuevo hacia delante.
El jinete a quien había convocado Kygo desmontó y le hizo una reverencia. Tenía la cara surcada de rastros de arena del camuflaje.
—¿Tu caballo podría llevar a un novato? —preguntó Kygo.
—Sí, Majestad. Mi yegua es tan estable como una roca. Incluso mi hijo de tres años la monta sin silla.
Kygo me miró por encima del hombro.
—¿Pensáis que podréis manejarla, dama Eona? Quiero que entréis en el campamento cabalgando junto a mí.
Aunque era una orden dada con toda seriedad y, sin duda, con una intención que iba más allá del puro protocolo, me di cuenta de que sonreía con un leve toque de humor y bajé la mirada.
—Por supuesto —dije. Aunque, en realidad, no estaba muy segura de poder mantenerme firme a lomos de uno de aquellos animales, debía intentarlo. Al menos, sabía desmontar. Levanté una pierna y me descolgué de nuestro caballo para aterrizar con razonable soltura sobre los guijarros.
El hombre de las dunas sonrió para darme ánimos y me invitó a dar unas suaves palmaditas a su yegua.
—Se llama Ren —dijo—. En la lengua de mi tribu significa «paciencia».
Acaricié el carrillo de pelo corto y suave del animal. «Paciencia»: la pobre criatura necesitaría mucha una vez me tuviera sobre su lomo.
En cuanto nos pusimos de nuevo en marcha, Ren demostró ser tan buena como el hombre de las dunas había asegurado: estable y capaz de perdonar mis maneras demasiado bruscas y mi falta de habilidad. Kygo se mantenía a mi lado, tan cerca de mí que los flancos de los caballos casi se tocaban. Ren, que los dioses bendigan su dulce naturaleza, parecía indiferente a la presencia del caballo de Kygo y a los ocasionales mordiscos que daba a sus bridas.
—Lo estás haciendo bien —dijo Kygo.
—Es gracias a ella, si lo parece —respondí, mirándolo intensamente a los ojos—. De todos modos, eso es lo que se supone que debe hacer, ¿no? ¿Qué es lo que te preocupa?
—Siempre tan rápida, naiso. —Se removió en la silla y bajó la voz—. En tanto que comandante del ejército, Sethon ha aplastado con gran crueldad y durante años a las tribus del este, de modo que aquí no se le quiere. Sin embargo, tampoco están convencidos del todo en cuanto a mí. Al fin y al cabo, mi padre no impidió las campañas orientales de Sethon. —Se alisó la coleta imperial con las manos—. Además, no veneran tanto a los Ojos de Dragón como se hace en otras partes del país, ya que han pasado quinientos años sin gozar de la bendición del que les correspondía.
Desde que la Ojo de la Dragona Espejo había sido ejecutada y la propia Dragona había huido, pensé. ¿Conservarían las gentes de Oriente alguna leyenda sobre Kinra? ¿O también había sido borrada de su tradición?
—Y ahora, el Dragón Espejo ha vuelto, y su Ojo de Dragón está al caer —continué por él—. ¿Qué crees que ocurrirá?
Miró de reojo a Tozay, que cabalgaba detrás nuestro, a pocos pasos.
—Tozay dice que los orientales sólo respetan la fuerza. De modo que eso es lo que les haremos ver. —Clavó la vista en mi rostro. El suyo mostraba una expresión sombría—. ¿Estás preparada para eso… amor mío?
La suave y vacilante expresión de cariño me hizo enrojecer de los pies a la cabeza. Kygo me había dicho que yo era su amor. Yo era consciente de que me estaba advirtiendo en cuanto a los orientales, pero no podía concentrarme en otra cosa que no fuera aquella dulce frase. No pude reprimir una sonrisa que se abría paso desde mi más profundo interior.
—Sí —respondí—. Lo estoy.
Me habría gustado devolverle unas palabras igual de cariñosas, pero no sabía cuáles: nunca había dicho a nadie nada parecido. Sin embargo, mi sonrisa pareció bastar, porque él se inclinó hacia mí y me cogió de la mano, y yo me sentí entonces envuelta por su sonrisa como en un fuerte abrazo.
Durante un gozoso instante, olvidé que le había mentido a propósito de Ido y del ciclón, pero entonces el Ojo de Dragón volvió a aparecer en mi mente: el recuerdo de sus manos tocándome y de su boca sobre la mía, y la gloria de su poder. Si Kygo hubiera sabido aquello, no me habría llamado «amor mío».
El cabecilla de las dunas detuvo su caballo.
—Ya hemos llegado —anunció, atrayendo la atención de Kygo. Fue un alivio; yo no habría podido sostenerle mucho más la mirada.
El hombre hizo un ademán para señalar hacia delante.
—Vuestro ejército espera, Majestad.
Se inclinó ante nosotros sobre su caballo, y nos hizo pasar para que entráramos al frente de nuestra tropa en el campamento de la resistencia.
Yo nunca había visto a tanta gente congregada en un único lugar; ni siquiera en la arena de la ceremonia o en el campamento del cráter. Mis manos se agarrotaron alrededor de las riendas de Ren, y estuve tirando un buen rato del bocado del animal mientras avanzábamos, bajo la pálida luz de la mañana, entre dos llanos cubiertos de hombres hundidos en sus reverencias, en hileras que se extendían a cada lado durante cientos de pasos. Detrás de ellos había tiendas bajas, propias de los militares, junto a las tribales, más altas y redondas, dispuestas todas ellas en filas y columnas como las calles de una ciudad. Las últimas estaban tan alejadas que aparecían como simples puntos a la luz de las pequeñas hogueras.
Todo aquello a las órdenes de Kygo. Y bajo la protección de mi poder.
Eché una rápida ojeada al Emperador. Él no miraba ni a la derecha ni a la izquierda, y su porte había pasado de la relajada unión de hombre y caballo a la majestuosa rigidez de la autoridad real. Toda su atención estaba puesta en un grupo de seis hombres hincados de rodillas frente a una gran tienda redonda, cuyo tamaño y posición mostraban a las claras que se trataba de un lugar para celebrar reuniones.
Experimenté un momento de absurdo placer mientras conducía a mi yegua, con elegante porte, junto al caballo de Kygo. No me había caído, y había conseguido que se detuviese. Esperé a que Kygo desmontase y, a continuación, pasé una pierna por encima del lomo de Ren y llegué al suelo. Al girarme sobre el estribo pude ver fugazmente a Ido, aún montado, detrás de nosotros. Uno de los hombres de las dunas lo estaba desatando de la silla.
—Levantaos —ordenó Kygo.
Los seis hombres se pusieron en pie. Miré por encima del hombro, más allá de las empuñaduras de las armas de Kinra y vi cómo, a la orden del Emperador, un mar de gente abandonaba también la reverencia.
—Ella es la dama Eona, Ojo del Dragón Espejo y mi naiso imperial —dijo Kygo.
Todos los hombres me miraron. Aunque no percibí cambio alguno en las expresiones de sus rostros, pude sentir su decepción como si me estuvieran gritando a la cara: «es una niña».
—Ya conocéis al general Tozay —prosiguió Kygo. Luego volvió la cabeza buscando a Ido—. Y éste es el Señor Ido, Ojo del Dragón Rata.
Aquella presentación provocó miradas agresivas entre los seis hombres. Una corriente de murmullos se elevó entre la gente, a nuestro alrededor. Uno de los seis, un hombre de unos treinta años, todo músculo y de ojos permanentemente entrecerrados para combatir la luz del sol, dio un paso al frente. Llevaba una capa rojo brillante adornada con sendas águilas bordadas, una en cada manga. Los seis lucían vestimentas de vivos colores, verde esmeralda, azul cielo, rojo, púrpura, naranja, que destacaban sobre los colores blanquecinos del resto del campamento.
—Sed bienvenidos, Majestad y dama Eona. —Apartó la mirada de Ido—. Yo soy Rulan, jefe de los Haya Ro, y os doy la bienvenida en nombre de todas las tribus.
—Rulan —dijo Kygo—. El Señor Ido es el Ojo del Dragón Rata. Dale tu saludo.
El fornido hombre se balanceó, irritado.
—Es un traidor.
—¡Dale tu saludo!
Rulan frunció los labios.
—Y saludamos al Señor Ido —masculló. Kygo había ganado el primer asalto. Rulan señaló con la mano hacia el hombre vestido de verde esmeralda—. Él es Soran, jefe de los Kotowi, y pariente de sangre de los Haya Ro.
Siguió presentando a los otros cuatro hombres y explicando sus filiaciones, pero las intrincadas presentaciones se convirtieron en una ristra de palabras desconocidas para mí. Ya había sido testigo del recibimiento hostil que habían dispensado a Ido en el pueblo de Sokayo, pero aquí las miradas contenían un matiz de animosidad todavía más agudo.
Rulan acabó con una reverencia, y entonces Soran, el primer hombre al que había presentado, se avanzó al resto.
—Majestad, os ruego me permitáis saludar a mi hija-hijo, Dela —pidió—. Hace seis años que partió.
De modo que ¿aquél era el padre de Dela? Mirándolo con más atención, guardaban un cierto parecido: la nariz altiva, los ojos profundos y el toque de humor en su rostro anguloso.
Kygo sonrió y asintió con la cabeza.
—Por supuesto Soran. Sé que Dela llegó a la corte de mi padre como pago por un rescate, pero él la apreciaba en gran manera y ha sido una cortesana de gran valor.
Soran se inclinó ante Kygo y se fue. Fuimos entonces testigos de la bella expresión en el rostro de Dela cuando su padre apareció ante ella. Se reflejó tanto amor en sus facciones… y hubo tanto calor en el abrazo que su padre le dispensó cuando ella se fundió en su pecho… Mi madre observó la escena con una triste sonrisa. ¿Estaba comparando nuestro propio reencuentro con el gozo del que estábamos viendo? Era una buena mujer y merecía más que el educado desapego que yo le había dispensado en el barco. Al fin y al cabo, éramos de la misma sangre.
Cuando volví a mirar adelante, Rulan nos estaba haciendo gestos para invitarnos a franquear la puerta de madera de la tienda redonda. La estructura estaba cubierta por una tela pálida, y a través de unos pocos agujeros, se entreveían los extremos de otra tela más gruesa y oscura. Una gran manta de lana, o tal vez de fieltro. Ambas capas protectoras estaban anudadas a la estructura circular mediante cuerdas netamente separadas. Yo había oído decir que aquellas construcciones se podían desmantelar y dejar dispuestas para su transporte en menos de una hora, pero que, sin embargo, eran tan resistentes que podían soportar las tormentas de arena.
Seguí a Kygo y, al entrar, la explosión de color y la opulencia me cortaron la respiración. Las paredes estaban cubiertas de telas brillantes, con estampados en forma de diamantes rojos, blancos y verdes, y el suelo era una sucesión ininterrumpida de alfombras de lana en un estallido de rojos, verdes y amarillos. En el centro se levantaban dos largas estacas, elegantemente esculpidas, que sostenían la cúpula, y entre ellas había un gran brasero abierto, del que se desprendía el calor y la luz tenue de las brasas de carbón. A lo largo de la pared circular había dispuestas largas hileras de bancos con asientos acolchados, estampados con telas de vivos colores, que dejaban un espacio redondo en el centro. Uno de los bancos estaba más alzado que los demás, y detrás de él no había ninguno más: el lugar reservado para el poder. Rulan nos condujo hasta él. El Emperador y su naiso Ojo de Dragón se sentarían juntos.
No pasó mucho rato antes de que la estancia se llenara de gente. Puesto que sólo había una puerta, no me perdí la entrada de mi madre y, detrás de ella, la de Dela y Soran, la emoción de cuyo reencuentro se reflejaba ahora en sus ojos enrojecidos y en el brazo que Soran pasaba, de forma protectora, por encima de los hombros de Dela. Tampoco me perdí la llegada de Ido y el sutil alejamiento de quienes estaban cerca de él, cuando Yuso y Ryko lo condujeron a través de los bancos. Ya no llevaba las manos atadas con cuerdas. Ahora eran pesados grilletes de hierro.
Kygo se dio cuenta de adónde dirigía yo la mirada, y entonces se acercó a mí y me dijo al oído, con su cálido aliento:
—La exhibición de unos grilletes de hierro produce más efecto entre estas gentes que una simple cuerda. Si creyeran que no lo tenemos controlado, no tardarían ni un segundo en matarlo.
Ido tenía la barbilla levantada, y sus ojos castaños mostraban un tono dorado, oscuro, y una dura expresión. Ni siquiera cuando se posaron en mí se suavizaron. Lo llevaron a empellones hasta el banco frontal, a mi derecha. Me obligué a no mirarlo y, en cambio, observé con detenimiento el interior de la tienda. Rulan y su cohorte de cinco miembros se sentaban a nuestra derecha. Aparte de nuestra propia gente, el resto de la cuarentena de personas congregadas eran, la mayoría, hombres con algún tipo de rango; había también un puñado de mujeres. Todos vestían los colores brillantes y los intrincados bordados propios de las ceremonias. Y todos nos miraban, a Kygo y a mí, y hablaban en susurros mitigados por las paredes acolchadas.
Desde su asiento, allí abajo, Rulan inclinó la cabeza ante Kygo y luego dio unas palmadas con las que atrajo la atención de los presentes.
—Nuestro Emperador está aquí. Tenemos mucho que discutir —dijo, mientras las demás voces se apagaban—. En primer lugar, debemos honrar a la dama Eona y al Dragón Espejo. Muchas generaciones se han sucedido sin un dragón en el este, y tal vez por ello para la dama Eona sea difícil comprender nuestro proceder. Hemos sobrevivido, y nuestra independencia puede parecer insultante. Pero no por ello somos gente irrespetuosa. —Hizo ademán a los dos hombres que guardaban la puerta, de que la abrieran de nuevo y luego se dirigió a mí—. Por lo general, no permitiríamos que tal debilidad nos mancillara con su augurio de mala fortuna, pero sabemos que estas personas son importantes para vos. —Levantó la mano para contener el murmullo de voces que se alzaban—. Un gesto de buena voluntad, por así decir.
Miré hacia la puerta, llena de desconcierto.
Al principio, no reconocí el rostro de aquella mujer. Entonces, de repente, todo lo que Rilla significaba para mí me inundó como un torrente imparable: seguridad, calidez y la sonrisa de quien siempre decía la verdad. Detrás de ella estaba Lon, el grueso criado, que llevaba en brazos el cuerpo retorcido de mi querido Chart. Me abalancé sobre ellos mientras Rilla se abría paso a través de los bancos, alargando las manos hacia mí, igual que yo hacia ella.
—¡Estás a salvo!
Pronuncié aquellas palabras entre sollozos, y mi voz se perdió en nuestro fuerte abrazo. Sentí su mejilla, suave, contra la mía y me dejé arrastrar por el olor de su cuerpo, que tan bien conocía, a jabón dulce y trabajo duro.
—Mi Señor —dijo, y luego soltó una risita apenas audible y corrigió—: Mi Señora, quiero decir. Hemos oído todo tipo de historias. —Se apartó para mirarme de cuerpo entero. Su alegría no era obstáculo para una breve inspección—. Creo que estáis cansada. —Reconocí su habitual perspicacia en la expresión de su rostro. Ella sabía que no se trataba sólo de cansancio—. Y ya no cojeáis.
—Luego te contaré —dije.
Lon llegó junto a nosotras, conteniendo apenas el ímpetu de Chart, que agitaba las extremidades, lleno de fervor. Aunque los músculos del muchacho se habían encorvado y apretujado hasta doblarlo casi por entero, seguía teniendo un cuerpo de quince años, capaz de hacer daño con su fuerza. Algunos de los que se hallaban sentados cerca de él se alejaron lo más posible, inclinando sus cuerpos a los lados, mientras hacían con los dedos la señal de protección contra la desgracia.
—¡Dama… Eon… a! —dijo, arrastrando las palabras y alargando los brazos.
Le cogí los dedos tan delgados. Su disco de liberación, el símbolo del fin de la esclavitud que yo misma le había dado, colgaba de una cinta de cuero anudada al cuello. El distintivo que lo acreditaba como hombre libre. Sin duda, no significaba nada para aquellos orientales, que únicamente veían su cuerpo enroscado sobre sí mismo.
Una idea se formó en mi cabeza. ¿Podría curar a Chart con mi poder? ¿Enderezar su cuerpo?
Sus labios se estiraron para formar, lentamente, una sonrisa.
—No… estás… nada mal… como… chica.
Le devolví la sonrisa y me incliné para acercarme más a él.
—Piensa en todas las oportunidades de meterme mano que te has perdido —le dije al oído.
Chart abrió completamente la boca y soltó una de sus chillonas risotadas. Su cuerpo se agitaba entre los brazos de Lon. Dirigí una sonrisa al voluminoso hombre.
—Hola, Lon, ¿cómo estás? —Bajé la voz—. ¿Te han tratado bien?
—Sí, Mi Señora —dijo, agachando la cabeza—. Todos estamos bien, y contentos de veros a salvo.
—Dama Eona —dijo Kygo, en tono seco pero con una sonrisa—. Comprendo vuestro gozo por el reencuentro con vuestros amigos, y lo comparto, pero ahora debemos proceder.
Aunque hablaba con un tono dulce de voz, noté la tensión en sus palabras. Miré a mi madre, con un cierto sentimiento de culpabilidad; ella también se habría dado cuenta de mi felicidad. Aun así, me sonrió, y me di cuenta de que comprendía la situación; le devolví la sonrisa.
—Por supuesto, Majestad, debemos continuar —dije en voz bien audible, y luego me dirigí a Rulan—. Os doy las gracias, a vos y a vuestra gente, por haber encontrado a mis amigos. —Acaricié brevemente el hombro de Rilla y le hice gestos en dirección al banco elevado—. Venid, sentaos los tres junto a mí. —La firmeza de mis palabras hizo que los guardias de la puerta detuvieran su avance hacia nosotros; sin duda, tenían la intención de llevarse a Chart fuera de la sala de la asamblea. Miraron a Rulan, quien les hizo un ademán para que regresaran a su puesto junto a la entrada. Hice caso omiso de los movimientos inquietos y los murmullos de consternación que se elevaban entre los presentes y volví a mi lugar, junto a Kygo, mientras Rilla se sentaba a mis pies, sobre la alfombra, y Lon depositaba a Chart a su lado y luego se sentaba él mismo.
—Habéis logrado salir adelante a pesar de la ausencia de un dragón —dijo Kygo a los reunidos—. Y vuestra valentía y destreza en la batalla son legendarias. —Se tocó la Perla Imperial, en la base del cuello; la pálida luminiscencia de la gema atrajo todas las miradas—. Como podéis ver, soy el heredero legítimo del trono. La perla está en mi cuerpo, forma parte de mí. Y con el poder de la Dragona Espejo y del Dragón Rata, venceremos en la batalla que se nos presenta.
Rulan acalló con un gesto de la mano las voces que se alzaban en la tienda.
—Reconocemos vuestro derecho al trono, Majestad —dijo—. Pero, con todo el respeto que os debemos, tengo que decir que nos habéis traído a una muchacha que apenas ha abandonado la niñez y a un traidor que mató a sus hermanos Ojos de Dragón y se unió a nuestro enemigo. No vemos cómo su poder puede ser atraído a nuestra causa. Ni cómo se puede confiar en que una chiquilla haga frente a la batalla en lugar de salir huyendo.
En el banco a nuestra izquierda, Tozay se enderezó y tensó los músculos.
—La dama Eona nunca huye del campo de batalla —dijo Kygo, con frialdad—. Es tan valiente como cualquiera de los hombres que se hallan aquí. Y puede forzar el poder del Señor Ido. Él hará lo que ella le ordene. Y ella hará lo que le ordené yo.
El cambio de humor entre los miembros de la asamblea me provocó un picor en el cuero cabelludo: nos acechaba un gran peligro. Enderecé la espalda; ni siquiera me atreví a tragar, para que no se pudiera interpretar como un signo de debilidad.
—Entonces, mostradnos la solidez de esta cadena de mando, Majestad —dijo Rulan—. Dadnos prueba de que todo este poder se halla bajo vuestro control, y os seguiremos hasta la victoria o la muerte, con alegría en nuestros corazones.
Fuertes gritos de júbilo se elevaron en la sala tras aquellas palabras.
—Silencio —ordenó Kygo.
El ruido cesó, y el entusiasmo dio paso a una expectante tensión.
—Tienes algo en mente, Rulan —dijo Kygo, sin emoción en la voz—. ¿De qué se trata?
Rulan miró alrededor de la tienda, con una sonrisa. Tardó en dar la respuesta, lo que incrementó aún más la expectación de los presentes.
—Haced que la dama Eona fuerce al Señor Ido. —Sus ojos se dirigieron al Señor Ido y luego se posaron en mí—. Obligadle a poner el brazo en el brasero y contar hasta diez. Diez, porque diez son los Ojos de Dragón a los que ha traicionado.
Rilla, junto a mí, ahogó un grito. Respiré larga y profundamente para poder sostener la mirada retadora de Rulan. Lo que me pedía era demasiado cruel. No tenía ninguna intención de hacerlo. Sin embargo, yo misma había puesto mi poder a las órdenes de Kygo y no podía dejar de cumplir mi promesa. Tal vez Kygo rechazaría la petición. Si me amaba tanto como había dicho Tozay, tanto como parecían decir sus caricias y sus expresiones de cariño, entonces no me pediría aquello.
Dejé a Rulan y miré a Kygo, con la esperanza de que se diera cuenta de mi reticencia, pero él no me miraba a mí, sino a Ido, y tenía la mandíbula en fuerte tensión. Necesitaba a las tribus del este. No podía rechazar el envite y no podía mostrar debilidad. Además, como naiso y Ojo de Dragón, yo tampoco podía.
Ido posó en mí su dura mirada. No era un hombre habituado a suplicar, pero me pareció ver algo de ello cruzando fugazmente su rostro. Lo que vio en el mío, le hizo cerrar los ojos.
—Hasta diez —aceptó Kygo.
Ido cerró los puños entre los grilletes.
—Ryko —dijo Kygo. El isleño miró hacia arriba—. Saca a Lillia de la tienda.
Ryko hizo una reverencia y condujo a mi madre fuera del lugar. Una diminuta centella de calidez penetró en mi horror. Kygo había protegido a Ryko del sufrimiento que le causaba mi coerción, y a Lillia de la verdad. Miré a Rilla: ella y Chart debían salir también, pero su cara reflejaba la entereza que yo tan bien conocía. No se iría.
—Yuso —ordenó Kygo, con un ademán en dirección al brasero.
Yuso agarró a Ido del brazo, preparándose para levantarlo a la fuerza, pero el Ojo de Dragón se soltó de un tirón de la mano del capitán y se alzó por cuenta propia. Miró alrededor de la tienda, con deliberada lentitud, y en aquel momento comprendí la fuerza de voluntad de Ido, pues no había en toda la sala ningún rostro amistoso al que pudiera dirigirse para hallar consuelo. Luego, se encaminó hacia el brasero.
Yuso lo siguió.
—Dama Eona —dijo Kygo, mirándome a los ojos, y yo entendí entonces lo que había en su corazón: rabia contra Rulan por obligarle a hacer aquello y pesar por mí—. Muestra a Rulan tu poder.
Me levanté, mientras Yuso abría los grilletes que sujetaban a Ido, los retiraba de sus muñecas y se alejaba dando un paso atrás. En la tienda reinaba un silencio absoluto, hasta el punto de que yo podía oír la respiración acelerada de Ido. O, tal vez, era mi propia respiración. Crucé el espacio que nos separaba y me detuve, firme, ante él. Tenía que poder ver un par de ojos compasivos, aunque fuesen los de su torturador.
—Otra vez —dije, con la esperanza de que me comprendiese. Ladeó la cabeza de modo casi imperceptible, con el rostro empalidecido por el sufrimiento que le esperaba.
Lo alcancé con mi hua hasta penetrar en su corazón, e introduje su pulso en el mío. Luego busqué el nivel más profundo: los senderos que brillaban con luz oscura entre nosotros, los mismos que habían fusionado nuestro placer y nuestro dolor. Esta vez hallé resistencia. Empujé sin piedad, y la fuerza lo aplastó. La energía que saltaba entre nosotros le hizo abrir completamente los ojos.
—Señor Ido, meted la mano en el brasero —ordené, mientras luchaba por contener el acceso de bilis que inundaba mi boca.
Sentí el instinto de Ido luchando contra mis órdenes, y vi los tendones de su brazo hinchándose bajo su piel. Pero no podía resistir mi fuerza. Se puso de lado, echó la cabeza atrás e introdujo la mano en las brasas ardientes. Lanzó un grito ahogado que me hizo estremecer, y su agónico dolor vibró a través de mi hua.
—Uno —dijo Kygo—. Dos.
Yo podía oír los jadeos alrededor de la tienda, pero estaba totalmente concentrada en Ido y en nuestros senderos entremezclados. Tenía un plan.
—Tres —contó Kygo, entre los gritos de entusiasmo de la gente—. Cuatro.
El dolor ofrecía otro tipo de energía: Ido lo había dicho en una ocasión. Y la energía era algo que se podía canalizar, detener, absorber. De modo que capturé el tormento que recorría los tres meridianos de su brazo. Apreté los dientes para resistir el contragolpe de dolor abrasador y lancé mi hua contra el punto de convergencia en su hombro, para bloquear el flujo. Para bloquear la sensibilidad.
Ido hincó una rodilla en el suelo. A nuestro alrededor, los gritos de júbilo se habían convertido en aullidos.
—¡Silencio! —rugió Tozay.
El tumulto se redujo hasta convertirse en murmullos. Yo sentía el mismo hedor que había traído el viento junto con la ceniza, días atrás en la playa: dolor, fuego y miedo.
—Cinco. —Kygo contaba sin ninguna emoción en la voz—. Seis.
Contener el terrible dolor era como frenar un ariete con las manos desnudas. Aun así, sentí que la respiración de Ido se iba volviendo más lenta, y la presión de su cuerpo se rebajaba un nivel.
—Siete… ocho.
El dolor empezó a penetrar a través de mi barrera de poder, y esquirlas de fuego líquido chamuscaban nuestra hua.
—Nueve —dijo Kygo—. ¡Diez!
Agarré a Ido por la túnica y tiré de él para liberarlo del abrazo ardiente del brasero. Y de mi protección. Se desplomó sobre la alfombra, jadeando en busca de aliento. La fetidez de la carne quemada y el terrible daño que había sufrido su brazo, me provocaron náuseas. Pero no había tiempo para el horror. Recogí la rabia que había crecido en mí.
—¡Este no es el cometido del poder del dragón! —grité ante Rulan—. ¡Ahora conoceréis el verdadero poder de la Dragona Espejo!
Extendí las manos sobre el pecho de Ido y, con una única inspiración, entré en el mundo de la energía a través de un remolino acelerado de color.
La tienda era un hervidero de hua. Una fiereza plateada brincaba a través de los cuerpos transparentes de los miembros de la asamblea, y el torbellino de energía violenta se alzaba en torrentes que recorrían el interior y ascendían hasta los dos dragones, enroscados sobre sí mismos allí arriba. La bestia azul aulló cuando Ido se unió a ella, y el poder del Ojo de Dragón estalló en mi más profundo interior. Su brazo quemado era como una mancha oscura de muerte en su cuerpo de energía. Convoqué a la majestuosa Dragona Espejo, y enseguida mi furia halló el torrente de canela, la gloria dorada de mi bestia, su fuerza de curación, aplastante. Nuestra hua se cerró sobre el brazo de Ido y, con una autoridad renovada, restauró la carne y la piel, y los huesos carbonizados. Oímos la larga espiración de Ido cuando quedó, por fin, liberado de su agonía. El dragón azul desplegó su cuerpo, mientras Ido se agarraba a mi brazo terrenal.
Pero no habíamos terminado. Aquellas gentes salvajes e ignorantes serían testigos de la verdadera magnificencia del Dragón Espejo y de su Ojo de Dragón.
—Mantén a distancia a las diez bestias, tanto como puedas —dije.
Ido asintió con la cabeza y la bestia azul se lanzó en un vuelo envolvente alrededor de la energía purpúrea, palpitante, de mi dragona.
Me levanté y caminé hacia Rilla y Chart. El asombro y el miedo bombeaban energía plateada por sus cuerpos. Me arrodillé entre ellos.
—¿Qué estás haciendo, Eona? —La voz de Rilla se elevó al mismo tiempo que su hua.
El cuerpo de Chart se encogió al sentir mis manos sobre su pecho tan delgado. Los centros de poder a lo largo de su espina dorsal giraban sobre sí mismos, llenos de vitalidad. El poder dorado empezó a fluir; buscaba y hallaba daños muy antiguos, daños que procedían del día del nacimiento del muchacho, y que estaban enterrados en la memoria de su crecimiento; tejía nuevas estructuras en sus músculos, y en sus huesos y nervios, y más allá todavía, en los recovecos más ocultos desde los que fluía la energía de su mente y de su cuerpo. Nuestro poder excavaba y desenmarañaba, reconstruía y conectaba. Nuestra dorada unión latía como un trueno a través de nosotras. Éramos hua y éramos la fuerza de la creación.
Vienen, me advirtió Ido con su voz mental.
Podíamos sentirlos; la presión de su anhelo irrefrenable crecía en nuestra energía.
Retiré los brazos del pecho de Chart, y el remolino del plano celestial se desplomó en el calor estable, el hedor y el pesado silencio que el estupor había generado en la tienda. La abrupta separación de la gloria de mi dragona era como una mano helada alrededor de mi corazón. Miré el rostro de Chart. La tensión que provocaba su dura lucha por controlar los músculos y los tendones había desaparecido, los planos y los ángulos de sus facciones mostraban ahora una forma que pude reconocer inmediatamente, con un brinco del corazón.
Me quedé sin aliento. Era la viva imagen de mi viejo señor, el hombre que me había encontrado en las salinas y me había introducido en aquel territorio del poder. Chart levantó la mano y se quedó mirando sus dedos completamente extendidos. La perplejidad y el asombro que reflejaban sus ojos, sofocaron los restos de mi justa furia.
Los sollozos de Rilla me hicieron levantar la cabeza. La mujer acarició las mejillas de Chart, temblando de estupefacción.
—Dama Eona.
Volví la cabeza hacia Kygo al oír su voz. Alargó la mano, un ancla en medio de la marea que provocaban en mí el sentimiento de pérdida y el decaimiento, y me ayudó a levantarme. Más allá, Ido también se levantó. La energía que había fluido entre nosotros dibujaba en sus labios el atisbo de una sonrisa.
Los ojos de Kygo barrieron los rostros de los presentes.
—Habéis visto el poder y la determinación de la dama Eona —dijo con severidad—. Estad agradecidos por haber sido también testigos de su compasión y su mesura.