15

Cruzamos la ciudad durante la noche a través de una cadena de casas seguras. Nos quedábamos pocos minutos en algunas de ellas, y más de media hora en otras, para evitar las patrullas. Todo transcurría entre salas oscuras, rostros borrosos y murmullos apresurados. Caido y su teniente nos guiaban de una casa a la siguiente. El resto de su grupo cabalgaba por la ciudad en dirección opuesta, convertido en un señuelo de hombres valientes para desviar la inevitable búsqueda.

En una de las casas, Vida y yo nos mudamos de ropa y yo me quité el maquillaje blanco de la cara. En otro lugar, los establos de una mansión familiar protegida por muros, nos quedamos el rato suficiente para comer una sopa que nos trajo una mujer de ojos saltones, que resultó ser la compasiva esposa del propietario. Ido y Ryko necesitaban desesperadamente alimento y descanso. La presión que yo había ejercido sobre ambos los había debilitado, y el ritmo incansable de Caido empezaba a pasarnos factura a todos.

La mujer dejó en el suelo la olla de hierro con la sopa y salió del establo tras una reverencia, con los ojos clavados en Ido. El Ojo de Dragón estaba sentado en el suelo, apoyado en la pared, en el rincón más alejado de nosotros, que le mostrábamos una patente desconfianza. En lugar de la ropa del guardián de las mazmorras, ahora llevaba unos pantalones pardos y túnica de obrero, pero los pantalones le quedaban cortos, y Dela había arrancado las mangas de la túnica para que no le comprimieran los hombros. Quizá no había sido únicamente el rango del Ojo de Dragón lo que había dejado muda de asombro a la mujer de ojos saltones.

Vida removió la sopa a la tenue luz que procedía de las farolas del patio, y luego vertió una parte en dos cuencos que me pasó.

—No dejéis que coma demasiado, o lo vomitará todo —dijo, mientras acercaba la yema del índice a la del pulgar para simbolizar una pequeña cantidad.

Por lo visto, Ido estaba ahora bajo mi cuidado. No porque yo lo deseara, sino más bien por el rechazo de los demás a relacionarse con él. No les podía culpar por ello. Aun hambriento y exhausto, Ido podía golpearlos a traición en cualquier momento. Su insinuación de que yo me había vuelto cruel incluso con mis amigos, seguía punzándome como una aguja clavada en el espíritu.

Cogí los cuencos y me acuclillé ante el Ojo de Dragón. Apoyaba la cabeza rapada contra la pared de madera desnuda y tenía los ojos cerrados, iluminados por un haz de luz de luna que le cruzaba la cara en diagonal.

—Sopa —dije.

Se estremeció. Sin duda estaba a punto de quedarse dormido, y yo le había interrumpido. Su rostro se hizo más anguloso, ávido de comida.

—¿Sopa?

Le ofrecí su ración. Cogió el cuenco entre los largos dedos de ambas manos, pero le temblaban tanto que no podía acercárselo a la boca, de modo que dobló la espalda para intentar sorber el líquido.

—Vida dice que debéis tomarla lentamente o no la podréis digerir.

Hizo una mueca sarcástica por encima del borde del cuenco.

—No habrá problema. Ni siquiera puedo llevármela a la boca.

—Esperad, dejad que lo sujete —dije, alargando las manos con la intención de coger el cuenco de nuevo.

—No —protestó entre dientes, mientras levantaba otra vez el recipiente. La sopa se derramaba entre sus dedos. Finalmente, logró tomar un sorbo y sonrió. Un verdadero placer. Era la primera vez que yo lo veía sin aquella arrogancia que solía endurecer sus facciones, y ahora su rostro parecía el de alguien más joven. Yo siempre había pensado que era mucho mayor que yo, sin embargo, Momo había dicho que tenía veinticuatro años, y si me hubiera tomado la molestia de contar alguna vez los ciclos del dragón, habría deducido su verdadera edad. ¿Cómo era posible que el espíritu de alguien envejeciera de aquel modo? Las respuestas más obvias remitían a la crueldad y la ambición, pero quizás era imposible conocer la verdadera naturaleza del espíritu de otra persona.

Recordé el agujero negro que había visto en el punto de poder de su coronilla. No cabía duda de que una brecha como aquella en la sede de la iluminación y el entendimiento tenía que afectar al espíritu de una manera muy profunda. Además, el punto de energía de su corazón se había vuelto a encoger. ¿Significaba que ya no poseía el sentido de la compasión que yo había introducido en su interior?

Sorbí mi sopa. El sabor era tan suave que quedaba superado por el hedor de los cerdos que dormían en su porqueriza, no lejos de allí. Ido, por su parte, comía como un lobo hambriento.

—¿Seguís teniendo remordimientos por todo el mal que habéis causado? —pregunté—. Sé que los tuvisteis, allá en el pasadizo del palacio; sé que sentisteis compasión. Pero, ¿podéis sentirla todavía?

Probablemente, preguntar aquello era una estupidez. Él no tenía ningún motivo para admitir que volvía a carecer de consciencia del sufrimiento ajeno y, en cambio, tenía muchos para asegurarme que se había reformado como persona.

Apartó lentamente los ojos de la comida y miró hacia arriba.

—Tras una hora en compañía de Sethon, dejé de sentir nada que no fuese dolor —dijo, sin emoción en la voz. No me pidas remordimientos ni compasión. No existían tales cosas en aquella mazmorra.

El recuerdo de su cuerpo torturado saltó a mi mente. Después de todo lo que había sufrido, no debía sorprenderme que el punto de poder de su corazón se hubiera encogido de nuevo. Lo observé una vez más por encima del borde de mi cuenco. Era evidente, por el modo en que había ladeado el cuerpo, que no quería hablar de su suplicio. Quedé atrapada unos instantes entre mi propia compasión y una curiosidad malsana.

—Cuando os curé, vi un agujero negro en el punto de vuestra coronilla —dije por fin—. ¿Sabéis qué es?

—¿Un agujero negro? —Se tocó la cabeza, por encima del cogote. De repente, su rostro se puso en tensión—. Lo más probable es que sea… el pago exigido respondió con un tono cáustico endulzado por la resignación.

—¿Pago?

—A estas alturas, ya deberías saber que el poder exige siempre un pago. —Se frotó los ojos con gesto cansado—. Tuve que usar mucho poder para sobrevivir a Sethon.

—Y ese agujero, ¿qué daño os causará?

—Eso está por ver. —Rió con amargura—. Tal vez mi espíritu nunca alcance la iluminación.

—¿Qué quería Sethon de vos? —pregunté.

La risa perdió todo tono de sarcasmo o amargura. Ido dejó pasar unos instantes, jugando a evitar la respuesta. No quería dármela, y el sentimiento de rechazo se leía en su cara. Entonces, dijo:

—El libro negro. Y a ti.

Yo no esperaba otra cosa.

—¿Le dijisteis algo?

—No lo sé. —Su mirada coincidió con la mía, y no pude sostenerla; la suya contenía un frío matiz de acusación—. Cuando llamaste por primera vez a tu dragona, no sólo abriste mi corazón, sino que también bloqueaste mi poder. Estuve tres días a merced de Sethon. —Hablaba con voz monótona—. Al tercer día, ya no sabía qué estaba diciendo. Tal vez le dije algo. Habría hecho cualquier cosa con tal de que me dejaran en paz.

Me refugié del sentimiento de culpa sorbiendo mi sopa. Yo no sabía que le había bloqueado el poder de su dragón. Sentí un escalofrío de temor a lo largo de la espina dorsal. Lo había despojado de su poder y lo había dejado solo ante Sethon. El simple recuerdo de las manos frías de aquel hombre me provocaba náuseas. Incluso con la imagen de las heridas de Ido aún fresca en mi mente, no podía llegar a hacerme una idea real de lo que debía de haber sufrido en manos de Sethon. Tuve que refrenar el impulso de pedirle perdón. El propio anhelo de Ido por conseguir mi poder al precio de la crueldad, era lo que le había bloqueado el acceso a su dragón. Sus planes traicioneros por hacerse con el trono habían sido los causantes de la ira de Sethon.

—Lo más prudente es dar por sentado que Sethon lo sabe todo de ti y del libro negro —añadió.

—¿Y sabéis dónde está el libro?

—Lo tiene Dillon.

—¿Sobrevivió a la inundación? Aquellas novedades iban acompañadas de un sentimiento confuso, entre la alegría y los malos augurios.

Ido dibujó una sonrisa forzada.

—El libro negro sabe cuidar de sí mismo.

—Pero, si Sethon sabe dónde está el libro, no tiene más que hacerse con él.

Ido negó con la cabeza.

—Lo que sabe Sethon es donde estaba, no donde está. Hace tiempo que Dillon se fugó. —Dejó el cuenco en el suelo, con un suspiro—. Tu criada tiene razón: no puedo comer más.

—No es mi criada. Vida es una combatiente de la resistencia.

—Y tu, Eona, ¿qué eres? —preguntó—. ¿Luchas a favor del Emperador Perla?

Dudé antes de contestar. Sentía que la pregunta era mordaz, pero no podía identificar en qué sentido.

—Sí.

—Entonces, ¿usarás tu poder para luchar por él, cuando yo te haya enseñado a controlarlo?

—No. Soy fiel a la Alianza. Y Kygo también.

—¿Has dicho Kygo? —Se cruzó de brazos. La luz de la luna iluminó la curva de sus músculos endebles—. Cuida tu lenguaje, muchacha. El hecho de que seas una Ojo de Dragón no te da derecho a llamar a un emperador por su nombre. Ni siquiera a uno a quien hayan usurpado el trono.

Alcé la barbilla.

—Soy su naiso.

Ido arqueó sus espesas cejas sobre el puente de la nariz. Apreté los dientes con fuerza. Me regodeaba a medias con su asombro, pero por otra parte estaba en tensión ante la inevitable chanza que seguiría.

—¿Eres su naiso? ¿Portadora de la verdad? —Sus hombros empezaron a dar sacudidas, como si todo él hubiera estallado en una silenciosa carcajada—. No hay un solo gramo de sinceridad en tu cuerpo.

—Kygo confía en mí —repliqué, con la esperanza de que mi arrebato fuese lo suficientemente persuasivo. Para él… y también para mí.

Bajó la voz.

—Entonces, dime: ¿le has contado a tu… Kygo, que la sangre real junto con el libro negro pueden someter la voluntad y el poder de un Ojo de Dragón?

Dudé. No quería darle la satisfacción que le provocaría mi respuesta.

Sonrió con sarcasmo, y el gesto de sus labios recobró su antigua arrogancia.

—No lo creo. Puedes estar equivocada, pero no eres idiota.

—No se lo he ocultado —dije entre dientes, y bajando la voz. Ya era un hábito: demasiados años viviendo con demasiados secretos—. Sencillamente, no se lo he dicho. Él no lo usaría contra mí.

Ido resopló con una mueca de desprecio.

—Él tiene sangre real y quiere el trono. Por supuesto que lo usará. —Se inclinó hacia mí—. Si no, pregúntate por qué no se lo has contado, y verás que no lo has hecho porque, en lo más profundo de ti, sabes que es una amenaza para nosotros.

Entonces se formó en mi mente, una vez más, la imagen de la ambición en el rostro de Kygo mientras miraba fijamente el libro negro sujeto a la muñeca de Dillon; el libro contenía tantas riquezas para todos nosotros, y tan tentadoras… pero el precio por alcanzar la gan hua, el Collar de Perlas e incluso el modo de atajar el ataque de los diez dragones huérfanos, era demasiado alto: la locura y, en las manos equivocadas, la esclavitud.

—Kygo no es la amenaza —dije—. La amenaza es Sethon.

Ido se reclinó contra la pared, con una tenue sonrisa jugueteando en sus labios.

—Te mientes incluso a ti misma. Eso sí que es una estupidez.

Me levanté.

—No conoces a Kygo —dije—. Y no me conoces a mí.

Di media vuelta y crucé todo el establo. Mi cólera me llevaba lo más lejos posible de él. Me detuve junto a la puerta y aspiré una bocanada de aire fresco. Dela me miraba con curiosidad, sentada sobre una bala de heno, allí cerca, pero no le hice ningún caso.

A medida que me iba calmando, una certeza nauseabunda ascendía por mi interior. Ido tenía razón: yo era una estúpida.

Me estaba manipulando para que admitiera que nosotros dos formábamos una alianza de Ojos de Dragón contra la amenaza de la sangre real.

Una hora después del amanecer llegamos a las cercanías del punto de encuentro, en las colinas próximas a la ciudad. El calor pegajoso del monzón llenaba de nuevo el aire. Su presencia era como una mano que me oprimía el pecho. ¿O, tal vez, el peso que sentía en el corazón se debía a la perspectiva de reencontrarme con Kygo? Con los dedos de una mano, acaricié la correa de piel que llevaba anudada en la muñeca opuesta. El bulto que formaba el anillo de sangre no me ofrecía tranquilidad. Llevábamos separados poco más de un día y una noche, pero yo me sentía como si se hubiera abierto un abismo entre nosotros. Tal como había escrito Xan, el poeta de los mil suspiros: «demasiado crecen las dudas en las grietas del silencio y la separación».

El teniente de Caido se había avanzado para escrutar el terreno. Su habilidad para el camuflaje en los bosques hacía de él una presencia silenciosa e invisible. Ido caminaba delante de mí, entre Yuso y Caido. El Ojo de Dragón seguía exhausto. Era más alto que los dos hombres que lo custodiaban, un palmo por lo menos, y las ramas más bajas de los árboles le obligaban a agacharse al pasar.

Nos abríamos paso sinuosamente entre espesos matorrales. Yuso barría con la vista el aire, bajo la luz cambiante y las sombras del sotobosque. Detrás de mí, Dela y Vida ayudaban a Ryko. El isleño seguía extenuado a causa de la gran cantidad de su hua que yo había usado. No habíamos intercambiado más que un par de palabras mientras nos fugábamos desde la ciudad. Había intentado pedirle perdón una vez más, pero él me había cogido del brazo y, con un ronco susurro, me había dicho: «Él era demasiado fuerte. Me necesitabas para poder aplastarlo. Estoy contento de que le hayas hecho sufrir.» Yo había asentido, aliviada de que mi amigo hubiera vuelto a dirigirme la palabra, pero, por otra parte, sabía que no merecía un análisis tan generoso de mis acciones.

Allí delante, el Ojo de Dragón se detuvo de repente y miró al cielo, entrecerrando los ojos como si fuera capaz de ver algo entre las pesadas nubes. Me miró por encima del hombro, con el ceño fruncido.

—¿Lo notas? —me preguntó.

Eché una mirada al cielo plomizo, entre las ramas. ¿Me estaba poniendo a prueba? Me detuve y reflexioné.

—Siento algo. Algo denso. Más que un simple monzón.

—Correcto —dijo Ido—. ¿En qué dirección?

Yuso se acercó a nosotros, con la mano en la empuñadura de la espada.

—No os detengáis —ordenó al Ojo de Dragón.

Ido lo miró de soslayo.

—No os detengáis, Mi Señor —corrigió con frialdad y altanería.

—Bien, pues no os detengáis o sentiréis la empuñadura de mi espada… Mi Señor —replicó Yuso.

—Esperad, capitán. El Señor Ido tiene algo que decirme. —Volví la cabeza hacia el Ojo de Dragón, haciendo caso omiso de la expresión indignada de Yuso—. ¿Cómo averiguo la dirección?

—Ya lo sabes —dijo Ido, aunque toda su atención estaba ahora puesta en Yuso, a quien retaba con una sonrisa taimada.

—No. No lo sé —repliqué, pero mientras lo hacía sentía que sí había algo en mi mente, algo teñido de ansiedad rojiza. Me concentré en ello, intentando descifrar su sentido, hasta que, lentamente, fue saliendo a la superficie—. Oeste. Viene del oeste.

—Correcto. Así es. —Ido apartó finalmente la mirada de Yuso y miró otra vez al conjunto de oscuros nubarrones—. Viene del oeste, la dirección incorrecta para esta época del año.

—¿Dirección incorrecta? ¿Qué significa eso? —preguntó Dela, detrás de mí.

—Significa que es un ciclón. —Yuso entornó los ojos aún más.

—¿Aquí? —En los ojos de Vida se reflejaba mi propio terror—. ¿Cuándo?

—Decídnoslo, dama Eona —instó Ido.

Un nuevo examen.

—¿Cómo?

—Debes sentirlo en la hua de la tierra.

No tenía ni idea de lo que quería decir.

—¿Con mi poder? Pero… eso atraerá a los dragones.

—No. Sólo tienes que sentirlo. Como cuando sigues el rastro de tu propia hua.

—¿De verdad?

Tomé aliento, aún vacilante. Sabía que la tierra poseía senderos interiores, semejantes a nuestros meridianos: líneas de energía que se entrecruzaban en brillantes franjas. Pero, ¿cómo podría sentirlas sin cambiar al plano celestial? Lo único que sentía era el calor en mi cuerpo y el latido de mi corazón… y el aire penetrando en mis pulmones… y la brisa suave susurrando sobre mi piel… y el zumbido de los insectos en los oídos… y…

—Cinco días —dije en un murmullo.

Ido sonrió.

—Exactamente —confirmó.

Me eché a reír.

—¿Cómo he hecho eso?

Me miró socarronamente.

—Eres un Ojo de Dragón. Eso es lo que hacemos.

Sonreí abiertamente, incapaz de contener mi gozo. ¡Había escuchado a la tierra como hacían los Ojos de Dragón!

Entonces, me asaltó un pensamiento inquietante.

—Pero, no podemos detenerlo. ¿O sí?

Ése era el verdadero cometido de un Ojo de Dragón.

Ido miró al cielo una vez más.

—No. Para eso, hace falta que te entrenes. Y más poder del que tenemos ahora. Pero, al menos, podemos apartarnos de su camino.

En silencio, a causa de las noticias que acabábamos de recibir, retomamos nuestra ruta a través del sotobosque. A pesar de la inminencia del peligroso ciclón, mi nueva habilidad de escuchar la tierra no dejaba de maravillarme. Ido estaba poniendo al descubierto muchas de mis capacidades. Miré su ancha espalda, intentando adivinar qué tendría en su retorcida mente. Echó la vista atrás, como si hubiera percibido mis pensamientos, y en el tiempo que duraba un latido quedé atrapada en la mirada inquisitiva de sus ojos castaños. Aunque ya no había aquella transparencia plateada en ellos, yo seguía sintiendo la atracción de su poder. Miré hacia otro lado, pero con el rabillo del ojo vi que sonreía, y mis propios labios se curvaron en un asomo de respuesta.

Apenas media hora más tarde, Yuso se puso en tensión y alzó la mano. Nos detuvimos y observamos entre la espesura.

—¡Señor! Están aproximadamente a medio estadio de distancia, al nordeste —dijo el teniente de Caido, mientras aparecía por detrás de un grupo de matorrales. Yo no habría sospechado siquiera que se encontrase allí.

—¿Va todo según el plan previsto? —preguntó Caido.

El hombre hizo un gesto de asentimiento.

—Su Majestad nos espera.

Sentí que se me erizaba la piel. Kygo estaba allí delante. Las novedades también afectaron a Ido. Enderezó la espalda, como si se preparase para hacer frente a un enemigo más poderoso que él. De alguna manera, así era: Kygo no daría una agradable bienvenida al hombre que había ayudado a Sethon a matar a su familia y usurpar su trono.

Me sequé el sudor entre los cabellos y la frente. Cuando retiré la mano, vi una mancha blanca, brillante, en un dedo: maquillaje de Orquídea de Luna. ¿Cuánto me debía quedar en la cara? Debía parecer una yegua picaza.

—Dela —susurré mirando a la contraria, allí atrás—. Todavía llevo maquillaje en la cara, ¿verdad?

Me examinó con una sonrisa, y luego me rozó con el dedo por debajo de los ojos y por el mentón.

—Ya no —dijo, y me acarició la mejilla con la palma de la mano—. Bella como siempre.

Pasamos ante dos centinelas. Hombres de Caido, casi invisibles entre la maleza hasta que se levantaron para unas breves reverencias. Luego, los árboles y los matorrales se abrieron y apareció un amplio prado.

Kygo se hallaba en el centro, con dos hombres a los costados y otros dispuestos alrededor del límite del claro. Había nuevos rostros entre ellos; sin duda, miembros de la resistencia local. Yuso fue el primero en avanzar. Entonces vi, con un brinco de mi corazón, que Kygo me buscaba primero a mí con la mirada, en una fugaz conexión llena de alivio y alegría. Luego se fijó en Ido, y la expresión de su rostro se endureció. Incluso yo sentí que se me helaba la sangre al ver el frío rencor en sus ojos, aunque su belleza adusta seguía clavada en mi pecho como un latido ausente.

Bajo nuestros pies, la tierra estaba empapada a causa de la densa humedad del aire, y el ácido olor de la hierba pisada se elevaba hacia nosotros. Kygo se había desabrochado el cuello de la túnica, y el brillo blanquecino de la Perla Imperial quedaba enmarcado por el tejido oscuro, como en un estandarte real.

Nos detuvimos a pocos pasos de él. Detrás de mí, Dela y los demás se hincaron de rodillas en el suelo. Yo me incliné como era preceptivo, pero Ido, junto a mí, no se movió. Alcé la cabeza, aunque el miedo me agarrotaba los hombros. El Ojo de Dragón se había quedado de pie ante Kygo. Los dos hombres se miraban fijamente, en silencio. Eran casi de la misma altura, y sus ojos se encontraban al mismo nivel.

—De rodillas —dijo Kygo.

Los ojos de Ido se movieron ágilmente hacia los dos guardias que había detrás de Kygo.

—No es eso lo que deseas.

¿Qué estaba haciendo?

Kygo frunció el ceño.

—De rodillas, Señor Ido.

—No.

Percibí el leve balanceo de Ido al apuntalar los pies en el suelo.

Yuso levantó la cabeza. Ryko también.

—¡De rodillas, he dicho!

Al instante, todo el control de Kygo se transformó en una rabia ciega.

—No me arrodillaré ante ti, muchacho.

Me estremecí antes incluso de oír el golpe sordo del puño de Kygo en la cara de Ido. Un nuevo puñetazo, éste en el estómago, lo dejó sin aliento y le obligó a doblar la espalda. Cayó de rodillas junto a mí, jadeando. Kygo le pegó un terrible puntapié en las costillas, y el Ojo de Dragón quedó postrado a sus pies. El Emperador preparó sus puños con la intención de continuar castigándole todo el cuerpo.

—Majestad —erguí la espalda a medias. El Señor Ido está aquí para entrenarme.

Durante un momento de terrible ansiedad, pensé que Kygo seguiría pateando al Ojo de Dragón sin detenerse. Me miró, y vi en él la misma rabia ciega que en el pueblo de la posada, y la misma aflicción.

—¡Kygo! ¡Si muere, no nos será de ninguna utilidad!

La rabia asesina desapareció de su rostro, pero el dolor continuó en sus ojos. Asintió con la cabeza y dio un paso atrás, respirando aceleradamente.

Ido me miró, con la cabeza gacha y la espalda encorvada. ¿Por qué había provocado deliberadamente a Kygo? Arqueó una ceja, pero antes de que yo pudiera reaccionar, volvió a mirar al suelo y escupió sangre.

—Dama Eona —dijo Kygo, haciendo un esfuerzo para calmar su voz—. Levantaos.

Lo hice, aunque estaba en vilo a causa de las aviesas intenciones de Ido.

Kygo me cogió de la mano y nos alejamos juntos unos pasos. Tenía los nudillos pegajosos por la sangre.

—¿Tienes el mismo vínculo con él que con Ryko?

Ambos volvimos las cabezas para mirar al Ojo de Dragón, de rodillas en el suelo.

Afirmé con la cabeza. Tenía un nudo en el estómago.

—Creo que te está provocando, Kygo.

—¿Y por qué lo hace? —Su voz seguía estando teñida de violencia—. Podría haberlo matado.

—No lo sé.

Kygo hizo un ademán de contrariedad.

—No tiene nada que ganar con eso. Quédate junto a mí, naiso. —Dio media vuelta—. Todos en pie y un paso atrás. Señor Ido, quedaos de rodillas.

Los demás se levantaron, siguiendo las órdenes, y formaron un semicírculo irregular alrededor del Ojo de Dragón. Entre todos los rostros hostiles y expectantes, sólo el de Dela mostraba signos de preocupación.

—Miradme, Ojo de Dragón —ordenó Kygo.

Ido levantó la cabeza. Tenía el labio superior partido. La sangre manaba hacia el interior de su boca y le chorreaba por la barbilla.

—¿Dónde está el libro negro? ¿Lo tiene Sethon?

Ido me echó una mirada de reojo. ¿Lo ves?, leí en sus ojos. Eso es todo lo que quiere.

Me mordisqueé la lengua y los labios. Por supuesto que Kygo quería el libro, era lo más lógico. No podíamos permitir que cayese en manos de Sethon. Sin embargo, algo en lo más profundo de mí, en mi naturaleza de Ojo de Dragón, tampoco quería que estuviese en poder de Kygo. Tal vez aquel pensamiento no era más que el fruto de las maquinaciones de Ido. Yo no podía pensar con claridad.

—El libro está lejos de Sethon —dijo Ido—. Lo tiene mi aprendiz.

—Traédnoslo.

Ido negó con la cabeza.

—No. Está seguro. Con eso basta.

—Yo no pido las cosas, Ojo de Dragón. Doy órdenes.

—No.

Yuso dio un paso adelante.

—Majestad, permitidme que dé unas cuantas lecciones de obediencia al Señor Ido —dijo, con un deje sarcástico en la voz.

—Comprendo tu entusiasmo, capitán —dijo Kygo—, pero no es necesario. —Me miró—. Obligadle, dama Eona. Haced que traiga aquí a su chico.

Se me heló la sangre.

—Majestad —murmuré, evitando mirar al círculo de rostros ávidos de venganza—. Os ruego que no me pidáis eso.

—¿Por qué no?

—Me estáis pidiendo que lo someta a tortura.

Me agarró del brazo y me llevó con él a través del claro. Lo seguí trastabillando, arrastrada por la fuerza de su brazo a través de la hierba densa. Finalmente, se detuvo y dio media vuelta para mirarme de frente.

—¿De qué hablas, Eona? Sólo te estoy pidiendo que hagas lo que ya has hecho antes.

—Lo hice porque amenazabas a Ryko —siseé—. Detendré a Ido siempre que él intente usar su poder contra nosotros, pero no usaré el mío para coaccionarlo ni torturarlo. —Solté el brazo de un tirón—. Eso no debería ser una opción. Creí que eras mejor de lo que me muestras.

—La línea que trazas es muy fina —espetó—. ¿Te ha seguido Ido por propia voluntad, o has tenido que coaccionarlo?

—Le he mostrado que tenía el vínculo.

—Entonces, ¿cuándo se convierte en coacción? ¿Cuando yo te lo pido?

—¡Sí!

—Eso es absurdo.

—Me da lo mismo. Sólo sé que lo que me pides está mal, y tú también lo sabes.

Suspiró con fastidio.

—Necesitamos el libro negro, Eona. Sethon no debe conseguirlo.

Me llevé las manos a ambos lados de la cabeza y presioné con fuerza.

—Kygo, si obligo a Ido a traernos el libro, ¿crees que me entrenará? —dije, bajando la voz—. Si he de cumplir el designio y salvar a los dragones, necesito los conocimientos de Ido. —Le toqué el brazo—. Confía en mí; conseguiremos el libro.

Miró a través del claro hacia donde se hallaba Ido, de rodillas en el suelo. El Ojo de Dragón había levantado la cabeza y nos observaba.

—Cada parte de mi ser desea hacerle daño —dijo Kygo en voz baja.

—Lo sé.

Cerró los ojos y suspiró. Cuando los abrió de nuevo, ya no había oscuridad en ellos. Me cogió de la mano.

—Está bien. Lo haremos a tu manera, naiso.

Devolví la presión de sus dedos.

—Gracias.

Kygo era hombre de entendimiento, digno sucesor de su padre; sin embargo, mientras me llevaba de vuelta al círculo de hombres y mujeres en silencio, la pulla de Ido en el establo resonó en mi mente: ¿Por qué no se lo has contado?

El Ojo de Dragón nos observaba mientras nos acercábamos, preparado para lo que pudiera venir.

—Capitán —dijo Kygo. Yuso dio un nuevo paso al frente—. Pasaremos el día aquí y nos iremos esta noche. Ata al Señor Ido y haz que monten guardia para vigilarlo. Luego ven a informarme de los sucesos.

Su orden deshizo la tensión que reinaba en el grupo. Todos se retiraron, reculando con las perceptivas reverencias, deseosos, sin duda, de comida y descanso. Al pasar junto a mí, Dela me rozó el brazo.

—Ve con cuidado —me dijo al oído, mientras echaba una ojeada al Ojo de Dragón. No tiene sólo poder de dragón.

—Levantaos —ordenó Yuso a Ido.

Ido se levantó con una lentitud insultante y se quedó mirándome mientras el capitán le ataba las muñecas con una cuerda. Aquella persistencia en su mirada me provocaba oleadas de intranquilidad por todo el cuerpo.

—Tengo que escuchar el informe del capitán —dijo Kygo. Se detuvo un instante a observar, sin ninguna pasión, cómo se llevaban a Ido a rastras entre dos guardias. Luego, venid a verme, por favor.

—Naturalmente, Majestad.

Me incliné ante él y me retiré mientras Yuso se acercaba.

Me dirigí entonces al grupo de árboles donde habían dispuesto comida y agua. Aunque mantenía la vista clavada en la gente arremolinada bajo las ramas, podía sentir la mirada de Ido como una mano invisible a lo largo de la espalda. Dela tenía razón. Tenía que ir con mucho cuidado.

Un cuarto de hora más tarde fui a ver a Ido, con la excusa de llevarle agua y una tira de carne seca al prisionero, aunque lo que realmente quería era saber por qué había provocado a Kygo.

El sol había logrado penetrar a través de las nubes, y añadía un calor ardiente al aire húmedo de la mañana. Ido estaba de rodillas, obligado a sufrir un castigo que recibía el irónico nombre de la Bendición: la espalda erguida, las manos atadas en alto, a la altura del mentón. El sudor le resbalaba por debajo de los cabellos ralos y le caía en los ojos. Mostraba un rostro impasible, pero la tensión se manifestaba en el temblor de sus brazos.

Le acerqué el tazón de agua a la boca. Él lo cogió con manos torpes y bebió.

—Esto se está convirtiendo en una costumbre —dijo.

El guardia, que estaba apoyado en uno de los árboles de alrededor, se enderezó.

—Mi Señora, el capitán Yuso ha dispuesto que no se dé de beber ni de comer al Señor Ido hasta nueva orden.

—Por lo visto, me están enseñando a obedecer —dijo Ido, con voz ronca—. El capitán tiene gran interés en conocer el paradero del libro negro.

Eché una ojeada a Yuso, que seguía reunido con Kygo, en el claro. ¿Había sido idea del capitán, o había recibido órdenes del Emperador? Era preocupante en cualquiera de los dos casos.

—¿Cómo te llamas? —pregunté al soldado. Era uno de los hombres de Caido; un arquero de élite, si yo recordaba bien. Sin duda tenía los hombros y los antebrazos musculosos propios de un arquero.

—Jun, Mi Señora —respondió, mientras hacía una reverencia.

—Jun, no cometas el error de suponer que las órdenes de tu capitán son superiores a las mías. Deseo hablar con Ido sobre asuntos propios de Ojos de Dragón. —Le conminé a apartarse con un ademán del brazo—. No es para tus oídos.

Tras echar una inquieta ojeada a Yuso, Jun volvió a hacerme una reverencia y se alejó hasta donde ya no podía oírnos. Ido apuró el tazón y se secó los labios con el pulgar. Al hacerlo, se estremeció de dolor: tenía hinchado el labio superior, y la cuerda que le habían atado a las muñecas le había provocado ya una visible rozadura.

—Sentaos —dije.

Se dejó caer sobre los tobillos, con una leve sonrisa de alivio.

—No estoy en forma. Mi maestro solía obligarme a guardar la posición de estaminata durante horas, para endurecerme. —Hizo girar los hombros—. Aquí es precisamente donde empezaremos tu formación; no creo que hayas trabajado mucho la estaminata, y resulta ser la piedra angular para la manipulación de la energía.

Rechacé dejarme llevar por su exhibición de conocimientos.

—¿Por qué habéis provocado a Kygo? —pregunté, en voz baja—. Podría haberos matado.

Ido miró al Emperador con los ojos entrecerrados.

—Para matar a su madre y a su hermano hizo falta mi colaboración. Por supuesto que quiere matarme.

Desde la distancia, Kygo levantó la cabeza como si se diese cuenta de que hablábamos de él. Se quedó inmóvil de repente, lo que era un claro mensaje.

Ido se rió por lo bajo.

—No le gusta nada que estés aquí.

A Yuso tampoco. El capitán también había alzado la vista, y no era difícil percibir la oleada de furia en él.

—¿Por qué provocasteis a Kygo? —repetí.

Ido se secó el sudor de los párpados con el dorso de una mano.

—Habría intentado matarme tarde o temprano. Si no lo hacía enseguida, habría acabado por suceder, y con más odio todavía. Era mejor darle un motivo para que descargase su odio en cuanto me viera. —Se tocó el labio con un dedo tembloroso—. Ahora ya está. Ha probado hasta dónde llegaba su rabia. Su instinto asesino hacia mí se ha agotado.

Recordé la terrible brutalidad en los ojos de Kygo, frente a la posada. No estaba del todo segura de que el instinto se hubiera agotado.

—Habéis apostado fuerte —dije.

—No. Jugaba con cartas marcadas a mi favor.

—¿Marcadas? ¿Cómo?

—Tú.

Torcí el gesto.

—¿Sabíais que detendría al Emperador?

Ladeó la cabeza para mirarme oblicuamente.

—Sí.

¿Tan evidentes eran mis pensamientos para él? Sentí una leve punzada de temor.

—Está claro que te desea —añadió Ido—. Desea tu poder… y desea tu cuerpo.

Me ruboricé al oír aquellas palabras tan directas. Hacían que el deseo de Kygo se pareciese al suyo propio cuando me asaltó en el harén para hacerse con mi poder y con mi cuerpo: brutal y totalmente egoísta. Recordé el peso sofocante de su cuerpo inmovilizándome contra la pared y su anhelo por conseguir el poder de la Dragona Espejo.

Como si pudiera leerme los pensamientos, dijo, con voz queda:

—Tú también tienes buenas razones para matarme.

—Muchas —dije, concisa—. Pero también las tengo para manteneros con vida.

—Lo sé. Quieres tu mundo de poder. Por eso sabía que lo detendrías.

Me enderecé, pero él movió la cabeza en señal de negación.

—No es necesario que finjas conmigo, Eona. Si una cosa comprendo bien, es el anhelo de poder.

—Yo no anhelo el poder —respondí con presteza.

Se quedó mirando la cuerda que le atenazaba las muñecas.

—Anhelo. Deseo. Necesidad. —Se encogió de hombros—. Tú y yo sabemos bien lo que significa poseer un inmenso poder. Y también sabemos lo que significa estar privados de él. —Levantó las manos—. No me refiero a esta limitación banal. Sabes lo que quiero decir: estar privados de manera absoluta del verdadero poder. Sea del que hemos usado tú y yo el uno contra la otra, o bien del que con tanta maestría domina Sethon. —Cerró los puños con fuerza, en un acto reflejo—. Haré todo lo que sea necesario para no sentirme de nuevo privado de mi poder. Y tú eres como yo.

—No soy como vos —dije con vehemencia—. Y ahora estáis desprovisto de poder. Puedo hacer con vos lo que quiera y cuando quiera. Aplastaros, así de fácil.

Cerré un puño.

Negó con la cabeza.

—Por lo que a mí respecta, tu instinto asesino también se ha agotado, Eona.

Abrí la boca con la intención de replicar, pero su mirada me detuvo. Tenía razón y lo sabía. Yo ya había disfrutado dos veces de la oportunidad de vengar a mi señor y a los demás Ojos de Dragón: la noche del golpe de mano y la pasada noche. Y ambas veces lo había evitado.

Señaló con un gesto del brazo la comida que yo llevaba.

—Desde luego, puedes matarme de frustración si no me das esa carne salada.

Le pasé la tira de carne, con una sonrisa forzada. Se la metió en la boca con avidez. Con el rabillo del ojo, vi a Yuso acercándose, casi vibrando de rabia.

Ido se tragó el pedazo que había mordido, mientras echaba también una rápida ojeada al capitán.

—Cuéntame, Eona —dijo, casi con displicencia—. ¿Qué ocurrirá cuando estés dormida? ¿Cómo harás para someterme?

Lo reté con la mirada, mostrando la expresión más adecuada para echar mi farol:

—Siempre estamos vinculados. Si llamáis a vuestro dragón, lo notaré. —En parte, era cierto: estábamos vinculados mediante aquella única fibra de su hua, del mismo modo que estaba vinculada a Ryko. En cambio, no podía sentir la conexión todo el tiempo, y no mientras dormía.

—¿Siempre vinculados? —repitió—. Tal vez puedas sentir cómo te toco mientras duermes.

—En ese caso, sería una pesadilla —dije con acidez.

Se rió, con sus ojos más lobunos. Volví la cabeza para enfrentarme a Yuso, que acababa de llegar, lleno de irritación.

—¡Dama Eona! —El capitán hablaba con cortesía, pero el timbre de su voz era helado—. He dado órdenes claras a propósito del Señor Ido. Os ruego que no interfiráis.

—El Señor Ido está aquí para darme instrucción, capitán —dije, con idéntica frialdad—. No me es de utilidad si está exhausto y hambriento. No le neguéis la comida ni el descanso. ¿Está claro?

Yuso me lanzó una mirada hostil.

—¿Está claro, capitán? —espeté.

—Como deseéis, dama Eona. —Agachó la cabeza a regañadientes.

—¿Es eso lo que entendéis por obediencia, capitán? —preguntó Ido sin ninguna emoción, aunque fijaba la vista en mí, como si se estuviera divirtiendo.

Di media vuelta y me marché velozmente. No me habría hecho ningún bien que ninguno de los dos viese mi sonrisa contenida.

Uno de los nuevos, un hombre con el rostro plano propio de la gente de las altas llanuras, me hizo una reverencia, mientras Vida llenaba un tazón de agua para mí. Sorbí el líquido templado y luego me mojé con él la palma de la mano para refrescarme el cogote, con gran alivio. Estaba contenta de haberme puesto a cubierto del sol, y más aún de haberme alejado de la mente aguda de Ido: jugaba con nosotros como si fuéramos piezas del Gran Juego de Estrategia.

Dela estaba sentada en la hierba, no lejos de allí, con el libro rojo abierto y las cejas arrugadas, concentrada, pasando las yemas de los dedos por las líneas de la antigua caligrafía. Ni siquiera levantó la vista cuando Ryko le acercó un cuenco de agua. El isleño lo dejó en el suelo, junto a ella, y luego fue a sentarse a pocos pasos de distancia, como un centinela que guardase sus espaldas mientras trabajaba.

Me di cuenta de que tenía, de nuevo, la vista clavada en Ido. El hombre parecía un imán capaz de atraer mi mirada. Jun lo había llevado finalmente bajo la sombra de un árbol, a buena distancia del resto de nosotros. Ahora estaba sentado en el suelo, con la espalda doblada. Miró en dirección a nosotros, con la oscura cabeza ladeada, como si quisiera transmitirme una extraña sensación de intimidad.

—Mi Señora —dijo el hombre de las llanuras que se hallaba junto a mí—. Su Majestad desea veros ahora.

Levanté la cabeza con un respingo y me di cuenta de que Kygo me estaba mirando fijamente. Se me erizó la piel, como si me hubiera sorprendido haciendo algo malo. Estaba sentado en un tronco caído que habían llevado rodando hasta situarlo a la sombra de un gran árbol, y que luego había cubierto con una manta: el sitial de un emperador despojado de su trono. Su elegante y trabajado cuerpo mantenía una actitud vigilante incluso cuando descansaba.

Sé pasó por encima del hombro la coleta imperial trenzada, y luego la acarició con la mano en toda su longitud; ya me había dado cuenta de que hacía eso cuando estaba preocupado. Sonreí y me alivió comprobar que me devolvía el gesto. Después de las manipulaciones mentales de Ido, la cálida sonrisa de Kygo era como un dulce bálsamo. Reprimí el absurdo deseo de ir corriendo hacia él y anduve por la hierba con el porte más digno de que fui capaz.

—Majestad —dije, con una reverencia.

—Dama Eona —respondió él, con la misma solemnidad.

Ambos permanecimos vacilantes durante unos segundos, presas de la inquietud que habían provocado las horas de separación. Entonces tomó mi mano y acarició mis dedos con sus labios. En aquel rápido gesto sentí que la distancia entre nosotros se estrechaba. Y también sentí algo nuevo: posesión.

—Antes, no he podido daros la bienvenida como es debido —dijo, echando un fugaz vistazo a Ido—. Subestimé mi aversión hacia ese hombre.

—¿Ordenasteis vos a Yuso que lo castigara, Majestad?

Parpadeó ante lo inesperado de la pregunta. Yo habría preferido que no sonara tan brusca, pero la inquietud me carcomía hasta tal punto, que no había podido contenerme.

—¿Os referís a la Bendición? No, no la he ordenado.

—¿Eso significa que Yuso actúa por su cuenta?

—Yuso es consciente de la importancia del libro negro, pero quizá yo no le dejé suficientemente claro que debía dejar tranquilo a Ido. Por ahora, al menos. —Alzó mi mano—. Venid, sentaos junto a mí.

El honor de la invitación y el toque de suavidad en su voz eran más poderosos que la inquietud que seguía habitando en mi interior. Me levanté. Mientras me acomodaba en el tronco, sentí que sus dedos tiraban de mí hasta que casi se rozaron nuestros muslos. Entonces, él bajó nuestras manos entrelazadas para situarlas en el minúsculo espacio que nos separaba. Un puente para unir nuestros cuerpos.

Dela levantó la vista del libro y miró en dirección a nosotros, torciendo el gesto. Pensé por un momento que desaprobaba el modo en que yo me había sentado junto al Emperador, pero luego me di cuenta de que ella tenía la vista perdida en el infinito. Debía de haber hallado algo en el manuscrito. Deseé que no se tratase de otra oscura premonición.

—Me han llegado buenas noticias —dijo Kygo. El entusiasmo había borrado de su rostro algunas de las arrugas propias del mando—. Novedades de la resistencia de las montañas: nuestra estrategia de atacar objetivos menores está dando frutos.

Aquél era el plan que había diseñado durante nuestros últimos días en el cráter. Había puesto en práctica algunas de las enseñanzas de Xsu-Ree y había ordenado que grupos de la resistencia atacasen posiciones endebles para atraer a las fuerzas de Sethon en su defensa. Cuando los refuerzos del ejército alcanzasen las posiciones atacadas, la resistencia ya se habría dirigido a un nuevo objetivo. Según Xsu-Ree, aquello no sólo mantendría a las fuerzas de Sethon ocupadas yendo de un lado a otro por el territorio, con el consiguiente cansancio y la frustración añadida, sino que también daría la oportunidad de comprender la estrategia del usurpador.

—Son excelentes noticias, Kygo.

Estreché sus dedos y sonreí al comprobar que él me respondía con un ardiente apretón. La Perla Imperial en la base de su poderoso cuello brillaba en una esquina de mi visión: un pálido recuerdo de nuestro beso.

—De momento, parece que Sethon está sumido en su arrogancia y no nos ve como una amenaza —añadió—. Eso cambiará, pero de momento iremos hostigándole y atacando el hua-do de sus hombres.

Sus palabras trajeron a mi mente la imagen del Gran Señor Haio y su mesa llena de sudorosos oficiales de rostros enrojecidos.

—Creo que Sethon ya está perdiendo el hua-do de sus hombres —dije—. ¿Qué reza la línea de Xsu-Ree sobre los signos de la voluntad de un enemigo?

—«Hombres apiñados en pequeños grupos, hablando en voz baja, son signo de desafección y de pérdida de hua-do» —recitó Kygo.

—Claro. Cuando estábamos en palacio, el Gran Señor Haio… —Callé de repente, al darme cuenta de que aquel hombre era otro de los tíos de Kygo.

Sonrió con tristeza y dijo:

—Sigue.

—El Gran Señor Haio y sus hombres parecían amargados. Y cuando me llevaron ante Sethon, era evidente que incluso los altos mandos le tenían miedo.

—Buena observación. —Rozó mi pulgar. Según Yuso, estuviste frente a frente con Sethon. Gracias a los dioses, no te reconoció.

—Es un hombre vil —dije, con un estremecimiento—. Siento compasión por cualquiera que caiga en sus manos.

—También tengo buenas noticias en este sentido —dijo Kygo—. Un mensajero del maestro Tozay ha llegado hasta nosotros. —Hizo un ademán con la cabeza en dirección a un joven que estaba hablando con Ryko—. Tozay ha encontrado a tu madre y la ha puesto a buen recaudo.

—¿Mi madre? —Mi corazón latió entonces con tanta fuerza que me provocó un dolor en el pecho.

—Así es. Tozay navega ahora hacia un punto de encuentro en la costa, donde nos llevará provisiones. Trae a tu madre consigo.

—¿La veré? —El torrente de sentimientos que se entrecruzaban en mi mente no me permitía concentrarme. ¿Me reconocería después de tantos años? ¿Qué ocurriría si yo no le gustaba? Y si me había vendido porque yo era…

—Dentro de cuatro días, si todo va según lo planeado. Podemos hacernos a la mar antes de que el ciclón golpee la costa —dijo Kygo, mientras me estrechaba de nuevo la mano—. ¿Estás bien?

Me aclaré la garganta.

—¿Se ha sabido algo de mi padre y mi hermano?

Una mueca de pesar asomó a sus labios.

—No ha habido noticias de ellos.

Mi madre, al menos, estaba a salvo. Saboreé la palabra, buscando con más tranquilidad su significado. Madre. Todo cuanto podía recordar era una mujer agachada junto a mí, con el brazo sobre mis hombros, y una sonrisa que se parecía mucho a la mía.

—No la he vuelto a ver desde que tenía seis años.

—Estará orgullosa de ti —dijo Kygo—. Has honrado en gran medida a tu familia.

Una sombra fría cruzó mi ánimo exaltado. Si Kygo llegaba a conocer la historia completa de mi familia, no se mostraría tan cortés.

—En modo alguno puede evitar sentirse orgullosa —añadió; había malinterpretado la expresión de mi cara—. No sólo eres la Ojo del Dragón Espejo, y la primera en quinientos años, sino que, además, eres naiso imperial. Eres la mujer más poderosa del imperio, Eona.

Miré a Ido. Seguía encorvado, con la cabeza apoyada en los brazos. Yo aún no había conseguido todo mi poder, pero pronto lo haría.

Kygo siguió mi mirada.

—Ese hombre nos pone a todos los pelos de punta. Espero que valgan la pena los problemas que ha ocasionado su rescate. —Alargó la mano y levantó con toda suavidad una de las trenzas de mis cabellos, peinados aún al estilo de una peonía, aunque enmarañados. El cálido aroma a almizcle que desprendía su piel pareció abrirse dentro de mí como una flor—. Yuso me ha dicho que representaste muy bien tu papel.

Me sonrojé.

—Era más fácil hacer de Señor Eón. Al menos no llevaba tantas horquillas en el cabello, y no necesitaba tanto maquillaje.

Se echó a reír.

—A mí me gusta mucho más la dama Eona. —Dejó correr los dedos por mi mandíbula, desde los cabellos hasta el mentón—. Estás verdaderamente preciosa.

No lo había dicho sólo con la voz, sino también con la descarada expresión de su rostro, y me ruboricé de nuevo. Fijé la vista en nuestras manos unidas. Su anillo de sangre continuaba sujeto a mi muñeca mediante la correa de piel. Aunque algo dentro de mí sabía que no debía mencionarlo, no pude retener mis palabras:

—Me ayudaron mucho. Orquídea de Luna lo hizo.

Noté que sus dedos se agarrotaban. Levanté la vista. Casi tenía miedo de ver qué se leería en su rostro. Su dulce sonrisa me heló el corazón.

—¿Orquídea de Luna te ayudó? ¿Cómo está?

—Muy bien. Y es preciosa —dije entre dientes.

Soltó mi mano y pasó la suya por la nuca.

—Bien. Eso está bien.

—Reconoció tu anillo de sangre. —Introduje el dedo en el nudo que había hecho Orquídea de Luna. Tiré del cordel, desenrollé la tira de cuero y me la quité de la muñeca—. Aquí tienes. Te lo devuelvo.

Ambos nos quedamos mirando el anillo, que oscilaba entre los dos.

—Quédatelo —dijo.

—Orquídea de Luna dijo que significaba mucho para ti.

—Es cierto.

—«El instante en que pasaste a la madurez», lo llamó ella —dije, con demasiado énfasis.

Detuvo la oscilación del anillo rodeándolo con los dedos.

—¿Creías que había vivido como un fraile, Eona?

—Por supuesto que no —dije, aunque mantuve la vista fija en su puño. Me sentía como una idiota. Él era un emperador; la ley de su tierra le imponía casarse con un miembro de la realeza, mantener un harén y concebir un montón de hijos.

—Hace un año que no nos vemos —añadió.

—Eso no tiene importancia, ¿verdad? —dije, y una terrible realidad se abrió ante mis ojos. Solté la cinta de cuero. Cayó en su mano, con un extremo a cada lado—. No tengo sangre real. Y no seré una concubina. No hay lugar para mí.

—Sí hay lugar para ti. Basta que yo lo diga. —Kygo abrió la mano. El anillo le había hecho una marca rojiza en la palma—. Tu poder lo cambia todo. Sigue sus propias reglas.

Todo giraba siempre en torno a mi poder. Ido tenía razón.

—¿Qué ocurriría si te diera a elegir entre mi poder y yo misma? ¿Cuál de las dos cosas elegirías?

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—¿Cuál elegirías?

—Esa elección no es real, Eona. Tu poder forma parte de ti.

Levanté la barbilla.

—¿Cuál, Kygo? ¡Dímelo!

Frunció los labios.

—Elegiría tu poder. —Me eché hacia atrás, pero él me retuvo cogiéndome por los hombros—. Elegiría tu poder, porque debo elegir por el bien del imperio. Nunca puedo escoger para mi propio bien. Dijiste que lo habías entendido.

—Lo entiendo perfectamente. —Me solté y me arrodillé ante él. ¿Puedo retirarme, Majestad?

—Tú no eres sólo tu poder, lo sé muy bien —dijo—. Eona, ¿por qué creas un problema donde no lo hay?

Mantuve la cabeza gacha.

—Esto es ridículo —espetó, exasperado.

—¿Puedo retirarme?

Tomó aliento ruidosamente.

—Está bien, vete.

Me fui, sin dejar de hacer la reverencia hasta que hube salido de la sombra del árbol. El sol ardiente en la nuca era el único calor en mi cuerpo helado.

Quería estar sola. También quería rechazar el chusco que me tendía Dela. Pero ella no tenía intención de marcharse. Se puso en cuclillas delante de mí, interrumpiendo mi línea de visión hacia el objetivo: la cepa de un árbol, a pocos pasos de distancia. Me incliné hacia un lado y lancé otra piedra. El ruido que hizo al dar en el tronco indicó que había acertado.

El lugar en el que había buscado refugio para mi soledad, no era el más cómodo ni el más bonito de todos: un pequeño afloramiento de rocas y tierra que se elevaba como la costra de una herida entre la hierba alta, totalmente expuesto al sol; pero tenía la ventaja de estar lo más lejos posible de Kygo, dentro de los confines del improvisado campamento.

Dela limpió la superficie de una roca semienterrada y dejó allí el pan.

—He oído decir que el maestro Tozay ha encontrado a tu madre —dijo.

Gruñí por toda respuesta y lancé un guijarro que rebotó contra la cepa del árbol. Diez puntos más en mi cuenta.

—¡Qué bien que la hayan encontrado! ¿Verdad? —añadió prudentemente.

Gruñí de nuevo. Decir algo sería como invitarla a quedarse y charlar. Yo ya había tenido demasiada charla. También le había dado muchas vueltas a la cabeza a todo lo que ocurría. Y, desde luego, había tenido emociones más que suficientes.

—Parece que has tenido otro desencuentro con Su Majestad —insistió.

Cogí la piedra más grande que tenía al alcance y, con un violento movimiento de la muñeca, la lancé hacia el tronco. Hizo saltar un buen pedazo de corteza, que salió disparado dibujando un arco. Eso eran, al menos, veinte puntos.

—¿Era sobre el Señor Ido? —me asaltó de nuevo. Arqueaba las cejas con preocupación.

—No.

—Entonces, ¿de qué iba el asunto? No puedes quedarte aquí, tirando piedras a pleno sol. Pones nerviosos a los centinelas y se te estropea el cutis.

Acaricié una piedra suave que tenía entre las manos.

—¿Qué has encontrado en el libro?

Miró el manuscrito rojo, que llevaba sujeto con las perlas a la muñeca.

—¿Cómo sabes que he encontrado algo?

Nuevo lanzamiento. La piedra tocó el borde y salió rebotada hacia los matorrales. Si estuviera apostando dinero, como solía hacer con mis compañeros candidatos a Ojo de Dragón, estaría ganando una fortuna.

—He encontrado quién era el tercero en discordia en el triángulo amoroso entre Kinra y el emperador Dao —dijo con voz queda, rompiendo el silencio.

Busqué con la mirada entre las piedras, en busca de un nuevo proyectil, y escogí un trozo de pedernal descantillado.

—Era el Señor Somo —dijo Dela, finalmente.

—Nunca he oído hablar de él.

—El Ojo del Dragón Rata.

Me quedé quieta, con el brazo extendido hacia atrás, a punto de lanzar la piedra.

—¿Kinra estaba confabulada nada más y nada menos que con el Ojo del Dragón Rata? —Miré a Ido, a través del claro. Había tanta ironía en todo aquello que no pude evitar echarme a reír, ásperamente.

—¿Qué significado le das? —preguntó Dela.

—Ninguno —respondí, de plano—. El libro habla del pasado, no es una profecía. —Tiré la piedra que, esta vez, pasó de largo.

—Pero contiene el augurio —dijo ella.

Me encogí de hombros; no tenía ningunas ganas de confirmar aquel extremo.

—Entonces, ¿qué? ¿Pura coincidencia?

—Sí —afirmé con rotundidad.

—No lo creo —replicó ella, con no menos rotundidad—. Mírame, Eona.

Me decidí finalmente a mirarla a los ojos, en los cuales se percibía una profunda preocupación.

—Está bien —dije—. ¿Qué crees tú que significa?

—No lo sé —respondió—, pero el Señor Ido esta aquí, y Su Majestad también. Y tú estás en medio. Un Ojo de Dragón Rata, un emperador y una Ojo de Dragón Espejo.

—No estoy en medio. El Señor Ido está aquí para darme instrucción, y Kygo, para utilizarme —dije, con amargura.

—¿Utilizarte?

Maldije mi lengua y las lágrimas que asomaban a mis ojos.

—No importa.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada. —Busqué el modo de desviar la conversación—. ¿Has hablado ya con Ryko ahora que vuelve a dirigirte la palabra?

Me miró de reojo antes de darse por vencida ante mi manera tan torpe de cambiar de sujeto.

—Sí, he hablado con él.

—¿Y?

—Me ha dicho que no tiene nada que ofrecerme. Ni rango ni tierras. Ni siquiera libre albedrío —dijo entre suspiros.

Me incliné hacia delante.

—Pero eso no tiene importancia, ¿verdad? Lo quieres junto a ti porque lo amas, aunque no haya nada más.

—Claro que sí.

Cogí otra piedra y apunté a la cepa del árbol.

—¡Qué suerte tiene Ryko! —dije.