13

Doce muchachas; un número de buen augurio. Cuando nos congregamos ante la Puerta del Buen Servicio, examiné los rostros que había en la penumbra, a mi alrededor. Algunas de las mujeres estaban tensas, sin duda tenían en mente los tres cuerpos hallados en el canal, mientras que otras mostraban en los ojos el brillo propio del opio, y la droga les relajaba tanto el cuerpo como la mente. Momo nos había dicho que nos mantuviéramos alejadas de aquellas chicas; según ella, no tenían capacidad para comprender el peligro que corrían, ni ellas ni las demás. Seguía haciendo calor, y el choque de perfumes de los cuerpos que nos rodeaban apenas ocultaba el olor a sudor. Estábamos acorraladas entre los hombres que se suponía eran nuestros «protectores» y los soldados que guardaban la puerta. Me arrimé a Vida, sin soltar el mástil del laúd que tenía agarrado con la mano húmeda. Ella estaba de pie con los pies separados y los brazos cruzados.

—Parece que estés de guardia —le susurré al oído.

Soltó los brazos y juntó las manos.

—¿Por qué tardan tanto?

Una mujer se nos acercó.

—No sabía que habría una peonía —dijo en voz alta, lo cual atrajo hacia mí las miradas de todas las mujeres. Llevaba un vestido parecido al de Vida, aunque el suyo dejaba la piel mucho más al descubierto. Cuando sonrió, vi que tenía los dientes teñidos de negro, lo que la identificaba como una mujer casada de las lejanas regiones de la costa del sudeste. ¿Cómo se había alejado tanto de su hogar y de su marido?—. Así que tendremos música —añadió—. Bailaremos.

—No me digas que quieres convertirte en una orquídea —se burló de ella otra flor de alazor.

Las dos mujeres empezaron a intercambiarse insultos a media voz y dejé de ser el centro de atención. Miré a Yuso, más atrás; su aspecto de hombre habituado al mando quedaba oculto tras una barba descuidada, la ropa gastada y los hombros caídos. Bostezó, fingiendo que se aburría, pero al mismo tiempo me miró fugazmente a los ojos para tranquilizarme. Dela se hallaba a su lado, rascándose la barba de tres días con expresión ausente. Carraspeó y luego escupió.

Me incliné hacia delante y vi cómo los dos soldados de guardia cacheaban a una de las chicas que habían inhalado opio. La muchacha se reía tontamente y se arrimaba a ellos hasta que la empujaron de malos modos hacia la siguiente puerta, con la cabeza por delante y trastabillando. Sólo doce días antes, Ryko y yo habíamos entrado a la fuerza por aquella misma puerta, a lomos de un caballo, desde el patio. Me estremecí al recordar cómo nuestra montura había embestido a un soldado y le había clavado las pezuñas en el pecho. ¿Estaba recordando Ryko aquella misma noche de desesperación? Lo miré: fingía holgazanear junto a un hombre de Trang Dein; los dos parecían muros de músculo isleño. Los ojos de Ryko sólo mostraban impaciencia.

—Pequeña hermana peonía, os ruego me deis vuestro laúd. —Di un respingo al oír la voz de un soldado muy joven, con el rostro picado de viruela, que alargaba la mano hacia mí. La anticuada fórmula de cortesía combinaba con su sonrisa de timidez—. Lo cuidaré bien.

Le pasé el instrumento. Lo agitó con cuidado y miró atentamente dentro de su caja de resonancia, decorada con exquisitos grabados. Luego me lo devolvió.

—Lo siento, pequeña hermana, pero debo registraros. —Los múltiples hoyos de su rostro permanecieron blancos, en contraste con el súbito rubor de su piel—. Son las órdenes.

Me mordí la cara interior de las mejillas al sentir aquellos dedos temblorosos que me palpaban el pecho y la cintura, y luego las caderas. Junto a mí, Vida recibía el mismo trato por parte del otro guardia, aunque con menos miramientos.

Mi joven soldado agachó la cabeza.

—Podéis pasar —dijo.

Le ofrecí una sonrisa de peonía, lenta y cargada de misterio, tal como me había enseñado Orquídea de Luna, y vi cómo se ruborizaba otra vez.

Vida se unió a mí y juntas cruzamos la puerta hasta el patio interior que discurría junto a las inmensas cocinas. Me acaricié la muñeca con la mano para tocar el bulto que formaba el anillo de Kygo, oculto bajo la banda de piel que habíamos convertido en un brazalete. Había sido idea de Orquídea de Luna. El modo tan cuidadoso con que me había envuelto la muñeca del costado de la luna me había parecido una bendición silenciosa.

Miré hacia atrás; Ryko estaba cruzando la puerta. Ya habíamos entrado todos en el palacio. Lancé una rápida plegaria a Tu-Xang, el anciano dios de la buena suerte. Se suponía que era el protector de locos y ladrones.

Cuatro hombres aparecieron con paso apresurado. Apenas dieron señales de haber percibido cómo inclinábamos las cabezas. Llevaban sombreros negros y plumas verdes clavadas en las túnicas: el atuendo que identificaba a los acompañantes. Momo tenía razón: una vez en palacio, ya no tendríamos guardias a nuestro alrededor, sino sirvientes eunucos. En la terrible noche del golpe de mano, Ryko y yo habíamos visto cómo degollaban a muchos de ellos. Sin embargo, los cuatro que ahora teníamos delante parecían satisfechos y diligentes, como si aquellas atrocidades no hubieran sucedido nunca. Parecía que el cambio de emperador, a pesar de su brutalidad, no había detenido la maquinaria de palacio.

Seguidme —dijo uno—. No os separéis.

Algunas mujeres avanzaban cogidas de los brazos, y sus suaves susurros se elevaban en risas entrecortadas y nerviosas. Miré a Vida y la cogí de la mano, en parte, para que anduviésemos al mismo paso y, en parte, para sentir el calor de otro ser. Ella me estrechó los dedos. Rodeamos el edificio de las cocinas. El aire cálido de la noche se impregnó del olor salado y oleoso del pescado. Luego pasamos junto al muro que circundaba los aposentos de los invitados imperiales, la antigua casa del Señor Eón. Allí, en la Peonía, yo había vivido más de un mes como un Señor Ojo de Dragón. Y aquí estaba de nuevo, esta vez como una mujer flor, una peonía. Tuve que contener el deseo de echarme a reír como una loca.

Giramos por una avenida que pasaba ante el salón de banquetes pequeño. Aquella parte del palacio no había sufrido muchos daños. Yo sabía bien que había mucha más destrucción en el otro lado, alrededor del harén central, donde el Señor Ido había usado su poder para abrir un hueco en el muro del santuario. Tal vez la tortura a la que estaba siendo sometido era el modo en que los dioses lo castigaban por haber transgredido las normas de la Alianza de Servicio.

Los eunucos nos guiaron más allá del salón hasta el tercer edificio de viviendas: la Casa de la Nube de Cinco Colores. Era nuestro destino, ya que nos hicieron pasar a un jardín de ceremonias y, una vez dentro, el eunuco que llevaba el mando se retrasó hasta unirse a Yuso y Dela.

—Vosotros y vuestros hombres no podéis pasar —les dijo—. En ningún momento. ¿Entendido?

Yugo se encogió de hombros.

—Entendido. —Abrió la mano y mostró unos dados—. Estamos acostumbrados a esperar.

Al acercarnos a los elegantes paneles correderos, la energía en el grupo de mujeres sufrió un cambio. Incluso las inhaladoras de opio se agarrotaron. Por mi parte, sentí que Vida me estrechaba la mano con fuerza. Ahora dependía de mí pasar el siguiente obstáculo: el hermano de Sethon. Momo estaba convencida de que llamaría a un asistente. Ella lo conocía bien, y conocía aquel mundo, pero, ¿qué ocurriría si, al fin y al cabo, decidiese quedarse con una peonía? Un recuerdo descarnado de la noche del golpe acudió a mi mente y me hizo estremecer: una criada que luchaba por liberarse de un soldado, chillando en la penumbra. Agarré con fuerza el laúd. Más adelante, un eunuco anunció nuestra llegada dando unas palmadas y los murmullos de las mujeres cesaron. El brillo de un par de farolas doradas proyectaba la sombra del acompañante hacia el camino de guijarros bien rastrillado.

La flor de alazor de dientes negros se volvió hacia mí:

—Tendrías que estar delante —dijo, rompiendo el silencio—. ¿Qué haces ahí atrás?

La miré, sorprendida, incapaz de encontrar una respuesta rápida.

—Bueno, si quitas tu culo gordo de en medio —dijo Vida, con aspereza—, a lo mejor la peonía Fortuna podrá colocarse en el lugar que le corresponde.

Dientes Negros miró a Vida con el ceño fruncido, pero se hizo a un lado.

—¿Culo gordo? —masculló, mientras pasábamos—. Mira quién habla.

Vida la aplastó con la mirada. Dibujé una sonrisa forzada al pasar ante las demás mujeres, que emitían murmullos de desaprobación ante la belicosidad de Vida. Nos situamos al frente de la fila desordenada de mujeres y bajamos los escalones hasta la repisa de madera. La puerta corredera se abrió. Un sirviente gordo nos miró y luego saludó a nuestro acompañante.

—Llegan tarde —dijo. Ladeó la cabeza hacia el interior, de donde procedían las risas de los hombres—. Están borrachos como cubas.

Una ola de susurros se levantó entre las mujeres. La tensión iba en aumento.

—Pues déjalas pasar —dijo el asistente.

El sirviente inclinó la cabeza con una mueca desdeñosa y nos guió hacia el elegante vestíbulo. El ruido de nuestros pasos quedó amortiguado por las esteras de paja fina. Reconocí la distribución del lugar: la misma que en los aposentos de la Peonía, con una sala de recepciones en la parte delantera y las habitaciones privadas en la trasera. Por las voces y las carcajadas, parecía claro que los hombres esperaban en la sala de recepción.

El sirviente dio unas palmadas ante el panel corredero y el sonido de las conversaciones se detuvo. Yo tenía la boca seca. No quedaba en ella más que el miedo. A mi lado, Vida se había llevado las manos al pecho.

—Vida —susurré. Me miró, y vi mi propio pánico reflejado en sus ojos.

—Entrad —dijo una voz masculina.

El sirviente descorrió el panel hacia un lado y encorvó su grueso cuerpo en una profunda reverencia.

El corazón me latía en los oídos. Ante mí, un grupo de hombres vestidos con las túnicas azules de la caballería se repantingaban alrededor de una mesa baja, cuya pulida superficie estaba cubierta de botellas de licor y bandejas de comida. Recorrí sus caras con la mirada; algunos nos evaluaban, otros mostraban expresiones lascivas. Y en uno de ellos se reflejaba una gran sorpresa: el Gran Señor Haio, sin duda. El olor de la comida mezclado con el del sudor de los hombres me abrumaba.

Hice una reverencia, con una sonrisa forzada, y seguí andando, con el resto de mujeres detrás, hacia el interior de la habitación. No me atrevía a levantar la vista y mirar al círculo de hombres; percibirían el miedo como si fuese una marca negra en mi cara. Me arrodillé, deposité el laúd en el suelo, ante mí, y doblé la espalda en actitud de extrema sumisión. El resto de mujeres hizo lo mismo. Las esteras de paja hedían a vino de arroz que se había derramado sobre ellas. Sentí náuseas. Apreté los dientes en busca de aplomo. Una peonía nunca perdería los nervios, y menos aún vomitaría a los pies de sus clientes.

—Levántate.

Enderecé la espalda y me encontré frente a frente con la mirada del Gran Señor Haio, bajo el ceño fruncido. Sus facciones recordaban las de sus dos hermanastros mayores; tenía la frente del viejo emperador y los ojos tan fríos como los de Sethon, aunque no tan separados. La boca de Haio, sin embargo, era sólo suya: pequeña, mezquina, y en aquel momento cerrada y arrugada en señal de irritación.

—¿Quién eres? —preguntó.

Escarbé en la mente con frenesí: ¿cómo me llamo? ¿Cómo me llamo? Entonces encontré dónde agarrarme: aquel momento en que Vida se había enfrentado a Dientes Negros.

—Soy la peonía Fortuna —dije, y sonreí de verdad, aliviada.

—Bien, pues yo no he pedido una peonía —dijo—. ¿Qué es esto? ¿Un truco para sacarme dinero?

Momo tenía razón, gracias a los dioses. Desde luego, el tipo era un tacaño genuino.

—Parece que ha habido un malentendido, Mi Señor. —Ladeé suavemente la cabeza en dirección a Vida, que estaba arrodillada a mi lado—. Mi hermana de hogar y yo hemos sido enviadas como regalo para vuestro hermano, Su Majestad el Emperador, en señal de buena voluntad, de parte de las Moradas de las Flores.

Sentí una leve oleada de inquietud tras de mí. Una suave vibración de pánico.

Haio gruñó.

—¿Un regalo, dices?

—¿Por qué no se nos hace a nosotros un regalo como éste? —dijo un hombre con el rostro enrojecido. A continuación, brindó con su vecino de mesa, entrechocando los cuencos—. Nos merecemos un poco del favor de Su Majestad, mi general. Siempre nos las tenemos que apañar con los desechos.

Haio miró a sus oficiales.

—Tienes razón en eso. —Se limpió la nariz con un dedo regordete y me miró atentamente—. Podríamos quedarnos el regalo para nosotros —dijo lentamente—. Al fin y al cabo, no tiene por qué saber que se lo han enviado desde la Avenida de las Flores.

Me quedé agarrotada. A mi lado, Vida inspiraba aire agitadamente, y los hombres sentados alrededor de la mesa se echaron a reír.

Junté las manos y me dispuse a hablar:

—Mi Señor…

Haio me apuntó con el índice.

—Y tú cierras el pico y no le cuentas a nadie quién te envió, o te corto esa cara tan bonita que tienes y ya no servirás para nada. ¿Está claro?

Agaché la cabeza.

—Podemos quedarnos con la flor de alazor —dijo el de la cara roja, mirando fijamente a Vida—. Enviadle la peonía a Su Majestad.

—¿Quedárnosla? —musitó Haio, pensativo.

—Mi Señor —dije, haciendo un esfuerzo para calmar la voz—, mi hermana de hogar es una de las favoritas de Su Majestad. No quisiera que vos pudierais contrariar a vuestro venerado hermano por no haberlo sabido.

Haio se frotó la mandíbula.

—Favorita. —Cogió un cuenco de licor y lo vació de un trago—. Aquí hay surtido de sobras para todos —dijo, mirando a sus hombres con el ceño fruncido—. No hay que ser glotones. —Se levantó, balanceándose suavemente, y señaló al hombre de la cara enrojecida y a otros tres subordinados—. Vamos a llevarle a mi hermano el regalo de Año Nuevo, con un poco de retraso. —Nos hizo gestos, a Vida y a mí, para que fuéramos con él—. Venga. —Luego lanzó una mirada furibunda al resto de hombres que seguían en cuclillas delante de la mesa, y los señaló uno a uno con un dedo amenazador. Y a vosotros, perros, no se os ocurra empezar antes de que hayamos vuelto.

Caminé alrededor de las mujeres que seguían arrodilladas, con Vida arrimada a mí. Mis ojos coincidieron con los de Dientes Negros. Reflejaban tanto miedo… miedo por nosotras.

Haio cerró con fuerza la puerta corredera y salió dando tumbos al vestíbulo. Dos de los hombres se quedaron detrás de Vida. Su aviesa presencia nos empujaba a caminar con paso apresurado. Eché la vista atrás. No estaban borrachos, pues nos miraban con demasiada severidad, y llevaban colgando de la cintura sendas dagas enfundadas. Miré la cintura del hombre de la cara roja y comprobé que él también la llevaba. Debía de ser parte de su uniforme. Respiré hondo y seguí a Haio hacia la puerta principal, con todos los sentidos puestos en encontrar a Yuso y hacerle alguna señal para que supiera lo que había pasado.

No tuve que esperar mucho; estaba en un extremo de la plataforma de madera, en cuclillas, echando los dados en un círculo formado por Ryko, el hombre de Trang Dein y dos criados de la cocina. Levantó bruscamente la cabeza al oír la voz de Haio, que contaba un chiste verde al Cara Colorada, y se quedó parado en mitad del movimiento de la muñeca, con los dados todavía en la mano. Contrajo los labios y me di cuenta de que comprendía la situación. Sentí una enorme gratitud por su agudeza mental. Apenas perdió un suspiro. Acabó de echar los dados y relajó la espalda, al tiempo que nos dedicaba una sonrisa forzada. A su lado, Ryko miró hacia arriba, como si no fuese con él la cosa, pero tenía las manos fuertemente apoyadas en los muslos. No vi a Dela por ninguna parte.

Encaré el laúd hacia ellos y dispuse cuatro dedos sobre las cuerdas: armados. Luego cerré la mano alrededor del mástil: Sethon. ¿Lo verían Yuso y Ryko? ¿Entenderían mis señas? Los dejamos atrás. No me atreví a volver la cabeza, ni siquiera para mirar a Vida.

El aire de la noche parecía concentrarse en Haio. Aceleró el paso para conducirnos de vuelta hacia el salón de banquetes pequeño. El camino estaba iluminado por faroles blancos de papel que colgaban entre los edificios. Apostados ante las puertas y en las esquinas había soldados, que hacían el saludo militar al vernos pasar. Su presencia incrementaba mi pánico. Me arriesgué a mirar a Vida; llevaba la cabeza gacha para expresar sumisión, pero con los ojos, evaluaba posibilidades.

No había ninguna.

Las siluetas de dos hombres emergieron de entre los pabellones, a nuestra izquierda. Por un momento, sentí que mi corazón se aceleraba, esperanzado. ¡Yuso y Ryko! Pero no eran ellos. Aquellos cuerpos laxos, fofos, pertenecían a dos eunucos que se hundieron en profundas reverencias.

—Tú —dijo Haio—. ¿Está cenando aún mi hermano?

—Así es, Mi Señor —respondió el que llevaba la voz cantante, mientras se hundía todavía más en su reverencia.

Subimos los escalones de mármol hasta llegar a la puerta dorada de doble hoja del salón de banquetes. Los dos soldados que la custodiaban, uno a cada lado, saludaron y abrieron al ver que nos acercábamos. Me toqué la cara y sentí el tacto terroso pero suave de los polvos de maquillaje. El Gran Señor Sethon sólo había visto una vez al Señor Eón, durante el desfile triunfal. Yo me había postrado entonces ante él para suplicar que se permitiera dar asistencia a mi señor, que en aquellos momentos sucumbía al veneno. No hacía tanto de aquello. ¿Podía ser que se hubiera fijado lo suficiente en mi rostro como para reconocerme bajo aquel disfraz de peonía? Mis brazos y mis piernas me transmitían su intención de salir huyendo ante aquel peligro, pero reprimí el instinto.

—El Gran Señor Haio —anunció otro eunuco en el umbral elevado del salón. Entramos. Las dulces y temblorosas notas de una flauta se detuvieron de repente, dejando paso a un murmullo de voces masculinas, que fue cesando también, paulatinamente, a medida que nos acercábamos al Emperador Sethon.

Estaba en un estrado dorado, en el otro extremo del salón. La ropa que llevaba estaba recubierta de bordados de oro y gemas que relucían a la luz de las lámparas. Los invitados se hallaban sentados por debajo del estrado, a lo largo de dos mesas largas dispuestas en paralelo. Cara Colorada me dio un fuerte empujón para obligarme a que me pusiera de rodillas. El laúd emitió un leve tañido cuando lo deposité en el suelo de mármol. Eché una mirada furtiva a los hombres que estaban sentados más cerca de mí: todos eran altos mandos del ejército. Nos hallábamos entre el estado mayor del ejército de Sethon. Doblé la espalda todo lo que pude. La piedra fría del suelo reflejaba el miedo glacial de mi cuerpo.

Haio se acercó al estrado imperial, con ritmo irregular. Sus pasos resonaban en los muros del salón. Sentí que la respiración de Vida se aceleraba, justo detrás de mí. Cerré los ojos y recé a Bross. Coraje. Dame coraje.

—Saludos, hermano. Puedes subir. —La voz de Sethon seguía poseyendo el tono monocorde, impasible, que yo recordaba. Creía que cenabas con tus hombres, esta noche.

—Así es, Majestad. —La voz de Haio, por su parte, había pasado de ser la de un bravucón presuntuoso a la de un hermano pequeño lleno de inseguridad—. Os he traído un regalo. Una peonía y una de vuestras flores de alazor favoritas.

Me quedé sin aliento. ¿Diría Sethon que no tenía una favorita, que no había visto nunca a Vida? Tuve que hacer acopio de toda mi capacidad de control para mantener gacha la cabeza.

—¿Y a qué se debe este regalo?

Gracias a los dioses, le preocupaba más saber qué se proponía Haio con su generosidad.

—A nada en particular, hermano. A nada en particular —carraspeó Haio—. Se trata de un simple regalo en ocasión del Año Nuevo.

—¿No tiene nada que ver con tu actual insatisfacción?

Las palabras de Sethon originaron una gran tensión entre los hombres sentados a la mesa.

—No hay insatisfacción alguna, hermano —respondió Haio con prontitud.

Sethon hizo patente su incredulidad mediante un denso silencio.

—Me complace saberlo —dijo, finalmente—. Sirvientes, traedme el regalo.

Sentí acercarse el suave roce de unas zapatillas sobre el mármol. Un toque en el hombro me obligó a enderezar la espalda y sentarme sobre mis talones. Miré hacia arriba y vi a un joven eunuco. Una larga herida a medio curar que le cruzaba el pómulo estropeaba su rostro de piel suave. Me miró a los ojos y entreví un leve destello de compasión, apenas perceptible, en su estudiada actitud de serenidad. Detrás nuestro, un eunuco de más edad ayudaba a Vida a ponerse de pie. Cogí el laúd y me levanté yo también. Nada podía impedir el curso de las cosas, que nos impulsaba hacia aquella audiencia mortal ante el Emperador.

Con la cabeza gacha, seguí al joven eunuco hasta el estrado. A medida que avanzábamos a lo largo de las mesas, me di cuenta de que los hombres movían la cabeza para vernos mejor. Nos habíamos convertido en una parte más del entretenimiento.

Los dos eunucos se inclinaron ante Sethon y nos dejaron solas en un extremo de la plataforma. Me arrodillé, sin levantar todavía la cabeza; cada segundo que pasaba sin que él pudiera ver mi rostro, era un segundo más para agarrarse a la esperanza. Desde mi posición podía ver las botas de un soldado que hacía guardia tras la silla dorada, y las incrustaciones de perlas y diamantes en el dobladillo de la larga túnica de Sethon. Tragué saliva. El miedo me hacía crujir los oídos. Junto a mí, Vida tenía las manos sobre la falda, entrelazadas con tal fuerza que los nudillos se le marcaban en la piel estirada.

—Acércate, peonía —dijo Sethon.

Todo mi cuerpo se convirtió en un corazón que latía: no sentía más que la vibración del terror.

—¡A qué esperas!

Subí trastabillando los dos escalones que me separaban del falso emperador, y luego me arrodillé de nuevo. Las flores de oro que colgaban de la horquilla en mis cabellos repicaron como diminutas campanitas cuando incliné la cabeza. Agarré con fuerza el mástil del laúd. Si al menos fuesen las espadas de Kinra… Por debajo de las cejas observé cómo llamaba con un gesto de la mano a cuatro sirvientes para que acudieran junto a la mesa que tenía delante. La cogieron y se la llevaron de la plataforma, con gran presteza. Sethon apoyó la espalda en su silla adornada con grabados de oro. Al moverse, su envergadura de guerrero se hacía más visible. Luego se levantó y se acercó.

—Levanta la cabeza. Quiero verte la cara.

Estaba tan cerca de mí que podía ver las puntadas de fino hilo de oro con que estaban cosidas las gemas a su túnica, y percibir el olor de las hierbas con que habían perfumado la seda. Ya no podía dejar pasar más tiempo. Lentamente, levanté la cabeza y fijé la vista en el panel con incrustaciones de jade que había a su espalda. Aun así, podía ver sus facciones con el rabillo del ojo: eran una mezcla de Kygo y el viejo emperador, creadas con crueldad en un molde lleno de cicatrices.

—Puedes mirarme —dijo.

Así fue cómo mis ojos se encontraron con el hombre que quería matar a todos aquellos a quienes yo amaba, y esclavizarme. Y en su mirada sin relieve vi un destello de reconocimiento que me heló la sangre hasta el fondo del corazón. Alargó el brazo y me cogió la mejilla con la palma de la mano encallecida.

—¿Te he visto antes?

¿Acaso era capaz de recordar al Señor Eón, postrado de rodillas ante él del mismo modo que ahora, suplicando su ayuda? Parpadeé, con la esperanza de que no pudiera ver el recuerdo en mis ojos.

—No he tenido tal honor, Majestad —dije, en tono forzadamente comedido.

Ladeó la cabeza y me miró con atención. Entonces me pasó el pulgar por la mejilla, apretando con fuerza, y me limpió el maquillaje blanco que me cubría el moratón de la mandíbula. La fuerte presión me hizo estremecer. Una expresión de avidez cruzó su rostro, tan fugaz como la cola de una serpiente apenas vislumbrada entre la hierba.

—Alguien ha usado esto antes que yo —dijo. Luego se dirigió a Haio—: ¿Has estado sazonando la carne para mí, hermano?

—No —exclamó Haio entre las risas inquietas de los hombres sentados a la mesa. Levantó las manos—. Vino directamente desde la casa para ti, hermano. Yo nunca osaría…

Sethon le hizo un gesto de desdén para que se callara y luego me dio unos golpecitos en la mandíbula.

—Está bien. Al fin y al cabo, los bienes en mal estado no precisan de cuidados. —Me soltó—. Gracias por el regalo, Gran Señor Haio —añadió en tono de solemnidad.

Haio se inclinó.

—Es un honor haber complacido a Su Majestad.

Sethon ordenó acercarse a los dos eunucos que nos habían llevado al estrado.

—Lleváosla con la otra a mis aposentos. —Luego, con un rápido gesto de la mano, hizo que se arrimara uno de los soldados que le guardaban la espalda—. Monta guardia —ordenó; después me sonrió—. Pronto estaremos solos tú y yo, pequeña peonía amoratada.

Recorrió una vez más mi mandíbula con la yema de los dedos y luego apretó justo el centro del moratón. Hice una mueca de dolor, pero no me atreví a girar la cara. Su sonrisa delgada se hizo más amplia.

—Veamos —dijo a los hombres sentados ante las dos mesas, por debajo de él—. ¿Quién dijo que el verdadero perfume de una flor sólo puede olfatearse cuando se la aplasta?

—El gran poeta Cho, Majestad —dijo una voz, entre nuevas carcajadas.

—Así es —confirmó Sethon—. Siempre debemos seguir las palabras de nuestros poetas. —Los dos sirvientes subieron al estrado y se situaron a ambos lados de mí. Sólo la costumbre hizo que me doblara en una reverencia, y sólo el ciego deseo de alejarme lo más posible de Sethon hizo que me pusiera en pie.

Me retiré, caminando de espaldas. La bilis amarga me quemaba la garganta.

—Quédate, hermano, y bebe un poco de vino —dijo Sethon a Haio.

Los dos sirvientes y el guardia nos guiaron a lo largo de la pared de la izquierda; ya no valía la pena hacernos desfilar entre las dos mesas. Vida tenía los músculos de la cara en tensión, agarrotados, un espejo de mi propio terror. Le toqué la mano, pero no conseguí hacerla salir del estupor; sus ojos miraban al vacío, y no pestañeaba.

No podíamos permitir que el miedo nos paralizase. Teníamos que recuperar la lucidez lo antes posible o acabaríamos en los aposentos de Sethon, a su albedrío. Le pellizqué el brazo sin piedad. Parpadeó y sus ojos recobraron el foco. Gracias a los dioses, ella seguía conmigo. No habría podido luchar yo sola contra dos eunucos y un guardia, pero juntas teníamos una posibilidad.

Muchos oficiales volvían la cabeza hacia nosotras al vernos pasar. Se me helaba el corazón al reconocer cómo se divertían entre tanta crueldad. Algunos rostros, sin embargo, se mostraban sombríos, y los labios fruncidos expresaban compasión. Tal vez eran hombres que tenían hermanas y esposas.

Al llegar a los escalones ante la puerta principal, cogí a Vida de la mano. Nuestro guardia se dio cuenta, pero no hizo nada para evitar aquel modo tan femenino de buscar consuelo. Al fin y al cabo, no éramos más que mujeres flor e íbamos desarmadas. Él, por su parte, llevaba una espada y un cuchillo, y vestía armadura de cuero. Retorcí muy lentamente los dedos en la palma de la mano de Vida: ataque. Ella me apretó los nudillos: preparada.

Pero, ¿dónde lo haríamos? Rebusqué el plano incompleto del palacio que tenía en la mente. El trayecto más probable hacia los aposentos reales era el ancho camino a lo largo del muro del harén. Eso significaba que sólo había un lugar en el que tendríamos posibilidades de escapar: el pequeño callejón entre el harén y el muro del Templo del Oeste. Hice la señal de espera en la palma, húmeda, de la mano de Vida y sentí el leve apretón que significaba que lo había entendido.

Los dos eunucos iban delante, serios y eficientes, con paso apresurado dentro de sus suaves zapatillas. Había acertado en mi suposición: nos llevaban hacia la pared exterior del harén. El eunuco joven con el rostro lacerado miró hacia atrás, inquieto. ¿Podía intuir nuestros planes, o sólo estaba preocupado por su trabajo? Examiné el patio con la mirada: había soldados en las esquinas de cada edificio. Entonces percibí un leve movimiento cerca de la gran estatua de un león que guardaba una puerta. ¿Se había movido realmente una sombra, o era mi imaginación? Antes de que pudiera cerciorarme de ello, nuestro avance nos había alejado del punto de visión.

Giramos a la derecha para adentrarnos en el callejón. Allí vi la destrucción que había causado Ido la noche del golpe. Montones de ladrillos y otros desechos señalaban el punto en que había abierto la brecha en la pared del harén. Conté al menos cuatro soldados apostados a su alrededor. ¿Estaban lo bastante cerca para oír el ruido de la lucha en el interior del callejón? No tenía importancia. No nos quedaba más remedio que arriesgarnos.

Vida me dio un golpecito en la mano y luego echó una ojeada hacia atrás, en dirección al guardia. Intentaba decirme que ella se ocuparía de aquel objetivo. Moví ligeramente la cabeza en señal de negación y apreté el laúd contra el pecho; de todo cuanto teníamos a mano, era lo más parecido a un arma. Era más lógico que yo atacase al hombre armado. Tuvo que aceptarlo a regañadientes, con un tenue suspiro.

Allí, delante de nosotras, estaba la esquina del Templo del Oeste. Durante un trecho, el muro corría paralelo al del harén y, tal como yo recordaba, creaba de aquel modo un callejón oscuro que describía un recodo en penumbra. Perfecto para un ataque. Sentía un cosquilleo en la espalda a causa de la presencia del soldado y la presión de lo que iba a ocurrir al cabo de unos instantes.

Según Xsu-Ree, la sorpresa es mucho más importante que la superioridad en número de efectivos. Apreté lentamente el mástil del laúd. Al llegar al punto en el que el camino empezaba a estrecharse, estrujé de nuevo la mano de Vida: preparada.

En el momento en que los dos eunucos doblaban el recodo del callejón, agarré el mástil del instrumento con ambas manos y golpeé al soldado en la cabeza con la caja de resonancia. Se partió contra su mandíbula y la madera lacada se rompió en astillas, con un acorde disonante. El hombre se tambaleó hacia atrás hasta chocar contra el muro del templo. Vida, por su parte, dio al eunuco viejo un puñetazo que le hizo caer de bruces sobre los adoquines, mientras agarraba al más joven por la coleta. Él respondió dándole con el codo en el estómago, y ambos se precipitaron hacia mí. Me aparté y vi cómo se golpeaban contra la pared del harén, forcejeando.

Di la vuelta para enfrentarme de nuevo al soldado. El impacto le había nublado la vista, pero ya se estaba recuperando. Desenvainó el cuchillo y parpadeó para aclarar su visión. Me puse en tensión, preparada para su ataque, concentrando la mirada en la hoja del cuchillo.

—¡Nada de armas! —dijo el eunuco viejo entre jadeos—. Sethon nos matará si les haces daño.

El soldado tuvo un momento de duda. Era todo cuanto yo necesitaba; lo ataqué, apuntándole al cuello con el borde quebrado del laúd, por encima de la armadura. La madera afilada penetró en la carne y las venas, y el instrumento se partió en dos a causa del impacto. Un chorro de sangre surcó el aire, describiendo un arco. El hombre, que se atragantaba con su propia sangre, tuvo tiempo de lanzar una cuchillada. Salté hacia atrás. La hoja del arma me alcanzó el antebrazo. Mi propia inercia provocó un profundo corte en la carne, del que manó sangre en abundancia. Sentí un agudo dolor. Un millar de diminutos puntos de luz aparecieron dentro de mis ojos, como en una explosión. Me golpeé la espalda contra el muro del harén, y su dura superficie se convirtió en el único lugar donde apoyarme en medio del remolino de niebla que había aparecido de repente en mi visión.

Una figura oscura se levantó del suelo y se acercó a mí. ¿El eunuco viejo? Lancé un puñetazo pero, de repente, ya no estaba. Entonces oí el ruido sordo de la carne contra la piedra y, a continuación, un gemido grave y húmedo. Me agaché, apoyada en la pared. Sólo veía formas oscuras y oía sonidos de cuerpos en movimiento. El brazo entero era un latido de dolor que ardía agónicamente.

—¿Está bien? —Era la voz de Vida. ¿Se refería a mí?

Una forma surgió entre la niebla que enturbiaba mi visión. Instintivamente, lancé un nuevo golpe y rocé su piel con los nudillos.

—Todo va bien, Eona.

Una mano me agarró con firmeza la muñeca. La neblina gris se fue abriendo y el rostro en penumbra de Dela apareció ante mí. Jadeé aliviada.

—Vamos a echar un vistazo. —Dela me estiró el brazo para separarlo del pecho. Ambas miramos el profundo corte que corría desde el codo a la muñeca. Enseguida se empapó de sangre fresca—. He visto cosas peores —dijo, con una breve sonrisa tranquilizadora, aunque sus ojos reflejaban inquietud—. ¿Seguro que no puedes usar tu poder de curación?

—Atraería a los diez dragones —dije—. Igual que en la aldea de pescadores. —Tomé aliento entrecortadamente—. Cuando cure a Ido, el poder debería curarme a mí también.

Eso era, al menos, lo que esperaba que sucediese.

Dela arrancó una tira de tela de su túnica y la dobló unas pocas veces hasta convertirla en un vendaje de emergencia. Apretó la herida con ella y luego la envolvió con destreza. El brazo entero se estremeció de dolor bajo la firme presión que ejercía.

—No dejes de apretar fuerte —dijo.

A unos pocos pasos de allí, Vida mantenía al eunuco joven contra la pared del templo y lo amenazaba con un cuchillo bajo la barbilla. El cuerpo del soldado caído se hallaba a sus pies. Dela deshizo el camino por el que habíamos llegado y examinó el terreno. Luego hizo lo mismo con el callejón que teníamos delante.

—No viene nadie —susurró, mientras se agachaba para ver cómo estaba el soldado.

—¿Está muerto? —pregunté, aunque la abrumadora pestilencia a orines e intestinos contenía ya la respuesta.

—Sí. —Dela se levantó y cruzó el callejón para comprobar el estado del otro eunuco—. Éste también. —Agarró su cuerpo pasándole los brazos por debajo de las axilas y lo arrastró para ocultarlo entre las sombras, y luego lo apretujó contra el muro de ladrillo rojo—. Tenemos que salir de aquí. Este callejón está demasiado transitado.

Intenté aclararme la mente, olvidar la presencia apestosa de la muerte y el dolor que latía en mi cabeza. Teníamos que ir al pabellón de la Justicia Otoñal; las mazmorras se encontraban en su recinto. Cerré los ojos para recobrar el mapa mental del palacio. El camino más corto era el que pasaba frente a los apartamentos reales, pero también era el más vigilado y el mejor iluminado. Identifiqué otra posibilidad en mi mapa interior. El camino para el servicio corría junto a la muralla del palacio en toda su extensión. Una ruta para que los sirvientes de menor categoría pudiesen circular sin ser vistos. Nunca estaba vigilado.

El camino del servicio será el más seguro —dije—. Podemos entrar por detrás de los aposentos reales, o dar un rodeo pasando por delante del Templo del Oeste y junto a las cocinas.

—Hay soldados apostados en ambos sitios —dijo Dela.

—Los aposentos —susurró el eunuco joven.

Vida apretó más el cuchillo contra su garganta.

—¡Cállate!

Dela se acercó a él.

—¿Por qué lo dices?

El joven levantó la barbilla.

—Entran continuamente mujeres flor en los aposentos reales. Nunca van a las cocinas.

—¿Por qué nos das esta información?

—Ya estoy muerto —dijo bajando la vista en dirección al cuchillo—. Si no me matáis, lo hará Su Majestad, y no irá tan deprisa. —Su rostro de rasgos redondeados se endureció—. Si es que he de morir, al menos ahorraré dos nuevas víctimas de su placer enfermizo.

—Tiene razón —dijo Dela—. Los aposentos reales están más cerca y tendremos más posibilidades de engañar a los guardias.

—Llevadme con vosotros —dijo el eunuco enseguida—. Parecerá más real.

Vida lo interrumpió:

—Lo que harás es pedir ayuda.

—¡No, no! ¡Por favor! Llevadme con vosotros. Ya no puedo quedarme aquí.

Dela lo miró intensamente.

—Está bien. Te llevaremos —dijo, mientras levantaba una mano para acallar las protestas de Vida—. Pero tú mismo lo has dicho: Sethon te matará, tan cierto como que te estoy hablando. Somos tu mejor baza para seguir con vida, de modo que haz lo que te digamos.

—Y tendrás la punta de mi cuchillo a la espalda durante todo el rato —añadió Vida.

Recordé la compasión reflejada en el rostro del joven eunuco mientras me guiaba hacia su señor, y tuve una oscura intuición: Sethon no se limitaba a las mujeres flor.

—No nos dejarás, ¿verdad? —dije al eunuco.

Él se dio cuenta de que yo había comprendido la situación.

—No —respondió.

Vida resopló. No se lo creía. Me levanté y me apoyé en la pared.

—¿Dónde están Ryko y Yuso?

Dela acababa de quitarle el casco al soldado. Miró hacia arriba con ojos sombríos.

—Vi que se unían dos soldados a su partida de dados. —Se agachó para desabrochar la armadura de cuero del guardia—. Si pueden deshacerse de ellos, sabrán dónde encontrarnos.

El dios de la fortuna jugaba su propia partida. Hice acopio de fuerzas y separé la espalda de la pared. El mundo se aceleró y giró a mi alrededor, luego volvió a la normalidad de las sombras. Al menos no se me había nublado la vista otra vez. Acerqué el brazo al pecho, sujetándolo con los dedos de la mano opuesta sobre la herida húmeda y dolorosa.

Dela quitó la armadura al muerto, con un leve gruñido, pasándola por la cabeza. El cuerpo inerte rebotó hacia atrás y golpeó el muro. El movimiento me trajo a la memoria el recuerdo de Yuso retirando la espada del pecho del teniente Haddo. Me estremecí, pero no era sólo a causa del horror. Sentía calor y frío al mismo tiempo.

Dela pasó la cabeza por el cuello de la armadura y se anudó las sujeciones laterales. Aunque odiaba vestirse de hombre, resultaba muy convincente como soldado. Sus movimientos eran siempre más rápidos y marcados cuando llevaba vestimenta masculina. Todo el control y la elegancia femenina se perdían.

Miró hacia lo alto de los muros, cuyos techos estaban rematados por tejas inclinadas.

—Demasiado altos para tirar los cuerpos por encima —dijo, mientras se cubría con el casco los cabellos engominados—. Tendremos que dejarlos aquí, aunque pronto los encontrarán. —Cogió la espada—. ¿Vamos?

Asentí y me acerqué a Vida. Aquel simple movimiento me provocó un acceso de náuseas. Tomé una bocanada de aire y recobré el equilibrio, pero entonces vi que la sangre fresca rezumaba a través de la venda y resbalaba por mis dedos. Puse el brazo bueno encima de la herida; la ancha manga de seda ocultaría la sangre. Tenía la esperanza de no ir dejando un reguero tras de mí.

Vida siguió amenazando al eunuco con la punta del cuchillo contra su espalda. Me sonrió con serenidad y luego dio un empujón al sirviente, entre los omóplatos.

—Camina con naturalidad le ordenó.

Oí que él susurraba una plegaria. Luego se puso en marcha y nos llevó fuera de las sombras protectoras del callejón.

Doblamos la esquina del harén; ante nosotros se alzaban los dos enormes palacios rojos y dorados que formaban los aposentos reales. Ambos estaban construidos sobre una terraza de mármol a la que se accedía mediante una escalera que guardaban dos leones. Grandes pebeteros dispuestos en hileras enmarcaban los escalones, creando dos majestuosos caminos de luz hacia sendos pórticos idénticos. Los techos dorados, con aleros curvados hacia arriba, descansaban sobre doce columnas rojas, rematadas por emblemas de jade con grabados: un harmonioso encuentro entre los planos terrenal y celestial. Un jardín acuático se extendía entre las dos residencias para realzar la buena fortuna del Hijo del Cielo y su emperatriz. A la pálida luz de la luna destacaban el arco de un puente ceremonial y doce árboles de aspecto fantasmagórico, inclinados sobre el agua, como en una genuflexión.

De todos modos, no fue aquella grandiosidad lo que me quitó el aliento, sino los soldados apostados cada pocos metros a lo largo de las terrazas.

—Por la divina Shola —susurré—. Son muchos.

El eunuco volvió la cabeza para mirarme.

—Hay menos por el lado de la residencia de la emperatriz —dijo a media voz.

Nada más lógico: nadie la habitaba. Sethon no había convocado a su anciana mujer para que ocupase el trono de la emperatriz. Aun así, la avenida entre la residencia y el Templo del Oeste era un lugar inmejorable para que el eunuco nos tendiese una trampa, si era lo que tenía planeado hacer.

Vida debió de haber llegado a la misma conclusión que yo, pues me fijé en que empuñaba el cuchillo con más fuerza todavía. Si aquello acababa en un combate, yo no podría hacer gran cosa. Con cada paso que daba, me salía más sangre por la herida, y luego me resbalaba por los dedos. Tenía la piel fría. Aún peor era la luz dentro de mi cabeza, que hacía girar el mundo a mi alrededor.

Cruzamos la valla que cercaba el patio anterior. El eunuco nos mantenía cerca del límite de la zona iluminada por los pebeteros de bronce. Los dos soldados apostados en la esquina de la residencia de la emperatriz movieron sus cabezas para vigilarnos mientras pasábamos. Me agarré aún más el brazo herido con la mano opuesta, con la esperanza de que no alcanzaran a ver la mancha oscura de sangre que se extendía por la manga. Un ruido extraño me hizo levantar la cabeza. Uno de los soldados echaba besos al aire mientras se señalaba la entrepierna con la mano. El otro resopló, y el sonido atrajo la atención de otros dos centinelas que había más adelante, a lo largo del muro. El eunuco miró hacia atrás, con los ojos en blanco por el terror.

—Mira hacia delante —le susurró Vida sin perder un instante. El joven obedeció, aunque el pánico lo tenía agarrotado.

Con el rabillo del ojo, vi los gestos obscenos que dirigía Dela hacia el soldado que seguía haciendo ademán de besar.

—Ya te gustaría —dijo con voz áspera.

El centinela le devolvió la obscenidad, pero luego lo dejó correr.

Levanté la barbilla. Tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar con regularidad.

—Sigue andando —me instó Dela en voz baja.

Giramos por la ancha avenida que corría entre el templo y la residencia de la emperatriz. Desembocaba en el oscuro camino de servicio, junto a la muralla exterior del recinto del palacio. ¡Estaba tan lejos! Teníamos que pasar, por lo menos, ante una decena de centinelas más, apostados a lo largo de la pared de la terraza. Clavé la vista en el suelo y me concentré en seguir la rápida cadencia del eunuco. Los dibujos que formaba la luz sobre las piedras oscuras me hipnotizaban. Fui contando los centinelas, con el fin de concentrarme y olvidar el ritmo acelerado de mi corazón. Cuatro… cinco… seis. Todo mi ser estaba en tensión, esperando el momento en que se oyese un grito o el zumbido de una espada cortando el aire, pero mis oídos no percibían más que el jadeo de mi respiración y el canto espeluznante de las ranas en el jardín acuático.

Nos acercábamos a la muralla exterior. Pasamos ante el último centinela. Vi cómo nos seguía con la mirada. Casi no podía contener el deseo urgente de cubrir los últimos metros a la carrera. Me agarré al brazo de Vida, rezando por no tropezar. Finalmente, llegamos al camino de guijarros irregulares que empleaba el servicio: estrecho, oscuro y, gracias a los dioses, desierto.

Dela nos hizo pasar por detrás de un seto espeso que servía para ocultar la avenida del palacio de los ojos de los sirvientes de bajo rango. Vida casi tuvo que arrastrarme por el camino en penumbra, lleno de baches, hasta que tropecé, levantando unos cuantos guijarros y una pequeña nube de polvo. Unas manos firmes me cogieron por las axilas antes de que cayera de bruces, y me depositaron con suavidad en el suelo irregular.

—Pon la cabeza entre las rodillas —dijo Dela, mientras la presionaba hacia abajo. Se agachó frente a mí y me estiró el brazo. La tela mojada se quedó pegada a la palma de mi mano buena. Dela tiró de la venda hasta arrancarla de la herida. Ahogué un grito.

—Lo siento —susurró—. Vida, creo que sigue sangrando. Trae algo más para hacerle un vendaje nuevo.

La cabeza me colgaba sobre el pecho. Respiraba con dificultad, abrumada por el dolor. El mundo giraba de nuevo a mi alrededor.

Vida relevó a Dela frente a mí.

—Déjame que eche una ojeada.

El eunuco me miró por encima del hombro de Vida, mientras ella me agarraba firmemente el brazo y arrancaba un pedazo más grande de ropa, con un gruñido de preocupación.

—No hay luz suficiente para verlo bien, pero por el tacto del vendaje, creo que habéis perdido mucha sangre.

Se quitó la faja y la dobló varias veces hasta convertirla en una compresa. Luego apretó el vendaje con ella, usando los extremos para dejarla bien sujeta.

—Haced presión contra el pecho —dijo, al tiempo que me levantaba el brazo para arrimármelo al cuerpo. Vi cómo fruncía el ceño, a la tenue luz de la luna—. Tenéis la piel fría.

Tiré de la manga de su vestido.

—No dejes que me desmaye. Si me desmayo, no podré curar a Ido y todo se habrá perdido.

Al oír el nombre de Ido, el eunuco dio un paso atrás.

—¿Queréis decir el Señor Ido? ¿El Ojo de Dragón? ¿El prisionero? —Se alejó unos pasos más, arrastrando guijarros con los pies. El sonido rompió el tenso y súbito silencio—. Creí que erais mujeres flor. ¿Quiénes sois?

Dela se levantó y se acercó a él alzando los brazos, como si estuviera intentando calmar a un caballo inquieto.

—Todo va bien —dijo, y acto seguido le propinó un inesperado puñetazo en la cara, tan rápido y tan fuerte que el joven se tambaleó, y luego cayó de rodillas y se quedó sentado sobre los guijarros.

Miré aquella figura inmóvil, derribada por el golpe, con el trasero apoyado en el suelo, como un payaso eunuco en una ópera bufa.

La ridícula comparación me provocó un acceso de hilaridad que me sacó del aturdimiento. Intenté contener la creciente ola de absurdo regodeo, cruel y fuera de lugar, pero acabó por hacer brotar en mí una risita tonta. Me puse la mano delante de la boca, tenía que dejar de reír. El pobre eunuco se había quedado sin sentido. Corríamos un gravísimo peligro. Pero no podía parar. Doblé el cuerpo hacia delante y me metí los nudillos sanguinolentos en la boca, intentando dominar los espasmos que me impedían respirar y me provocaban jadeos y resoplidos.

Vida me miraba con una sonrisa horrorizada en los labios.

—¡Basta ya! —siseó, pero sus palabras se convirtieron en bufidos estremecidos, como si la hubiera asaltado un hipo contagioso. Se apretó la boca con ambas manos—. ¡Basta! —insistió, pero sus hombros se agitaban y los ojos se le llenaban de lágrimas; verla a ella de aquel modo no hizo más que incrementar los espasmos que me atragantaban.

Dela me cogió por los hombros y me dio una fuerte sacudida para que me estuviera quieta.

—Eona, cálmate. Has perdido mucha sangre. Tienes que calmarte. ¡Ya!

Su voz, grave y apremiante, logró cortar el acceso de histeria. Inspiré entrecortadamente para recobrar el control. La última risita murió antes de llegar y dejó tan solo el dolor en mi brazo.

Dela miró a Vida.

—No sé qué excusa me puedes dar tú.

Vida se secó los ojos con el reverso de la mano.

—Lo siento.

—Levántate y ayúdame a esconderlo debajo del seto.

—¿Está bien? —pregunté.

—Está vivo, si es lo que quieres saber.

Dela puso los brazos debajo de mis axilas y me ayudó a levantarme. Me quedé inmóvil un momento, pero enseguida vi el muro y el seto girando a mi alrededor y sentí unas fuertes náuseas. Me balanceé y caí hacia atrás en brazos de Dela.

—¿Eona?

Su cara se desdibujaba en mis ojos.

Sentí el latido del corazón en los oídos. Rápido y trabajoso. Y un dolor terrible en la base del cráneo, palpitando al mismo ritmo amenazador.

—Llévame donde Ido. Deprisa —dije. Las palabras se convertían en barro en mi boca.