No le había mentido a mi madre: necesitaba dormir. El maestro Tozay me asignó el camarote del primer oficial, al fondo del pasillo, donde se hallaba su propia cabina. Era muy estrecho y todo estaba muy apretujado, pero era uno de los pocos espacios privados que había en el barco. El camastro estaba situado en el rincón que quedaba entre dos armarios altos, uno a la cabeza y el otro a los pies. Me tendí en la cama e intenté olvidar la sensación de hallarme en una caja húmeda y fría. De no ser por la lámpara de aceite, aquello habría parecido una tumba.
Más allá del cansancio y la incomodidad, otro tipo de desazón me corroía el espíritu y me mantenía despierta. Al principio creí que se trataba del enigma que encerraban los versos de mi madre. ¿Qué robaría la Rata? ¿La perla u otra cosa? ¿Y qué era lo que tenía que romper el Dragón para hacer que despertara el imperio? ¿La Alianza? ¿La perla? ¿La palabra?… ¿O mi corazón? No había duda de que se refería a Ido y a mí, pero ¿era una profecía o una advertencia?
Tras haber agotado las sombrías posibilidades de los versos, la desazón todavía me impedía cerrar los ojos, y no dejaba de removerme intranquila sobre el colchón de cáñamo. El balanceo del junco se había hecho más profundo, pero no tenía el ritmo suficiente para mecerme y ayudarme a dormir. Al fin, me di por vencida y decidí salir en busca de aire fresco.
Avancé por el pasillo, entre el crujir de la madera, bajo la atenta mirada del centinela que hacía guardia ante la improvisada celda de Ido. Se trataba de un compartimento destinado a almacén, que habían desocupado a toda prisa para encarcelar al Ojo de Dragón en él. Estaba cerca de las escaleras que conducían, por un lado, a la cubierta y, por el otro, al piso inferior, donde dormía la tripulación y donde, de momento, estaba acuartelada nuestra tropa. Más allá de los sonidos del junco en su avance, pude oír el murmullo de sus voces, y también percibí el brillo de las lámparas que ascendía por la escalera. El guardia inclinó la cabeza al verme pasar ante él. Luego subí hacia el cielo abierto de la noche.
El súbito encuentro con el aire fresco me cortó por un instante la respiración. Los marineros de servicio me vieron aparecer a la luz oscilante de las lámparas, pero enseguida volvieron a concentrarse en sus tareas. Crucé la cubierta hacia al grueso riel que protegía la borda. Los movimientos del junco al salvar las olas me obligaban a andar con torpes aspavientos para evitar ser lanzada de un lado a otro. Al llegar a la borda, arrimé el vientre contra el riel para sentirme segura.
El choque del barco contra el mar levantaba agua pulverizada que me rociaba el rostro con su frescor y su sabor a sal. El cielo oscuro se cernía sobre nosotros, con sus bancos de nubes alzándose como baluartes entre el cielo y la tierra. De repente, vi un relámpago entre aquella oscuridad, y entonces me di cuenta de cuál era la causa de la desazón que me había hecho salir en busca del espacio abierto; el ciclón se acercaba y afectaba a mi hua. ¿Le pasaba siempre eso a un Ojo de Dragón? Si yo me sentía inquieta, Ido debía de estar subiéndose por las paredes de su estrecha prisión.
Una robusta figura se acercó a mí, cruzando la cubierta con los pasos largos y firmes de quien estaba acostumbrado al balanceo: el maestro Tozay. Levanté la mano a modo de saludo.
Se detuvo al llegar a mi altura y se apoyó en el riel, a mi lado.
Buenas noches, dama Eona.
—No lo parecen, ¿verdad? —dije, echando la cabeza atrás para mirar al cielo.
—No. —Siguió mi mirada—. Evitaremos que nos dé de lleno, pero creo que la cola nos afectará. Nunca había visto un comportamiento tan extraño del clima.
—¿Dónde está Su Majestad? —pregunté.
—Duerme.
Tozay se giró hacia mí. Su cuerpo achaparrado cortaba el viento, que aun así se llevaba nuestras voces. Hizo un gesto en dirección a sus oídos, y me pidió por señas que lo siguiera hasta un refugio que formaban tres salientes de madera bajo el puente de popa, que tenía forma de herradura.
Nos refugiamos del viento. La súbita desaparición del agua que me rociaba la cara y la corriente de aire que me azotaba el pecho, me provocaron un ataque de tos. Una única lámpara, colgada junto a una escotilla que conducía a la bodega, proyectaba nuestras sombras a lo largo de la cubierta. Tozay hizo señas a un hombre que se hallaba recogiendo cabos cerca de nosotros, y le ordenó que se marchara.
—Tengo una pregunta para vos, dama Eona —dijo Tozay, mientras su hombre se alejaba, obediente, hacia el otro extremo de la cubierta—. ¿Por qué lucháis en favor de Su Majestad?
El tono de su voz volvía a ser el que había empleado durante nuestra discusión en el bote, horas antes. Me afiancé para combatir los efectos del cabeceo del junco.
—Es el heredero legítimo. Él es…
—No. —Tozay levantó la mano para hacerme callar—. No estoy buscando una declaración de lealtad ni una defensa de su derecho al trono, dama Eona. Quiero saber por qué creéis que él es mejor elección que Sethon. Quiero saber por qué os habéis unido a esta lucha.
La intensidad de la pregunta exigía una respuesta acorde. Hice una pausa para pensar.
—Es digno hijo de su padre, pero también es dueño de sí mismo —dije lentamente—. Comprende la tradición, pero también es capaz de ir más allá. Conoce las estrategias de la guerra y del poder, pero a diferencia de Sethon, eso no es lo que ama en primer lugar. Él ama a su pueblo y a su tierra, y antepone el sentido del deber a cualquier otra cosa. —Sonreí con ironía—. Una vez me dijo que un emperador debería llevar siempre una verdad tatuada en su cuerpo: «Nunca una nación se ha beneficiado de una guerra demasiado prolongada.»
—Del sabio Xsu-Ree —dijo Tozay—. Capítulo segundo.
—Esto es extraño —dije bruscamente—. Su Majestad también me dijo que sólo se permitía leer los tratados de Xsu-Ree a los reyes y los generales.
No se me escapó la curiosa sonrisa de Tozay.
—Eso tengo entendido yo también. —Se apoyó en el panel de madera lateral que servía de base para el pequeño puente de popa que teníamos encima y miró al mar, recobrando la expresión de severidad—. Su Majestad no os pedirá que rompáis de nuevo la Alianza.
—¿Por qué lo decís?
Tozay resopló.
—Podría daros su complicada explicación sobre vuestra existencia como símbolo de la esperanza, y la necesidad de algo que no esté manchado por la corrupción del poder, y sobre la hua-do del pueblo. —Me miró a la cara—. Pero todo es más sencillo: os ama. No quiere haceros sufrir.
Aunque su afirmación a propósito del amor de Kygo hizo que me diera un brinco el corazón, negué con la cabeza.
—Su Majestad nunca antepondría su interés personal al del país y su gente. Así me lo ha dicho.
—Eso es lo que siempre pensé, pero ha cambiado. Ha cambiado por vos. —Era imposible descifrar la expresión de su mirada—. Xsu-Ree también dice que uno de los elementos esenciales para la victoria es que el general que asume el mando de las topas sea competente, y que su soberano le deje las manos libres. Como general de las tropas de Kygo, mi obligación es derrotar a Sethon. Os estoy pidiendo que uséis vuestro poder para ayudarme a lograrlo.
Me agarré a una voluta grabada en el panel lateral. Necesitaba mantener la calma.
—¿Su general? Creía que erais un simple pescador, maestro Tozay.
Soltó una áspera risotada.
—Y yo, que vos erais un muchacho lisiado y sin ninguna posibilidad de convertiros en Ojo de Dragón, dama Eona. Siempre somos más de lo que parecemos… o menos.
Miré fijamente el agua oscura y profunda que se elevaba y descendía a intervalos alrededor del junco. Sentía una enorme presión en el pecho, una necesidad de liberarme de la carga de tantos secretos y tantas mentiras. Podía contárselo todo a Tozay. Podía decirle que el poder de los dragones estaba tocando a su fin y que sólo la perla parecía poder evitarlo. Podía explicarle que el libro negro estaba en camino y que tal vez, ojalá, se hallara en él otra manera de salvar el poder de los dragones sin tener que conducir a Kygo hacia la muerte. Podía incluso confesarle que el libro era capaz de poner el poder del Ojo de Dragón bajo el dominio de un rey.
—¿Os ha contado Su Majestad lo que dice el augurio? —pregunté, explorando el terreno. El sonido del agua al chocar contra el casco de la nave parecía un golpe de tambor.
Tozay asintió con la cabeza.
—¿Creéis que vuestro augurio guarda relación con esta guerra?
—No lo sé.
Se encogió de hombros, en señal de desdén.
—Yo, igual que Xsu-Ree, no doy mucho crédito a presagios y augurios. Crean confusión y temor allí donde debería haber sólo mando y voluntad. Los caminos de los dioses deben ser desentrañados por los sacerdotes. Yo creo en la estrategia y en los medios para llevarla a cabo.
—Y yo soy uno de esos medios —dije, de plano.
Agachó la cabeza.
—Igual que yo mismo. Y también el Señor Ido, y todos los demás. La historia no tiene en cuenta el sufrimiento de los individuos. Sólo el resultado de sus acciones.
—Y vos, ¿usaréis todos los medios a vuestro alcance para derrotar a Sethon?
Tozay no titubeó lo más mínimo.
—Hasta el último extremo. Y, si es necesario, más allá.
Sentí un frío glacial al oír aquellas dos palabras: «más allá». ¿Quién decidía dónde y cuándo terminaba aquel «más allá»? Una parte de mí deseaba fervientemente contarle todo a Tozay, dejar que llevase él la carga del conocimiento y que fuese él quien hallase el modo de sortear sus terribles complejidades y hacer frente a sus nefastas consecuencias. Pero otra parte de mí lo rechazaba. Tozay usaría cualquier método a su disposición para vencer, y las páginas del libro negro contenían algo que podía obligarme a adentrarme en un «más allá» que ni siquiera quería imaginar.
—¿Qué respondéis, dama Eona? ¿Pondréis todo vuestro poder bajo su mando? ¿Bajo el mío?
Sentí el sabor a ceniza en la boca. Sin embargo, valía la pena luchar por Kygo y por la esperanza de la que era portador. Y quizá también valía la pena pagar el precio.
—Lo haré, general Tozay —dije.
Inclinó la cabeza ante mí.
Que los dioses me perdonen, añadí para mis adentros. Que me perdonen por aceptar que se rompa la Alianza, y por no compartir, ni siquiera con Tozay, el secreto del libro negro.
Tras mi encuentro con el maestro, supe que dormir era algo más que una vana esperanza, pero aun así pasé bajo el saliente de la escotilla y tomé la empinada escalera que conducía a mi camarote. Allí abajo, en la penumbra, había un hombre sentado en el último peldaño, con la espalda encorvada y la cabeza desnuda entre las manos. El centinela de Ido lo observaba, con los brazos cruzados. El sonido de mis fuertes pisadas le hizo volverse y mirar hacia arriba. No era calvo y no era un hombre. Llevaba la cabeza vendada y era Dela. Se levantó justo cuando yo llegaba abajo y me dirigió una tensa sonrisa.
—Te he estado esperando.
Eché una rápida ojeada al guardián, que nos miraba con renovado interés, y cogí del brazo a Dela para llevarla hacia los escalones que conducían a los camarotes de la tripulación. A la tenue luz de la lámpara de la escalera, vi que tenía los ojos enrojecidos.
—¿Qué ocurre, Dela? ¿Has encontrado algo malo en el libro?
—No. —Se humedeció los labios—. Tengo que pedirte un favor.
Con el rabillo del ojo, vi que algo se movía más abajo.
—Claro. ¿De qué se trata?
—Quiero que me cures. —Se tocó el vendaje que le cubría la mejilla.
—¿Está empeorando? ¿Te ha paralizado la mandíbula?
—No. Estoy bien.
—Entonces, ¿por qué quieres que te cure? —pregunté, mientras me echaba hacia atrás—. Sabes que si lo hago, tendré poder sobre tu voluntad. Vida dice que tu herida se curará sola.
—Lo sé. Pero, aun así, quiero que lo hagas —dijo, con la voz quebrada.
—No, Dela. No, si no es necesario.
—¿No puedes hacerlo porque yo te lo pido, sencillamente? Por favor.
—¿Tienes miedo de quedar desfigurada?
—No, no es eso. —Miró hacia otro lado—. ¿No te das cuenta? Si me curas, seremos lo mismo. Ryko y yo seremos lo mismo.
La sombra que se movía allí abajo se decidió a subir por la escalera. Era Ryko. La luz puso al descubierto su musculoso pecho y el horror en su líquida mirada.
—¡No! —estalló al llegar donde estábamos nosotras—. No lo haréis.
Dela se volvió rápidamente a mirarlo.
—¿Por qué no?
El isleño la agarró por el hombro.
—¿Crees que es eso lo que quiero para ti? —Por un momento, me miró a los ojos, y me di cuenta de que su terror se convertía en furia—. ¿Crees que deseo verte a ti también presa en su mundo de espectros?
Estuve a punto de decir algo para defenderme, pero la situación me abrumaba. Me retiré. Era cosa de ellos dos. Mejor dejarlos solos.
—¡Al menos, estaría contigo! —Dela me agarró por la túnica para impedir que me marchase—. No te vayas, Eona. Quiero que me cures.
—¡No! —dijo Ryko—. No, Dela, no lo hagas, por favor. No por mí. No podría soportarlo.
Ella alargó el brazo para cogerle la mano, pero él la retiró de un estirón, como si hubiera tocado al Emperador, y luego retrocedió y se inclinó hacia ella.
—Perdonadme.
—Eso es lo que yo no puedo soportar, Ryko. —Dela señaló con un ademán el espacio que él había creado entre los dos—. Este alejamiento que impones para evitar un futuro dolor. No funciona. ¡Me duele ahora!
—Es mejor así.
Su rostro atormentado desmentía sus palabras.
—Sabes muy bien que no es cierto. —Dela estrechó la distancia entre los dos y le puso la mano en el pecho, mientras se inclinaba hacia él—. Si aquella espada me hubiera golpeado con un ángulo más cerrado, ahora estaría muerta. ¿Crees que eso te habría ahorrado algún sufrimiento, Ryko?
Ryko tenía la vista clavada en la mano de Dela. Negó lentamente con la cabeza.
—Entonces deja de hacer el papel de noble idiota —murmuró ella.
—Sólo quiero alejarte de cualquier mal.
—No puedes —replicó Dela, mientras se tocaba la mejilla herida.
Él la atrajo suavemente contra su pecho, y ella dejó reposar la cabeza bajo el mentón que la acogía, y su cuerpo delgado quedó acurrucado entre aquellos brazos poderosos. El le besó la frente, a través del vendaje. Toda aquella ternura me provocó un nudo en la garganta.
Volví la cabeza atrás y entonces vi al centinela de Ido contemplando la escena entre los peldaños de la escalera que ascendía hacia la cubierta.
—Regresa a tu puesto —le ordené, mientras me interponía entre él y el objetivo de su atención.
Inclinó la cabeza y obedeció. Lo seguí, haciendo un esfuerzo para no echar la vista atrás. El guardia volvió a su posición frente a la puerta del calabozo improvisado. Aunque mi intención era seguir adelante sin detenerme, de repente me paré ante la puerta de madera. La energía del cercano ciclón me provocaba un cosquilleo en la nuca.
—¿Ha dicho algo el Señor Ido? —pregunté al centinela.
El hombre negó con la cabeza.
—No he oído el menor ruido, Mi Señora.
Hice un gesto de asentimiento y me dirigí a la soledad de mi estrecho camarote, al fondo del pasillo.
Me desperté con un respingo. Tenía el rostro a menos de un dedo de distancia de la pared. La lámpara de la cabina seguía encendida, con su luz curiosamente fija a pesar del pronunciado vaivén de la nave. El golpeteo de las olas contra el casco resonaba a través de la madera y, más allá, se oía el rugido del viento, un sonido espeluznante que parecía el de un dragón apenado. Giré sobre mi espalda y moví nerviosamente las piernas para quitarme la manta de encima. Entonces vi una figura en cuclillas junto al camastro. Con la energía que me proporcionaba el terror, doblé las piernas y me acurruqué en un extremo del lecho. Todos mi sentidos se aguzaron cuando reconocí a Ido.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dije, con un grito ahogado.
Se llevó el índice a los labios.
—No grites, Eona. Si me encuentran aquí, Kygo me arrancará el corazón.
Bajé la voz.
—¿Cómo has salido?
—Por lo visto, tu vínculo constante conmigo se debilita —dijo, con una sonrisa tensa.
El junco se balanceó violentamente y la madera crujió a nuestro alrededor. Ido se agarró con la otra mano al borde del camastro. Bajo el férreo control de sí mismo que Ido exhibía constantemente, se adivinaba una inusitada intranquilidad que me alarmó tanto como el hecho de encontrarlo en cuclillas dentro de mi camarote.
—¿Qué quieres?
—Ahora mismo, lo único que quiero es sobrevivir durante las próximas horas. ¿Has sentido el ciclón?
Me froté involuntariamente el pescuezo. El cosquilleo se había convertido en dolor.
—Ha redoblado su cadencia y ha modificado su dirección. La cola nos alcanzará en cosa de una hora. No nos escaparemos.
Mi desazón se convirtió en puro terror. Casi todos aquellos a quien amaba se hallaban a bordo.
—Debemos decírselo al maestro Tozay.
El barco emitió un nuevo quejido que resonó a lo largo de la madera.
—Es demasiado tarde.
—¿Podemos hacer algo para detenerlo?
—Para eso estoy aquí.
—Creí que no éramos lo bastante fuertes para hacer nada.
—No lo somos si tengo que dedicarme a rechazar el ataque de diez dragones mientras me enfrento a los elementos.
—Pero no tienes por qué hacerlo. —Una gran ola sacudió el barco. Me agarré al borde de un compartimento que tenía encima de la cabeza. Los dragones sólo vienen a por mí. Tú puedes ir por tu cuenta.
Ido se levantó del suelo y se sentó en el borde del camastro.
—Eona, no soy lo bastante fuerte como para controlar yo solo el ciclón. Normalmente, harían falta todas las bestias y todos los Ojos de Dragón para modificar la dirección de uno como éste.
—Entonces, ¿podemos hacer algo o no?
—He tenido una idea. —Se frotó la boca—. Es algo que entraña riesgos desconocidos para ambos.
—¿De qué se trata?
—Se trata de esquivar a los dragones a base de forzarme. —Sostuvo mi mirada—. Pero tienes que dejarme tomar ese poder para que escapemos del ciclón.
—¿Te refieres a que te fuerce con el mismo tipo de coerción que utilicé para que llamases a Dillon?
Me sonrojé al recordar el modo en que su placer se había retorcido sobre sí mismo para ascender a través de mí.
—Es lo que nos otorga mayor poder.
Me tapé con la manta, a pesar de que seguía vistiendo la túnica y los pantalones. Correría un riesgo mayúsculo; cada vez que empleaba aquellos senderos, le daba a Ido la oportunidad de encontrar un modo de bloquearlos.
—¿Eso va a funcionar? —pregunté.
—Es posible. —Me miró intensamente—. Pero ¿estás dispuesta a hacerlo sin decírselo a Kygo?
—¿Por qué deberíamos ocultárselo?
—¿Le hablaste de tu nueva forma de controlarme?
Miré hacia otro lado para evitar su mirada aguda e inquisitiva.
—No.
—Bien, pues alguien lo ha hecho. ¿Tu isleño, tal vez? Desde luego, sintió la diferencia cuando la usaste por primera vez.
La conversación me hacía sentir muy incómoda.
—¿Qué te hace pensar que se lo dijo?
Ido se llevó las manos al cuello de la túnica y, con un ágil movimiento, se la quitó pasándosela por la cabeza.
—¿Qué haces? —pregunté, mientras me arrimaba con más fuerza contra el armario que me quedaba a la espalda.
Tiró la túnica sobre el camastro. La luz amarillenta de la lámpara remarcó el moratón que le cruzaba las costillas.
—Yo diría que Kygo está al corriente de tu nueva manera de controlarme —dijo secamente—. Te prohibirá que hagas esto y confiará en Tozay. ¿Le obedecerás, como una niña buena? ¿O serás la Ojo de Dragón Ascendente y te harás con el control de tu propio poder?
Me había quedado mirando la magulladura en el cuerpo de Ido.
—¿Quién te ha hecho eso?
—Yuso, por encargo de Su Majestad.
Negué con la cabeza.
—No, eso es cosa de Yuso, por su cuenta y riesgo. Kygo lo habría hecho con sus propias manos. —Ido resopló con incredulidad, pero no me importaba—. Si hacemos esto, Ido, será con el conocimiento de Kygo. Tozay me ha pedido que ponga mi poder al servicio de Kygo, más allá de la Alianza, y le he dado mi palabra.
—¿Eso has hecho? —Ido me miró, horrorizado—. No le habrás hablado del libro negro, ¿verdad?
Levanté la barbilla.
—Aún no.
Se inclinó hacia mí y me agarró el brazo.
—No lo hagas jamás, niña.
Intenté soltarme, pero no me dejó.
—¿Quieres que te lo describa? —dijo—. Si Kygo se hace con el libro negro, primero me atará a mí, de eso no hay duda, pero no acabará ahí la cosa. Eres la Ojo del Dragón Espejo. Tu poder siempre será más grande que cualquier cosa que pueda arrancar de mi, y eso te convertirá en una amenaza. Tal vez no al principio, pero algo se estropeará entre vosotros: quizá no estarás de acuerdo con él en alguna guerra; quizás él empezará a ver enemigos donde antes veía aliados; o simplemente se cansará de ti como mujer. Sea como sea, al final también te atará. —Ido me soltó—. El poder siempre acaba usándose para adquirir más poder. Es la naturaleza de la bestia.
—Tú no puedes saberlo.
—Entiendo a los hombres y sé cómo funciona el poder, Eona. —El barco se elevó violentamente. Me agarré al borde de la cama y él se apoyó en la pared—. Él ya ha visto la primera oportunidad y te ha pedido que rompas la Alianza una vez más, a pesar de que en la playa te había jurado que ése no era su plan.
—Me lo ha pedido Tozay, no Kygo.
—Son lo mismo, Eona. ¿No ves que te están manipulando? —Alargó un brazo y me acarició la mejilla—. Pobre Eona. Su Majestad te pedirá más y más, a través de Tozay o de cualquier otro a quien utilice, hasta que se dé cuenta de que ha creado a alguien que amenaza su poder. Todos sabemos cómo termina algo así.
—Eso no ocurrirá. —Mi réplica parecía muy débil comparada con la tormenta que aullaba ahí fuera—. Me ama.
—Te ha pedido que actúes contra tu propia moral. ¿Es ése el acto de un hombre enamorado?
Me solté de su agarrón.
—¿Qué sabes tú del amor?
Parpadeó intensamente.
—Sé que el amor también es poder. Quién da, quién toma. Quién está dispuesto a arriesgarse mostrando su verdadera naturaleza.
Me miraba con tanta intensidad que sentí una oleada de calor a lo largo de mi cuerpo.
Agachó la cabeza y se pasó el pulgar por el corte que había provocado la cuerda alrededor de su muñeca.
—Te has abierto camino por mi hua, Eona. Me has cambiado. Primero, mediante tu poder… y luego, por tu forma de ser. —Levantó la cabeza; no había nada que temer en su expresión. Aquel anhelo desnudo me dejó sin respiración—. Has visto lo peor de mí. Déjame que te muestre también lo mejor. Déjame salvar este barco y a cuantos viajan en él, como hace un verdadero Ojo de Dragón.
Lo miré con los ojos como platos, incapaz de hacer que mi mente viese algo más que una declaración de amor. Porque de eso se trataba, ¿o no? Sin embargo, el Señor Ido sólo amaba el poder.
—¿Qué estás diciendo? —logré pronunciar por fin.
La intensidad de su mirada dio paso a una sonrisa sin atisbo de ironía.
—Me preguntaba si querrías ayudarme a salvar nuestras vidas. Lo demás depende de que sobrevivamos.
¿Había cambiado de verdad? ¿Y a qué se refería con «lo demás»?
—¿Eona?
El tono apremiante de su voz me hizo recordar la prioridad que teníamos que afrontar: la supervivencia.
—De acuerdo.
Ido se situó a los pies del camastro, en el rincón que formaban los dos armarios contra la pared del barco, y se preparó.
—Voy a entrar en el mundo de la energía. En cuanto esté con mi dragón, fuérzame.
No perdió más tiempo. Cada una de sus respiraciones se volvía más suave y profunda, hasta que sentí su gozosa comunión con el Dragón Rata y vi la explosión de luz plateada en sus ojos. La alegría que reflejaba su rostro agudizó mi siempre presente anhelo de unirme a mi dragona. Tomé aliento profundamente y olvidé el punzante deseo para concentrarme en el ritmo de mi corazón, mientras extendía mi hua hacia el pulso vital de Ido. Tras un breve instante de resistencia, su latido se deslizó bajo el mío. La fusión fue tan fuerte que tuve que ahogar un grito. Aquél era el nivel de mi control que él ya había conquistado; podía sentir en su hua el relato de cómo lo había conseguido, en una especie de susurro desafiante.
—Estamos preparados.
Hallé el hilo del deseo… demasiado pronto… y busqué una ruta que me condujera hasta el corazón mismo de su anhelo. Ambos chillamos cuando mi compulsión se agarró a él y bramó a través de su energía, subyugando su fuego interno bajo el mío.
Pero, ¿cómo podría pasarle el poder? El instinto me dijo que sólo podría hacerlo mediante el contacto físico. Vacilé, pues sabía de su fuerza, y finalmente me decidí a acercarme a él, de cuatro patas sobre el camastro. Había colocado las manos planas sobre la pared de madera, y tenía la cabeza echada hacia atrás, en el rincón; estaba luchando contra su primer impulso de rechazar mi control. Me situé a su lado y le puse las manos en el pecho, pero el barco recibió entonces una fuerte sacudida y me separé de él. Tuve reflejos suficientes para agarrarme con fuerza al borde del camastro y así evité caer de espaldas al suelo.
—¡Eona! —gritó con voz ronca—. ¡Deprisa!
Tenía que afianzarme lo suficiente para pasarle mi poder. Los músculos tensos de su pecho desnudo y sus hombros me amenazaban y, al mismo tiempo, me atraían con su sensualidad. Me senté a horcajadas sobre sus piernas, consciente de que tenía dominio sobre su cuerpo, pero a sabiendas de que aquello podía cambiar en cualquier momento. Inspiré profundamente y le puse de nuevo las manos en el pecho. El contacto le hizo emitir un gruñido, pero no hubo transferencia de energía.
—Tómala —dije.
—No puedo. —Bajó la cabeza con un gran esfuerzo. La corriente plateada en sus ojos era tan fina ahora, que dejaba entrever el color castaño del iris—. Tienes que dármela.
—¿Cómo?
La respuesta retumbó en mi sangre y en su corazón acelerado, bajo las palmas de mis manos.
El poder estaba hecho de deseo sensual. Yo tenía que darle mi deseo.
Sentí el riesgo como otro latido en mis venas. El deseo que Ido despertaba en mí no era el mismo que sentía por Kygo. Con Ido, era una peligrosa arma de doble filo; afilada con odio por un lado y dentada por el otro con la necesidad, no con el amor.
Pero teníamos que salvar el barco.
Lancé una plegaria a Kinra y luego solté mi oscura atracción hacia el Ojo de Dragón. Brincó a través de mí, obligándome a arrimarme a él. Introduje mis dedos entre sus cabellos y eché su cabeza atrás hasta que golpeó la pared. La plata desapareció fugazmente de sus ojos, dando paso al color castaño de sus iris mientras el dolor se transformaba en deseo; pero su mirada enseguida recuperó el tono plateado del mundo de la energía.
Su respuesta estalló dentro de mí como un caudal victorioso. Me incliné hacia él y cubrí su boca con la mía hasta llenarme de su sabor a naranja y vainilla: el dulce sabor de su dragón, redoblado por su comunión con la bestia. Ido se incorporó y dobló las piernas detrás de mi espalda. Respondí al violento deseo de su lengua y sus dientes con mi propia lengua y mis propios dientes. El poder se elevó a través de nosotros como el arco de un rayo, y sentí el calor de su risa que mis labios ahogaban. Arqueó el cuerpo y agarró con las manos la curva de mis caderas para acercarme más a él.
Nuestros corazones latieron juntos. El poder se alzaba a través de nuestro pulso unificado y del ritmo frenético de nuestra respiración. Estaba encerrado entre nosotros, en una espiral de energía que era como metal fundido manando de mis senderos para verterse en su hua. Sentí cómo él recogía la fuerza y cómo su dulce unión con el Dragón Rata se filtraba en nuestro poder compartido. Podía sentir la presencia de la bestia azul, su inmenso poder alimentado por la energía.
Todo giró entonces a nuestro alrededor y el camarote desapareció. Yo estaba entonces muy arriba, sobre el barco, anclada en el poder de naranja y vainilla, y el placer que sentía mi cuerpo físico era como los truenos en la lejanía. A través de los ojos del dragón vi las aguas plateadas, embravecidas, y los vientos amarillos del ciclón como un inmenso remolino rugiendo debajo de mí. Se dirigía a nuestro frágil junco, lanzando una lluvia cortante contra las olas crecientes del mar, mientras unas garras hechas de luz iluminaban, a intervalos, el cielo oscuro y penetraban en el plano de la energía. Allí, tan cera de mí pero fuera de mi alcance, la Dragona Espejo chillaba y desplegaba su purpúrea belleza.
¿Eona? La voz mental de Ido reflejaba su asombro por mi presencia. Yo estaba tan asombrada como él.
Estoy contigo.
Sentí que nuestro poder compartido penetraba en el dragón azul y que la energía erizaba su musculoso cuerpo. El gozo de Ido me inundó en el momento en que tanto él como su bestia reunían todo nuestro poder con un único propósito: una flecha dirigida al ojo de la gran tormenta. Con sinuoso control, recolectaban en lo más alto hielo, vientos fríos y centellas de relámpagos, y los entretejían para formar un inmenso rayo de energía fría. Yo sentía el enorme esfuerzo que hacían el hombre y el dragón para conducirlo hacia el centro del remolino de viento y hacerlo penetrar en el delicado equilibrio de la hua del ciclón.
Durante un terrible momento, nada pareció suceder, y entonces uno de los costados de la vorágine de vientos huracanados se derrumbó y arrastró su fuerza mortal, alejándola de nuestro barco. Los gigantescos músculos del dragón se retorcieron y la bestia saltó para bloquear la respuesta de los vientos. El ciclón volvió hacia la tierra. Sus bordes irregulares giraban ahora alrededor de un ojo empequeñecido. Yo sentía hasta el más diminuto de los intercambios de poder entre el hombre y su bestia, mientras ellos recogían los restos desgajados del furioso huracán y los convertían en un viento benéfico que empujaba nuestro barco, por encima de las olas plateadas, hacia su lejano destino.
Me deleité en la contemplación del poder de Ido y su dragón y en la majestuosidad de su unión. La Dragona Espejo y yo podíamos ser como ellos: podíamos gobernar los elementos, gobernar la hua del mundo.
En lo que duró un latido de mi corazón, me vi de vuelta en el camarote, con la boca de Ido en la mía y mis manos sobre sus fuertes músculos, y el torrente de poder entremezclado con el calor del placer creciente.
Luego, en un instante, estábamos de nuevo sobre el barco, girando en el cielo, eufóricos. Los diminutos puntos de hua recorrían la cubierta. Salvados. Estaban todos salvados. Lejos de la furia voraz de los vientos ciclónicos. Lejos de las lluvias capaces de arrasarlo todo a su paso. ¡Había tanto poder en nuestro interior!
Alguien me agarró por los hombros y me hizo regresar dolorosamente a mi cuerpo, en el camarote, arrastrándome fuera del camastro. Lancé los puños al aire, desesperadamente, y le golpeé el pecho.
—¡Estúpida chiquilla!
Era Ryko. Me revolví entre sus brazos, que me agarraban con brutalidad, y vi su mueca de repugnancia. Me empujó hasta la pared opuesta y luego se volvió hacia el Ojo de Dragón. Dela estaba de pie en el pasillo, con la tez pálida.
Ido se abalanzó sobre el isleño.
—¿Qué estás haciendo? ¿Qué…?
Ryko detuvo sus quejas de un puñetazo. Ido cayó de espaldas sobre el camastro y se llevó las manos a la cara. El isleño se inclinó sobre él, lo agarró por los cabellos y lo empujó contra la pared con un violento movimiento.
—Quita tus…
—¡Cállate! —Ryko clavó la mirada en el Ojo de Dragón, retándolo a que se atreviera a hacer el menor gesto o decir una simple palabra.
—¡Señor Ido! Debéis salir de inmediato —dijo Dela—. Se darán cuenta de que es poder de dragón. Si Su Majestad os encuentra aquí, sois hombre muerto. —Lo agarró del brazo mientras recorría el camarote con ojos de cortesana—. ¿Es vuestra túnica?
Recogí la prenda y se la pasé. Ella me la arrancó de la mano, con los labios fruncidos.
—Espero que sepas lo que estás haciendo.
—¡Estábamos salvando el barco! —dije.
El isleño volvió la cabeza y me miró.
—Lo sé… ¡Lo he sentido! —Levantó el índice para que me callase antes de que yo pudiera protestar—. Más vale que os inventéis alguna historia. Algo que no incluya que estabais con él.
Dela sacó a Ido al pasillo. Ryko salió detrás de ellos, no sin antes lanzarme una última mirada feroz. Di un paso hacia la puerta y luego me detuve. ¿Qué podía contarle a Kygo? El poder seguía latiendo intensamente en mi cuerpo, y aún sentía la calidez de Ido sobre mi piel. Miré alrededor del camarote. El camastro estaba ladeado. Lo devolví a su lugar con manos temblorosas. Luego me alisé la túnica e intenté recobrar la compostura… e inventar una mentira convincente. Me froté la boca y sentí el labio dolorido. Apreté más fuerte la pequeña herida. El tenue dolor fue como un eco de la profunda vergüenza que crecía en mi interior.
Había recorrido cinco veces de arriba abajo el camarote cuando oí el ruido de unos pasos y me volví hacia el pasillo. Kygo estaba allí, ocupando todo el espacio de la puerta, con Tozay detrás. Ambos hombres estaban empapados. Kygo también había subido a cubierta, dispuesto, como siempre, a luchar. Un pensamiento fugaz me hizo sentir un terror innecesario: si se hubiera quedado abajo, en el camarote del maestro Tozay, nos habría oído. Me hundí en una larga reverencia, contenta de esconder la cara en aquel momento.
—Dama Eona, ¿habéis sido vos? ¿Calmasteis las aguas? Tozay dice que sólo el poder del dragón pudo hacer eso con la tormenta. —Sentí su mano sobre mi hombro y tuve que deshacer la reverencia. Me levanté, preparándome para hacer frente a su exaltación. ¿Podría leer la verdad en mis ojos?
—Sí.
Kygo me cogió de la mano. Su piel estaba fría en comparación con la mía.
—¿Cómo lo habéis hecho? Creía que no podíais usar vuestro poder sin que Ido os defendiera de los demás dragones.
Me armé de valor; iba a costarme mucho contar aquella mentira.
—Puedo hacerlo durante un corto espacio de tiempo, Majestad, de modo que sólo he logrado empujar el barco para que se alejara de la tormenta. —Miré a Tozay, detrás de Kygo—. Espero que baste, maestro Tozay. No puedo hacer más que eso.
—Sí bastará, dama Eona —dijo Tozay—. Nos habéis salvado a todos. Os estoy muy agradecido —añadió, e inclinó la cabeza.
—Pero, ¿cómo? —Kygo no quería desviarse del asunto.
—He aprendido mucho del Señor Ido, Majestad. —Cuatro años de mentiras para lograr sobrevivir me habían enseñado a mantener firme la mirada y calma la voz—. Para eso lo rescatamos de las mazmorras de Sethon.
Kygo mantenía idéntica firmeza en su mirada.
—Bueno es saber que todos los apuros que nos ha hecho pasar valían la pena. —Sonrió—. Estáis adquiriendo un poder formidable.
—Mi poder está a vuestro servicio, Majestad —dije.
Vi que echaba una rápida ojeada a Tozay.
—Eso he oído.
¿Tenía razón Ido? ¿Me estaba manipulando Kygo?
—Os habéis cortado el labio —dijo, mientras se tocaba los suyos.
—Debo haberme mordido sin querer —dije, contenta de que no pudiese ver también el latido acelerado de mi corazón ni el profundo desgarrón en mi espíritu.