17

El Señor Ido estaba en cuclillas a pocos pasos de la orilla, pasándose un puñado de arena de una mano a otra bajo la atenta vigilancia de dos guardias. Al verme, dejó correr la arena entre los dedos y se levantó para observarme mientras cruzaba con paso torpe la playa y me acercaba a él. La arena crujía bajo mis pies con cada paso que daba y aquello, junto con las insistentes moscas y la irritación de mi espíritu, me impedía mantener un mínimo de dignidad.

Me detuve ante él.

—Señor Ido.

—Dama Eona —respondió, inclinándose.

Grupos de habitantes del pueblo se habían congregado al otro lado del dique que protegía la población de las mareas y nos observaban. La mayoría de los hombres en edad de trabajar habían salido a pescar con sus barcas, pero nunca era prudente desestimar el poder de una muchedumbre, aunque estuviera compuesta por ancianos, mujeres y niños.

—¿Creéis que es buena idea llamar tanto la atención, Señor Ido? Hay mucha animadversión hacia vos en este pueblo.

Se encogió de hombros.

—Su Majestad está de acuerdo en que trabajemos en la playa.

Miré a los dos hombres que lo custodiaban. Tenían la vista clavada en mis cabellos sueltos, y sus rostros reflejaban estupefacción.

—Esperad allí —dije, con un ademán del brazo en dirección al dique, donde se había quedado Caido—. Y vigilad que los habitantes del pueblo no se acerquen.

Se inclinaron ante mí y se marcharon. La arena volvió a crujir bajo la presión de sus pies al andar.

—Me gusta como llevas los cabellos —dijo Ido.

Abrí el puño y alisé la cinta de cuero que la vieja encargada me había rogado encarecidamente que me llevara, para que pudiera recuperar mi decoro. Me recogí los cabellos hacia atrás, con estudiados aspavientos, y anudé la cinta a su alrededor formando una coleta.

Ido sonrió.

—Así también me gusta.

Me crucé de brazos y dije:

—Le habéis dicho a Caido que ya soy lo bastante fuerte como para trabajar con mi dragona de inmediato.

—No. Lo que le he dicho es que tú y yo somos lo bastante fuertes para trabajar con tu dragona. —Anduvo algunos pasos en dirección al dique—. Ven. Te mostraré cómo atrapar rayos.

¿Atrapar rayos? Lo seguí, intrigada. Se detuvo a medio camino entre el muro del dique y el agua, se sentó en la arena junto a una pequeña barca capotada y me invitó a unirme a él mediante un gesto de la cabeza. Inspeccioné con la mirada la playa y los acantilados que nos rodeaban, asaltada por un sentimiento de desazón. A lo largo del dique, había un montón de redes de pesca recogidas, uno de cuyos extremos se había levantado y doblado sobre sí mismo, y había dejado a la vista el perfil inconfundible de los tuaga: muros de defensa portátiles construidos a base de largas cañas de bambú cortadas en forma de estaca y entrelazadas. Era el primer signo que veía de algún tipo de fortificación. ¿Qué más habían ocultado los habitantes del pueblo? Enderecé la espalda e intenté apartar los recelos de mi pensamiento. Eran de la resistencia y partidarios de Kygo. Sin embargo, yo no podía olvidar la hostilidad con que miraban a Ido. La gente del lugar odiaba al Ojo de Dragón; había colaborado con el usurpador y había orquestado el asesinato de los Ojos de Dragón protectores. Mi esperanza era que Kygo contase con el respeto y el mando suficiente para contener el deseo de venganza de una turba enfurecida.

Me situé frente a Ido. El calor que desprendía la arena ascendía entre la túnica y los pantalones. El Ojo de Dragón cogió otro puñado y dejó que corriera entre sus dedos, mirándolo atentamente con sus ojos pálidos bajo la curva oscura de las pestañas. La simetría de su rostro no poseía la embelesadora harmonía de Kygo, pero reflejaba fuerza, poder y una brutal confianza en sí mismo. Una belleza muy masculina. La descripción de Vida era perfecta.

—Me has sorprendido, Eona —dijo con suavidad—. No esperaba que tu poder de manipulación contuviese tanta… —me miró con una sonrisa irónica— inventiva. Sí, ésa es la palabra. Y tampoco esperaba tanta fuerza.

Me balanceé, incómoda con el comentario.

—Vos me obligasteis a escoger esa vía.

Sonrió más abiertamente.

—Muy bien. No te avergüences del curso que toma tu poder.

—¿Decís eso incluso después de que yo usara vuestros senderos interiores?

—Hiciste lo que debías, Eona. Igual que yo —dijo—. En esta ocasión, sin embargo, salí perdiendo y ahora Dillon y el libro negro vienen hacia nosotros, aunque no estamos preparados para ello.

No mordí el cebo.

—¿Está cerca?

—No. Va a necesitar algo más de tiempo para alcanzarnos.

—¿Cómo nos seguirá a través del mar?

Ido se encogió de hombros.

—El libro negro encontrará la manera. Si no hay una barca que pueda utilizar, el chico nos seguirá por la costa. —Alzó la vista, pestañeando, hacía las nubes espesas y oscuras—. Nuestro poder mengua, estoy seguro de eso. —Mi ademán de alarma hizo que me mirara de nuevo—. No te dejes vencer por el pánico. Mengua lentamente, no desaparecerá de repente —añadió—. De todos modos, necesitamos encontrar la manera de contener a los diez dragones para que puedas usar todo tu poder antes de que llegue Dillon. Entonces podremos apresarlo entre los dos y rescatar el libro negro. Resulta irónico saber que en cuanto tengamos el libro, los otros dragones ya no representarán un problema, pues parece que el manuscrito los repele.

—Sí, es muy irónico —dije, secamente—. ¿Pensáis de verdad que Dillon será tan fuerte?

Ido asintió con la cabeza.

—Cuando nos encontremos de nuevo con él, estará completamente poseído por el libro negro. Ya puedo sentir su presencia a través del Dragón Rata.

Me estremecí al pensar en el nefasto alcance de sus palabras.

—¿Qué lo hace tan poderoso?

—Alguien tejió gan hua pura en sus páginas para proteger el secreto del Collar de Perlas y el modo de tomar todo el poder de los dragones —dijo—. Sólo un Ojo de Dragón muy fuerte podrá leerlo sin enloquecer. —Me miró desde debajo de sus largas pestañas—. Y sólo dos Ojos de Dragón coascendentes podrán poseer alguna vez la fuerza combinada para hacerse con todo el poder y ejercerlo.

Me incliné hacia delante.

—Habéis leído todo el libro.

Él también se inclinó hacia mí.

—Entonces, o soy un loco o soy muy fuerte.

—La mayoría de las personas dirían que sois un loco.

—Y tú, ¿qué dices, Eona?

—Creo que eres muy fuerte, Ido.

Parpadeó varias veces.

—¿Desde cuándo ya no me llamas Señor, Eona? ¿Crees que puedes tutearme porque me mostraste tu verdadero poder? ¿O porque atrajiste mi cuerpo hacia el tuyo?

Di un paso atrás, abruptamente.

—¿Cómo está hecho el Collar de Perlas, Señor Ido? —pregunté, añadiendo un tono sarcástico a su título.

El avanzó para disminuir la distancia entre nosotros.

—Nada se da a cambio de nada, dama Eona —dijo suavemente, con el mismo tono sarcástico—. En especial, si se trata de ese tipo de información.

Me humedecí los labios. El latido de mi corazón se aceleraba.

Se echó a reír y enderezó la espalda.

—Más bien pensaba en un trato para intercambiar información.

—¿Qué tipo de información? —espeté.

—Nuestro acuerdo era que yo te entrenaría y tú me contarías lo que dice el libro rojo.

—Te conté lo del augurio. No hay mucho más que valga la pena conocer.

—Al menos, sabrás quién lo escribió.

Me resistía a decírselo, pero necesitaba saber más cosas acerca del Collar de Perlas.

—Es el diario de Kinra, una de mis antepasadas.

Pareció verdaderamente desconcertado.

—¿La mujer flor?

—No. El Ojo de Dragón Espejo Ascendente —respondí, mientras movía lentamente la cabeza en señal de negación.

—¡Ah! —exclamó, y se alisó los cabellos enmarañados, con la vista clavada en la arena, pensativo—. Ahora lo entiendo. En tanto que Ojo de Dragón Rata, poseo los registros del Señor Somo, o lo que queda de ellos, al menos, y allí se la menciona a menudo. —Volvió a fijar la atención en mí, acompañando el ademán de su cabeza con un sonrisa astuta—. Eran amantes.

—Eso es historia antigua. —Me encogí de hombros y bajé la cabeza, con la esperanza de que no pudiera ver cómo me sonrojaba—. Y bien, ¿cómo está hecho el Collar de Perlas?

Trazó con los dedos un dibujo en la arena, entre nosotros: doce pequeños círculos, uno de ellos ligeramente más grande que los demás, conectados entre sí para formar un círculo más grande.

—¿Te recuerda algo? —preguntó.

—Es lo que aparece en la cubierta del libro negro. El símbolo del Collar de Perlas.

—Es algo más que un símbolo. Es la representación del arma. Los dragones forman un círculo y sueltan las perlas que llevan bajo sus hocicos, de modo que cada perla entra en contacto con la siguiente. Una vez han hecho eso, el poder combinado queda recogido en todas la perlas. Y en cuanto eso ocurre… entonces hay que contenerlo o lo destruirá todo. —Miró hacia arriba—. Los viejos rollos de pergamino hablan a veces del Collar de los Dioses. Me parece más poético que Collar de Perlas.

—¿Qué les pasa a los dragones?

—Una vez las bestias quedan separadas de sus perlas, ya no las pueden reclamar para sí —explicó—. La tradición de los Ojos de Dragón dice que el espíritu de las bestias es inmortal, pero ahora, tu augurio me hace pensar que el Collar de Perlas puede destruirlos.

—Entonces, ¿por qué razón se desprenderían de sus perlas?

—No lo sé. —Borró con la mano el círculo dibujado en la arena—. Quizá lo descubramos cuando llegue Dillon con el libro negro.

Incluso si me creía las palabras de Ido, probablemente no me estaba contando toda la verdad. Yo no tenía ninguna duda de que él quería hacerse con el poder del Collar de Perlas: ya había matado a los demás Ojos de Dragón en su afán por conseguirlo. Durante la toma del palacio, me había dicho que se proponía unir el poder del dragón con el poder del trono, y que yo era la clave para su ascensión. Había pretendido gobernar tanto el cielo como la tierra. ¿Seguía teniendo aquellos delirios de grandeza? Tal vez el hecho de que lo capturara Sethon había atemperado su ambición. O tal vez el fuego del tormento a que lo habían sometido, había grabado su determinación en lo más hondo de su corazón. En cualquier caso, me parecía bastante claro que él tampoco comprendía cómo encajaban todas las piezas del rompecabezas.

El libro negro contenía el secreto de un arma capaz de robar todo el poder de los dragones, y el libro rojo contenía el augurio que predecía el modo de proteger aquel poder. Sin duda había una conexión más profunda entre ambos, pero yo no sabía verla. Hundí mis dedos entre los granos de arena y busqué refugio para mi frustración en la calidez que desprendían. Con cada pequeña novedad, la información parecía retorcerse sobre sí misma, como si buscase el modo de acercarse a la verdad, pero en el fondo no hacía más que envolverse con nuevos velos de oscuridad. ¿Por qué menguaba nuestro poder de Ojos de Dragón? ¿Y cómo podía la hua de Todos los Hombres salvar a los dragones? ¿Tenía alguna relación con el Collar de Perlas? Pero, silo que Ido decía era verdad, el Collar de Perlas era un agente de destrucción, no una vía de salvación.

Yo sólo sabía una cosa con absoluta certeza: nunca podría arrancar la Perla Imperial de la garganta de Kygo.

Ido puso de repente todo su cuerpo en tensión, y eso me hizo salir del ensimismamiento. Seguí su mirada en dirección al dique; la muchedumbre se había doblado en número. Caido y sus hombres habían tomado posiciones en lo alto de las rocas apiladas. Tres hombres contra cincuenta personas, al menos. Y por lo que parecía, no todos los hombres habían salido a pescar.

Ido frunció el ceño.

—¿Acaso creen que estoy indefenso?

—Deberíamos marcharnos —dije, y me levanté.

—No. —Ido me agarró del brazo y me obligó a sentarme de nuevo—. Somos Ojos de Dragón. No corremos para escapar del populacho. No te preocupes. Con lo que te voy a enseñar, vamos a mantenerlos a raya.

Puso sobre la arena las palmas de las manos, las puertas de la energía, y tomó aliento profundamente, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia atrás. Casi al instante pude ver el poder plateado brillando en sus ojos. Luego vi cómo se le hinchaba el pecho tras una segunda inspiración. Soltó el aire y repitió el ciclo con un ritmo regular, pausado. Y entonces percibí la gloria de la comunión reflejada en la tensión de su rostro. La energía gozosa de su interior latió y su placer alcanzó mi más profundo interior como un tambor distante.

Sus ojos plateados se posaron firmemente en los míos.

—Lo estás sintiendo también, ¿verdad? —dijo.

No quise darle la satisfacción de una respuesta afirmativa.

De repente, el foco de su atención se situó en algún lugar más allá del mundo físico. El aire cantaba a nuestro alrededor, y el sonido creció hasta convertirse en un alarido que hizo retroceder a los habitantes del pueblo, en una oleada de temor. La energía crepitaba y hacía temblar el cielo. El chorro de luz pálida de un rayo partió las nubes oscuras y cayó hacia el mar, acompañado de un estruendo, pero antes de llegar quedó suspendido en el aire, como si una mano inmensa lo hubiera obligado a detenerse. Entonces, lentamente, dirigió la punta hacia el pueblo, y su poder se cernió sobre todos nosotros. Oí los gritos de la gente, pero estaba paralizada por la llama congelada de energía que colgaba en el aire.

—¿Qué te parece si enseño algo de respeto a estos aldeanos? —dijo Ido—. Hay más bajando por la colina.

—¡No!

Rio por lo bajo, y al hacerlo soltó el rayo, que se rizó en el aire y cayó estruendosamente en la arena, no lejos de nosotros. El impacto reverberó en la tierra, como una criatura subterránea que se deslizara bajo nuestros cuerpos.

—¡Por la sagrada Shola! —Me arrastré de rodillas por el suelo tembloroso. Un olor acre me penetró en la nariz y descendió, ardiente, por mi garganta. Luego, todo quedó en silencio.

Ido se levantó y, tras un ademán de desprecio dirigido a la gente, encogida de miedo tras el dique, se sacudió la arena de los pantalones.

—Ven. —Me hizo señas para que lo siguiera hasta la hendidura negruzca que había abierto el rayo en la playa—. Ahora viene lo mejor.

Se agachó y se puso a excavar cuidadosamente con las manos, acumulando la arena en dos montones a su espalda. Me acerqué con precaución y me asomé al hoyo que había hecho.

—Ahí está —dijo. Algo pálido sobresalía del fondo—. Ayúdame a sacarlo.

—¿Qué es?

Me dejé caer de rodillas y me puse a excavar desde el lado opuesto.

—Con cuidado. Es muy frágil.

Continuamos excavando hacia el fondo. La arena era cada vez más fresca. Finalmente, Ido extrajo una barra mellada, blanca, larga como mi brazo y cubierta de arena. No era más ancha que mi muñeca y estaba hueca, como una caña de bambú.

—Escucha.

Golpeó la punta muy suavemente con las uñas, y provocó una especie de tintineo agudo.

—Suena como si fuese de cristal.

—Lo es. Cristal de rayo. —Inclinó ligeramente la cabeza hacía mí mientras me lo ofrecía—. Un regalo, dama Ojo de Dragón.

Lo depositó en mis brazos tendidos. Era muy ligero y delicado. La superficie, cubierta de arena, estaba recorrida por largas aristas. Miré en el interior, a través de uno de los extremos: era de color lechoso y brillante, con diminutas burbujas atrapadas en manchas de cristal translúcido. Sonreí al contemplar su belleza, y su promesa de poder.

—¿Yo también puedo hacer uno?

—Por supuesto —dijo Ido—. Así es como me enseñaron a separar la energía. El rayo está concentrado y toma una forma definida al caer a la tierra, de modo que es muy fácil reconocerlo y capturarlo.

—¿Cómo lo haces?

—Todo es cuestión de equilibrio. El rayo es energía caliente, de modo que se lo atrapa mediante el frío. —Volvió a golpear con las uñas el rayo capturado, y el cristal emitió su tintineo una vez más—. Lo verás cuando estemos en el mundo de la energía. Bloquearé a los diez dragones mientras practicas.

Me froté los dedos de las manos. Sentía un deseo abrumador de llegar a la comunión con mi dragona y usar, por fin, mi verdadero poder. Pero mi desconfianza hacia Ido era igual de abrumadora. ¿Qué ocurriría si él no detenía a los diez dragones?

—No me crees —dijo él—. Lo leo en tu cara.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Cierto —dijo—. Nunca confíes a ciegas. Confía, en cambio, en el hecho de que ninguno de los dos queremos perder nuestro poder. Y que no podemos conservarlo el uno sin la otra.

—Mutuo servicio —murmuré. Era lo primero que le había prometido a Kygo. El recuerdo me provocó un nudo en la garganta.

Los ojos astutos de Ido estaban fijos en mí.

—Exactamente.

Deposité el cristal de rayo en la arena, entre nosotros.

—Muéstrame cómo hacer uno.

—Quítate las sandalias y aprieta firmemente el suelo con los pies y las manos, contra la energía terrenal —ordenó Ido—. Usa las puertas.

Me afiancé ante él y clavé las plantas de los pies y las palmas de las manos más allá de la superficie cálida de la arena, hacia el frescor más profundo.

Ido hizo ademán de satisfacción y me imitó.

—Espera a que me haya unido a mi dragón y luego sígueme. —Dibujó la media sonrisa propia de quien se sentía superior—. Creo que ahora puedes sentir lo que ocurre dentro de mí.

Miré fijamente la superficie de la arena. El resopló, divertido, y yo sentí un escalofrío.

Su respiración profunda y pausada lo introdujo en el ritmo de la visión mental, y el reflejo plateado se hizo de nuevo visible en su mirada. Entonces, en lo más profundo de mi cuerpo, sentí su gozo al llamar al Dragón Rata.

Mi turno.

Me concentré en los senderos de mi hua, intentando evitar mi vínculo sensual con él. El aire que respiraba era cálido y salado, y los restos de olor acre del rayo se pegaban a mi nariz. Concentré cada respiración en el Eje, tal como Ido me había enseñado, y la acumulación de energía fue descargando lentamente la tensión de mi cuerpo y abriendo el camino al plano celestial. La playa, a mi alrededor, se puso a temblar y a doblarse sobre sí misma hasta convertirse en el torrente de colores del mundo de la energía: plata que se alzaba desde el agua; un arco iris en remolinos que surgía de la tierra y del aire; minúsculos destellos de hua brillante, la representación del fugaz ardor de las moscas que revoloteaban en torno a mí.

—Muy bien —dijo Ido.

Contemplé el flujo de hua a lo largo de los meridianos de su cuerpo transparente, y el movimiento circular de los siete puntos de poder, alimentados con densa vitalidad. Sin embargo, el hueco oscuro continuaba en su lugar, dentro del brillo purpúreo de la coronilla. Detrás de él, los habitantes del pueblo nos observaban, y sus cuerpos de energía brillaban contra el fondo oscuro de las casas.

Arriba, el Dragón Rata volaba en círculos alrededor de la gloriosa presencia de mi Dragona Espejo. El brillo azulado de las escamas del dragón parecía agua fluyendo en torno al rojo encendido y al cuerpo sinuoso de la dragona. Yo no veía por ninguna parte signos de que su poder estuviese menguando: ambas bestias eran magníficas. Entonces, el Dragón Rata se volvió hacia mí, como si hubiera detectado de improviso mi presencia: la barba blanca cubría en parte la perla azul, iridiscente, que llevaba bajo el hocico.

Pero yo ya me había perdido en el espíritu sin fondo de los ojos de mi dragona. Bajó su enorme cabeza para mirarme, y vi el brillo dorado de su perla en la garganta. Grité nuestro nombre compartido. Mi gozo saltó hacia delante para unirse a la corriente de energía con que me respondía. Poder dorado, realzado con intensas notas de canela, que llenaba todos mis sentidos.

Mi visión mental separó el cielo de la tierra. El cuerpo de hua de Ido estaba sentado frente al mío sobre la cálida arena de la playa. Al mismo tiempo, me hallaba en lo alto, sobre la pequeña ensenada y el pueblo, contemplando, con los ojos de mi dragona, el torbellino de colores de la energía y las antiguas líneas magnéticas palpitantes. Mi bestia y yo miramos hacia el interior de la tierra, y vimos muchos cuerpos en movimiento, que se dirigían hacia el flujo intemporal del mar plateado. El dragón azul volaba en círculos sobre nuestras cabezas, tejiendo poder para bloquear el incesante anhelo de los otros diez.

—Los dragones huérfanos. ¡Pueden sentirnos! —dije.

—Estamos tejiendo un escudo para ocultarte de ellos —dijo Ido—. No podremos contenerlos mucho rato. Muéstrale a tu bestia lo que quiere tu mente y luego usa tu visión de dragona para encontrar el rayo.

Me estremecí de emoción mientras dibujaba mentalmente la llama congelada de energía de Ido. Luego me abrí al movimiento cambiante hasta completar mi visión de dragona, y mi cuerpo físico se quedó sin sentidos.

Debajo de nosotras, el mundo se desgajó en fuentes de hua que caminaban, se arrastraban o volaban. Sentimos el flujo y el reflujo de la energía a través de nosotros y nos deleitamos en el delicado equilibrio. Miramos con ojos muy antiguos las nubes oscuras, y saboreamos la energía condensada que saltaba en las alturas frías del mundo superior. Observamos los pequeños rasguños en la hua helada. En cada uno de ellos nacía un relámpago de calor que se bifurcaba.

Encuéntralo. La voz era apenas un suspiro, en lo más profundo de mi interior. Encuéntralo. Abajo.

Aunque tenue, aquella voz insistente me rompió la concentración y me encontré de repente dentro de mi cuerpo físico.

—¿Has dicho algo? —pregunté, aunque no parecía la voz mental de Ido. Tampoco poseía la fuerza de atracción del anhelo de Kinra.

—No —dijo Ido. Su hua plateada incrementó el ritmo de su flujo por el interior de sus meridianos—. ¿Son los diez? ¿Están viniendo?

—¡No! —Yo no quería perder aquella oportunidad de usar mi poder—. No son ellos. No es nada.

Apreté los dientes y volví a formar la imagen mental de un rayo, concentrándome en conservarla mientras llamaba a la Dragona Espejo. Allí estaba, esperándome, y el abrazo de su poder me elevó de nuevo por encima de mi cuerpo físico, atado a la tierra y provisto de tan limitados sentidos. Ascendimos en espiral por el mundo de la energía. El poder entraba en nuestro interior y salía de él. El intercambio era fuerte pero suave, latía con el ritmo del equilibrio y la harmonía. Nuestros ojos, muy antiguos, rebuscaron en el cielo, esperando que…

Búscalo, susurró la voz. Abajo. Búscalo.

¿Abajo? Concentramos nuestra atención hacia la tierra. Cientos de puntos de hua se habían congregado, formando un abanico compuesto por muchas filas, en la colina, sobre el pueblo. Avanzaban lentamente en dirección al mar. Venían hacia nosotros.

¿En formación?

—¡Ido! ¡Son soldados! —Al darme cuenta de manera tan repentina, me vi arrancada de inmediato del mundo de la energía. Parpadeé a la luz del sol y caí hacia delante, mareada por la abrupta pérdida de conexión con el dragón—. ¡Son soldados, no aldeanos!

Ido me sujetó.

—Lo sé. Debería haberme dado cuenta antes.

Tenía los ojos completamente castaños: no había rastro alguno de energía plateada en ellos.

—Debemos advertir a los demás —dije—. He de encontrar a Kygo.

Me puse en pie, aunque tambaleándome sobre la arena. Aún tenía parte de los sentidos en el mundo de la energía.

Ido me impidió el paso.

—Demasiado tarde, Eona. No tienen ninguna posibilidad de hacer frente a tantos soldados. Tenemos que hacerlo tú y yo.

Me enderecé al oír aquellas palabras.

—¿Con nuestro poder? ¿Igual que en el palacio? —Negué con la cabeza, no sólo para mostrar mi rechazo sino también para borrar de mi mente las imágenes de los soldados en llamas, aullando de dolor—. No puedo hacerlo.

—Ya has visto lo que está bajando por la colina. Nos superan en número de manera aplastante.

Tenía razón. Miré hacia el pueblo silencioso, que la cala cerraba en forma de media luna. En pocos minutos, se convertiría en un campo de batalla.

—No puedo matar a personas con mi poder. —Apenas era capaz de cargar con el peso de las treinta y seis que ya habían muerto por mi culpa.

—¿Ni siquiera para salvar a tus amigos? ¿A tu amado Emperador? —Ladeó la cabeza—. ¿Ni siquiera para salvarte a ti misma, Eona?

Miré otra vez hacia el pueblo, con el corazón acelerado. Los dragones eran bestias destinadas a generar harmonía y proteger la vida. No era su misión matar. Ni hacer la guerra.

—Juntos podemos —dijo Ido—. Bloquearé a los diez dragones para que puedas usar los rayos…

Me di cuenta de que él percibía al mismo tiempo que yo el fuerte silbido del aire, justo antes del ruido sordo y húmedo del impacto. Volvió el cuerpo hacia la izquierda y luego se tambaleó hasta caer de rodillas, con la mirada perdida. Una flecha le había atravesado el pecho y la sangre brotaba, brillante, y empapaba el tejido pardo de su túnica. Entonces, con un jadeo de agonía, se desplomó.

Se alzaron gritos de espanto desde detrás del dique y los habitantes del pueblo se dispersaron corriendo. Me eché sobre la arena. El instinto era más poderoso que la perplejidad. La flecha había procedido de lo alto del acantilado occidental. El punto a cubierto que me quedaba más cerca era la barca capotada. Avancé a gatas hacia Ido. Estaba de costado, presionando con las manos el astil de la flecha. Jadeaba. Todo rastro de color había abandonado su tez, y se oía un leve sonido de succión procedente de la larga punta metálica de la flecha. La sangre le resbalaba entre los dedos. La flecha le había atravesado la tráquea. Yo ya había visto aquel tipo de heridas antes: eran mortales de necesidad. Tenía que curarlo, y rápido.

—Ido, mírame. —El Ojo de Dragón tenía los ojos cetrinos y la piel alrededor de los labios amoratada—. Debemos escondernos detrás de la barca.

Puso en tensión todos los músculos de la cara, como para rechazar la idea, pero yo no le hice caso y lo agarré por el brazo izquierdo para arrastrarlo. El ligero movimiento le arrancó un gruñido de dolor y, sin embargo, apenas pude mover su cuerpo. Pesaba demasiado.

—Inténtalo —insistí—. Inténtalo.

Jadeó en busca de aliento y clavó los talones en la arena mientras yo tiraba otra vez de él, pero no conseguimos nada.

—No… puedo —susurró entrecortadamente. El esfuerzo por hablar le hizo sangrar por la boca.

—¡Eona!

El grito frenético me hizo levantar la cabeza con un respingo. Dos hombres se acercaban por la playa, a la carrera, con las espadas desenvainadas; Kygo, que avanzaba con poderosas zancadas por la superficie irregular, y Caido, que se esforzaba por alcanzarlo. Al otro lado del dique, los dos guardias restantes intentaban tomar el mando de los aldeanos.

—¡Estamos rodeados! —chilló Kygo.

—¡Agachaos! —grité a mi vez, entre el alivio y el temor. Señalé con el índice hacia arriba, a sus espaldas. ¡Flechas!

Ambos hombres encorvaron las espaldas, escondieron la cabeza entre los hombros, y se pusieron a zigzaguear, sin dejar de correr. Kygo llegó primero, y Caido no tardó. La arena se levantó y nos golpeó, a Ido y a mí, cuando por fin frenaron junto a nosotros.

—¡Por la sagrada Shola! —maldijo Kygo, al darse cuenta de la herida de Ido. Me agarró del brazo—. ¿Y tú? ¿Estás bien?

Asentí con la cabeza.

—Tengo que curarlo. No nos queda mucho tiempo.

—Agárralo por un brazo, yo por el otro —ordenó Kygo a Caido—. Ve detrás de la barca, Eona —añadió, mientras me daba un empujón.

Oí el gemido húmedo de Ido en el momento en que lo ponían de pie y lo arrastraban por la arena. Me agaché detrás de la barca y me pegué a ella. Kygo y Caido rodearon la proa con paso desigual, llevando entre los dos el pesado cuerpo de Ido. Caido dejó caer la espada y arrimó al Ojo de Dragón a su pecho. Con un pequeño gruñido por el esfuerzo, lo depositó suavemente en el suelo, junto a mí. Kygo se agachó al extremo de la barca y se asomó prudentemente por el borde.

—Yo diría que, al menos, son dos compañías las que bajan —dijo—. Y hasta ahora, una sola flecha. —Miró a Ido—. Directa a su mayor amenaza.

—Nos han traicionado —dijo Caido.

—Pero, ¿un habitante del pueblo? —conjeturó Kygo mientras volvía a concentrarse en su atenta vigilancia—. ¿O uno de los nuestros?

Puse las manos sobre el rostro grisáceo de Ido. Tenía la piel helada, aunque cubierta de sudor. Estaba ya muy cerca del mundo de las sombras.

—Mantente despierto, Ido. Necesito que bloquees a los diez dragones mientras te curo.

Abrió los ojos, intentando concentrarse en mí mientras respiraba trabajosamente. Sus jadeos eran cada vez más débiles.

—¿Otra vez? —dijo, y logró esbozar una sonrisa que no era más que una leve ondulación de sus labios azulados.

—¿Conseguiréis destruir la flecha con vuestro poder de curación? —preguntó Caido.

Negué con la cabeza.

—Lo dudo.

—Entonces tendremos que sacarla. —Tocó con los dedos la elegante cola engalanada con plumas que salía de la espalda de Ido—. Tenemos que quitar esto para que pueda tirar de la flecha —añadió—. Majestad, yo lo sujeto y vos cortáis.

Kygo asintió con la cabeza y se acercó, con la espada en alto.

—Estas son plumas imperiales —dijo.

Caido hizo un gesto de asentimiento.

—Flecha corta para arco mecánico. —Arrimó de nuevo el cuerpo de Ido contra su pecho, y lo sujetó con toda su fuerza—. Adelante —dijo.

Kygo descargó un golpe con su espada y el extremo posterior de la flecha cayó al suelo. Fue un golpe seco, rápido y limpio, pero aun así, el resto del astil se hundió más en el cuerpo de Ido y le arrancó un grito apagado. Le cogí las manos agarrotadas.

El sonido distante, pero inconfundible, del metal contra el metal hizo que Kygo se arrastrara de nuevo hacia el borde de la barca.

—Los aldeanos han montado sus tuaga, pero eso no detendrá a tantos hombres durante mucho rato. —Miró alrededor, y luego a nosotros—. Van a empujarlos a todos hasta la playa. No hay escapatoria. Un lugar para matarlos. —Blandió la espada—. Caido, cuidad de la dama Eona.

—Kygo, ¿qué haces?

—¡Han atravesado una tuaga! —gritó, y se lanzó a una carrera zigzagueante por la arena.

Me puse de rodillas y me levanté lo suficiente como para ver por encima de la barca. Kygo se abalanzaba, con la espada en alto, contra un grupo de tres soldados que se acercaban por la playa. A lo largo del dique, los habitantes del pueblo usaban largas varas y garfios para defender su barricada contra el feroz ataque de diez o más lanceros. Ryko y Dela encabezaban un grupo de hombres con la intención de detener el avance de otras tropas que se abrían paso lentamente a través del laberinto de tuaga extendido en la calle principal. Una línea de arqueros, algunos mujeres, estaban de pie sobre el dique, y disparaban contra la formación de soldados que habían quedado atrapados en el cuello de botella que creaban las estacas de bambú.

Me tragué el miedo que ascendía por mi garganta y me concentré de nuevo en mi tarea.

—Caido, saca la flecha del pecho del Señor Ido.

Caido hundió aún más las rodillas en la arena para afianzarse.

—Mi Señora, de momento la flecha está conteniendo la hemorragia. En cuanto la retire, no os quedará mucho tiempo.

—Adelante.

Caido puso el delgado rostro en tensión. Estiró los brazos alrededor del cuerpo de Ido y golpeó con la palma el extremo de la fecha que sobresalía de su espalda, empujándola así a través de su cuerpo. Ido jadeó y dobló la espalda al sentir el dolor. Con una velocidad endiablada, Caido agarró el otro extremo de la flecha, que sobresalía por el pecho del Ojo de Dragón, y la arrancó del todo. Al hacerlo se oyó un sonido de húmeda succión.

Clavé los pies en la arena y presioné fuertemente para abrir mis puertas a la energía de la tierra.

—Rápido, échalo de espaldas al suelo.

El Ojo de Dragón gruñó cuando su espalda golpeó la arena. Puse las manos sobre su herida para bloquear la salida de sangre, mientras Caido alzaba su espada y se acercaba al borde de la barca.

El hombre de la resistencia se puso en cuclillas, agarrotado por la tensión.

—Mi Señora —dijo, con apremio—. Su Majestad tiene problemas.

—¡Ve! —exclamé—. ¡Ve!

Se puso en pie. El sonido de espadas contra espadas aumentaba de intensidad. Caido aulló un gritó de guerra y se lanzó en ayuda del Emperador. Eché una nueva ojeada por encima de la barca. Kygo se enfrentaba a tres hombres, en un combate que levantaba nubes de arena a su alrededor. Por un momento, me sentí paralizada, atrapada entre Kygo e Ido, ambos luchando por sus vidas.

Bajo mi mano, el pecho de Ido se agitaba en una serie de jadeos poco profundos. La sangre del Ojo de Dragón empapaba mi piel. En aquel momento, era él quien corría más grave peligro. Me obligué a mí misma a inspirar entrecortadamente. Podía hacerlo; lo había hecho antes. Una nueva inspiración, menos agitada esta vez. A la tercera, finalmente, vi cómo el cuerpo de Ido se transformaba en energía. Sus siete puntos de poder perdían su brillo y se oscurecían con cada uno de los trabajosos latidos de su corazón. No había flujo plateado en el costado derecho de su cuerpo. En la siguiente inspiración, llamé a la Dragona Espejo y me abrí a su poder con una orden imperiosa: cura.

La hua me atravesó en una gloriosa unión, llenando mi cuerpo con el éxtasis de una canción dorada y la majestuosidad de la visión del dragón. Allí abajo, la batalla en la costa era un enjambre de puntos brillantes que se acercaban unos a otros y se entrecruzaban en una danza desesperada. Vimos al dragón azul y su tenue vínculo con el cuerpo físico que se desvanecía; intentaba volar a nuestro alrededor para protegernos, pero los otros diez ya habían percibido nuestra presencia.

¡Cura! Recogimos poder del flujo y reflujo intemporal del mar, de la violenta energía del ciclón que se aproximaba, de las líneas de fuerza que se entrecruzaban en las profundidades de la tierra. Eramos hua, y nuestro dorado alarido rugió a través de los senderos del cuerpo de Ido, tejiendo carne con nervios y tendones, abriendo oscuros caminos para devolverles el flujo plateado de la vida. Todos a una, sus siete puntos de poder se pusieron en marcha de repente, girando y brillando, llenos de vitalidad, aunque el hueco negro en su coronilla persistía, resistía contra mi influencia. Ido jadeó y tomó una larga y profunda bocanada de aire que saltó a través de su hua. El Dragón Rata aulló. El poder palpitaba por sus escamas azules. Extendió sus garras de ópalo. Su cuerpo, lleno ahora de energía, se retorció, preparándose para actuar. Movía la enorme cabeza de lado a lado, inspeccionando el mundo, debajo de él. Los diez dragones acudían, y su anhelo era más poderoso que nunca.

—¡Eona! —Ido tiró de mi cuerpo físico, y caí sobre él. El súbito contacto me arrancó del plano celestial. Sus ojos, junto a los míos, brillaban llenos de energía plateada—. Podemos usar a los diez para detener a los soldados.

Entonces regresé con la Dragona Espejo. Su poder tiraba de mí y me arrastraba con su fuerza sinuosa. Rodamos entre las densas nubes. Nuestras garras de rubí rasgaban el aire alrededor para contraatacar la presión que se cerraba a nuestro alrededor. Junto a nosotros, el dragón azul aulló una vez más y se retorció de nuevo para encontrarse con la energía que giraba, aguda y afilada, procedente de diez canciones tristes.

Llegaron violentamente. Su poder atravesó nuestro cuerpo y lo proyectó hacia atrás, en el aire. Nos enroscamos, tensionando los músculos para detener la inercia. Un gigantesco cuerpo verde nos atacó, y rasgó nuestras escamas rojas con sus garras de esmeralda. Chillamos y agachamos la cabeza, al tiempo que lanzábamos un fuerte coletazo contra el flanco de aquella forma verde y brillante. El choque de hua retronó en el cielo. El Dragón Conejo se abalanzó sobre nosotras, pero la bestia azul se abatió al mismo tiempo sobre él, y el gran cuerpo rosado salió rebotado en una serie de volteretas.

Bajemos. Era la voz mental de Ido, que atravesaba el sonido de la furiosa batalla entre dragones. Hacia los soldados.

Encontramos las líneas de brillantes puntos de hua que bajaban, como un torrente, por la ladera de la colina, y nos dirigimos hacia ellas. Los diez nos siguieron, formando un desordenado círculo de aullidos. El Dragón Rata se retorció en el cielo, y el ataque de sus garras apartó al Buey y al Tigre de la formación. El grupo de dragones se convirtió en una media luna asimétrica.

¡Ahora!

Abrimos nuestros senderos. El esperado sabor a naranja del poder de Ido nos atravesó con un rugido y extrajo energía de nuestro cuerpo. Pero esta vez no nos quedamos atrás. Esta vez cabalgamos sobre la turbulenta ola de hua, junto con Ido y la bestia azul. A nuestro alrededor, los dragones intentaban rehacer el círculo. Teníamos que evitarlo.

Ata un rayo, ordenó Ido.

Sentimos cómo la bestia azul recolectaba diminutas centellas de energía del interior de las nubes y construía con ellas un chorro ardiente de poder unificado. Nosotras arañamos otro destello y lo arrastramos hacia el interior de aquella fuerza ondulante. En lo más profundo de nuestro ser, oímos una canción que era un bramido de anhelo destructivo, una maraña de poder dorado y plateado cuyo extremo era la punta de flecha de un rayo de fuego centelleante.

Eona. Apunta a los soldados.

¿Cómo?

Canalízalo, como haces cuando curas.

Nuestro poder combinado formó una cresta que quedó suspendida unos segundos en el aire, como si estuviera ofreciendo a sus víctimas la oportunidad de escapar. Y entonces desató toda su fuerza en un torrente de devastación.

Intentamos canalizarla hacia abajo, pero la mayor parte escapó de nuestras manos inexpertas y golpeó a las diez bestias que se cernían sobre nosotras. El círculo se rompió y los diez dragones huérfanos, despavoridos, se desvanecieron en el plano celestial, dejando atrás el aroma amargo de la desesperación.

Ido y el Dragón Rata no eran tan torpes. Con mano de hierro, dirigieron la fuerza destructiva hacia la tierra. La bola de fuego y poder desgarró el aire entre los puntos de hua que marchaban hacia el pueblo, borrando a su paso las líneas de soldados de la faz de la tierra, con un ruido atronador. Las llamas recorrieron la colina de arriba abajo y la violenta energía resplandeció en el plano celestial como un falso amanecer. Tierra, rocas y ceniza saltaron caracoleando por los aires, y dibujaron altos arcos antes de caer sobre el pueblo y la playa como una lluvia tenebrosa. El frente de batalla se rompió y los combatientes corrieron a cubierto, gritando de pavor, para escapar de los escombros que caían sobre ellos.

Jadeé, arrastrada hacia mi cuerpo terrenal por el repentino y agudo impacto de una roca que me había golpeado el hombro. Parpadeé y contemplé, a través de las lágrimas de dolor, el calor y la forma que llegaban a mi zaga y se solidificaban en el cuerpo de Ido. Sus brazos me envolvían en un fuerte abrazo contra su pecho.

—Todavía no ha terminado —dijo.

Giró sobre su espalda de forma que quedé debajo de él, y así, apoyando su peso sobre los codos, formó un escudo protector con todo su cuerpo. La onda expansiva del rayo reverberó por la playa, y la arena se movió debajo de nosotros mientras un viento cálido, cargado de fina ceniza, barría nuestra piel. Ido hizo una mueca de dolor: varias piedras le golpearon la espalda, mientras pesados bloques de tierra explotaban al tocar el suelo, levantando columnas de polvo.

—Pronto cesará —dijo, tras echar una ojeada al cielo plomizo.

Entonces, la violencia salvaje de la batalla de los dragones y la euforia de mi poder me abandonaron. Me sentía vacía, una cáscara hecha de ceniza, griterío distante y el hedor de la tierra quemada y la gente que había perecido bajo las llamas.

—¿Qué hemos hecho? —susurré, apesadumbrada. El horror me había dejado paralizada, debajo de Ido.

—Hemos evitado que Sethon matase a todo el mundo y nos hiciese prisioneros. —Me tocó la mejilla empapada de lágrimas con un dedo ensangrentado. El olor ácido, a cobre, era como un eco del hedor a muerte que nos traía el aire—. Tendrías que celebrarlo.

¿Celebrarlo? ¿Cómo podría, cuando no tenía en la cabeza más que las imágenes de todos aquellos soldados cuya energía se había extinguido, en mitad de la colina, en un fugaz instante de crueldad?

—Los hemos matado a todos. Tan deprisa…

Me miró, con el ceño levemente fruncido.

—Eran ellos o nosotros, Eona. Tu poder acaba de salvar a todos tus amigos.

Aunque era cierto, negué con la cabeza, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresar toda la desolación que reinaba en mi espíritu.

—Eres demasiado sensible. —Me acarició la mejilla con una mano vacilante—. Si piensas en ellos como hombres, te hundirás en la desazón. Son nuestros enemigos, eso es todo.

—¿Es eso lo que tú haces?

—No. Lo que yo hago es esto.

Acercó su boca a la mía. Cerré los ojos. Una parte de mí sabía que debía apartarlo y alejarme de él… pero la otra deseaba fervientemente un instante de vida, y no de muerte.

Entonces noté que su cuerpo se agarrotaba y abrí los ojos. La punta de una espada se deslizaba por su mandíbula para obligarlo a levantar la cabeza. Kygo estaba de pie ante nosotros. Bajo las manchas de ceniza y sudor, su rostro estaba rojo de ira.

—Suéltala.

La sorpresa inicial de Ido se transformó en rabia al instante. Se alejó lentamente de mi cuerpo. Kygo lo obligó a punta de espada a ponerse de rodillas.

—¿Estás bien? —me preguntó Kygo, pero su voz sonó como el chasquido de un látigo.

Asentí con la cabeza. Desde algún lugar del pueblo me llegó el llanto desgarrador de un niño, que se elevaba por encima de los otros gritos y lamentos; más cerca, los esporádicos sonidos de acero contra acero resonaban entre el manto silencioso del polvo llevado por el viento.

Kygo apretó el cuello de Ido con la punta de la espada.

—¿Habéis hecho vos esa bola de fuego?

Ido resopló.

—Deberíais estarnos agradecidos —dijo—. La dama Eona y yo hemos salvado a vuestra querida resistencia.

Kygo desvió la mirada hacia mí.

—¿Has hecho tú eso, Eona?

Me acurruqué contra la barca, intimidada por el tono de su voz.

—Os superaban en número. No quería que os hiciesen daño.

Kygo dio un paso atrás y bajó la espada. El Ojo de Dragón se frotó la delgada línea de sangre que había provocado la afilada hoja en su piel.

—Ahora ya tenéis a vuestro ejército de dos, Majestad —dijo con acritud—. Probado y comprobado.

Miré al Ojo de Dragón.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No seas ingenua, Eona. —Ido lanzó una ladina mirada a Kygo—. ¿Crees que me hizo sacar del palacio para gobernar las lluvias y alimentar las cosechas? Estoy aquí porque soy un arma, y tú estás aquí para afilar o desafilar mi espada según su voluntad.

Miré a Kygo.

—Dime que no es cierto.

Kygo se enderezó.

—Tú misma lo dijiste, Eona: nos superaban en número. Siempre lo harán. Juré que nunca querría verte romper la Alianza de Servicio. Lo único que quería era que lo controlases… a él —añadió con un ademán en dirección a Ido—. No le importa lo más mínimo matar a la gente.

Ido soltó una carcajada. Su risa era un sonido agrio y estridente.

—No sois tan diferente de vuestro tío.

Kygo asió con fuerza la empuñadura de su espada.

—¿Cuándo ibas a contarme esto, Kygo? —Mi voz sonaba distante, como si me hallara a muchos pasos de distancia de mí misma.

—Cuando hubiéramos llegado a nuestro último punto de encuentro. Justo antes del ataque final.

Me levanté.

—Bien, pues ahora ya lo sé.

Al otro lado de la barca, los cuerpos de tres soldados yacían sin vida en la arena. Caido estaba recuperando las armas cuando me vio aparecer rodeando la proa de la embarcación.

—Eona —oí que gritaba Kygo a mi espalda—. Iba a pedirte permiso.

Volví la cabeza y lo miré por encima del hombro.

—Muchas gracias por tanta consideración, Majestad.

Me rodeé el pecho con los brazos y me puse a andar con paso firme hacia el pueblo desgarrado por la batalla. Una gran zanja de tierra ennegrecida se abría en la colina, sobre las casas, como una cicatriz larga y profunda.