Caido se hallaba entre dos cuerpos extendidos sobre una cresta estrecha, muy por encima de la playa. Uno de los hombres no tenía ninguna marca aparente en la piel, pero su cabeza estaba torcida en un ángulo imposible. El otro tenía un puñal clavado en el corazón y las moscas revoloteaban alrededor de su pecho ensangrentado. Llevaba sujeta a la espalda una aljaba llena de flechas. Aunque me encontraba a varios pasos de distancia y la luz del sol ya había menguado ante la llegada del atardecer, podía distinguir perfectamente las plumas de las flechas, y vi que eran iguales que la que había alcanzado a Ido.
—Sí, Majestad. Es Jun —dijo Caido, mirando al hombre del cuchillo clavado en el pecho. Movió la cabeza en señal de incomprensión—. No puedo creerlo. Ha estado con la resistencia desde el primer momento.
Era el joven arquero que a menudo vigilaba a Ido. Parecía leal, pero yo sólo había hablado con él un par de veces. ¿Quién podía saber lo que anidaba en el corazón de los hombres? Yo, sin duda, no podía hacerlo.
—¿Quién es el otro? —preguntó Kygo.
—Uno de los vigías del pueblo —respondió Yuso—. Todos los demás están muertos, alcanzados por las mismas flechas de la aljaba. Muy eficiente —añadió, mientras echaba a Caido una mirada inquisitiva.
Caido se limpió los labios.
—Jun era nuestro mejor arquero. —Miró en dirección a la barca tras la que nos habíamos refugiado, abajo en la playa—. Suficientemente bueno como para acertar fácilmente desde esta distancia. —Suspiró y agachó la cabeza, en un gesto que reflejaba su decepción—. Esto va a matar a su padre.
Ryko había estado inspeccionando el terreno, en cuclillas. Se levantó.
—Da la impresión de que el centinela sorprendió a Jun. —Señaló un área detrás de dos rocas, en la que las hierbas del suelo estaban aplanadas—. El hombre pudo asestar su cuchillada justo antes de que Jun le rompiera el cuello.
—¿Cuál es tu opinión, naiso? —preguntó Kygo sin mirarme a los ojos.
El Emperador había ordenado a su naiso que lo acompañara, y su naiso había obedecido. Pero Kygo albergaba la esperanza de que Eona se hallara también junto a él, y esa esperanza era en vano. Ella estaba enterrada en algún lugar de mi interior más profundo, adormecida y silenciosa.
—¿Sirvió en algún momento en el ejército, Caido? —pregunté.
El hombre de la resistencia asintió con la cabeza.
—Allí es donde aprendió a usar el arco. Tenía muchas anécdotas que contar junto al fuego. —Se aclaró la garganta—. Lo lamento, Majestad, no es fácil conciliar al hombre con sus actos.
Kygo gruñó.
—Me temo que no hay mucho espacio para la duda. De todos modos, Yuso, interrogad a los prisioneros, para ver si obtenemos una confirmación. Tal vez lo vieron en su campamento.
Yuso se inclinó, con una leve mueca de dolor.
—Sí, Majestad.
Kygo echó una nueva ojeada alrededor de la zanja.
—Dejad su cuerpo para los carroñeros y llevad al aldeano al pueblo para que lo entierren. —Me hizo ademán de que lo siguiera—. Ven, naiso.
Lo seguí por el estrecho sendero. Uno de los soldados de la playa le había hecho un corte que corría a lo largo de su muslo. Vida le había aplicado con esmero unos cuantos puntos de sutura, igual que había hecho con una peligrosa herida en el hombro de Yuso y otra en la cara de Dela, pero no tenía hierbas para aliviar el dolor. Kygo no lo mostraba en el rostro ni en el tono de la voz, pero yo me daba cuenta, por su modo de balancear los hombros, que la herida le dolía al andar. O tal vez era el peso de la traición de Jun y las muertes de catorce habitantes del pueblo, que habían perecido mientras luchaban por defender a su joven Emperador.
La ceniza negra del camino amortiguaba nuestros pasos. Todo el follaje de los árboles y los arbustos que había alrededor estaba cubierto de aquel polvo, y la playa, antes blanca, se había teñido de gris. Con la puesta del sol, subía la marea, y el agua iba cubriendo la arena y limpiándola con su vaivén.
El barco del maestro Tozay pronto haría su entrada en el puerto. La flota de pesca del pueblo había regresado antes de lo habitual, atraída por la visión de la bola de fuego. El espanto de los hombres al llegar a la playa y ver los daños en la parte alta de su pueblo, sus miradas perdidas en el horror, habían logrado penetrar incluso a través de mi armadura de insensibilidad.
—Este Jun poseía unas dotes para el espionaje que son extraordinarias tratándose de alguien tan joven —dijo Kygo—. Debió de haber tejido una espesa maraña de mentiras.
—Sé por experiencia que los hombres jóvenes mienten con gran habilidad y con mucha facilidad —dije, como si no me importara.
Kygo se detuvo y me miró.
—No era mentira, Eona.
Sentí que mi mirada era atraída por el pálido brillo de la perla, cubierta a medias por el cuello de la túnica de Kygo.
—Entonces, ¿qué era?
—Era yo dirigiendo a mi ejército de la mejor manera que sé. —Se frotó con los dedos las bolsas de debajo de los ojos, para intentar alejar la tensión—. Sí, quiero que controles el poder de Ido, pero te juro que nunca he tenido intención de pedirte que rompieras la Alianza de Servicio y usaras a la Dragona Espejo para matar. Tú y ella sois nuestros símbolos de curación y renovación. —Cruzó los brazos—. Y de esperanza.
—Lo hice para salvarte.
Si lo decía el suficiente número de veces, quizás acabaría por sentirme un poco mejor.
—Lo sé. Cuando me di cuenta de que estábamos rodeados, mi primer pensamiento fue acudir a ti. —Alargó la mano hacia mí, pero antes de tocarme la dejó caer a un costado—. No hiciste nada para quitarte a Ido de encima.
La abrupta acusación perforó mi escudo protector.
—¿Qué?
Apretó la mandíbula.
—Lo tenías encima y no lo empujaste para que te dejara.
Me ruboricé.
—Acababa de matar a cientos de hombres con un poder que procede de mi hua. No puedes comprender cómo me hace sentir… y cuánto me roba.
—Pero él sí puede. —Kygo miró a lo lejos, hacia el mar—. Tú y él estáis unidos por el poder. ¿Hay algo más que te vincule a él? —Lo había dicho sin ninguna inflexión especial en su tono de voz, como si no le importara la respuesta.
—¿Qué quieres decir? —Durante un breve instante de profunda desazón, creí que conocía la existencia de la hua de Todos los Hombres. Y que comprendía el significado del libro negro.
Se volvió hacia mí, con una expresión de fingida cortesía.
—¿Deseas al Señor Ido?
El alivio, y también la duda, me hicieron vacilar un poco más de lo necesario.
—¡No!
Su mirada reflejaba tanta incredulidad que me sentí como si me hubiera golpeado en el pecho.
Me acerqué más a él.
—Kygo, sabes que Ido manipula a los demás siempre que tiene ocasión. Está en su naturaleza. Por favor, no dejes que se interponga entre nosotros.
La perla brillaba, en una esquina de mi campo de visión.
—Cada vez que estás a solas con él, siento que te alejas un poco más de mí.
Negué con la cabeza, sin decir nada. Me tocó la cara y el tacto de su mano me atrajo hacia él. Cerré los ojos y sentí sus labios posándose suavemente sobre los míos. Entonces, puso la mano en mi nuca para que mi rostro se acercara todavía más al suyo. Yo sabía que debía alejarme para así protegerlo, pero al mismo tiempo tenía que estar segura de nuestros sentimientos. De los suyos hacia mí y de los míos hacia él. Hallamos nuestros sabores mutuos al unísono; el dulce beso le hizo emitir un suave gemido de placer que provocó un estremecimiento en todo mi ser. Dejé reposar mis manos sobre su pecho y sentí, a través de la túnica, el ritmo acelerado de su corazón.
Me arrimó a su cuerpo presionando fuertemente con la mano detrás de mi cintura, y noté la fuerza de sus caderas. Me removí entre sus brazos, intentando fundirme aún más con su calor, su sabor, su olor. Rocé la herida en su muslo y se le cortó la respiración. Quise separarme de él para decirle cuánto lo sentía, pero él no me dejó y capturó de nuevo mi boca mientras me agarraba por la cintura una vez más y me estrujaba entre sus fuertes brazos. Un latido tronó entonces en mi interior, un ritmo palpitante que habitaba dentro de mi cuerpo y también, entonces me di cuenta, en la base de mi cráneo. La perla. Agité la cabeza para intentar deshacerme de la presión. La fuerza de atracción no era muy poderosa; podía contenerla.
Kygo dejó de besarme. La turbación que asomó a su mirada era un freno para el deseo. Había malinterpretado el movimiento de mi cabeza. Le ofrecí de nuevo mi boca y sentí su sonrisa entre mis labios. La tenue presión de su lengua interrumpió la sonrisa que yo esbozaba en respuesta. Su mano abandonó mi nuca y empezó a deslizarse por la curva de mi garganta y entre mis clavículas con exquisita lentitud. Su tacto suave iba dejando un rastro de placer a lo largo de mi piel.
Apoyó su frente en la mía. Su respiración se convirtió en un eco de mi aliento. Tenía su rostro tan cercano, que no veía de él más que una imagen borrosa, pero el brillo de la perla seguía presente entre nosotros. Introduje la mano en el cuello desabrochado de su túnica. Mis dedos recorrían los músculos de su pecho, en dirección a la gema brillante. Hacia la hua de Todos los Hombres. En el momento en que toqué con la yema del índice la cicatriz de la sutura, él echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y dejó al descubierto la curva de su poderoso cuello. Si quería, podía arrancarle la perla en aquel preciso instante…
¡La perla! Mi mente me mostró con toda claridad el peligro. Sentí un estruendo en mi cabeza. Retiré la mano abruptamente y, con toda mi fuerza, alejé a Kygo de un empujón.
Él se tambaleó hacia atrás.
—¿Qué haces?
Busqué desesperadamente el modo de detener la confusión que se reflejaba en su mirada. Necesitaba alguna razón que no fuera la perla.
—Los dragones.
La confusión en su mirada se tornó, de repente, en algo más violento.
—¿De verdad son los dragones? ¿O es Ido?
Un sonido procedente del camino, un poco más arriba, nos hizo volver la cabeza a los dos: Yuso y Ryko daban media vuelta, sin poder evitar una expresión de culpabilidad; estaba claro que habían visto algo más que los últimos instantes. Me puse a correr sendero abajo en dirección al pueblo. Mis pies levantaban espirales de ceniza a su paso.
Vida y yo estábamos sentadas en silencio, sobre el dique, aprovechando los últimos rayos de luz para contemplar la llegada de la nave del maestro Tozay. Era un junco de tres velas, con travesaños de bambú dispuestos sobre la gruesa tela como las lamas de un abanico. Llevaba pintado en la proa un ojo blanco de aspecto inquietante que, iluminado por las lámparas de la cubierta, parecía mirarme a mí de forma incriminatoria. A bordo se veía movimiento de siluetas atareadas echando el ancla. Yo tenía la vista clavada en tres pequeñas figuras al frente. Una era mi madre, que estiraba el cuello para ver si yo la esperaba en la playa.
—¿Estáis preparada, Mi Señora? —preguntó Vida, mientras se incorporaba. Mi padre querrá aprovechar la marea alta. Cuanta más distancia pongamos de por medio con el ciclón, mejor.
¿Estaba preparada? Teníamos, cuanto menos, cuatro días de navegación por delante para rodear la Panza del Dragón, la gran masa de tierra del sudeste, hasta llegar a nuestro punto de reunión en el este. Cuatro días con mi madre, a quien llevaba diez años sin ver, dos hombres poderosos que se odiaban mutuamente, y amigos que no se fiaban de mí. Volví la vista atrás y contemplé la hilera de lámparas que ascendían por los acantilados orientales: los habitantes del pueblo se instalaban en las cuevas de las cercanías. Protegerse de un mortífero ciclón y de un ejército vengativo en una red de cavernas oscuras, frías y húmedas, parecía mucho menos atractivo que el viaje en barco que me esperaba.
Sentí un ruido de agua salpicando y volví a mirar hacia el junco. Habían bajado un pequeño bote a un costado. Cuatro figuras descendieron por una escalera de cuerda y un remero se puso a la labor de llevar el bote a la orilla. Ninguna de las figuras parecía la de una mujer.
Kygo y Rito el Viejo bajaron a la playa, y el resto de la tropa los siguió. Más allá, dos hombres obligaban al Señor Ido a arrodillarse en la arena. Kygo llamó a Dela y le dio instrucciones al oído, y la contraria se puso a andar hacia nosotras. Caminaba con dificultad. Llevaba el lado derecho de la cara cubierto por un vendaje; la hoja de una espada le había hecho un corte en la mejilla y le había arrancado media oreja.
Se inclinó ante mí.
—Su Majestad ordena la presencia de su naiso.
Cuando hubo terminado levantó la cabeza y entonces vi una expresión de disculpa silenciosa en sus ojos. Durante un momento, fui incapaz de comprender de qué se trataba, pero entonces recordé la pequeña traición en la casa de baños, que ella había orquestado con Vida. Parecía una nadería en comparación con lo que había sucedido en la playa.
Me levanté y le estrujé suavemente el hombro, y entonces sentí que su tensión remitía ligeramente.
—¿Cómo estás, Dela? Me ha dicho Vida que la herida es muy mala.
Se tocó el vendaje con la mano.
—No me ayudará a estar guapa. —Aunque intentaba sonar despreocupada, el tono de voz mostraba una gran tristeza. Echó una rápida ojeada detrás de nosotros y puso algo en mi mano: la pequeña bolsa de piel que contenía las placas funerarias de mis antepasadas—. Deberías tenerlas tú de momento. —Yo iba a protestar, pero ella me cortó con un gesto de la cabeza—. Estas estelas son lo único que te dio tu madre. Deberías llevarlas encima cuando os encontréis, para demostrarle que nunca la olvidaste. —Acercó los labios a mi oído—. Tal vez sabe más cosas sobre tus antepasadas.
Cogí la bolsa a regañadientes y la metí en el bolsillo de mi túnica. Envuelta en cuero y bien oculta, la placa de Kinra no representaba una verdadera amenaza. Aun así, me inquietaba llevarla encima.
Dela me soltó la mano.
—Vamos. Su Majestad espera, y no parece muy contento.
—No me sorprende —musité, y me puse a andar por la arena.
Kygo tenía la vista clavada en el bote que se iba acercando. Ido, en cambio, no dejaba de mirarme. Lo habían atado otra vez, con las manos a la espalda en esta ocasión y, a juzgar por los gestos torpes de sus hombros, habían estrechado la cuerda lo más posible; un modo bien evidente de demostrar que el poder del Señor Ido seguía bajo el control del Emperador. Además, tal vez Kygo no había dejado escapar la ocasión para una pequeña venganza personal.
Me obligué a mí misma a no hacer ningún caso del Ojo de Dragón y me incliné ante Kygo, aunque él no hizo el más mínimo gesto para demostrar que se había dado cuenta. Me situé en el lugar que me correspondía, detrás de su hombro izquierdo. El bote chocó contra la arena y los cuatro ocupantes desembarcaron y tiraron de él para dejarlo varado en la playa. Luego, el cuerpo fornido del maestro Tozay se puso a andar a grandes zancadas por la arena, seguido de otros dos marineros. El cuarto hombre se quedó junto a la barca.
Tozay aceleró el ritmo y dejó atrás a sus hombres. Escrutaba ansioso los rostros de la gente, situada detrás de nosotros. Enseguida me di cuenta de que había localizado a Vida: sus rasgos severos se suavizaron y agachó ligeramente la cabeza, aliviado, o tal vez con una plegaria de agradecimiento. Le hizo un leve ademán de reconocimiento y continuó hacia nosotros, de nuevo con un hombre a cada costado. Se hincaron los tres de rodillas en la arena y se doblaron en profundas reverencias.
—Levántate, maestro Tozay —dijo Kygo—. Eres muy bienvenido.
Tozay se sentó sobre los talones.
—No sabíamos muy bien lo que íbamos a encontrar, Majestad. Vimos la bola de fuego.
—La traición de un aprovechado, que la dama Eona y el Señor Ido aplastaron —dijo Kygo—. Juntos —añadió.
Más allá del sentido más manifiesto de la frase, el hecho de haber pronunciado sola aquella última palabra mostraba a las claras que algo más importante se ocultaba tras ella para los dos hombres.
Tozay se fijó en el Ojo de Dragón, arrodillado y fuertemente atado.
—Ya veo —dijo, secamente—. ¿Será, pues, necesario habilitar un espacio separado para el Señor Ido, en el que pueda permanecer encerrado?
—Sí —dijo Kygo, sin más.
Me aclaré la garganta. Kygo volvió la cabeza hacia mí, entornando los ojos. ¿Creía, tal vez, que yo iba a interceder en favor de Ido?
—¿Está mi madre a bordo, maestro Tozay? —pregunté sin demora—. ¿Está bien?
Tozay inclinó la cabeza.
—Vuestra madre está bien, dama Eona. Espera ansiosa vuestra llegada. —Echó la vista atrás, hacia el junco—. Si no tenéis inconveniente, Majestad, debemos ponernos en marcha para hacernos a la mar con la marea alta.
El hombre que esperaba junto al bote hizo una reverencia al ver que nos acercábamos Kygo, Tozay y yo. Kygo subió primero y se sentó junto a la popa. Tozay me tendió la mano y me ayudó a subir, llevándome directamente a proa. Saltó ágilmente para colocarse entre nosotros y cogió los remos mientras su hombre empujaba la barca hacia el agua. Con sus fuertes paladas, pronto nos encontramos a mitad de camino entre la orilla y el barco. Una suave brisa nos refrescó ligeramente y diluyó el hedor a cuerpos quemados que nos llegaba desde más allá del pueblo.
—¿Qué novedades hay? —preguntó Kygo.
Tozay echó una ojeada hacia mí.
—Puedes hablar con toda libertad —dijo Kygo—. La dama Eona ya conoce el gran papel que jugará en los acontecimientos que están por suceder. —Nos miramos mutuamente: no era asunto menor que confiara en mí ante lo que Tozay tenía que contarle—. La dama Eona es ahora mi naiso —añadió, y sus palabras tenían el tono de una disculpa y, al mismo tiempo, de una absolución.
Me di cuenta de que Tozay alzaba ligeramente las cejas mientras se concentraba en remar.
—Ha habido noticias de más desastres naturales: inundaciones, terremotos, corrimientos de tierra, sobre todo en las regiones del sur y del oeste.
Miré hacia el cielo, cada vez más oscuro. Unas pocas gaviotas en vuelo brillaban, blancas, contra las espesas nubes. Por desgracia, tenía sentido; todos los dragones conectados directamente con los puntos cardinales del sur y el oeste estaban exiliados, mientras que el este y el norte seguían sintiendo la presencia de la Dragona Espejo y el Dragón Rata, que otorgaban algo de equilibrio a la energía de la tierra. No mucho equilibrio, sin embargo, y no por mucho tiempo si Ido estaba en lo cierto a propósito del declive de nuestro poder. Sin duda debía saber que matando a los demás Ojos de Dragón crearía tanta confusión.
—En las tabernas y los mercados, la gente murmura cada vez más fuerte que debe ser invocado el Derecho de Mala Fortuna —añadió Tozay. Estamos reclutando a bastante gente.
Enderecé la espalda al oír que se mencionaba el Derecho de Mala Fortuna. Proclamaba que un emperador cuyo reinado se viera amenazado por demasiados desastres en la tierra y el mar podía ser denunciado por el pueblo y reemplazado por un gobernante que contara con el favor de los dioses. Una vía para destronar a Sethon sin causar una guerra.
—El clamor no es lo suficientemente grande ni se extiende con la suficiente rapidez —dijo Kygo, cercenando mis esperanzas—. Si mi tío no estaba dispuesto a honrar las Legítimas Alegaciones, menos aún lo estará con el Derecho de Mala Fortuna; aplastará a quien intente invocarlo. De todos modos, tanta desazón juega a nuestro favor. El pueblo empieza a darse cuenta de que no le favorecen ni los dioses ni los dos últimos Ojos de Dragón. —Dirigió la vista hacia mí un instante y luego volvió a fijarla en Tozay—. ¿Qué novedades hay sobre mi tío?
—El señuelo funciona, Majestad. Sethon en persona se ha puesto al mando de sus hombres y se dirige al este a marchas forzadas, hacia el golpe final. De todos modos, sus efectivos serán más numerosos de lo que habíamos previsto.
—¿Cuánto más numerosos?
Durante unos breves instantes, sólo se oyó el rítmico choque del remo contra el agua y el golpear de las olas contra la proa.
—Según estimaciones de mis espías, no menos de quince mil —dijo Tozay.
Me tapé la boca con las manos. ¿Quince mil soldados? ¿Se suponía que Ido y yo debíamos matar a tantas personas? El frío sentimiento de haber dado muerte a cuatrocientas pocas horas antes me recorrió la espina dorsal de arriba abajo.
El silencio de Kygo era elocuente.
—¿Ha llamado a soldados de sus otros batallones?
Tozay negó con la cabeza.
—No. Son mercenarios.
Kygo exhaló largamente.
—Nos habría ido mejor que hubiera debilitado sus otras tropas, pero siempre es mejor eso que una alianza. Por otra parte, traer extranjeros a sueldo no le va a congraciar con el pueblo.
Tozay resopló.
—A Sethon nunca le ha interesado el hua-do.
Kygo ladeó la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Se está preparando el este? ¿Vacían la tierra?
—No hay mucho que vaciar, tras quinientos años sin dragón benefactor. De todos modos, se están haciendo las cosas según ordenasteis —dijo Tozay. Sus hombres no encontrarán allí nada que llevarse a la boca. Las tribus preparan mapas y terreno para emboscadas.
—¿Terreno para emboscadas? —pregunté.
—Áreas a las que se acceda a través de desfiladeros y caminos estrechos —dijo Kygo—. Allí es donde se podrá atacar a una fuerza numerosa contando con pocos efectivos.
Me incliné hacia delante.
—¿Cuán pequeño es nuestro número de efectivos, exactamente?
Kygo miró a Tozay.
—Somos cuatro mil quinientos —respondió el maestro pescador—. Y dos Ojos de Dragón.
Me humedecí los labios.
—No estoy segura de que ni siquiera Ido sea capaz de matar a quince mil hombres —dije.
Tozay dejó de remar y me miró por encima del hombro.
—Lo hará si le obligáis a ello.
Tenía la boca seca. Tragué saliva.
—¿Qué ocurre si no lo hago?
Tozay endureció la expresión de su rostro.
—Dama Eona, cuando subisteis a mi barca dejando atrás el palacio en llamas, me dijisteis que queríais uniros a la resistencia. ¿Qué creíais que ibais a hacer? —Echó una ojeada a la colina calcinada—. ¿Acelerar las cosechas?
—Ya basta, Tozay —espetó Kygo, en tono de orden—. La Alianza de Servicio se estableció por alguna razón. Me parece bien que la dama Eona ponga reparos en romperla, antes que aceptarlo alegremente. ¿O acaso queremos otro Ojo de Dragón sediento de poder, como el Señor Ido?
Había en su voz un tono sarcástico que me dejó agarrotada. Tal vez no me había absuelto del todo.
El maestro pescador se puso a remar de nuevo. El casco del junco se alzaba ante nosotros, con aquel ojo redondo pintado que nos observaba como el de un caballo estupefacto. Uní las manos. La nefasta amenaza de la guerra quedó momentáneamente en segundo plano ante la inminencia del reencuentro con mi madre.
—¿Cómo es ella, maestro Tozay? —pregunté, rompiendo el incómodo silencio—. Mi madre, quiero decir. ¿Ha dicho algo sobre mí?
—Lillia no es muy habladora —respondió Tozay con aspereza—. Pero vos sois el vivo reflejo de su rostro y de su cuerpo. —Volvió a tirar del mango de los remos, y su fuerza nos llevó hasta el flanco del junco, junto a la escalera de cuerda. No tardaréis en comprobarlo vos misma.
Eché la cabeza atrás para mirar a la gente que nos observaba por encima de la borda. La luz de las lámparas de cubierta convertía sus cuerpos en siluetas y ocultaba los detalles de sus rostros. Sin embargo, una figura menuda, delgada, parecía un espejo de mi propia búsqueda.
Un marinero bajó rápidamente por la escalera hasta la barca. Al llegar nos dedicó una cortés reverencia que nos hizo balancear adelante y atrás. Se encargó de los remos mientras Kygo empezaba a subir por la escalera. Cuando llegó a cubierta, todos los presentes se hicieron a un lado y desaparecieron de mi vista. Lo seguí, con Tozay justo detrás de mí. Aquel trayecto oscilante y lleno de sacudidas por los travesaños de madera duró menos de un minuto, pero a mí me parecieron horas.
Unas manos fuertes me agarraron y me alzaron por encima de la borda hasta depositarme en la cubierta. Percibí fugazmente un grupo de ásperos rostros de piel curtida, antes de que todos se agacharan en profundas reverencias ante la presencia de la dama Ojo de Dragón. Tres hileras de hombres y una mujer, de rodillas, con las cabezas agachadas, esperando que les diera una indicación para que dejaran de hacer la reverencia.
—Levantaos —dije, con la voz quebrada.
En el momento en que Lillia enderezó la espalda, nuestras miradas se encontraron. Vi en ella el miedo y la esperanza, y una tensa sonrisa que contenía diez años de separación. Tozay tenía razón: éramos el mutuo reflejo la una de la otra.
Lillia se apoyó en el panel de separación de la cabina de mando del maestro Tozay, mientras el grumete depositaba una bandeja sobre la mesa fija. El maestro pescador nos había conducido, a Lillia y a mí, hasta su espacio privado una vez que todos los demás hubieron subido a bordo, y había pedido que nos prepararan té mientras avanzábamos hacia el interior de la nave. Habíamos pasado por delante del compartimento en el que ya estaba encerrado Ido. El centinela se había inclinado brevemente ante mí, en el estrecho pasillo, y luego había enderezado la espalda para apoyarla en la puerta. Tozay había vuelto la cabeza para comprobar mi reacción. Quizá creía que iba a arrancar la puerta para liberar al Ojo de Dragón.
—Señor. —El susurro apesadumbrado del grumete rompió el silencio que se había abatido sobre la cabina de mando—. He olvidado el agua caliente.
El maestro Tozay volvió rápidamente la cabeza hacia la escotilla.
—No tardes.
Cogí uno de los instrumentos de náutica que había en un estante, provisto de un reborde, que tenía a mi espalda. Era algún tipo de brújula metálica, cuya esfera relucía bajo el brillo desmesurado de tres grandes lámparas que colgaban de las paredes de la cabina. Le di vueltas y más vueltas en la mano, contenta de tener algo en que fijar mi atención. A pesar de mi desazón, creí estar dándome cuenta de que el maestro Tozay no era el simple pescador convertido en combatiente de la resistencia que él afirmaba ser. Retiró de la mesa las cartas estelares de navegación. Sus movimientos se iban acelerando a medida que pasaba el tiempo sin que ni Lillia ni yo nos decidiéramos a hablar. El chico regresó, mezcló apresuradamente el té con el agua que había ido a buscar y, tras una reverencia, salió de la cabina.
—Os dejaré solas, Mi Señora, para que os podáis conocer —dijo el maestro Tozay mientras introducía el último rollo en una de las ranuras abiertas en el panel de separación. Echó una rápida mirada al rostro de Lillia, que miraba al suelo insistentemente, y a sus manos entrelazadas. Inclinó brevemente la cabeza y salió.
Desde arriba, en la cubierta, nos llegaban gritos, y también crujidos del junco, que ya se había puesto en marcha. Devolví el instrumento a su estante.
—¿Sirvo el té? —pregunté.
Entonces, ella levantó finalmente la cabeza. El peso de la edad había suavizado su rostro terso, pero seguía teniendo la misma forma oval que el mío. Quizá no tenía el mentón tan prominente como yo, y la nariz más larga, pero su boca se curvaba hacia arriba, como la mía, y sus ojos tenían la misma expresión abierta. Conocía el sentimiento que ahora se reflejaba en su cara. Yo lo había lucido también muchas veces: una máscara de cortesía diseñada para evitar irritar al señor o a la dueña de la casa.
—No, os lo ruego, permitidme, Mi Señora —dijo y se acercó a la mesa. Cogió la tetera y, con gran destreza, vertió té en uno de los cuencos.
Me mordí los labios. Ella no parecía capaz de salvar el obstáculo que provocaba nuestra diferencia de rango.
—Gracias —dije. Entonces tomé aliento y me decidí a ser yo quien salvara la distancia—. Madre —añadí.
Le tembló la mano y derramó unas gotas de té sobre la mesa. Lentamente, devolvió la tetera a su sitio, cogió el cuenco y lo trajo hacia mí. Al llegar, se inclinó y me lo tendió. Alargué la mano para cogerlo y entonces ambas nos quedamos inmóviles, mirando abajo, hacia el punto en que nuestros dedos se acercaban hasta casi tocarse. Ambas los teníamos muy largos, y los pulgares formaban casi línea recta con los índices.
—Tenemos las manos iguales —dije, mientras cogía el cuenco, y dibujaba una mueca al darme cuenta de lo aguda que sonaba mi voz.
—Mi madre también las tenía así —dijo, en voz baja. Luego se atrevió a mirarme fugazmente, más de cerca. Charra, tu abuela.
—¿Charra? Tengo su estela funeraria.
—¿Todavía la conservas?
Di las gracias en secreto a Dela.
—Sí, y la otra también —respondí, con suficiente énfasis.
Mi madre se dio cuenta de ello y desvió la mirada. Sabía algo de Kinra.
Dejé el cuenco encima de la mesa, recuperé mi bolsa de piel, desaté el cordel que la anudaba y dejé que las dos placas resbalaran hasta la palma de mi mano. Lillia acarició con dedos temblorosos la estela de Charra y entonces se quitó el cordel que llevaba colgado al cuello, en cuyo extremo había una bolsita de tela desgastada. La abrió y extrajo otra placa funeraria, una réplica de la de Charra.
—Cuando mi querida madre murió, ojalá pueda pasear por el jardín de los dioses, pedí que hicieran dos —dijo—. Yo sabía que él querría deshacerse de ti en cuanto ella muriera, y decidí darte un vínculo con la familia. Conmigo. —Acarició de nuevo la estela—. El tenía miedo de Charra.
Sentí un nudo amargo en mi garganta.
—¿Quieres decir mi padre?
Lillia no pudo reprimir una tensa risita.
—No, no tu querido padre. Charra lo amaba como si fuera su propio hijo. No, tu padre murió ahogado en las horribles tormentas del año del Cerdo. ¿No te acuerdas?
Negué con la cabeza y me di cuenta de que se entristecía.
—Lo siento —dije—. Recuerdo muy pocas cosas.
—Supongo que era de esperar. Sólo tenías cuatro años cuando él se unió a la gloria de sus antepasados. Al cabo de un año, me casé con otro hombre. —Me miró con detenimiento—. ¿Tampoco recuerdas a tu padrastro? ¿Ni lo que ocurrió?
—No.
—Seguramente es mejor así —dijo con pesar—. Prometió que se ocuparía de todos nosotros: de ti, de mí, de tu hermano, incluso de Charra; pero cuando las cosas se pusieron difíciles dijo que no estaba dispuesto a cargar con la hija inútil de otro hombre. Bastaba, dijo, con criar al hijo varón de mi primer marido. Te vendió a un mercader de esclavos.
—¿Por qué se lo permitiste? —pregunté con vehemencia.
—¿Permitírselo? —Frunció el ceño, perpleja—. Era mi marido. ¿Cómo habría podido oponerme a él?
—¿Lo intentaste, al menos?
Yo habría luchado por mi hija. Lo habría hecho con todas mis fuerzas.
Miró hacia otro lado para evitar el peso de la velada acusación.
—Le rogué al mercader que te vendiera como sirviente en una casa. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. ¿Lo hizo?
—Sí. —En parte, era cierto: yo había empezado a trabajar en la casa del propietario de las salinas, como pinche de cocina, pero ¿para qué contarle toda la historia? La esposa del dueño, que acabó por enviarnos a todos a la fábrica de sal en cuanto su esposo nos descubrió, y la miseria asfixiante de los días inacabables, y las noches en blanco, conteniendo la respiración y escuchando los pasos del capataz al acecho.
—¿Qué le ocurrió a mi hermano? —pregunté.
Su rostro pareció envejecer en un solo instante. El dulce tono de su voz se perdió en la amargura.
—Hace un año se enroló en el ejército y murió durante el asalto a Trang Dein.
Sentí de repente una fría e inesperada punzada de aflicción por la pérdida, aunque, en realidad, aquella mujer y mi hermano eran dos extraños para mí. Sin embargo, allí estaba, bien presente: el dolor de no haber tenido una familia. O tal vez era la pena descarnada en el rostro de mi madre.
Miró hacia arriba con una sonrisa forzada, y me tocó el brazo con una mano vacilante.
—Creía que no me quedaba ningún hijo hasta que el maestro Tozay vino a buscarme.
—Sabes por qué estás aquí, ¿verdad?
Movió la cabeza en señal de contrariedad.
—El maestro Tozay dijo que podían utilizarme contra ti… pero no sé cómo. Yo no soy nadie.
—Eres la madre del Ojo del Dragón Espejo —dije, mirándola de cerca—. Tal vez estés un poco estupefacta por mi rango, pero no por saber que existe una mujer Ojo de Dragón, como sí lo están los demás, ¿no es cierto? —Sonreí e intenté borrar de mi voz cualquier atisbo de ironía—. ¿Puedes ver a los dragones, madre?
Ella me miró fijamente entonces.
—Hija, hasta hace poco, cualquier mujer que dijese ser capaz de ver a los dragones acababa encadenada junto a dementes, o muerta.
Le puse la mano en el hombro.
—¿Sabías que yo los podía ver?
—Todas las mujeres de nuestra familia pueden hacerlo. Es nuestro secreto.
—Entonces, háblame de Kinra. —Se soltó de mi mano y retrocedió unos pasos, pero yo la seguí—. Por favor, dime lo que sabes. Es más importante de lo que crees.
Se humedeció los labios.
—Te di la placa. Te enseñé los versos.
—¿Qué versos?
Se inclinó hacia mí.
—Los versos que pasan de madre a hija:
Gira la Rata, aprende el Dragón, arde el Imperio.
Roba la Rata, rompe el Dragón, despierta el Imperio.
Quedé atónita. Los sabía, al menos la primera parte: me vi sentada ante mi señor, en el estudio, antes de la ceremonia de aproximación, con aquellos versos tan sencillos en mi cabeza. Siempre había pensado que los había leído en alguno de sus pergaminos.
—Solíamos recitarlos juntas, mientras andábamos por la playa, donde nadie nos podía oír —añadió mi madre.
Kinra había intentado transmitir su mensaje a través del tiempo de dos maneras distintas: unos versos que pasaran de generación en generación, y un augurio escrito en código en el diario de un Ojo de Dragón. Habría preferido que no hubiese ocultado tan bien su sentido, pero sabía muy bien por qué lo había hecho: para proteger a la estirpe de la Ojo del Dragón Espejo, exiliada por su intento de hacerse con la Perla Imperial.
—¿Qué significan esos versos? —pregunté.
Movió la cabeza en señal de negación.
—Charra me dijo que procedían directamente de Kinra, cuya estela debía ser transmitida de madre a hija. Era nuestro deber transmitir tres cosas. —Se puso a contarlas con los dedos—. La placa, los versos y el acertijo… que, francamente, no es un verdadero acertijo, y no hace honor a ese nombre.
La miré fijamente; no tenía ningún recuerdo de ningún acertijo. ¿Era ésa la pieza que faltaba en el rompecabezas?
La cogí del brazo.
—¿Qué acertijo?
Sorprendida, miró mi mano, que la sujetaba con firmeza.
—«La hija de ella tiene dos padres, pero sólo una estirpe. Dos es dos veces uno.»
—¿Dos es dos veces uno?
Aquellas palabras no despertaron en mí el menor atisbo de comprensión. El rompecabezas seguía sin resolver. Pero, al menos, podía imaginar quienes eran los dos padres: el emperador Dao y el Señor Somo. Una única estirpe. Dos amantes, pero sólo uno de ellos era el padre. Me quedé sin aliento: una corazonada se abría camino en mi pecho, con un rugido de esperanza.
La estirpe de Kinra podía tener sangre real. La sangre de Dao.
Yo misma podía tener sangre real.
Kygo y yo podríamos unirnos. Unirnos de verdad. Mi sangre podía ser a la vez la de la estirpe de los emperadores y la de los Ojos de Dragón, y eso impediría que cualquier otra sangre real pudiera subyugarme mediante el libro negro. Sería invulnerable. Lo tendría todo.
—¿Cuál de los dos fue el padre? —Estrujé aún más el brazo de Lillia—. ¿Cuál? ¿Lo sabes?
Se soltó y reculó hasta el panel de separación, con la mirad perdida. Yo sabía que la estaba asustando, pero tenía que obtener una respuesta.
—¡Dímelo! —rugí.
—«El uno era aquel a quien amaba.» Es la respuesta al acertijo. Eso es todo lo que sé.
Pero yo sabía más que ella.
—¡No! —Me llevé una mano a cada costado de la cabeza, como si quisiera evitar que la verdad se abriese paso en mi esperanza—. ¡No!
Yo sabía que Kinra había amado al Señor Somo. No al emperador Dao. Dela me había dicho que Somo era el innombrable del diario, e Ido lo había leído en los registros. Kinra había estado enamorada del Ojo del Dragón, no del emperador. La sangre real no circulaba por mis venas. Tenía doble sangre de Ojo de Dragón. Aquello me había dotado de mi poderosa visión mental, pero no de lo que de verdad necesitaba: el modo de salvar tanto a Kygo como a los dragones.
Doblé la espalda, sollozando y jadeando en busca de aire. La desesperación se había apoderado nuevamente de mí. Había visto un camino hacia la salvación, pero sólo había durado un instante.
Mi madre se acercó con sigilo y me tocó prudentemente el hombro con la mano.
—¿Por qué lloras, hija? ¿Qué significa el acertijo?
—Amaba a Somo. —Inspiré entrecortadamente—. Amaba al hombre equivocado.
Lillia me dio unos suaves golpecitos en la espalda.
—Entonces no fue la primera —dijo—. Ni será la última. —Me miró a la cara con atención—. Estás muy pálida. Ven, siéntate. ¿Cuándo comiste por última vez? ¿Cuándo dormiste?
Dejé que me acompañara hasta una silla y que pusiera el cuenco de té entre mis manos. Se había enfriado.
—Cuéntame qué significa todo esto —dijo.
Vi mi reflejo en la superficie del líquido: mi cara se transformaba en una máscara de cortesía fingida.
Sonreí a mi madre. Se parecía tanto a mí, que no podía negar que éramos eso: madre e hija. Sin embargo, de momento también era una extraña.
—Tienes razón, tengo que dormir. Quizá podremos hablar de ello más tarde.