14

Dela me llevó a su espalda hasta que llegamos al pórtico en penumbra del pabellón de la Justicia Otoñal. Bajo la mano con que me agarraba a ella, sentí su respiración agitada por la carrera que había tenido que hacer, con mi peso encima, desde el pabellón de los Cinco Espectros. Yo también estaba al límite de mis fuerzas. Parpadeé. Tenía que mantenerme despierta. Ya había estado a punto de entrar en el mundo de las sombras dos veces; sólo los pellizcos de Vida, siempre vigilante, me habían impedido cruzar el límite de la inconsciencia.

El ritmo de la respiración de Dela fue disminuyendo hasta convertirse en un suspiro. No había nadie en el pórtico. Yuso y Ryko no habían llegado todavía. ¿Los habían apresado? ¿Seguían vivos? Decidí olvidarme de las posibilidades más sombrías. Tenían que alcanzar el pabellón: sin ellos, nuestra treta de los soldados y las mujeres flor no funcionaría.

Me relamí los labios y busqué restos de saliva en la boca. La última vez que había tenido tanta sed era cuando trabajaba en las salinas. Dela señaló una hornacina en lo alto del pórtico, llena de grabados muy recargados; desde donde nos encontrábamos, aquél parecía un buen lugar para ocultarnos y, al mismo tiempo, un punto de observación suficiente sobre el patio y las celdas. Nos arrastramos, protegidas tras las columnas del pórtico, con Vida en primer lugar, hacia el nuevo mirador improvisado. Vida se apretujó al fondo de la hornacina y fue modificando la posición de su cuerpo hasta que consiguió ver directamente las celdas.

—Bájame —dije a Dela al oído.

Volvió la cabeza y su barba de casi cuatro días me rascó la mejilla.

—¿Estás segura?

Había cargado conmigo en todo el recorrido por el camino de servicio. El temblor de sus hombros y sus piernas seguía vibrando por todo mi cuerpo.

—Estaré bien. —Era más una esperanza que una certeza.

Relajó los brazos y me dejó caer suavemente. Al tocar el suelo, todo parecía estable, pero el mundo empezó a dar bandazos enseguida y la vista se me nubló.

—Se está yendo otra vez —siseó Vida.

Su voz parecía lejana. Se me doblaron las piernas.

Dela me agarró una vez más antes de que cayera al suelo.

—Te tengo.

Hice un gesto de reconocimiento. El dolor de la herida ascendía hasta mi garganta en forma de arcadas secas. ¿Cómo iba a pasar delante de los centinelas que vigilaban las celdas, si ni siquiera podía estar de pie? Dela maniobró con delicadeza para recostarme contra el muro de madera grabada del pabellón. Navegué sobre las olas de la confusión, con aquel soporte sólido detrás de la espalda.

—Descansa. —Dela me descolgó lentamente hasta que me quedé sentada en el suelo de piedra. Luego se agachó junto a mí—. Estás muy fría. —Me pasó el brazo por encima del hombro. Su cuerpo cálido y húmedo desprendía olor a cuero y a gomina.

Así nos quedamos esperando a Yuso y Ryko. Aunque el cuerpo me pedía a gritos que me echara a dormir, permanecí alerta ante cualquier ruido que perturbase el silencio nocturno, y el parpadeo de la más leve sombra. En un momento dado, tres eunucos encargados de la iluminación aparecieron en el patio y encendieron unas grandes farolas dispuestas sobre pedestales, a intervalos, siguiendo una franja de guijarros alrededor del perímetro del patio. Cada vez que se encendía una mecha se oía el repiqueteo de una campanilla como las que se usaban en las plegarias. En ningún momento se acercaron al pórtico. Aun así, me acurruqué todavía más en el interior de nuestra hornacina, agradecida por el cobijo que nos ofrecía su oscuridad. Desde mi posición, sólo podía ver a uno de los dos guardias apostados junto a la entrada de las celdas; vestía uniforme de cuero y hierro, e iba armado con una ji. Vigilaba el amplio patio, consciente de sus deberes, aunque su atención se veía interrumpida por bostezos y tragos de una botella que compartía con su compañero. Ambos se aburrían y, en consecuencia, estarían dispuestos a saltarse algunas normas.

Continuamos a la espera. Con cada minuto que pasaba aumentaba el miedo.

—¿Qué pasará si no lo consiguen? —susurró Vida, finalmente.

—Lo conseguirán —dijo Dela, con firmeza. Ryko removerá cielo y tierra con tal de llegar aquí.

Un silencio pesado se instaló de nuevo entre nosotras. Vida se agitaba, inquieta, sin dejar de mirar a Dela. Hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza, como si acabara de tomar una difícil decisión. Luego, tocó a Dela en el brazo.

—Ryko os ama.

—¿Qué? —Sentí el cuerpo de Dela agarrotándose junto al mío.

—Y vos lo amáis —continuó Vida. No perdáis tiempo. Los hombres mueren fácilmente en la guerra.

Sus ojos se volvieron hacia mí, y la pena descarnada que se reflejaba en ellos parecía una espada que me clavaba a la pared del pabellón. Desvié la mirada. No quería pensar en el dolor que había causado.

—Éste no es el lugar más adecuado —masculló Dela. Miró hacia el patio. Todo su cuerpo vibraba con desasosiego.

De repente, oímos el roce de unas botas sobre la piedra.

Vida se incorporó, con el cuchillo en la mano. Dela me apretó la espalda con el brazo, dispuesta a levantarme. Entonces vimos dos figuras deteniéndose en las sombras que proyectaban las columnas. El robusto cuerpo de Ryko y el más esbelto de Yuso, eran inconfundibles. Dela relajó el brazo, y Vida salió al pórtico y llamó a los dos hombres mediante señas.

Ryko y Yuso se acercaron pasando fugazmente de columna en columna. Iban de uniforme; sin duda, los dos soldados que se les habían unido para jugar a los dados estaban muertos, o atados y amordazados en algún rincón. Era duro para ellos, pero una victoria para nosotros. Ahora éramos tres soldados y dos mujeres flor ansiosas por ver al Ojo de Dragón en su celda.

—¿Estáis bien? —preguntó Ryko a Dela.

Percibí cómo Dela relajaba todo su cuerpo al escuchar aquella voz.

—La dama Eona está herida —respondió—. Un corte de cuchillo en el antebrazo. Ha perdido mucha sangre.

Las novedades hicieron que Yuso se agachara frente a mí. Me miró intensamente.

—¿Podéis continuar?

Asentí con la cabeza, aunque al mismo tiempo tuve que cerrar los ojos, puesto que todo volvía a girar ante mí. Sentí la mano callosa de Yuso rozando mi mejilla mientras me ponía los dedos en el cuello para buscarme el pulso. El tacto de su piel era tan parecido al de Sethon que sentí un escalofrío.

Se apartó de mí, con el ceño fruncido.

—No vamos a esperar al cambio de guardia. Entraremos ahora.

—Eso nos da sólo media hora antes de que llegue el relevo —susurró Ryko.

—No hay remedio. La dama Eona no tiene fuerzas suficientes para esperar. —Yuso me cogió del brazo bueno y tiró de mí para que me levantase—. Ryko, cárgala a la espalda.

Me subieron a las anchas espaldas del isleño. Apoyé la mejilla en su fuerte hombro. Mi brazo herido, completamente insensible ahora, colgaba inútilmente sobre su pecho. La ausencia de dolor era un pequeña bendición, sólo que el entumecimiento se iba extendiendo al resto del cuerpo. Todo era distante; ruidos sordos, objetos borrosos, incluso el calor del cuerpo de Ryko apenas penetraba en la fría coraza de mi agotamiento.

El paso de una columna a la siguiente se me hacía eterno. Los centinelas se iban pasando la botella para tomar un trago tras otro. Ryko sólo avanzaba cuando los soldados estaban ocupados en ello. Yo me puse a contar el número de respiraciones en cada espera; era un modo de concentrarme en algo que no fueran los temblores que me provocaba la debilidad y la pérdida de fuerza del brazo bueno alrededor del cuello de Ryko. Llegamos finalmente a una esquina del pabellón, fuera de la vista de los guardias. Ryko observó atentamente el patio de instrucción que teníamos delante: no había nadie en la sala oscura ni en el terreno de arena rastrillada para los ejercicios. Entonces se lanzó a la carrera por los estrechos escalones traseros.

Uno a uno, los demás fueron uniéndose a nosotros desde el pórtico en penumbra. Ryko apretó los brazos alrededor de mi cintura y se volvió hacia mí. Su nariz y la mía estaban casi en contacto.

—¿Todo bien? —susurró.

—Todo bien —mentí.

Asintió con la cabeza, aunque no se lo había creído.

Yuso nos hizo señas de avanzar. Rodeamos el arenal de entrenamiento hacia la larga pared trasera de los barracones de la guardia imperial. Antes del golpe de mano, ése era el lugar donde vivían Ryko y Yuso, junto con los otros miembros de la guardia. Ahora, en cambio, se alojaban allí unos doscientos soldados. O incluso más, según Mamá Momo. La oscura pared bordeaba el campo de instrucción en toda su longitud hasta más allá del pabellón de la Justicia Otoñal. No me había dado cuenta de lo muy cerca que estaban los barracones de las celdas. Peligrosamente cerca: cualquier grito se oiría desde allí.

Al llegar al otro extremo del arenal, Yuso ordenó un alto.

—Desde aquí —dijo en un susurro.

Ryko me descargó. Oscilé sobre mis pies hasta que unas manos asieron la seda del vestido, a mi espalda. Dela: un ancla en el mundo que se arremolinaba a mi alrededor.

—No puede andar sola —siseó, por encima de mi hombro.

—Llevadla entre los dos, entonces —ordenó Yuso.

Dela me pasó un brazo por encima de los hombros y Ryko me rodeó por la cintura. Me mantenían en pie entre los dos, y mi brazo herido quedaba oculto por la ropa.

Yuso abrazó a Vida y luego miró hacia atrás.

—¿Preparados?

Así fue como aparecimos ante la elegante puerta que separaba el campo de entrenamiento del patio de la corte de justicia: como tres soldados borrachos y sus risueñas acompañantes en busca de diversión.

Ryko y Dela me sujetaban con fuerza, obligándome a avanzar. Sonreí al oír sus chanzas, con la esperanza de que no se me notara la tensión. Pasamos ante el pabellón de la Justicia Otoñal. La luz de las farolas hacía más profundas las cuencas de los ojos de Dela, y se reflejaba en el sudor de las sienes de Ryko.

Me atreví a mirar a los guardias. Al vernos avanzar, tambaleándonos y con la risa floja, se acercaron el uno al otro para cerrar la entrada. Nos observaron mientras nos acercábamos. Todo rastro de aburrimiento o de haber estado bebiendo, desapareció al instante.

Ryko me acarició los cabellos con la nariz.

—Casi estamos —dijo en un murmullo—. Casi estamos.

Junto a la puerta había un gong, colgando de un marco de madera, preparado para dar la alerta a los hombres de los barracones en caso de que cometiéramos algún error. Cerré un instante los ojos, abrumada por los peligros que nos acechaban. Aunque consiguiéramos entrar en la celda de Ido y lográsemos curarlo, aún tendríamos que pasar de nuevo por delante de aquellos doscientos hombres.

Yuso saludó a los guardias encorvando la espalda. Abrí los ojos.

—Buenas noches —dijo, y al enderezarse se balanceó hacia atrás para reforzar la impresión de que estaba borracho—. Aquí, a las encantadoras Dara y Sela —señaló a Vida con el dedo y a mí con un gesto displicente de la cabeza—, les gustaría ver al poderoso Ojo de Dragón. —Bizqueó ante los dos hombres—. No han visto nunca a ninguno.

Yuso mentía de manera muy convincente.

El centinela de más edad negó con la cabeza.

—Lo lamento, honorable Leopardo. Como ya debéis saber, no es posible. —Lucía la insignia del Oso, un grado inferior al de Yuso, cuyo uniforme robado era de séptimo rango.

Yuso sonrió.

—Venga, hombre. Todos sabemos que sí se puede —dijo—. Las chicas se llevarían una decepción. Se lo hemos prometido. —Cogió a Vida por la cintura y la arrimó a su cuerpo. Ella se rió tontamente—. Pídelo por favor, Dara.

—Por favor —dijo Vida. Dejadnos pasar. Os lo podemos compensar… luego.

El Oso miró a su compañero más joven, que llevaba insignia de Serpiente, el rango más bajo.

—El relevo llega en un cuarto de hora, Señor —murmuró Serpiente. Luego echó una ojeada a Vida y sonrió.

—Ésa parece enferma —dijo Oso, señalándome con la cabeza. Sentí que Ryko me agarraba más fuerte.

Dela resopló.

—Sela le da demasiado al dragón —dijo, empleando el lenguaje vulgar para referirse al opio—, ¿verdad, preciosa?

Dibujé una sonrisa vaporosa. Con el patio dando vueltas a mi alrededor, no me era muy difícil emular la expresión de ensoñación de una inhaladora de opio.

Oso me miró con atención.

—¿Es una peonía de verdad? —Había un deje de sospecha en su voz—. Una peonía de verdad cuesta una moneda de Tigre.

—Claro que no —respondió Dela de inmediato—. No podemos permitirnos una peonía auténtica.

—Entonces, ¿cómo es que va vestida de peonía? —Oso empuñó con fuerza la ji.

Sentí, a través de la ropa, que el corazón de Ryko se aceleraba. A pesar de lo mucho que habíamos planificado la acción, no habíamos preparado ninguna excusa para explicar la presencia de una peonía entre soldados de bajo rango.

Reuní las pocas fuerzas que aún me quedaba para soltar una risita aguda y levantar la cabeza.

—Me pagan media moneda más para el maquillaje. También hago de orquídea, si me lo piden. Claro que entonces pido una moneda entera, pero incluye una danza a cambio.

Moví las caderas en círculo, torpemente. Por fortuna, Ryko me sujetaba fuerte.

—¿Una danza? —dijo el joven Serpiente, mirándome de arriba abajo.

Conseguí dibujar una nueva sonrisa.

—Sí, pero no una de esas tan aburridas que hacen las orquídeas auténticas. La mía es una danza… de verdad.

Oso se aclaró la garganta e interrumpió a su subordinado con la mirada.

—No podríamos pagarnos tales atenciones, ni siquiera a ese precio. —Se frotó la barbilla—. No con lo que cobramos, que es muy poco —añadió, convirtiendo la frase en una pregunta.

Yuso sonrió.

—¿Cuánto por ver al Ojo de Dragón?

—Un doceavo. Por persona —respondió Oso con prontitud.

—Eso es demasiado —replicó Yuso—. Un décimo por persona.

—De acuerdo. —Oso se relamió los labios e intercambió una mirada de suficiencia con Serpiente—. Pero no os entretengáis. El relevo llega a la hora en punto.

Yuso le dio las monedas, que cayeron repiqueteando como las campanillas de las plegarias.

Oso abrió la puerta de madera y miró adentro. El lugar estaba tenuemente iluminado.

—Aquí van cinco. Han pagado.

Se apartó y nos invitó mediante gestos a entrar.

—Pasadlo bien.

Yuso entró primero, acompañado de Vida, cuyas risitas nerviosas desviaron la atención de los centinelas. Luego lo hicimos Ryko y yo, y entonces Dela nos pasó los brazos por encima de los hombros. Era el abrazo de un camarada borracho, y un escudo que ocultaba mi brazo ensangrentado.

Estábamos dentro. La puerta se cerró. Una ráfaga de alivio recorrió todo mi cuerpo y me sentí desfallecer. Dela me cogió el brazo bueno y me recostó contra su cuerpo. Recordé que convenía seguir riendo, pero el miedo me retorcía el estómago. Ido estaba tan cerca… pero yo apenas me tenía en pie. ¿Me quedarían fuerzas suficientes para ayudarlo? ¿Y para ayudarme a mí misma?

—A ver. Unas cuantas reglas. —La voz, áspera, provenía de un hombre rechoncho, con una gran papada, que se hallaba sentado en un rincón, detrás de una mesa. Cada uno de los rasgos de su cara estaba hinchado, como si se la hubieran rellenado con agua. Los labios, la nariz, incluso los párpados—. Sólo podéis mirar a través de los barrotes de la celda. Y sólo dos por vez. ¿Está claro?

Se levantó con un gruñido y alcanzó un candil que colgaba de un gancho en la pared, detrás de él. Era uno de los dos que iluminaban poderosamente el escritorio y su bien ordenada colección de rollos de pergamino, plumas y un bloque de pigmento de tinta marcado con profundos surcos. Tenía cerca una estufa de loza con brasas de carbón. La acidez del arroz tostado y del té recalentado apenas podía ocultar otro olor que me revolvía el estómago: el hedor del sufrimiento.

Mantuvo el candil en alto, junto a su rostro. La luz amarillenta remarcaba su nariz prominente y sus gruesos labios.

—A través de los barrotes. Dos a la vez. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Yuso—. ¿Hay otros prisioneros interesantes ahí?

—No. Es todo para él —dijo el carcelero—. Nada es lo bastante bueno para un Ojo de Dragón, ¿verdad? —Ofreció el candil a Vida—. Sostenme esto, querida, mientras os abro.

Vida cogió la lámpara y lo siguió, con una sonrisa, hacia la pesada puerta interior. Yuso se quitó del paso. El guardián descolgó un pesado juego de llaves que llevaba sujeto al cinto y lo levantó para iluminarlo. Las empuñaduras de latón relucían entre sus dedos regordetes.

—Con ésta se entra en la celda propiamente dicha —explicó—. Si jugáis bien vuestras cartas, a lo mejor podéis verlo más de cerca.

Detrás de él, entreví un brillo apagado de metal: el cuchillo que Yuso desenvainaba en silencio.

—Sí me gustaría —dijo Vida. El capitán ladeó la cabeza y ella dio un paso atrás.

El guardián introdujo la llave en la cerradura.

—A mí también —dijo, y luego rio por lo bajo mientras abría la puerta—. Sólo tienes que llamarme y…

Con una rapidez endiablada, Yuso pasó el brazo por delante del pecho del hombre y le clavó el arma en el punto de energía del sacro. Un golpe bajo y fuerte. El guardián arqueó la espalda. La brutal flexión de su garganta ahogó el grito. Yuso extrajo la hoja ensangrentada, la volvió a levantar y la clavó de nuevo, esta vez por encima del hombro y directamente al pecho. Los únicos sonidos que se oyeron fueron el golpe sordo de la empuñadura al chocar contra la carne y un jadeo húmedo, casi imperceptible. El cuerpo del hombre cayó con todo su peso encima de Yuso.

Exhalé un profundo suspiro. Hasta ese momento, no me había dado cuenta de que se me había cortado la respiración. Ryko cubría la entrada, con el cuchillo a punto. Pero la puerta no se abrió; ninguno de los dos centinelas había oído el ruido sordo de la muerte.

Yuso dejó resbalar lentamente el cuerpo del guardián y, una vez en el suelo, lo arrastró para liberar el paso de la puerta interior. Nos miró uno a uno, con el brillo de la violencia aún presente en sus ojos.

—Daos prisa —ordenó.

Vida sacó el juego de llaves de la cerradura y empezó a bajar los poco empinados peldaños, con el candil alzado para darse luz. Me dispuse a seguirla, pero se me doblaron las rodillas. Dela me salvó de caer por las escaleras, gracias a sus rápidos reflejos.

—Te tengo —dijo—. Apóyate en mí.

Bajamos juntas los escalones hasta un pasadizo de piedra. A la luz del candil que llevaba Vida vimos que el pasadizo se inclinaba en una pendiente suave, y que el techo era bajo. El hedor del sufrimiento humano se me pegaba a la garganta: sudor, vómitos, sangre. Algún instinto primario en mi interior se resistía a seguir avanzando.

—Dioses del cielo, esto es repugnante —dijo Ryko detrás nuestro.

—¡Aquí! ¡Está aquí! —gritó Vida desde el fondo del pasadizo. Oímos el tintineo que producían las llaves entrechocando mientras introducía una de ellas en la cerradura.

Dela me condujo hacia allí, pasando por delante de tres celdas que esperaban carne fresca. El hedor parecía incrustado en las paredes a nuestro alrededor, y con cada uno de nuestros movimientos se levantaba una leve corriente de aire que era como un aliento fétido. Alcanzamos a Vida en el mismo instante en que abría la celda de Ido y alzaba de nuevo el candil.

La luz iluminó su cuerpo: estaba acurrucado en el suelo, apoyado en un rincón de la pared, desnudo y esquelético, y tenía la frente entre las manos encadenadas. Respiraba con estertores, trabajosamente, pero no se movía. Le habían rapado la cabeza, y de sus dos elegantes coletas de Ojo de Dragón no quedaba más que dos pequeñas matas de pelo apelmazado. El ojo que nos mostraba estaba hinchado, y tanto el anguloso pómulo cómo la mandíbula se perdían en una mezcla de sangre y carne tumefacta. También le habían roto la nariz, y su perfil, antes tan noble, se había convertido en una hinchazón amoratada. Sin embargo, las peores heridas eran las que mostraba su cuerpo: le habían apaleado de tal modo la espalda, las piernas y las plantas de los pies, que habían acabado por arrancarle la piel a tiras, e incluso parte de la musculatura. A lo largo de los hombros, los huesos y los tendones estaban expuestos a la luz y parecían perlas astilladas.

—¿Cómo puede haber sobrevivido? —susurró Vida.

La imagen del Dragón Rata, pálido y agonizante, apareció en mi mente. ¿Era la bestia quien lo mantenía con vida?

Vida se tapó la nariz con los dedos y entró en la celda antes que nosotras. En un rincón había un cubo con deposiciones, o eso parecía por el olor. Una elegante mesa con las cuatro patas esculpidas en forma de dragones, junto a la pared de la izquierda, ofrecía un acusado contraste. Encima de ella había un cuenco de porcelana, con el borde dorado lleno de restos incrustados. También había otros objetos en desorden, piezas metálicas afiladas que mis ojos no querían ver pero que mi cuerpo reconoció con un estremecimiento. En el suelo, junto a un cubo de agua, había una vara de bambú manchada de sangre hasta la mitad.

Vida dejó el candil en el suelo, junto a Ido, y Dela me ayudó a ponerme en cuclillas a su lado. No me había dado cuenta antes, pero su barba había desaparecido y su ausencia, junto con el corte de pelo al cero, le daban a su rostro un extraño aspecto infantil. Vida ahogó un grito al descubrir nuevas heridas a la luz de la lámpara. Los pies, atados con grilletes, tenían todos los huesos rotos: se los habían aplastado y ahora sobresalían atravesando la piel. Además, le habían grabado un gran carácter en el pecho: «traidor». Apoyé la espalda en la pared, junto a él. ¿Cómo podría curar un cuerpo tan terriblemente maltrecho, estando yo misma tan débil?

—Necesitará algo de ropa —dijo Dela frunciendo el ceño—. Cogeré la del vigilante. —Me dio un apretón en el hombro—. Date prisa. Ni siquiera Ido merece esto.

Al otro lado de la celda, Ryko cogió el cuenco y olfateó su contenido. Lo alejó de su nariz, con una mueca.

—Dragón negro.

Lo miré con incomprensión. Vida cruzó la celda y, tras olfatear también el recipiente, hizo un gesto de confirmación.

—Sirve para cortar las hemorragias —dijo—. Ésa debe de ser la razón de que no se haya muerto.

—No sirve sólo para eso. —Ryko dejó el cuenco en su sitio—. He visto cómo lo usaban para incrementar el dolor y desatar los demonios de la mente. —Nadie como el isleño tenía tantos motivos para odiar a Ido, el Ojo de Dragón que lo había torturado, pero había algo parecido a la compasión en su voz—. Si le han estado dando esto, no sabrá distinguir lo que es real de lo que no lo es.

Miré el rostro de Ido, destrozado y cubierto de una capa de sudor. Si no era capaz de distinguir la realidad de la pesadilla, no podría contener a los diez dragones huérfanos.

—Tenemos que despertarlo —dije; el pánico que sentía me alimentó con la energía de la desesperación—. Necesito que esté consciente.

Alargué el brazo y le toqué la mano. Estaba aún más fría y pegajosa que la mía.

—¡Señor Ido!

No hubo respuesta. Le agité el brazo.

Ni siquiera pestañeó.

—Señor Ido —lo agité con más fuerza—. Soy yo, Eona.

Nada. Estaba mucho más lejos de lo que yo podía alcanzar con el simple tacto y la voz. Hacían falta medidas drásticas: más brutalidad. El pensamiento de añadir mayor sufrimiento todavía a aquel ser, me provocó náuseas. Pero si teníamos que curarnos ambos, no había más remedio que despertarlo. Dejé a un lado la compasión e introduje los dedos en la herida irregular y húmeda que lucía en el hombro.

Su cuerpo entero se estremeció, y sus manos se convulsionaron dentro de los grilletes. Di un salto hacia atrás. Aquello tenía que haberlo despertado. Sin embargo, seguía con los ojos cerrados y no se veía atisbo de consciencia en su cara.

—No se despierta —dije.

—Prueba otra vez. —Vida cruzó la habitación.

Apreté con más fuerza.

—¡Señor Ido!

Esta vez, el dolor lo lanzó contra la pared, y el duro golpe le hizo vibrar todos los miembros, pero aun así, no abrió los ojos.

—Está profundamente sumergido en el mundo de las sombras. Una bendición para él, supongo —dijo Vida; luego levantó el juego de llaves del vigilante—. Le quitaré los grilletes. Tal vez eso signifique algo para su espíritu.

Metió una pequeña llave en la abertura de las esposas, y las dos piezas metálicas se separaron con un ruido seco. Las manos ensangrentadas le golpearon los muslos con todo su peso, pero aquella liberación no hizo que se moviese lo más mínimo. Vida se inclinó para abrir también los grilletes que le ataban los tobillos.

—No puedo —dijo con un hilo de voz—. Creo que le han metido el metal entre los dedos rotos.

Ryko se puso en cuclillas junto a mí y colocó el cubo de agua en el suelo de piedra, entre nosotros. Entonces, levantó la cabeza de Ido tirando de una de las matas de pelo en que se habían convertido sus trenzas. Parecía que su compasión no se había traducido en buenos modales.

—Señor Ojo de Dragón. ¡Despertad!

La lenta y ronca respiración no se alteró.

Ryko volvió a recostar la cabeza de Ido contra la pared. Luego se levantó y cogió el cubo.

—Más vale que os apartéis —me dijo.

El agua fría golpeó a Ido en la cara con tanta fuerza que me salpicó también a mí. Ahogué un grito y me sequé los ojos. Desde luego, me había sacado de mi propio sopor. Parpadeé y me concentré en Ido. Las gotas de agua resbalaban por encima de las costras de sangre de su cara mugrienta, pero él seguía bien lejos de allí.

Giré la cabeza hacia otro lado cuando vi que Ryko se disponía a echarle más agua. Luego oí el golpe contra el rostro, como un bofetón. Todos nos inclinamos hacia delante con la esperanza de percibir algún movimiento, por pequeño que fuera, en sus ojos cerrados o algún cambio en el ritmo de su respiración.

—Está demasiado hundido en las sombras —dijo Ryko.

—¡No! —Agité frenéticamente la cabeza de Ido. Su cogote rebotaba contra la pared—. ¡Despertaos!

Vida me cogió la mano.

—¡Basta, Eona!

—No puedo arriesgarme a curarlo si no se despierta —dije entre dientes—. Vendrán los demás dragones y él no estará allí para detenerlos.

Ryko se levantó.

—No se despertará fácilmente. Tendremos que llevárnoslo de aquí.

—Eso lo matará —protestó Vida.

—Tal vez, pero no podemos dejarlo aquí.

Oímos el sonido de unos pasos a la carrera y volvimos la cabeza hacia la puerta. Dela apareció por la esquina, con un pequeño montón de ropa en los brazos.

—Yuso está vigilando la puerta —dijo entre jadeos—. Pide que nos demos prisa, nos quedan pocos minutos antes del cambio de guardia.

—No podemos despertar a Ido —dije—. No lo puedo curar.

Dejó caer la ropa en el suelo cubierto de mugre.

—Déjame mirar.

Ryko se apartó para dejarla pasar. Dela se inclinó y levantó el párpado izquierdo de Ido. La pupila ocupaba casi todo el espacio del iris castaño del Ojo de Dragón. Entonces, algo se movió allí dentro; un reflejo plateado.

Dela retrocedió.

—¿Qué ha sido eso?

Hua.

Me incliné precipitadamente hacia delante y le levanté de nuevo el párpado. El reflejo plateado era menos brillante y más lento de lo que yo le recordaba pero, sin duda, era el de su energía.

—No está en el mundo de las sombras, sino en el de la energía.

—¿Eso es bueno? —preguntó Vida.

—Significa que, probablemente, ahora mismo está con su dragón.

Solté el párpado y me senté, con el recuerdo del dragón azul acercándose. ¿Podía ser que Ido se hubiese refugiado en el interior de su bestia individual?

—¿Significa eso que lo puedes curar? —inquirió Ryko.

Me miré el brazo vendado. Un latido doloroso empezaba a crecer en el miembro insensible, arrastrando energía consigo. No estaba segura de tener fuerzas suficientes para entrar en el mundo de la energía. Y aunque lo consiguiese, los diez dragones huérfanos eran tan rápidos… Según mis cálculos, dispondría de menos de un minuto para encontrar a Ido y curarlo antes de que nos atacaran.

—Tengo que intentarlo —dije—. Todos atrás. Ya sabéis lo que ocurrió la última vez.

Los tres se retiraron hasta el otro extremo de la celda.

Ayudadme, rogué a cualquier dios que pudiese estar escuchando, mientras ponía la mano plana sobre el pecho mojado de Ido, justo encima del carácter que le habían grabado tan brutalmente en la piel. Noté bajo la palma el trabajoso latido de su corazón. Sentí un nudo de terror asfixiante en la garganta. ¿Qué pasaría si no lo conseguía? ¿Mataría a todos los que estaban a mi alrededor?

Me abrí paso entre el pánico. Cada profunda inspiración me relajaba el pecho, hasta que identifiqué un ritmo profundo que me resultaba familiar: el sendero hacia el mundo de la energía. El agotamiento intentaba arrastrarme, como una peligrosa corriente turbulenta contra la que tenía que luchar con cada respiración. Bajo la palma de mi mano, el corazón de Ido empezó a latir al mismo ritmo que el mío, y el movimiento irregular de su pecho seguía cada vez más la frecuencia constante de mi respiración. El mundo físico en penumbra que nos envolvía pronto empezó a doblarse y retorcerse hasta transformarse en un estallido de brillantes colores y torrentes de hua.

Allí, ante mí, el cuerpo material de Ido, que tanto sufría, se tornó en dibujos de energía. El dolor lanzaba violentos latigazos a sus meridianos, emitiendo afilados y recortados picos de hua. El giro de todos y cada uno de sus siete puntos de poder era muy lento, y sus senderos plateados se veían obstaculizados por espesos coágulos negros. Miré más de cerca. Todos los puntos, desde el rojo del sacro hasta el purpúreo de la coronilla, giraban en la dirección equivocada. Ya lo había visto antes en Dillon.

Ido estaba empleando gan hua.

Ryko, Dela y Vida se hallaban agrupados al fondo de la celda. La hua latía a través de sus cuerpos transparentes, como deslumbrantes corrientes de plata. Ellos no podían ver a la Dragona Espejo allí arriba, ni sentir su poder, pero para mí, su vibrante energía relucía como un pequeño sol que alejaba las sombras de la fría y húmeda celda. La bestia me miró intensamente con sus ojos de otro mundo, y mi hua saltó para encontrar su radiante presencia. La dragona alargó el sinuoso cuello hacia mí. La perla dorada bajo su barbilla emitía destellos de luz. El sabor de la canela me inundó la boca, y aquella cálida invitación provocó lágrimas de gozo en mis ojos.

Pero yo no podía aceptarla. Aún no.

Aparté los ojos de su incandescente belleza y miré al Dragón Rata en su rincón nornoroeste. Tenía la cabeza hundida e inclinada hacia abajo, y balanceaba los pálidos costados. El poder de la bestia era ácido y sin brillo. Una energía densa como el fango creaba bolsas de oscuridad que se mezclaban con las corrientes de color brillante que brotaban de mi dragón.

¿Señor Ido? Dije mentalmente. ¿Estáis ahí?

La bestia ladeó lentamente la cabeza. Sus grandes ojos no eran profundos pozos, como los de la Dragona Espejo. Estaban amarillentos y nublados por el dolor.

Eran los ojos de Ido.

—¡Por todos los dioses, estáis dentro de vuestra bestia! —dije, tan asombrada que lo exclamé en voz alta—. ¿Cómo es posible?

Eona. La ronca voz mental de Ido reflejaba una gran incredulidad. ¿Qué estás haciendo aquí?

Dejé a un lado mi propia estupefacción y respondí con la mente.

He venido a curaros.

¿Curarme?

Así es. Pero necesito vuestra ayuda. Los otros dragones acudirán y yo no podré contenerlos. Necesito que lo hagáis, como la otra vez, en la aldea de pescadores.

Los ojos del dragón se clavaron en los míos. La perspicacia propia de un ser humano contrastaba con la ferocidad de su cabeza cubierta de escamas azules y los colmillos que sobresalían de su hocico.

¿Por qué corres un riesgo tan grande? ¿Qué quieres?

A pesar de los tormentos que le habían infligido, no había perdido un ápice de su agudeza mental.

Quiero que me enseñéis.

¡Ah! La bestia ladeó lentamente la enorme y puntiaguda cabeza. ¿Y qué obtendré yo a cambio?

¡Vuestra vida! ¿Qué más queréis?

A pesar de la seguridad en mi voz, estaba admirada por aquel intento suyo de darle la vuelta al asunto en su propio beneficio, incluso en aquellas atroces circunstancias.

El dragón chasqueó su delgada lengua.

Quiero otra cosa.

No estáis en condiciones de negociar, Señor Ido.

Y tú no tienes poder sin mí.

Aquella verdad desnuda me hizo apartar la mano de su pecho físico. El dragón agachó la cabeza para mirarme a través de la celda. Ido sabía que había dado en el blanco. Yo podía, de todos modos, no hacer caso de su envite, pero ambos nos quedábamos sin tiempo.

¿Qué queréis?

El libro rojo.

Por supuesto. Siempre lo había querido. Por eso lo había robado ya dos veces, pero nunca había conseguido traspasar la fuerza de sus perlas guardianas. Calibré con presteza el riesgo; la escritura femenina y los códigos lo mantendrían alejado de todo secreto que yo no deseara compartir con él. Aun así, yo sabía muy bien que Ido podía usar la información como una daga asesina. Necesitaba llegar a un acuerdo.

No podéis tener el libro, pero yo os diré lo que contiene.

Estoy de acuerdo —dijo, aunque no era difícil adivinar su insatisfacción.

¿Preparado?

El dragón extendió sus enormes garras de ópalo, cerniéndose sobre mi poder.

Rápido, Eona. Pronto hará demasiado tiempo que salí de mi cuerpo.

Sentí por primera vez una nota de temor en su voz mental. Presioné con fuerza su pecho frío y ensangrentado y reuní todo lo que pude de mi fuerza menguante para llamar a mi dragona. En el preciso instante en que la primera vocal de nuestro nombre compartido resonaba en la celda, su poder llegó hasta mí y llenó mis siete puntos de fuerza con su pura energía dorada, que se alzó como una melodía celebrando nuestra gozosa unión.

Mi visión se dividió entre el cielo y la tierra. La celda se llenó de refulgente hua que se cernía sobre la oscura silueta de Ido. Cúralo, pensé. Cúralo antes de que lleguen. No había tiempo para cantar cada parte de su cuerpo. No había tiempo para tejer la carne y el hueso. ¡Cúralo enseguida! A través de los ojos de la dragona vi los delicados hilos que, como una telaraña, unían el hombre a su bestia, el mundo terrenal y el plano de la energía. Demasiado frágiles, demasiado oscuros. En la distancia, oímos el ulular de diez lamentos: los otros diez dragones se habían puesto en camino, deseosos de llenar el vacío que habían dejado sus Ojos de Dragón. Y bajo su estridente canción, percibimos otro sonido: el tañido de una campana. Una y otra vez.

Los dibujos de hua vibraron. Supimos lo que ocurría al ver a Ryko correr hacia la puerta.

—¡La alarma! Nos han descubierto. ¡Corre, Eona!

Sentimos cómo nuestro poder se enroscaba, fuerte y tenso, y absorbía energía de todos los puntos posibles, la tierra, el aire, las aguas, los latidos de mil cosas vivientes, para reunirlos en un único alarido de curación, inmenso y ondulante. Éramos hua y, como tal, golpeamos el cuerpo físico de Ido con nuestra pura canción.

Ido lanzó un alarido en el momento en que arrancábamos su espíritu del interior de la bestia y lo devolvíamos a su cuerpo torturado, y entonces estalló por cada uno de sus senderos interiores. La hua rugió a través de él: una bola de fuego que moldeó de nuevo la carne, soldó sus huesos y purificó su plomiza fuerza vital para convertirla en corrientes plateadas.

Cayó de cuatro patas, jadeando. Nos miró desde allí abajo, y durante un momento los rasgos de su rostro en el plano de la energía se convirtieron en carne, y sus hombros y su espalda quedaron recubiertos nuevamente de músculos poderosos y piel suave. Luego, las formas se volvieron temblorosas y volvió a su estado de torrentes curativos de hua. La corriente plateada circuló a través de sus siete puntos de poder, y las esferas se pusieron a girar en el sentido correcto. Entonces, miré el punto de su corazón que ya había curado antes; aunque ahora estaba lleno de poderosa hua, volvía a ser más pequeño y menos brillante que los demás. ¿Seguía conteniendo la compasión que le había insuflado yo? Luego, otra diferencia atrajo mi mirada hacia el punto de la coronilla, donde residía el espíritu: en lo más profundo de su purpúrea esfera giratoria había un pequeño hueco, negro y maligno. Nunca antes había visto tanta oscuridad en un punto de poder.

Detrás de él, la forma vibrante del Dragón Rata se alzó, sinuosa, con fuerza renovada. El cuerpo celeste de la bestia se rizó y expandió, rebosante de energía. Alzó la cabeza en un movimiento circular, echando llamaradas por las delicadas ventanas de la nariz. Y entonces oímos los gritos de lamento, la presión aumentando a nuestro alrededor. Nuestros pesados músculos se tensaron, preparados para el combate.

—¡Fuera! —grité a Ryko.

Los diez dragones aparecieron en el pequeño espacio de la celda. Su brutal poder arrancó grandes trozos de piedra de las paredes, que salían disparados en todas direcciones hasta chocar contra el suelo. A través de los ojos de la dragona, vimos cómo Ryko se llevaba a Dela y a Vida hacia el pasadizo, mientras una nube de polvo asfixiante se elevaba en el interior de la prisión. Mi cuerpo físico dobló la espalda en un ataque de tos. Las bestias afligidas se abalanzaban sobre nosotras.

El Dragón Rata salió como una flecha en dirección oeste, atacando con sus garras y extrayendo chorros de hua del Perro y el Cerdo. Ambos se retiraron, dando alaridos de dolor. Nuestro gran cuerpo rojo embistió al Tigre verde, al tiempo que rasgábamos con las garras de rubí la piel rosada del Dragón Conejo. Nos retorcimos con los músculos en tensión para esquivar el ataque de las garras de amatista del Buey; la pared que quedaba detrás de la bestia de color púrpura saltó en pedazos. El dragón azul gruñó, saltó delante de nosotras y describió un amplio círculo, rasgando a su paso la piel de las demás bestias, que se agachaban o se retiraban entre aullidos estridentes.

Eona, como ya hicimos antes. La voz mental de Ido era ahora fuerte y poderosa, y el sabor a naranja de su brillante poder se mezclaba con el aroma dulce de la vainilla. ¡Juntos!

Agarró mi mano terrenal con la suya. Su tirón me arrancó de mi visión mental, y entonces lo vi, de rodillas, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos castaños avivados con la luz de la batalla. Luego volví a mi Dragona Espejo. Nuestro gran cuerpo rojo rodaba bajo el peso aplastante del anhelo de las bestias que nos rodeaban. No podíamos dudar: abrimos nuestros senderos interiores a la corriente de energía con sabor a naranja; ardió por nuestro cuerpo, recabando nuestro poder dorado en una inmensa ola de hua unida a las piedras y las rocas que giraban vertiginosamente, y que Ido controlaba a duras penas.

Él me sujetaba la mano con fuerza. Entonces, con un gran rugido, liberó nuestro poder en una explosión que agrietó el techo y las paredes exteriores de la celda y que aplastó a los diez dragones. La abundancia de poder hizo que el plano celestial se inundase, por un momento, de rojo vibrante, y luego el círculo de dragones que se debatía contra él fue desapareciendo, uno tras otro, en medio de grandes aullidos.

El mundo de la energía se retorció sobre sí mismo y se alejó repentinamente de mi vista. Estaba de nuevo en mi cuerpo material. El glorioso poder de mi dragona era como un distante murmullo en la cabeza, y un vacío en el espíritu.

Ido tiró de mí hasta que me arrodillé junto a él. Tenía su brazo delante de mi pecho. Un último y violento choque de energía nos golpeó. Sentí que me aplastaba contra el suelo y que luego recorría las otras celdas, rebotando en las paredes. Una lluvia virulenta de polvo y suciedad cayó sobre nosotros.

Levanté lentamente la cabeza. Media pared exterior había desaparecido, y entre los escombros se veían cuerpos esparcidos de soldados que habían acudido al oír la señal de alarma y habían sucumbido bajo la explosión. Unas pocas figuras se agrupaban a prudente distancia. Vendrían más.

—¿Estás bien? —dijo Ido, con la voz ronca. Nos ha ido de un pelo. O los diez dragones son más fuertes, o nosotros más débiles.

Me escabullí de su abrazo y apoyé las manos y las rodillas en el suelo. No me dolía nada. Me quité el vendaje de emergencia; bajo la sangre endurecida, el terrible corte había desaparecido, como si no hubiese existido nunca.

Ido se sentó. Él también estaba completamente repuesto. Miró su ancho pecho: la piel era tersa, no había rastro del carácter grabado. Luego se retorció para comprobar el estado de su espalda. Yo tampoco podía dejar de contemplar su cuerpo y el maravilloso resultado del poder curativo de mi dragona. No quedaba huella alguna de sus heridas. Sus hombros poderosos no dejaban entrever la brutalidad con la que los habían maltratado. Sin embargo, sus músculos aún se veían débiles en comparación con la fuerte osamenta. El poder de la dragona no bastaba para curar los efectos de tantos días sin comer. Ido se dio cuenta de que me fijaba en su cuerpo, pero no hizo nada por cubrir su desnudez.

—¿Cuántos somos?

Miré hacia fuera, donde el número de formas oscuras ya no era tan escaso como antes.

—Somos seis, vos incluido.

Se pasó la mano por la cara.

—¿Sólo seis?

—¡Eona! —Era la voz de Ryko, fuerte y apremiante.

—Aquí —grité, mientras me ponía en pie—. No estamos heridos.

Me toqué el brazo una vez más. Ni rastro de la herida.

—¿Te has curado a ti misma, también? —preguntó Ido, mirándome de arriba abajo—. Ya no eres coja.

—No —confirmé, y sentí que me sonrojaba.

—Ése es un poder muy útil —dijo.

Más de lo que él creía.

—Soldados —gritó Ryko mientras aparecía tras la nube de polvo y el montón de piedras que habían caído junto a la puerta—. Estamos rodeados.

Detrás de él, caminando con dificultad entre los escombros, que sonaban como campanillas bajo sus pies, llegaron Vida, Dela y Yuso. Vida se quedó paralizada al ver el cuerpo curado de Ido.

—Deben de haber encontrado a los dos hombres que matamos Ryko y yo —dijo Yuso. Luego se frotó una pequeña herida que tenía encima del ojo, y al hacerlo se embadurnó la frente con sangre—. Cada vez son más.

—¡Qué más da! —Ido se levantó lentamente. Miró hacia abajo y encogió los dedos de los pies. Luego me miró a mí e hizo un breve gesto de asentimiento; probablemente, era lo más parecido a una señal de gratitud de que era capaz—. Ahora que estoy entero, abriré el camino.

—¿Con vuestro poder? Eso va en contra de la Alianza de Servicio.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, me daba cuenta de lo ridículas que parecían. Ido había dado muerte a todos los demás Ojos de Dragón. ¿Qué podía importarle, pues, la Alianza Sagrada del Consejo?

Mostró los dientes tras una sonrisa lobuna.

—No te engañes a ti misma. Sabes muy bien que la Alianza ya no existe.

—Eso no es cierto.

El desmentido sonaba hueco, incluso para mis propios oídos.

Dela levantó los brazos desde detrás de los escombros. Llevaba la ropa que antes había dejado caer, y se la ofreció a Ido. Caía arenilla de los pliegues.

—Ya que el Señor Ido rompió la Alianza en beneficio de Sethon —dijo, con severidad—, lo menos que podría hacer ahora es romperlo otra vez, pero ahora en beneficio nuestro.

Ido la miró, al tiempo que se enfundaba los pantalones polvorientos y se ajustaba el cordel alrededor de la cintura.

—Veo que os habéis vuelto muy pragmática, contraria.

Luego se puso la camisa suelta.

—Eso lo hace la necesidad. —Dela se pasó la lengua por los labios—. ¿Nos sacaréis de palacio con vuestro poder?

Ido se miró el cuerpo enjuto.

—Creo que tengo de sobras para pasar a través de esos hombres.

—¿Y el suficiente para matar a Sethon? —preguntó ella.

¿En qué estaba pensando Dela? Habíamos ido allí a rescatar a Ido para que pudiese enseñarme, no a asesinar a Sethon.

Ido movió negativamente la cabeza.

—No formo parte de vuestra resistencia, contraria.

—Pero él os ha torturado. ¿No deseáis matarlo?

Ido levantó la barbilla.

—Lo haré a su debido tiempo, y no por conveniencias de vuestra causa.

Yuso se interpuso entre los dos.

—Todos queremos ver a Sethon muerto, dama Dela, pero éste no es el momento. No es nuestra misión. Hemos venido a rescatar al Señor Ido.

—El capitán tiene razón —dije en tono de apremio.

—Se están distribuyendo en formación de batalla, ahí fuera —informó Vida.

Una voz de mando y el ruido sordo de muchos pies a la carrera nos obligaron a girarnos hacia el hueco abierto en el muro. Las tropas se congregaban alrededor del edificio.

—Hay hombres y caballos esperándonos al otro lado de la muralla del palacio, detrás de la puerta de la guardia imperial —dijo Yuso—. ¿Conocéis el camino?

Ido asintió con la cabeza.

—Que nadie se separe de mí —ordenó—. Si alguien se aleja de mi protección, debe saber que no me detendré.

Nos apiñamos tras él. Dela y Vida se colocaron a mis costados, Ryko y Yuso detrás de mí. Ido modificó su respiración. El suave movimiento ondulante de sus hombros se convirtió en la lenta y profunda cadencia que lo introduciría en el mundo de la energía.

Aquél era el momento de comprobar mi vínculo con él: tenía que estar segura de que podría controlarlo.

Alargué mi hua cautelosamente, buscando el pulso de su fuerza vital, preparada para echarme atrás a la menor señal de contacto. Con Ryko, mi vínculo era rápido, repentino, pero la energía de Ido estaba guardada bajo diversas capas de protección, y mezclada con la vainilla y la naranja de su dragón. A medida que su mente se acercaba al plano de la energía, sentí que se abría un sendero y que el latido distante de su fuerte corazón tendía a acoplarse con mi propio ritmo. Me retiré rápidamente, antes de que su pulso se mezclara con el mío.

Miró hacia atrás con sus ojos castaños teñidos de plata. ¿Había notado mi presencia? Un grito en el patio atrajo mi atención. Las tropas avanzaban. Ido cruzó la abertura en el muro de la celda, con el resto de nosotros moviéndonos al unísono tras él. Alzó la mano y transformó la suave brisa en un vendaval. Los remolinos de polvo que se formaron nos rodearon sin tocarnos. Con cada pasó que dábamos hacia las tropas, aumentaba la fuerza ululante de aquel viento.

Algunos soldados empuñaron sus ji, pero la corriente de aire las arrancó de sus manos, y fueron a clavarse en los compañeros que tenían detrás. Avanzamos hacia ellos. El poder del viento aullador desenterraba los cuerpos de los que habían perecido bajo los escombros y los lanzaba contra los vivos. El terror rompió filas con tanta eficacia como el daño que provocaban los proyectiles humanos. El vendaval, como un ariete, levantaba del suelo a los que se mantenían firmes y los arrojaba contra sus camaradas y contra las paredes de los cuarteles de la guardia. Los guijarros de la franja alrededor del patio les golpeaban la piel hasta cortarla en tiras sangrantes. Los gritos de dolor se perdían entre el estruendo del huracán.

¿Cómo podría yo controlar la mente de un hombre que poseía un poder tan descomunal?

Pasamos ante el pabellón de la justicia Otoñal. Ido erizaba la tierra a ambos lados con un simple movimiento de las manos. El suelo se levantó bajo la siguiente fila de soldados. Mientras corrían hacia nosotros, los adoquines se desgajaron bajo sus pies y saltaron describiendo arcos en el aire para caer luego como una lluvia golpeándose las cabezas con un ruido sordo, escalofriante. Vida se agarró a mi brazo y evitó mirar cómo las grandes farolas de aceite salían disparadas hacia un nuevo grupo de soldados y los hacían arder en llamas que el viento avivaba. Los hombres aullaban de dolor entre salpicaduras de aceite incandescente.

Nos acercábamos a la muralla exterior del palacio. Algunos soldados aparecieron doblando la esquina más alejada de los cuarteles de la guardia. Ido los vio. Con un gesto de la mano levantó la arena del campo de entrenamiento. Me agaché, aunque sabía que la pálida nube que pasaba rauda como una flecha por encima de nuestras cabezas, no nos tocaría. Alcanzó a los hombres en forma de miles de diminutos cuchillos que les rasgaban la piel y ahogaban sus gritos con una fuerza sofocante. Oí cómo Ryko, a mi espalda, gemía de horror.

Más adelante, un tramo de muralla saltó por los aires, levantando una enorme nube de piedras y polvo. El ritmo de Ido no decayó. Cruzamos el hueco tras él, y ascendimos por el camino sembrado de escombros. Todos teníamos que contener el impulso de salir huyendo de la devastación que habíamos levantado a nuestro paso.

Ante nosotros se abrían los caminos que cruzaban las arboledas del Anillo de Esmeralda, los espléndidos jardines que separaban el palacio del círculo de las Moradas de los Doce Dragones dispuestas a su alrededor. Habíamos emergido cerca del estanque de la Rana de la Fortuna. El célebre pabellón en forma de rana se elevaba sobre las aguas doradas como un templo en miniatura. El brillo rojizo del palacio en llamas se proyectaba sobre la superficie del estanque y se reflejaba en los ojos, semejantes a pequeñas joyas, de las ranas acurrucadas en su interior. Más allá del estanque, una puerta redonda como la luna enmarcaba un jardín de guijarros. Las pálidas piedras relucían a la luz rojiza como si se tratara de un camino de monedas de oro.

Ryko se introdujo dos dedos en la boca y emitió una serie de agudos silbidos que lograron hacerse audibles a pesar del estruendoso caos que apenas habíamos dejado atrás. Sombras, negras como la tinta, de hombres y caballos emergieron entre un grupo de cipreses, a nuestra derecha. Descubrí entre ellas la piel veteada de Ju-Long, el caballo rodado, y mi corazón dio un respingo. ¿Se encontraba Kygo entre aquellos hombres? No, no podía correr aquel riesgo.

—El dios de la fortuna está de nuestro lado —susurró Vida.

—No ha tenido nada que ver con esto —replicó Ido, con la voz ronca por el cansancio—. Vi sus hua con los ojos de mi dragón.

Nos guió hacia ellos, más allá del estanque. Las siluetas se convirtieron en formas visibles. Ahí estaba el enjuto cuerpo de Caido, acompañado de cuatro de sus hombres, que se esforzaban en controlar la recua de caballos. Kygo no era uno de ellos: había ofrecido a Ju-Long para el rescate. Los animales habían olfateado el fuego y la carne quemada, y se resistían a avanzar.

—Llevadlos atrás hasta que se tranquilicen —ordenó Caido. La cadencia de su voz, propia de los hombres de las montañas, quedaba suavizada por el tono de apremio.

Los hombres dieron media vuelta y se llevaron a los caballos hacia el interior de los jardines. Caido se acercó a nosotros, dando grandes zancadas. Al ver a Ido se quedó paralizado un momento, hasta que acabó por inclinarse, vacilante, ante él. Se suponía que Ido era nuestro prisionero. Sin embargo el poder plateado relucía visiblemente en sus ojos y su porte autoritario era patente.

Yuso se avanzó al resto del grupo.

—¿Está a salvo Su Majestad? —preguntó, sacando a Caido de la perplejidad.

—Está esperando en el punto de encuentro con el resto de los hombres —dijo el miembro de la resistencia, aunque tenía la vista clavada en la brecha de la muralla. Bizqueó, mirando a través de la humareda, y entonces señaló las siluetas de los soldados que iban apareciendo cautelosamente a través del boquete—. Vienen. ¡Tenemos que irnos!

—No aprenden, ¿verdad? —dijo Ido. Dio media vuelta para ponerse de cara al palacio y lanzó las manos hacia delante. El camino de grava se enroscó sobre sí mismo y saltó en una gran explosión. Me agaché al ver que la tierra se agrietaba con un feroz rugido a lo largo de la muralla y que ésta se desplomaba sobre los soldados, aplastándolos súbitamente bajo un montículo de piedras y arena. La gran grieta se extendió desde los límites del palacio, con un ruido atronador, hasta partir los jardines en dos mediante una sima infranqueable.

El rugido se fue perdiendo y dejó sólo un silencio estremecedor y una densa polvareda. Entonces comenzó de nuevo el griterío de los hombres sumidos en el espanto y el dolor.

Ido me miró y luego se puso a andar, alejándose de nosotros. El capitán se abalanzó sobre él, pero Ido contrajo los puños y el suelo se arqueó bajo los pies del hombre-sombra. Yugo tropezó y cayó de espaldas con un quejido de dolor.

—Señor Ido —chillé—. Tenemos un acuerdo. Dijisteis que me daríais instrucción.

Aunque su rostro demacrado mostraba signos de un gran cansancio, el poder seguía matizando sus ojos castaños.

—¿Acaso esperabas que te seguiría como el perro faldero en que se ha convertido tu isleño, Eona? —dijo, señalando con un ademán a Ryko, que se estaba acercando a él, junto con Vida y Dela. El Ojo de Dragón detuvo su cauteloso avance levantando una mano amenazadora—. Si quieres aprender, Eona, deberás venir conmigo y hacerlo según las condiciones que yo dictaré.

Sonrió, y yo me sentí como si todo el peso de su cuerpo cayera sobre mí.

—Sabéis que nunca os seguiré. ¡Nunca!

—Lo que sé es cuánto deseas tu poder, estás hambrienta de él —dijo—. Y también sé que nunca lo tendrás sin mí. De modo que debes elegir. Aprende a derribar murallas y palacios enteros o conviértete en una muchacha inútil, sin nervio para seguir el camino de su propio poder.

Di un paso al frente. Él tenía razón: anhelaba tanto mi poder que el deseo se había convertido en un dolor continuo dentro de mi espíritu, pero, en cambio, se equivocaba al pensar que no había nervio en mí.

Con una furia incontenible, lancé mi hua hacia él, buscando el sendero plateado que me conduciría hasta su voluntad. Sentí que mi fuerza vital avanzaba como una ola sobre otro latido, uno que ya conocía y que corría ahora con una energía que no podía contener. Ryko.

El isleño cayó de bruces al suelo, junto a mí, jadeando. Me sentí desfallecer. Ni siquiera había pensado en él.

Ido se agachó. Había sentido la amenaza. Vi el fulgor plateado en sus ojos: estaba haciendo acopio de su poder. No había tiempo para vacilaciones. Golpeé su fatiga con mi hua. Su sabor llenó mi boca con una oleada de poder naranja que lo hizo caer de rodillas.

¿Qué estás haciendo?, dijo con una furia que parecía un ácido cortante.

Luché por atraer el latido de su corazón hacia el mío, pero su resistencia vibraba, rugiente, en mi sangre. Lentamente, como si estuviera cobrando la red de un pescador, fui acercando cada vez más su ritmo vital hacia el mío. Él luchaba denodadamente contra el abrazo de mi hua. Logró levantarse muy despacio, forzando un camino a través de mi poder, hasta que se puso en pie, tambaleante. Acusó el esfuerzo: su pulso se deslizó bajo el mío en un latido de unidad, y luego se liberó de nuevo.

Busqué más poder, instintivamente. Ryko. Se retorcía en el suelo, hecho un ovillo, muy cerca de mí. Su frenética energía parecía ofrecérseme. La agarré y extraje la brillante hua. Ryko lanzó un alarido terrible, vibrante, pero yo no podía parar. El súbito torrente de energía que penetraba en mí saltó como un animal aullando y aplastó a Ido hasta hacerle caer de rodillas una vez más.

La camisa del Ojo de Dragón estaba empapada de sudor, a causa del esfuerzo que hacía para rechazar la acometida. Cada uno de sus intentos por bloquearme quedaba hecho trizas bajo el poder de mis dientes. Era energía oscura, desnuda, punzante, que arrancaba parte de su hua para introducirla en la mía, y clavaba su rabia con el latido atronador de mi corazón. Finalmente, con la fuerza que me daba saberme victoriosa, hice que se quedara en el suelo, a cuatro patas.

—Vuestra voluntad me pertenece. ¿Lo entendéis?

Estiró el cuello y emitió un gruñido. A mi lado, Ryko gemía, atrapado por el contragolpe.

—Señor Ido, ¿lo entendéis?

Levantó la cabeza. Noté su esfuerzo ondulando bajo mi poder. Lo había sometido. No quedaba en sus ojos ni rastro de corriente plateada. Estaban teñidos de una furia dorada, oscura. Volví a aplastarlo contra el suelo hasta que su frente tocó la hierba y la tierra.

¿Lo entendéis?

—Sí —jadeó—. Sí.

Todo mi cuerpo sintió la sacudida de la euforia; tenía control sobre el Señor Ido, sobre su poder y su orgullo. Ahora era él quien conocía la agonía de la esclavitud. Podía obligarlo a hacer cualquier cosa que…

—¡Detente, Eona! ¡Detente enseguida! —Una cara borrosa apareció ante mí, vociferante—. ¡Estás matando a Ryko!

Eché la cabeza atrás, súbitamente. El fuerte impacto de una mano rompió mi ensimismamiento. Los rasgos severos de Dela se hicieron más claros, definidos. Me llevé los dedos a la mejilla enrojecida por el golpe, y la corriente de poder me abandonó. Sin embargo, un regocijo salvaje quedó adherido a mi sangre, como un zumbido. Ya no tenía la hua de Ido en mis manos, pero sabía que el camino hacia ella estaba abierto. Y también el suyo hacia mí.

Di un paso atrás. Estaba temblando.

Ido alzó lentamente la cabeza. Comprobaba hasta qué punto estaba libre. Yo conocía aquella sensación: el alivio del control recobrado. Se levantó, tomando aliento profundamente, y escupió para sacarse la tierra de la boca. Sus dedos retorcidos eran el único vestigio que quedaba de su furia.

—Esto no es poder de dragón —dijo con voz ronca—. ¿Qué es?

Lo miré con recelo, preparada para sujetarlo de nuevo.

—Cuando curo a alguien, puedo controlar su voluntad —dije—. Siempre que quiera.

Pero él tenía razón; no era poder de dragón. Fuese lo que fuese, apareció mediante la conexión que se había establecido entre nosotros al curarlo, igual que se había establecido también con Ryko en la aldea de pescadores. Un fino hilo dorado de la hua de cada uno de aquellos hombres, entrelazado con mi propia hua. Sin embargo, no sabía a ciencia cierta de dónde procedía el poder.

O tal vez no quería saberlo.

Se tocó la frente con el canto de la mano.

—Casi me parte el cráneo en dos. —Me miró—. Has gozado con ello. He podido sentir tu placer.

—No —repliqué, y me crucé de brazos.

Él sonrió amargamente.

—Mientes.

—Mi Señora —dijo Caido—. Por favor, ¡debemos irnos ya!

El rostro de facciones delicadas del hombre de la resistencia reflejaba una aguda ansiedad y un gran asombro. Y también, me daba cuenta de ello, miedo de mí.

Asentí y me volví hacia Ido.

—Levantaos.

Ido frunció los labios al oír aquella orden, pero se levantó.

Dela y Vida estaban agachadas a ambos lados de Ryko. Con una mano llena de dulzura, la contraria hizo rodar el cuerpo robusto del hombre para ponerlo de costado. Ryko gruñó. Tenía el rostro cetrino. Había estado a punto de extraer de él un exceso de hua. Aquello me había dado la posibilidad de controlar a Ido, pero había estado a punto de matar a mi amigo.

—Dela, ¿está bien? —dije, mientras me acercaba a ellos—. Quedó atrapado en medio. Yo no…

—¡Déjalo en paz!

Su furia se levantaba como un muro entre nosotras. Se dio la vuelta hacia Ryko y lo ayudó a sentarse.

—Tal vez me equivoqué contigo —dijo Ido mirando al isleño, que doblaba la espalda, agarrotado y temblando a causa del dolor.

—¿Qué queréis decir?

El rostro de Ido se dirigió hacia mí. La luz de las llamas jugaba sobre su rostro. Las sombras parecían hacer más profundas sus mejillas hundidas y la nariz patricia resaltaba entre los pómulos.

—La última vez que te vi, te rendiste para ahorrarle el sufrimiento al isleño. No podías soportar verlo malherido. —Entornó los ojos y esbozó una sonrisa maliciosa—. Ahora, en cambio, le has arrebatado hua para imponerte a mí. Tal vez sí tienes el nervio suficiente para seguir el camino de tu poder.