16

Nuestro objetivo era ganar la costa. El maestro Tozay había designado Sokayo como lugar de encuentro. Un pequeño pueblo donde la resistencia era bien recibida y que disponía de un buen puerto. Estaba al menos a tres noches de dura marcha, incluso sin la complicación añadida de las patrullas de Sethon que recorrían el territorio.

Dos veces en una sola noche habíamos tenido que agazaparnos entre el espeso follaje, rogando a los dioses que las tropas que pasaban a escasa distancia de nosotros, no nos descubriesen. Y en una salida al amanecer para inspeccionar el terreno, Yuso se había encontrado frente a frente con un soldado que buscaba comida. El capitán había hecho una descripción muy lacónica del encuentro, tal como era de esperar; nos enseñó un valioso mapa de la zona y dos conejos muertos, y añadió que nunca nadie iba a encontrar el cuerpo de aquel hombre. Por lo visto, los dioses no sólo escuchaban nuestras plegarias, sino que incluso respondían.

Entre las tensas horas de marcha nocturna y las que robábamos al sueño durante el día, Ido empezó a formarme en el arte de la estaminata: la combinación de movimientos lentos y meditación que ayudaba a compensar la energía perdida durante la comunión con los dragones. Sólo había recibido una clase de estaminata antes del golpe de mano, pero ya entonces había empezado a comprender la transferencia de energía a lo largo de mi cuerpo. Ido decía que el entrenamiento era tan bueno para él como para mí. Para tener posibilidades de contener a las diez bestias huérfanas mientras yo practicaba mis artes de Ojo de Dragón, necesitaba restablecer el equilibrio de energía en su propio cuerpo.

En la segunda sesión, se hizo dolorosamente obvio que el equilibrio era la esencia de la estaminata.

—Estira más la palma de la mano —ordenó Ido, junto a mí.

Estábamos casi solos, si es que la presencia de dos centinelas silenciosos a unos veinte pasos de distancia permitía llamar a aquello soledad, y el calor de la mañana todavía no era agresivo. Aun así, mientras estiraba la mano izquierda sentí una gota de sudor resbalando por el cogote. Había estado manteniendo la posición de inicio durante más de una hora; se trataba de una postura decepcionantemente fácil, en la que debía mantener las palmas de las manos hacia delante, como empujando, las rodillas ligeramente dobladas y los pies, descalzos, firmemente apoyados en el suelo. Ahora, las piernas y los brazos me temblaban, agarrotadas. Ido se mantenía en idéntica posición. Con el rabillo del ojo, vi que estaba sudando tanto como yo, y que su torso desnudo brillaba por el esfuerzo, aunque me pareció que no le temblaban los músculos de los brazos. Dos días de raciones de viaje y descanso a trompicones habían bastado para poner remedio a la debilidad de su cuerpo.

—Mantén la vista al frente y respira. Deja que tu mente recorra los senderos interiores —dijo Ido—. Y mantén completamente planas las palmas de las manos.

Concentré la mirada una vez más en el jazmín que teníamos enfrente, a pocos metros de distancia, e intenté volver la mente hacia el interior. No podía pensar en nada que no fuese el intenso perfume del jazmín en mi garganta, y el picor de las gotas de sudor en mi espalda. Y el fuego que ascendía por mis pantorrillas.

Y la fuerte presión de los labios de Kygo en mi mano.

Perdí el equilibrio. El mundo a mi alrededor pareció tambalearse y me hizo saltar torpemente hacia atrás. Ido también perdió la posición, pero lo hizo con tanta elegancia como la que mostraba al mantenerla.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, mientras se pasaba las manos por los cabellos cortos, empapados de sudor.

—He perdido la concentración.

—Eso está claro. Quiero decir qué obstáculo ha puesto tu mente en mitad del camino.

Aparté de mí la imagen de Kygo.

—El sudor y el dolor muscular.

—Al menos, tienes la mente concentrada en lo que haces. —Se arremangó la túnica. Miré hacia otro lado mientras se secaba el pecho—. Pronto acabaremos. Ambos necesitamos descansar.

Suspiré aliviada. Habíamos empezado el entrenamiento en cuanto Yuso hubo declarado el alto. Todos dormían o bien montaban sus turnos de guardia.

Ido dejó caer la túnica al suelo.

—Dame las manos.

Levantó las suyas. Seguía luciendo las marcas de las cuerdas en las muñecas.

Yo nunca había tocado a Ido, excepto en las dos ocasiones en que lo había curado. Él, en cambio, sí me había tocado a mí. Y lo había hecho por la fuerza.

Se dio cuenta de mi vacilación.

—Si hago algo que no te gusta, siempre me puedes aplastar otra vez contra el suelo.

Cierto. Me sequé las manos con la parte superior del vestido y se las tendí, con el dorso hacia arriba. Él las puso del revés y me acarició las palmas con los pulgares, muy suavemente.

—¿Sientes esa parte blanda debajo del hueso?

Asentí con la cabeza.

—Es una puerta para la energía. —Miró hacia abajo, más allá del dobladillo de la falda, anudado a la altura de las pantorrillas—. Hay una más en cada pie, en la parte blanda bajo el metatarso. Así pues, son cuatro entradas por las que el cuerpo puede atraer hua de la tierra y de todo cuanto la rodea. La quinta es la coronilla.

—¿La sede del espíritu? —pregunté, mirándolo a los ojos—. Donde vos tenéis el agujero negro.

—No, más arriba —dijo.

Me soltó la mano de la luna y presionó su abdomen con la palma de su mano libre. Bajo sus dedos, los músculos entrelazados en vertical a cada lado del meridiano central parecían excavados en relieve.

—Las cuatro entradas se unen detrás del ombligo. Es el centro del equilibrio y el punto focal de la hua. Se llama el Eje.

Seguía sosteniendo mi otra mano.

—¿El Eje?

—Donde empieza el equilibrio: el equilibrio físico, el mental y el espiritual.

Llevó mi mano hacia mi propio vientre y la puso justo encima del Eje. El fino tejido del vestido se pegó a mi piel húmeda.

—Ahí detrás —dijo—. Ése es el lugar al que la hua debe ser atraída. ¿Lo sientes?

—Sí.

Sin embargo, lo único que sentía era su mano cálida sobre la mía.

—Respira —dijo—. Centra tu conciencia en ese punto.

Clavé la vista en los jazmines, por encima de su hombro, pero sentía mi cuerpo como un único latido atronador resonando a través de nuestras manos. Aspiré aire y, al mismo tiempo, el olor de las horas de ejercicio y control de su cuerpo. La naturaleza masculina y poderosa de aquel olor se mezclaba con el perfume de las flores de jazmín. Miré hacia arriba, parpadeando, y vi su labio cortado y las aletas abiertas de su nariz. El color castaño pálido de sus iris estaba casi completamente cubierto por el negro de las pupilas dilatadas.

—Bien —dijo, secamente—. Mientras exhalas, mantén la hua en el Eje.

Saqué el aire y sentí nuestras manos moviéndose al unísono. Se inclinó más hacia mí y acercó su rostro al mío.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto, Eona?

—¿Hacer qué?

Se relamió los labios.

—Me estás forzando.

—No, no lo estoy haciendo —dije.

—Sí lo haces.

Acercó mi mano a su pecho. A través de la curva de su húmedo pectoral, pude sentir en mi palma como se aceleraba el latido de su corazón. Tragué saliva. Se me había secado la boca de repente. Su ritmo cardíaco estaba en mi propia sangre. Sí, lo estaba forzando, pero de un modo distinto. Era una llamada, más que una coerción.

—Lo siento. —Intenté liberar mi mano, pero él la mantuvo firmemente apretada contra su pecho.

—No me estoy quejando.

Agité la cabeza. Aquello no iba bien. Era atracción oscura. Era peor aún que hacerle daño. Sin embargo, me atraía hacia él con la misma intensidad que él hacia mí. Solté la mano de un tirón y me eché hacia atrás, rompiendo el tenue vínculo.

Ido respiró larga e irregularmente.

—Eso era algún tipo de gan hua, ¿no es cierto? —dije. Se tocó el pecho.

—Eso parece.

—No sé cómo controlarla. —Lo agarré por el brazo—. Tenéis que enseñarme.

Miró mi mano, que lo asía con tanta desesperación.

—No tengas miedo de tu poder, Eona. Es un don.

—No me parece un don —dije—. Me parece algo fuera de control.

—Claro que está fuera de control —confirmó. La gan hua es caos.

—Pero es peligrosa —repliqué—. Durante mis entrenamientos como candidato…

—Eso son tonterías imbuidas por timoratos —dijo, con un ademán de desprecio—. Podemos destilar hua para convertirla tanto en gan como en lin, el caos o el orden, y ninguna de las dos fuerzas es intrínsecamente buena o mala. ¡Simplemente es! El Consejo de los Ojos de Dragón estaba lleno de idiotas. —Movió la cabeza en señal de contrariedad—. Nunca entendieron el extraordinario poder que emana del caos. Pero tú sí lo entiendes. Usas la gan hua de un modo que yo nunca creí posible. ¡Ojalá poseyera tu habilidad!

—Pero vos usasteis gan hua para penetrar en vuestro dragón.

Se frotó los labios con la mano.

—Fue un intento muy desmañado, comparado con lo que tú eres capaz de hacer. Y sólo lo empleé como último recurso.

—Pero, ¿cómo lo hicisteis? ¿Cómo la controlasteis?

—El dolor es energía. La transferí a mi dragón y empleé gan hua para mantenerme a salvo dentro de la bestia, lejos de lo que le estaba pasando a mi cuerpo físico.

A pesar del calor del nuevo día, sentí un escalofrío recorriendo mi piel sudorosa.

—¿Es ésa la razón por la que vuestro dragón padecía aquella agonía?

—Ya he dicho que fue un último recurso. —Endureció la voz—. Y, como has podido ver —se tocó entonces la coronilla—, no sólo el dragón resultó dañado. Estuve ahí demasiado tiempo y extraje demasiado poder de mi dragón sin darle el necesario retorno.

—Yo nunca infligiría tanto daño a mi dragona —dije.

—Sin embargo, lo has hecho con Ryko —replicó—. Es muy fácil decir «nunca», Eona, pero tú ya has cruzado una línea, y ni siquiera te diste cuenta de ello cuando te dejabas llevar por el deseo de obtener lo que querías.

Lo miré con rabia.

—No tenéis ni idea de qué es lo que quiero.

—Pues dímelo tú.

—Quiero dominar la gan hua. Cuanto antes.

—¿A pesar de todos tus temores, sigues queriendo más poder? —sonrió—. Eres una verdadera reina.

—No, no lo entendéis —dije, retorciéndome las manos. Necesito dominar la gan hua porque los dragones no son inmortales. Su poder, al menos, puede llegar a su fin.

Se quedó mudo de asombro por unos instantes.

—¿Qué te hace decir eso?

—Hay un augurio en el libro rojo. Una predicción. Dice que cuando la Dragona Espejo se alce, será un signo del fin de los dragones.

—¿Qué? —Me agarró del brazo—. Enséñamelo. ¡Ahora mismo!

—Sé de memoria todas y cada una de las palabras. —Me di unos golpecitos con el índice en la cabeza; lo tenía grabado con fuego en la mente. Lentamente, recité:

Ella, la Ojo de Dragón, restaurará y defenderá

Cuando la fuerza oscura sea dominada por la hua de Todos los Hombres.

—Repite la última línea —me pidió Ido.

Lo hice.

—La dama Dela y yo creemos que «la fuerza oscura» es la gan hua —añadí.

—Efectivamente, así es como la llamaban nuestros antepasados. —Ido recorría con la mirada el espacio a nuestro alrededor. Todo su cuerpo estaba en tensión.

—Pero no sabemos qué es la «hua de Todos los Hombres».

—Yo sí sé lo que significa —dijo.

—¿Qué?

Se arrimó a mí hasta que pudo hablarme directamente al oído.

—La hua de Todos los Hombres es el nombre antiguo para la Perla Imperial.

Sentí que se me doblaban las piernas. Sus palabras se combinaron para formar en mi mente una espantosa imagen de lo inevitable: la perla, el símbolo de la soberanía del emperador, era el modo de salvar a los dragones.

Negué con la cabeza.

—No. No puede ser.

Ido me sujetó del brazo para que no me cayera.

—He visto la frase en antiguos pergaminos.

¿Había sido ésa la razón por la que Kinra había intentado robar la perla al emperador Dao? ¿Para salvar a los dragones? En pocos segundos, el horror se manifestó en toda su magnitud. Si aquella había sido la razón de lo que se interpretaba como traición por parte de Kinra, la razón por la que había arriesgado su vida y había atacado al rey, eso significaba que el único modo de salvar a los dragones era arrancar la gema del cuello del emperador. Del cuello de Kygo. Y eso lo mataría.

Miré a Ido.

—¡Mentís!

—Es la verdad, Eona. —Su rostro quedaba a menos de un palmo del mío—. En los antiguos registros que sobrevivieron, un Ojo de Dragón podía controlar una provincia entera por sí solo. Ahora hacen falta todos los dragones combinados al mismo nivel de energía. El poder de los dragones está menguando realmente y, según tu augurio, la Perla Imperial es el modo de salvarlo.

No. No podía ser cierto… y, sin embargo, yo había sentido como Kinra buscaba la Perla. Yo misma había estado a punto de arrancársela de la garganta dos veces mientras él era incapaz de dominar sus actos. Cinco siglos antes, mi antepasada y el Señor Somo habían intentado robar la perla al emperador Dao. ¿Estaba yo embarcada en el mismo viaje, con Ido y Kygo?

Dela lo había dejado claro: no era una coincidencia.

Me liberé del agarrón de Ido.

—No os creo —mascullé—. Es otro de vuestros juegos enfermizos.

Ido rio con aspereza.

—Esto no es ningún juego, Eona. No estoy mintiendo. Así es como se llamaba la Perla Imperial.

—Demostradlo.

—Todas las pruebas se hallan encerradas en mi biblioteca. Pero lo juro; lo he leído en algunos de los rollos de pergamino más antiguos.

Me tapé la boca con la mano. Crecía en mí un grito que tenía quinientos años de antigüedad. Debía hallar el modo de demostrar que Ido se equivocaba.

Él inspiró profundamente.

—¿Conoce el Emperador la existencia del augurio?

—Sí.

—Entonces, si valoras tu vida, más vale que no le digas nada de esto —susurró.

El miedo en su voz, teñida de sinceridad, me hizo girar la cabeza a un lado.

—Decís que la prueba se halla en los antiguos pergaminos.

—Así es.

—¿En el libro negro?

Su silencio contenía la respuesta.

Volví a mirarlo.

—Traédmelo.

—No —dio un paso atrás—. Aún no. Es la única salvaguarda para mi vida. Y Dillon todavía es más peligroso ahora. Lo traeré, a él y al libro, cuando controles mejor tu poder. Entonces podremos someterlo juntos.

—¡Traedlo ahora!

—No. Demasiado pronto.

—¡Ahora mismo, digo!

—¡No!

Se afianzó en el suelo; sabía lo que vendría después.

La furia atronadora de mi hua penetró con fuerza en sus senderos, como una ola que lo arrasaba todo, y atrajo el latido de su corazón hacia el mío. Dio varios pasos atrás, tambaleándose, y luego bajó la cabeza y apretó los dientes. Sentí que algo se iba reuniendo en su interior: una súbita resistencia que se elevaba como una pared de piedra. La colisión de nuestras hua levantó un dique que detuvo mi poder con la fuerza de un golpe físico. Jadeé. La potencia con que asía su voluntad se debilitó.

—Eona, es demasiado pronto para traer el libro. No somos lo bastante fuertes —dijo, jadeando él también. Le goteaba sangre por la nariz. Había logrado contenerme, pero eso le pasaba factura.

Lancé mi hua de nuevo contra su barricada de poder. El golpe provocó una ola de retorno que me hizo retroceder, mientras él caía de rodillas. Luego lo intenté con un nuevo ataque que le hizo gemir de dolor, pero no pude penetrar en el muro. Reuní todas las fuerzas que me quedaban, alimentadas por el miedo y la rabia, y lancé un duro golpe, otro más. La presión le hizo encorvar la espalda, pero consiguió poner las palmas de las manos en el suelo y detener la caída. La tensión se marcaba en los tendones de sus brazos. El bloqueo seguía manteniéndose firme. Miró hacia arriba. Sus ojos contenían un leve destello plateado.

—Ya ves que no es tan fácil esta vez —dijo—. Ya puedo resistir.

Ido había encontrado un modo de contener mi fuerza. Ya no estaba hambriento, y tampoco lo podía pillar por sorpresa. Además, yo no podía alcanzar la hua de Ryko para acrecentar mi poder; sentía la presencia del isleño, pero estaba demasiado lejos.

Y la última vez, casi lo había matado.

Miré a Ido a la cara. Su sonrisa burlona me trajo un aluvión de recuerdos. Había visto aquella misma expresión mientras me ponía al cuello el filo de su brújula de Ojo de Dragón y presionaba mi carne con él. Y cuando me había golpeado, después del Monzón Rey. También la había visto cuando había atravesado la mano de Ryko con su espada, y aquel era el recuerdo más punzante de todos.

Una oscura intuición se abrió paso con presteza a través de mí: había otra ruta para dominar su voluntad. Una con la que me había tropezado pocos minutos antes. Una llamada de la sangre que le había atraído hacia mí. Pero que también me había atraído a mí hacia él. Una peligrosa arma de doble filo hecha de placer y dolor. Aún no la comprendía del todo, pero sabía de algún modo que lograría derrotarlo con ella, y dejarlo a mi merced.

¿De verdad deseaba poseer aquel tipo de poder sobre Ido? En cualquier caso, él ya estaba empujando mi hua, buscando un modo de que se volviera contra mí.

No había elección. Con un sollozo, lancé mi furia a través de los senderos del deseo que habían nacido poco antes. Ido ahogó un grito al sentir que mi poder cruzaba sus defensas y borraba de sus ojos el matiz plateado. El impacto lo hizo caer de bruces. Su grito interior vibró a través de mi hua, como una resaca llena de placer doloroso.

Su voluntad estaba a mi merced: sólo tenía que tomarla. Y lo hice, fusionando su latido ensordecedor con el mío.

—¡Eona!

Se le quebró la voz; en parte era una súplica, y en parte un aviso.

Le obligué a levantar la cabeza. Tenía la mirada oscura y perdida.

—Llama a Dillon —dije.

Dio la orden al Dragón Rata, y su voz me rozó como una mano que se introdujera a través de mi piel. El poder se expandió, buscó y encontró su objetivo. Sentí cómo Dillon respondía, rebosante de odio. Luego sentí cómo el dragón clavaba en Dillon las garras, afiladas como los garfios del arma de un soldado, y de ese modo arrastraba al chico hacia su maestro y hacia mí. Dillon y el libro negro estaban en camino.

Entonces, el poder se revolvió, y su borde afilado provocó un estremecimiento de placer en todo mi cuerpo.

Solté bruscamente la voluntad de Ido. Su cabeza se desplomó. El ronco sonido de su respiración rompió el aterrador silencio. Todos los pájaros y todos los insectos a nuestro alrededor habían callado, como si quisieran recalcar algún acontecimiento irrevocable.

Ido levantó lentamente la cabeza, mientras yo daba media vuelta sobre mis talones, incapaz de mirarlo a los ojos. Me alejé hacia el jazmín. Sus flores blancas colgaban pesadamente en el aire cálido. El perfume empalagoso se me había clavado en la garganta. Aún sentía la presencia de Ido en mi hua.

—Adictivo, ¿verdad, Eona?

Sabía que debía hacer caso omiso de su voz. Que debía seguir andando. Sin embargo, me detuve y lo miré por encima del hombro. Estaba de rodillas, intentando contener con el dorso de la mano el flujo de sangre que brotaba de su nariz.

—¿Qué es adictivo? —pregunté.

El sonido de su voz al responder fue como una caricia.

—Obtener lo que deseas.

Me abrí camino entre los matorrales hacia el campamento, con la mente atrapada en un remolino de horror: la perla, Kygo, Kinra, Ido y yo misma, todos girando una y otra vez alrededor del augurio del libro rojo. Apartaba las ramas violentamente y sentía el latigazo contra mi piel cuando volvían a su posición. ¿Me estaba diciendo Ido la verdad? Un pájaro salió volando precipitadamente al sentir que me aproximaba, y emitió un sonido de alarma. ¡No! Tenía que creer que estaba mintiendo. La alternativa era demasiado terrible. Mascullaba para mis adentros, mientras caminaba.

—Eona, ¿estás bien?

Kygo estaba allí, de pie, delante de mí, con la espada desenvainada; una imagen borrosa, alta, más allá de mis lágrimas. Me eché hacia atrás y perdí el equilibrio. Él me cogió del brazo con la mano libre y me ayudó a enderezarme. Caido y Vida aparecieron detrás, entre la maleza, con las espadas a punto.

—¿Qué ocurre? —dijo Kygo—. ¿Qué te ha hecho Ido? Ryko ha notado cómo lo forzabas.

Mis ojos se quedaron clavados en la perla. «La hua de Todos los Hombres».

—Nada —dije, mientras liberaba mi brazo con un estirón—. Sólo estábamos entrenando.

Kygo bajó la espada y se volvió hacia Vida y Caido. La perla resplandeció al sol con una explosión de colores.

—Falsa alarma —dijo.

Caido comprobó los matorrales a nuestro alrededor.

—Os escoltaremos a vos y a la dama Eona de regreso, Majestad.

—No. —Kygo les hizo ademán de que se fueran—. Estamos a pocos pasos.

Se inclinaron ante él y se marcharon a través de la espesura, dejando tras de sí el rastro oloroso de la tierra pisada y el ruido de los brotes que se rompían a su paso. Kygo envainó la espada.

—¿Estás segura de que todo va bien?

Me miró los pies manchados de barro. Yo, por mi parte, tenía que alejar la mirada del reluciente poder que habitaba en su garganta. ¿Había intentado Kinra robar la perla con el fin de salvar a los dragones? Eso significaría que las bestias ya estaban perdiendo poder en aquella época. Yo era tan nueva para la Dragona Espejo que ni siquiera podía saber si su poder estaba debilitado. El pensamiento de que ella pudiera estar decayendo me produjo un dolor punzante en el espíritu.

Me llevé la mano a la frente.

—Lamento haberos importunado, Majestad.

La perla estaba demasiado cerca de mí. Él estaba demasiado cerca de mí. ¿Y si Ido tenía razón?

—De todos modos, quería hablar contigo —dijo—. A solas.

Levanté la cabeza y obligué a mis ojos a dejar de lado aquella perla brillante y reposar en la curva sensual de su boca. El recuerdo de sus labios contra los míos vibraba en mi interior. Di un paso atrás.

—Os ruego que me disculpéis, Majestad, pero estoy muy cansada.

—No llevará mucho rato. —Se aclaró la garganta, y el movimiento de tragar atrajo mi mirada de nuevo hacia la joya—. He estado reflexionando y he comprendido que te ofendí con mi franqueza sobre tu poder —dijo—. No estoy acostumbrado… —hizo una pausa y se frotó la barbilla—. Quiero decir, aparte de mi padre, nunca se me ha pedido que tenga en cuenta la opinión de nadie. Y nunca había tenido que… —se pasó la punta del índice por el borde de la perla— perseguir a una mujer.

¿Se estaba disculpando el Emperador ante mí?

Inspiró profundamente.

—No puedo retirar mis palabras, ambos sabemos que son la verdad, pero lamento que hirieran tus sentimientos. —Extendió el brazo y me cogió la mano—. Y, cuando las dije, no tuve en cuenta la importancia que debo darle a tu posición como naiso. Eona, tú eres la luna que da equilibrio a mi sol.

Me quedé muda por unos segundos. ¿Su equilibrio? La confianza que depositaba en mí mediante aquellas palabras me provocó una punzada en el corazón. Yo quería darle equilibrio, pero era más probable que le diese muerte.

—Es un gran honor para mí, Majestad —balbucí.

—Kygo —corrigió él, dulcemente—. Siento haberte hecho daño, Eona.

Su sinceridad era como un cuchillo abriéndome en dos. Estreché su mano y noté una resistencia de metal contra mi piel; se había vuelto a poner el anillo de sangre. Mejor así. Necesitaba aquella protección.

—Sabes que nunca te haría daño, Kygo.

—Lo sé. —Ladeó la cabeza y contuvo una sonrisa—. De hecho, ya me has dado un puñetazo en el cuello y has intentado clavarme una espada, pero sé que nunca me harás daño.

Cerré los ojos, pero no pude reprimir las lágrimas. Él no era consciente de la verdad que encerraba su chanza: en la taberna, había podido controlar a duras penas el deseo asesino de Kinra de hacerse con la perla. Y eso había ocurrido incluso antes de que la locura del libro negro llegase hasta mí.

—Eona, estoy bromeando —dijo, mientras detenía el recorrido de mis lágrimas con sus dedos.

Dejé que mi mejilla húmeda reposara en la palma de su mano, y de ese modo evité ver la perla. Evité ver la verdad. Sin embargo, sabía que Ido tenía razón. La perla era la herramienta para salvar a los dragones. Para salvar nuestro poder. En el instante mismo en que él lo decía, y en el instante mismo en que yo lo negaba, había sabido que era cierto. Como la pieza de un rompecabezas que, al encajar en su lugar, daba forma a un dibujo lleno de dolor.

Aspiré aire entrecortadamente. Al fin y al cabo, Kinra no había sido una traidora ávida de poder, sino que había intentado salvar a los dragones. Mi sangre no estaba teñida de traición. Aun así, ello no impedía que Kinra continuase intentando hacerse con la perla a través de mí, su descendiente Ojo de Dragón, y poniendo en peligro la vida de Kygo. Tenía que negarme a ser una marioneta en manos de mi antepasada o de los dioses, o de quien fuera que llevase las riendas de aquel tenebroso juego. No abandonaría sin luchar. Tenía que haber otro modo de salvar a los dragones. Otro modo de dominar la gan hua. Sólo se me ocurría un lugar donde hallarlo: el libro negro.

Abrí los ojos.

—Lo sé —dije, aunque ya volvía a tener la vista clavada en la perla.

El poder de su atracción anidaba siempre en mi mente. Ahora sabía por qué. Kinra. En mi mano estaba proteger a Kygo y la joya hasta que Dillon devolviera el libro negro. Hasta que yo pudiese hallar el modo de salvar a los dragones sin la hua de Todos los Hombres.

Tenía que proteger a Kygo de Kinra. Y tenía que protegerlo de mí misma.

Besé suavemente la palma de su mano, la tierna puerta de la energía, y dejé que su tacto y su olor impregnaran mi espíritu. Luego, me obligué a sonreír y me alejé. Me alejé del sol que daba equilibrio a mi luna.

La primera persona a quien vi al regresar a nuestro campamento siguiendo a Kygo, fue Ryko. Aparte de los centinelas apostados en círculo, el isleño era el único que estaba de pie. Todos los demás se preparaban para dormir o estaban en cuclillas, comiendo, ávidos de alimento y descanso. En contraste, Ryko se balanceaba sin cesar, con toda la atención puesta en Ido, al otro lado del claro cubierto de matorrales bajos. Habían escoltado al Ojo de Dragón desde el lugar en el que habíamos estado entrenando, y uno de los guardias, Jun el arquero, lo estaba maniatando otra vez. Los demás susurraron saludos de bienvenida al vernos llegar, y entonces Ido me miró desde la distancia, pero yo volví la cabeza hacia el otro lado. No quería ver la expresión de su rostro.

Me incliné ante Kygo y me dirigí hacia la dama Dela. Estaba sentada, con la espalda apoyada en un saco de provisiones, y comía ciruela seca. La fatiga era como un pesado manto sobre sus hombros.

—Tengo que pedirte un favor —dije.

Se limpió los labios con dos dedos, delicadamente.

—Lo que sea, mientras no tenga que levantarme.

Me arrimé a ella y bajé la voz hasta convertirla en poco más que el sonido de mi aliento.

—Necesito que encuentres en el manuscrito la razón por la que ejecutaron a Kinra.

Dela arrugó la frente con extrañeza.

—Ya sabemos por qué —susurró, mientras tocaba con el dedo el libro que llevaba sujeto al antebrazo—. Por traición.

Yo no le había dicho a Dela que, a mi parecer, Kinra había intentado robar la Perla Imperial. Si eso estaba en el libro rojo, acabaría por descubrirlo ella misma; y si no, entonces no tenía por qué saberlo. No todavía, al menos. Aunque yo sentía un impulso casi irresistible de contarle cuál era el significado de «la hua de Todos los Hombres». Para compartir con ella el horror. Pero ella se lo diría a Kygo, con toda seguridad, y él tendría que proteger la perla.

Un pensamiento terrible asaltó mi mente, como si alguien me hubiera quitado una venda de delante de los ojos: el emperador Dao había mandado ejecutar a Kinra para proteger la perla. Amor contra poder, y el poder había vencido.

Necesitaba más tiempo para dominar la gan hua. Más tiempo para encontrar otro modo de salvar a los dragones. Y luego le contaría a Kygo toda la verdad.

—Sí, sabemos que fue por traición —dije con voz queda, pero necesito saber qué hizo exactamente, y por qué.

Sobre todo, por qué. Necesitaba una prueba.

Dela asintió con la cabeza.

—Lo buscaré. No había detalles en la nota al final de libro, pero tal vez lo encuentre en las partes que están en código. —Empezó a desenrollar la ristra de perlas, luego se detuvo—. He podido desentrañar otro pedazo de información. Al principio de nuestra alianza con los dragones, cada año había dos dragones ascendentes, y no uno: el dragón macho que se encontraba en su año ascendente del ciclo y la Dragona Espejo. Ella siempre estaba en ascendente, ya fuera acompañada de un dragón macho o por su cuenta cuando era el año del Dragón… hasta que desapareció tras la muerte de Kinra.

Una nueva pieza del rompecabezas, pero ¿dónde encajaba?

—Si ella siempre era ascendente, ¿significa eso que el poder de los dragones menguó hasta la mitad a partir de su desaparición? —elucubré—. ¿Es ése uno de los motivos por los que deben ser salvados los dragones?

Dela negó con la cabeza.

—No lo sé —dijo, cansada—. Me limito a descifrar los caracteres.

—Te estoy muy agradecida por este trabajo tan duro —dije, y le estreché el brazo en señal de gratitud.

Mientras me retiraba, me cogió la mano.

—Estás enfadada y Ryko también. ¿Ha ocurrido algo?

Apreté sus dedos con fuerza.

—Todo va bien.

Me dispuse a alejarme, pero Ryko me detuvo.

—Dama Eona, ¿puedo hablar con vos?

Estaba completamente segura de que no me gustaría lo que iba a decir, pero permití que me condujera lejos de Dela. Me llevó hasta el límite del campamento, a prudente distancia de dos de los centinelas.

—¿Qué ha sido eso? —me preguntó. Su habitual expresión impasible había desaparecido.

—¿Qué?

Se inclinó hacia delante.

—No me tratéis como si fuera idiota. Sé lo que significa sentirse forzado por vos. Ya me lo habéis hecho varias veces. De modo que sé perfectamente que habéis forzado la voluntad de Ido hace poco rato, de un modo que… —apretó los puños con fuerza—, Eona, ¿qué diablos habéis hecho?

Sentí enrojecer mis mejillas.

—Hice lo que debía —dije, bajando la voz—. El Señor Ido encontró un modo de bloquear mi fuerza, y yo encontré otro modo de llegar a su voluntad. No hay ninguna diferencia.

—¿No hay diferencia, decís? —Sostuvo mi mirada, con sus ojos alargados, propios de los isleños—. ¿De verdad lo creéis? Debéis saber que jugáis con fuego. Ya oísteis a Momo.

—¿Preferirías que no tuviese poder sobre él?

Levantó la barbilla. Era terco como una mula.

—Preferiría que estuviese muerto.

Lo miré con furia en los ojos.

Cedió a regañadientes, ladeando la cabeza.

—Id con cuidado. Dela está muy preocupada por vos.

—Y también lo está por ti. —Ryko me miró con fiereza, como si quisiera advertirme de que no entrase en detalles, pero en aquel momento yo no estaba de humor para añadir sufrimientos innecesarios—. Te equivocas si crees que le importan el rango y las riquezas.

—Ya sé que no le importan.

—Entonces, ¿es porque físicamente es un hombre?

Se echó a reír.

—Me crié entre parejas más extrañas todavía. Ésa no es la razón.

Me crucé de brazos.

—Entonces, ¿cuál es?

Se balanceó sobre los pies y, por un momento, pensé que se marcharía.

—Yo no debería estar vivo —dijo, finalmente—. Shola permitió que me arrancaseis de la muerte. ¿Acaso creéis que lo hizo por compasión?

Tragué saliva con dificultad. Recordé la aldea de pescadores. Era cierto: él ya había recorrido el sendero de sus antepasados.

—Estoy aquí por alguna razón —dijo, con determinación en el tono de voz—. No sé cual es, pero dudo que sea para hallar mi propia felicidad. Estoy marcado por Shola, y ella me reclamará cuando haya representado mi papel en este juego de los dioses. No tengo derecho a arrastrar a Dela cerca de mí ni a hacer planes. No sería honorable.

—Estás aquí porque yo te curé, Ryko. Mi poder te rescató de la muerte. Si hay alguien que tiene voz en tu vida, soy yo. —Me golpeé el pecho con el pulgar. Y digo que debes ser feliz mientras puedas.

Al menos, que uno de los dos pudiera serlo.

—¿Os habéis vuelto tan poderosa que creéis ser una diosa? —preguntó.

—¡No! Sabes muy bien que no es eso lo que quiero decir.

—Tal vez tengáis poder sobre mi voluntad, dama Eona, pero no lo tenéis sobre mi honor. Es todo lo que me queda. Es todo cuanto puedo dar a Dela. —Hizo una torpe reverencia. Con vuestro permiso.

Giró sobre sus talones, sin esperar, y se marchó.

Observé el pálido rostro de Dela mientras seguía con la mirada su paso apresurado a través del campamento. ¡Cuánta infelicidad en nombre del deber y del honor!

En el pueblo de Sokayo había unos baños.

Era una nimiedad, y un sinsentido entusiasmarse por ello, pero lo que había contado Caido de regreso tras haber inspeccionado el pueblo, me levantaba el ánimo. Estaba a menos de una hora de camino a pie. Nos habíamos refugiado temporalmente en el fondo de un barranco, junto a un pequeño curso de agua. Aunque era media mañana, Kygo había decidido recorrer con cautela el trecho que nos separaba del lugar. Habíamos formado un círculo que escuchaba con atención las noticias de Caido. Al otro lado de donde me hallaba yo, Vida sonreía, aunque probablemente aquella sonrisa no era debida a la expectativa de un baño caliente; pronto se reuniría de nuevo con su padre.

Y con el maestro Tozay vendría mi madre.

Mientras Caido continuaba con sus explicaciones, me froté el polvo y el sudor que llevaba incrustados en la piel de los brazos, y vi cómo se formaban bolitas de mugre. El arroyo, poco profundo, nos había proporcionado bebida y la oportunidad de refrescarnos un poco, pero sólo una larga inmersión podría dar cuenta del resultado de tres días de marcha y duro entrenamiento. Tenía la esperanza de que la casa de baños dispusiera de algún tipo de jabón o arena limpiadora. No quería parecer una piojosa.

—Se entiende perfectamente que el maestro Tozay eligiera este puerto. Es profundo y está bien resguardado —dijo Caido—. Ahora bien, el pueblo presenta algunos problemas en cuanto a la estrategia; está en una ensenada estrecha entre acantilados, y las rutas de acceso son muy limitadas.

Junto a mí, Kygo hizo un gesto con la mano para espantar un pequeño enjambre de moscas persistentes.

—¿Cómo evalúas el riesgo? —preguntó a Yuso.

El capitán negó con la cabeza.

—Yo diría que es bajo. Los habitantes son favorables a la resistencia, ¿no es cierto? —Caido asintió—. En ese caso, deberíamos poder controlar la situación.

—Mi padre ha recorrido durante años toda la línea costera. Conoce sus puertos tan bien como a sus propios hijos —añadió Vida—. Habrá escogido éste por ser el mejor para aprovechar las mareas.

Kygo se dirigió a mí.

—¿Y el ciclón?

Eché un vistazo al cielo, que presentaba un extraño aspecto. Las nubes que lo cubrían estaban muy altas, pero iban cargadas de tormenta, y de vez en cuando se veía el resplandor de un relámpago. Un viento caluroso procedente del interior había traído los enjambres de moscas que nos rodeaban.

—Quedan dos días —dije.

Más allá del círculo, vi que Ido asentía con la cabeza en señal de conformidad. No habíamos vuelto a hablar desde que yo lo había forzado para que llamase a Dillon. Dela me había dicho que el Ojo de Dragón me seguía por todas partes con la mirada, pero hasta aquel momento había conseguido evitar cruzarme con sus ojos. La intimidad que había provocado aquel nuevo tipo de coerción seguía presente en mi sangre. Sin duda, también persistía en su interior.

—¿El Señor Ido no puede detener el desarrollo de este ciclón? —me preguntó Kygo. Se negaba a conceder comunicación directa al Ojo de Dragón.

Ido se inclinó hacia delante.

—No, el Señor Ido no puede hacerlo por su cuenta —dijo, con una nota de acritud en la voz.

Kygo movió la cabeza hacia el lado opuesto, para evitarle, y esperó mi respuesta.

—No —dije abruptamente.

Me parecía una estupidez tener que repetir lo que todos ya habían oído, pero me agarraba a las causas menores de irritación para alejar el intenso dolor que me producía mirar a Kygo. Distraído por la dureza de tener que marchar tan rápidamente y a escondidas, no se había dado cuenta todavía de la distancia prudencial que yo estaba manteniendo con él.

—Si todo va como está planeado y embarcamos al atardecer, mi padre debería poder alejarse lo suficiente del paso del ciclón —aventuró Vida.

—Adelante, entonces —dijo Kygo—. No debemos perder el barco.

Antes de llegar al pueblo, un vigía con la vista muy aguda salió a nuestro encuentro. Hizo una reverencia que parecía una disculpa y nos dijo que tenía órdenes de llevarnos a lo largo del acantilado hasta la casa de Rito el Viejo. Seguimos al joven en fila india por un sendero más apto para cabras que para personas, y entonces, entre la maleza, vimos la cala, más abajo: una playa en forma de media luna, moteada por unas pocas barcas sobre la arena blanca y algunas redes puestas a secar. Me detuve, sorprendida por la imagen de otra playa de arena blanca y de una mujer que me tendía la mano. Mi madre. Su imagen era casi diáfana en mi mente, pero pronto la abandonó, dejando tras de sí únicamente el eco de una emoción… hasta que también ésta se difuminó. Afectada todavía por la suave caricia del recuerdo, avivé el paso para acortar la distancia que me separaba de Dela, mientras intentaba quitarme de encima una mosca pegajosa.

La casa de Rito el Viejo se hallaba en una ladera con vistas a la cala. La pequeña edificación de madera estaba tan ajada por el viento, la lluvia y la sal, que parecía hecha con el mismo material que el mar gris que había allí abajo. Una vez dentro, el mobiliario de su única habitación lucía tan maltrecho como el exterior, pero el aire estaba cargado de un olor a pescado cocido con especias que me hizo la boca agua, y las escasas pertenencias de los moradores estaban ordenadas con placentera pulcritud. Mientras nos apretujábamos en el interior abarrotado, tres hombres de avanzada edad se inclinaron en profundas reverencias sobre las deterioradas esteras de paja: los ancianos de Sokayo.

—Podéis levantaros —dijo Kygo.

Los tres se sentaron rígidamente sobre sus talones. Tenían la piel desgastada de los habitantes de la costa y las manos nudosas propias de quien ha pasado la vida entera recogiendo redes de pesca. El hombre arrodillado en el centro, Rito, el portavoz, tenía una terrible cicatriz que le recorría las mejillas y la nariz. «Un encuentro con una raya, en el mar», nos había contado, por consideración, el joven guía antes de que entráramos en la casa. Aun estando avisados, se hacía difícil no quedarse contemplando aquel pliegue de la piel que le había destrozado la cara.

—¿Eres Rito el Viejo? —preguntó Kygo. El anciano asintió con la cabeza. Te estamos agradecidos por la hospitalidad que nos brinda tu pueblo.

—Es un honor para nosotros, Majestad —dijo Rito, mirando fugazmente la Perla Imperial—. Somos leales a vos y a la memoria de vuestro padre, que ahora mora entre los dorados dioses. Sabemos que sois el heredero legítimo de su iluminado trono. —Rito dobló de nuevo la espalda y luego se dirigió a mí—. Nos honráis con vuestra presencia, dama Ojo de Dragón.

—¿Sabéis quién soy? —pregunté.

—Vuestra verdadera identidad es ahora conocida por todos, mi Señora. Clavada en los troncos de los árboles y susurrada en las tabernas. Así como también la trágica noticia de la muerte de vuestros hermanos, los diez Ojos de Dragón.

Volvió entonces la mirada hacia las manos atadas de Ido, y luego hacia el rostro del Ojo de Dragón. A pesar de la edad avanzada de aquel hombre, la amenaza que contenía su lenta mirada era ostensible. Tal vez la cicatriz que cruzaba su cara hacía más palpable la expresión; sólo un hombre fiero y dotado de una voluntad de hierro podía haber sobrevivido a una herida como aquella. Los dedos de Ido se curvaron hasta formar sendos puños.

—Por el momento, el Señor Ido está bajo nuestra protección, Rito el Viejo —dijo Kygo.

—Por supuesto, Majestad —dijo Rito, inclinándose una vez más.

—¿Ha habido más tropas de las habituales en la zona? —preguntó Yuso.

—Hay más actividad por todas partes —dijo Rito—. Nos han dado una buena ración de búsqueda, pero no más que en otros pueblos vecinos. Posiblemente menos, ya que nos hallamos alejados de las rutas principales y no tenemos grano ni ganado que puedan incautar.

—¿Habéis apostado centinelas de más?

—Desde luego que sí. Podéis comprobarlo vos mismo si lo deseáis.

Yuso asintió con un gesto de la cabeza.

—Gracias, así lo haré.

Rito volvió a fijar su atención en mí.

—¿Habéis visto las moscas, Mi Señora?

—Sí —respondí.

—Los perros, además, aúllan de noche, y los niños han visto hormigas subiendo a los árboles con los huevos a cuestas… eso son signos de que un ciclón se acerca por donde no es habitual.

—Así es —confirmé—. Se acerca desde el oeste y llegará aquí en dos días.

Se inclinó hacia delante, con los músculos de la cara en tensión.

—¿Podéis detenerlo, Mi Señora? —Miró primero a Ido y luego a mí.

Me humedecí los labios con la lengua. De repente, tenía la boca seca.

—Lo siento, Rito el Viejo. El Señor Ido y yo no podemos hacerlo.

—¡Ah! —El hombre exhaló lentamente. Era el sonido de la esperanza marchita. Rito echó una mirada al anciano que tenía a su derecha y le hizo un ademán con la cabeza en dirección a la puerta.

El otro hombre hizo un gesto de asentimiento y a continuación se inclinó ante Kygo.

—¿Puedo retirarme, Majestad? —dijo, con la voz quebrada por la premura. Tenemos que acelerar los preparativos para el ciclón.

—Naturalmente.

Mientras el anciano se levantaba y se marchaba, pareció que todas las miradas apuntaban hacia mí. Sigue sin servir para nada, me decían.

—Majestad, tenemos comida caliente y hemos preparado varios lugares para dormir —dijo finalmente Rito—. Si hay algo más que podáis necesitar, vos o la dama Eona, os ruego me lo hagáis saber.

Sí había algo que yo necesitaba: soledad. Echaba en falta un rato alejada de todos, de aquel modo silencioso en que todo el mundo me juzgaba, de los ojos vigilantes de Ido, y de las infinitas preguntas y miedos que bullían en mi cabeza.

—Creo que tenéis una casa de baños —dije.

La anciana se postró ante mí. Luego, con un ademán de la mano, manchada por la vejez, nos invitó, a Vida y a mí, a cruzar las cortinas azules de la entrada a los baños comunales.

—Esperaré aquí fuera para asegurarme de que nadie os moleste, Mi Señora —dijo, con una sonrisa llena de timidez—. Ahí dentro hallaréis todo cuanto habéis pedido.

—Gracias —dije, y corrí las cortinas.

Vida me seguía, un paso por detrás. Después de tomar un cuenco de sopa de pescado, había pasado un buen cuarto de hora resistiendo, con buenos modales, la presión de las mujeres de más edad del pueblo para que me dejase bañar por ellas. Sin embargo, no había podido negarme a la insistencia de Kygo para que Vida me escoltase dentro de la casa. Su compañía iba a ser lo más parecido a pasar un rato a solas.

Ambas nos detuvimos dentro del estrecho zaguán. La pequeña plataforma de la encargada, rodeada de una verja de hierro con grabados, se hallaba situada entre dos puertas de madera que daban paso a la zona de baños: azul claro para los hombres a la derecha, roja para las mujeres a la izquierda. A cada lado del minúsculo recinto había sendos estantes para el calzado. Me quité las sandalias y las coloqué en el que me quedaba más a mano. Vida hizo lo mismo y depositó las suyas junto a las mías.

—No tengo ninguna práctica en cuidados corporales, Mi Señora —dijo—. Necesitaré instrucciones.

Negué con la cabeza.

—Lo haré yo misma, Vida. Báñate tú también. Estoy segura de que querrás honrar a tu padre cuando llegue.

—¿De verdad? —Se miró los pies. La suciedad formaba un dibujo oscuro que reproducía la forma de las correas de sus sandalias. Mis pies estaban igual de mugrientos—. Sería maravilloso.

—Pues adelante, entremos.

Crucé las ásperas esteras de paja y abrí la puerta corredera roja. El pequeño vestuario contenía un banco de madera y más estantes. El vapor de los baños penetraba a través de la puerta de acceso, al otro lado, y otorgaba al aire un calor húmedo, aterciopelado. Habían colocado unos paños para el lavado y otros para el secado encima del banco, tal como yo había pedido, junto con un gran cuenco de cerámica en el que había jabón perfumado exfoliante y peines; también había ropa limpia. Cogí la primera prenda, plegada con esmero: una larga túnica de mujer, de color marrón, hecha de un tejido tupido y suave. Debajo estaban los pantalones, a juego, largos hasta los tobillos, y ropa interior. Al lado había otro montón parecido.

—Ropa limpia para las dos. —Sonreí a Vida, que cerraba la puerta roja tras de sí—. Túnica y pantalones. ¡Ya era hora!

Vida miró el segundo montón.

—¿Un juego para mí, también? ¿De verdad?

Asentí con la cabeza, satisfecha de ver su amplia sonrisa de placer. No solía sonreír cuando estaba cerca de mí.

No tardamos en quitarnos la ropa que nos habían dado en la ciudad, ahora manchada de tierra y barro. Desvié la mirada para no ver las curvas de Vida, una vez se hubo desnudado. Hacía mucho tiempo que no me bañaba en un baño comunal. Mi cuerpo tullido me había vuelto intocable durante casi cinco años, lo que me había obligado a bañarme sola. Me miré la pierna, ahora completamente enderezada, y me acaricié con la palma de la mano el fuerte hueso, el músculo y la piel limpia de cicatrices de mi cadera. Seguía maravillándome verme de aquel modo.

Cogí el bote de jabón y me tapé púdicamente las ingles con una de las toallas.

—Vida, lleva tú el resto de la ropa.

Abrí ilusionada la puerta de los baños. El aire pesado y caluroso se adhirió enseguida a mi piel. A pesar de la humedad que reinaba en el exterior, anhelaba la sensación de limpieza que sólo el agua caliente era capaz de dar. Un largo panel de madera en mitad de la habitación separaba las áreas de baño de los hombres y las mujeres, aunque no llegaba al techo, y el vapor se había condensado en lo más alto como una grácil neblina. El baño para las mujeres se hallaba al fondo, una gran piscina hundida de la que se elevaban pálidas volutas hacia el aire denso y quieto del lugar.

Pero antes había que limpiarse. Me acerqué a la tina larga y estrecha dispuesta a lo largo del muro, frente a la cual se hallaban una serie de taburetes bajos y cubos. De un caño de terracota goteaba agua que iba cayendo al interior de la tina y provocaba un sonido como el de una pequeña cascada.

Elegí un taburete de media altura, dejé el bote de jabón junto a él, en el suelo de madera, y luego acerqué un cubo. Recogí agua de la tina con una pala y llené el cubo de líquido agradablemente caliente.

Vida cerró la puerta del vestuario.

—¿Debo esperar a que hayáis terminado, Mi Señora?

Dejé el cubo en el suelo.

—No. Acércate.

Vida sonrió e inclinó la cabeza.

Nos pusimos a la faena con varios cubos llenos de agua y mucho jabón. Vida me acabó de quitar las agujas que aún llevaba en el pelo grasiento; lo que todavía quedaba del peinado que tan cuidadosamente me había hecho Orquídea de Luna, dejó de existir. Luego devolví el gesto para liberar a Vida de las intrincadas trenzas de flor de alazor, y su cabellera quedó convertida en un montón de rizos encrespados.

—¡Qué bien me siento! —dijo Vida, mientras se frotaba el cuero cabelludo con los dedos. Luego soltó una risita al sentir el volumen que habían adquirido sus cabellos alrededor de la cabeza. Debo parecer una salvaje.

Miré hacia arriba y tiré de mis propios cabellos enmarañados.

—O una loca.

La risita de Vida se convirtió en un resoplido.

Nos echamos cubos de agua la una a la otra. El agua caliente suavizaba la mugre que se había acumulado durante días en nuestra piel. Froté con las manos el jabón granulado, que olía a dulces hierbas aromáticas, hasta formar la espuma deseada. Luego me restregué todo el cuerpo, desde los pies hasta la coronilla, con un paño, y más tarde me enjuagué hasta que los hilillos de agua y espuma dejaron de ser de color gris. Mientras se lavaba, junto a mí, Vida tarareaba una vieja canción popular que yo recordaba de mi tiempo en las salinas. Me uní a ella en su canto hasta que ambas estallamos en carcajadas, ya que nuestras versiones no coincidían y acabaron en un choque de melodías desafinadas.

—¿Queréis que os frote la espalda, Mi Señora? —preguntó Vida.

—Sí, por favor.

Le di la espalda, haciendo girar el taburete, y sentí el cálido paño empapado de agua sobre la piel y la suave presión que ejercía Vida a lo largo de los hombros y la columna. Entonces, a medida que los músculos en tensión se iban ablandando, me puse a suspirar. Habían pasado más de cuatro años desde la última vez que había sentido aquella intimidad tan femenina: el dulce y suave vínculo de libertad física y camaradería que producía bañarse juntamente con otras niñas y otras mujeres. Entonces me di cuenta de lo mucho que, sin darme cuenta, lo había echado a faltar.

Finalmente, ambas conseguimos limpiarnos lo suficiente como para entrar en la piscina. Avancé y bajé los tres escalones. El agua me fue cubriendo gradualmente los tobillos, las rodillas y las caderas, con deliciosos pinchazos de calor. Me hundí hasta encontrar el saliente de piedra a lo largo del borde de la piscina y me senté. Vida caminó por el agua y, con un fuerte suspiro, se sentó en el extremo opuesto.

—Gracias por esto, Mi Señora —dijo.

—Debes de estar feliz ante la idea de ver de nuevo a tu padre.

Asintió con la cabeza mientras dejaba resbalar el cuerpo un poco más, hasta que el agua le cubrió los hombros.

—Y vos debéis sentir lo mismo, ya que esperáis el reencuentro con vuestra madre.

Me encogí de hombros.

—No la he vuelto a ver desde que tenía seis años. Seré una extraña para ella, igual que ella lo es para mí. —Hice una pausa hasta que decidí pronunciar mis pensamientos en voz alta—. Tal vez no habrá sentimientos entre nosotras.

O tal vez los sentimientos de ella hacia mí no habían bastado para que decidiese conservarme, tantos años atrás.

Vida negó con la cabeza.

—Ella es vuestra familia. Siempre hay un vínculo.

—Quizá sí —dije—. No puedo recordar qué es tener una familia.

Vida ladeó la cabeza.

—Pero, ¿habéis tenido quien se haya preocupado de vos? Hay personas que lo hacen hoy, como la dama Dela y Ryko.

—No estoy muy segura de que a Ryko le gustase saber que lo incluyes en la lista —dije, secamente.

Dela, desde luego, sí se preocupaba por mí. Cuando era pequeña, estaba Dolana, en las salinas, antes de caer víctima de la enfermedad de la tos. Y luego, Rilla y Chart, claro. Incluso mi maestro, a su manera tan fría. En el fondo, me habría gustado más que los hombres de Tozay hubieran encontrado a Rilla y Chart, más que a la mujer que me había dado la vida. Echaba en falta el sentido común y el cariño hecho de franqueza y sabias palabras de Rilla, y los chistes verdes de Chart. Lancé una fugaz oración a los dioses por su seguridad. Y también les pedí que los trajeran junto a mí.

Vida levantó un pie y contempló la pálida hilera de dedos que emergían sobre la superficie del agua.

—Y es evidente que Su Majestad también se preocupa por vos.

Fingí que tenía la vista perdida en el agua para evitar su mirada pícara.

—Y el Señor Ido —añadió.

Eso me hizo levantar la cabeza.

—No le importo lo más mínimo.

—Se pasa el rato observándoos —dijo—. Es un hombre guapo, ¿no os parece?

—No tanto como Su Majestad —dije con firmeza, aunque también con una sonrisa. No quería poner freno al súbito arranque de confianza de Vida. Ésa era la clase de intimidad femenina que recordaba: la conversación entre mujeres, las risas, las chanzas y sobreentendidos a propósito de la vida y el amor.

—Es posible. Su belleza es de distinto signo. Su Majestad es… —hizo una pausa, sin duda para buscar la palabra adecuada, y luego encogió levemente los hombros antes de continuar—. Bello en el sentido que atañe al espíritu.

—¿Y el Señor Ido? —pregunté, para provocar.

—El Señor Ido es… muy masculino —dijo, lentamente y con mucho énfasis.

Asentí con la cabeza y le devolví una sonrisa. Era una buena descripción.

Me dirigió una mirada penetrante.

—¿Os sentís atraída por él?

—De ninguna manera. —Negué con la cabeza, aunque noté que me había ruborizado.

—No os faltarían motivos. Tenéis mucho en común.

—¡Ni hablar! —exclamé prontamente—. Es un traidor y un asesino.

Dejó de mirarme. Aunque estaba sumergida en un baño de agua caliente, sentí un escalofrío: a ojos de Vida, yo también era una asesina.

Toda la intimidad se fue al traste; qué idiota había sido.

Hizo un cuenco con las manos y se salpicó la cara con agua, rompiendo así el silencio.

—Sois los dos últimos Ojos de Dragón —dijo, mientras se echaba los cabellos húmedos hacia atrás—. Debe de ser un vínculo muy fuerte. Además, los poderes que posee no son sólo los propios del dragón.

Fruncí el ceño: aquella frase me resultaba familiar. El eco de otra voz aparecía en sus palabras. Enderecé la espalda sobre la superficie del agua, impulsada por una terrible intuición.

—¿Te ha dicho Su Majestad que me hables del Señor Ido?

Negó con la cabeza. Demasiado rápido.

—No, Mi Señora.

Me levanté.

—Sí lo ha hecho. Lo leo en tu cara.

—No, Mi Señora.

—¡Estás espiando para él!

Levanté la mano, dispuesta a abofetearla por traidora.

Vida se acurrucó contra el borde de la piscina.

—No, Mi Señora. ¡No ha sido Su Majestad! Ha sido la dama De-la. Lo siento. Yo no quería. Ya le dije a ella que yo no sabía hacer estas cosas.

—¿Dela? —Estaba tan aturdida que detuve mi mano. Era mi amiga—. ¿Por qué haría una cosa así?

—Dice que la estáis dejando al margen, Mi Señora.

Fui caminando por dentro del agua hasta los escalones, y una vez allí tropecé y me di un fuerte golpe en la espinilla contra el borde de piedra. El agudo dolor me hizo explotar de rabia.

Vida también se levantó.

—La dama Dela está muy preocupada por vos —me dijo—. Tenéis que pasar mucho rato con el Señor Ido, y ella lo conoce muy bien. Vivió muchos años con él en la corte.

Di media vuelta.

—Todo esto lo hago por Su Majestad —chillé—. No hay otro motivo. Ya que tienes que decirle algo, dile eso.

Cogí una toalla y me fui a toda prisa, goteando, al vestuario. Una vez dentro cerré de un portazo. El aire más fresco me hizo estremecer. Me puse la mano en la boca para intentar contener el sollozo que asomaba desde mi garganta. Ni siquiera Dela confiaba en mí.

Nunca me había sentido tan sola.

Me puse la ropa limpia en medio de un puro frenesí, y me abroché la túnica mientras corría por el zaguán, con el cabello despeinado y suelto como el de una mujerzuela. Agarré las sandalias del estante y salí de estampida entre las cortinas de la entrada. La vieja encargada seguía esperando ante la puerta, acompañada de un hombre. Reconocí su cuerpo fibroso: Caido. ¿Qué estaba haciendo allí? Ambos se volvieron, sorprendidos, al verme aparecer de aquella manera tan abrupta.

La mujer ahogó un grito.

—Mi Señora, ¿necesitáis algo? ¿Olvidé los peines?

—No.

Tiré las sandalias al suelo y metí lo pies en ellas de cualquier manera. Luego me recogí el pelo con el puño.

Caido desvió la mirada ante mi falta de pudor.

—Mi Señora —dijo—. He venido a traeros un mensaje del Señor Ido. Desea que os unáis a él en la playa, para el entrenamiento.

—Eso es lo último que tengo ganas de hacer. —Me abrí camino entre los dos y apreté el paso hasta casi ponerme a correr, aunque no había ningún lugar adonde ir.

Caido tenía las piernas más largas y no tardó en alcanzarme.

—Por favor, Mi Señora. El Señor Ido dice que ahora ambos sois lo suficientemente fuertes para empezar a trabajar con vuestro dragón de inmediato.

Me detuve. Todo mi dolor y toda mi rabia se desvanecieron, borrados de un plumazo ante un único pensamiento: mi dragona. Su gloria siempre estaba conmigo. No estaba sola. Nunca lo estaba.

—Llévame con Ido —dije.