12

El carro topó con un profundo surco del camino. La sacudida me hizo caer sobre el robusto hombro de Vida. Me agarré a una barra baja que tenía a la espalda. Habíamos necesitado dos días de calor y bochorno para llegar a la ciudad. Aunque habíamos debatido una y otra vez el plan para rescatar a Ido, yo no dejaba de pensar en los numerosos riesgos que entrañaba. El control de acceso a la ciudad, que teníamos enfrente, no era el menor de ellos.

—Estás escuálida —dijo Vida. Su habitual tono de franqueza se había transformado en malhumor.

Ambas llevábamos vestidos delgados y andrajosos, el cabello suelto y enmarañado, la piel mugrienta. A mi lado, Ryko miraba hacia arriba con el ceño fruncido. Lucía, anudado a la cabeza, el pañuelo azul oscuro de los hombres de Trang Dein, los isleños rebeldes que habían sido cruelmente derrotados por el ejército un año antes. Llevaba el musculoso torso al descubierto excepto por una cinta de cuero trenzado que le cruzaba el pecho, y tenía la cabeza agachada y las manos atadas. Esa parte del plan no me gustaba nada; llevar maniatado a nuestro mejor combatiente era una locura. De todos modos, se suponía que íbamos a entregar carne fresca al Distrito del Placer y que un hombre de Trang Dein no se dejaría arrastrar sin oponer resistencia.

—Ocupas demasiado espacio —dije lloriqueando.

—Mejor eso que ser una puta esquelética —espetó Vida alzando la voz para que nos oyeran bien los dos soldados que se acercaban al carro.

Me apretujé en el rincón delantero. El latido de mi corazón se aceleró al ver aquellos dos hombres caminando con decididas zancadas. Dela miró hacia atrás desde el asiento del conductor. Llevaba barba de tres días, y el cabello le colgaba en dos grandes mechones grasientos por debajo de una gorra, cuya visera había bajado para ocultar el elegante arco de las cejas. Para cualquiera que lo mirase, tenía la apariencia de un matón a sueldo. Echó una rápida ojeada a los hombros caídos y las muñecas arañadas de Ryko. Él había insistido en llevar la cuerda tan fuertemente apretada como fuese posible, con el fin de que le cortase la piel; de no haber sido así, habría parecido sospechoso. Dela se había ofrecido a hacerlo, pero Ryko le había dado la cuerda a Yuso.

—Cerrad el pico —chilló Dela, o vais a probar mi látigo.

Un soldado muy corpulento levantó la mano y Dela detuvo el carro. Detrás de nosotros, Yuso desmontó del caballo y ató las riendas al riel posterior. Se inclinó ante los soldados. Representaba a un mercader de esclavos, y a mí me parecía muy puesto en el papel. Una barba rala le transformaba la cara llena de cicatrices, y nos miraba con la frialdad de un hombre que estuviese comprobando su ganado.

—¿Adónde os dirigís? —preguntó el soldado, mientras nos observaba a Vida y a mí con ojos oblicuos y rodeados de costras. Su compañero caminaba alrededor del carro y se iba agachando para inspeccionar los bajos.

—Al Distrito del Placer —dijo Yuso.

—¿Vas a vender a estas dos?

Yuso asintió con la cabeza.

El soldado espantó con la mano una mosca que se paseaba por delante de su cara.

—¿A quién?

—A Mamá Momo.

El hombre sonrió.

—Igual me paso a hacerte una visita, niña, ¿qué te parece? —dijo, mientras me daba un ligero codazo en el brazo.

Me encogí cuanto pude. Los duros rieles del carro se me clavaron en la espalda. La piel húmeda y el aliento apestoso de aquel hombre me hicieron recordar la noche del asalto en el palacio, los aullidos de los soldados de Sethon, sedientos de sangre, con sólo Ryko protegiéndome de su crueldad.

El soldado emitió un gruñido hacia su escuálido compañero.

—Yo diría que a ésta no la ha tocado nadie aún.

—Ésa es la razón por la que vale más de lo que puedes pagar, amigo —dijo Yuso, aunque me fijé en sus mandíbulas en tensión. El segundo soldado se echó a reír.

—Esperaré a que baje el precio —dijo el soldado de los ojos rodeados de costras. Se dirigió a la parte trasera del carro para observar a Ryko.

—Buen mozo. ¿También se lo vendes a Momo?

Yuso lo siguió. Ambos se quedaron mirando a Ryko como si fuera un caballo.

—Se escapó. La vieja ofrece una buena recompensa.

—Ya veo. —El soldado miró la cuerda que maniataba al isleño; luego se inclinó hacia él y le golpeó la frente con la palma de la mano para obligarle a levantar la cabeza—. Tienes suerte de que no te encontrase yo, perro capado.

Ryko levantó las manos y enseñó los dientes.

Antes de que pudiera ni tan siquiera pestañear, Yuso le había puesto un cuchillo al cuello.

—Baja las manos.

Ryko obedeció. El odio en su mirada no era para nada fingido.

—Vaya, el tipo tiene agallas —observó el soldado.

Yuso agarró a Ryko por el pescuezo y le obligó a agachar la cabeza.

—Momo igual lo pone a hacer de puta.

El soldado soltó una risita nerviosa.

—No me extrañaría de esa vieja. —Se hizo a un lado y llamó a su compañero—. ¿Todo bien?

El segundo hombre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y otro con el brazo para dejarnos pasar.

Yuso envainó el cuchillo, desató al caballo y montó. Hizo un gesto vago con la mano a Dela para que se pusiera en marcha. La contraria chasqueó la lengua y golpeó el lomo del caballo, que arrancó a desgana. Era un animal zaino y testarudo que Yuso había comprado junto con su montura, para reemplazar a dos de los tres caballos que habíamos perdido en la ladera inundada. Sólo Ju-Long el corcel de Kygo, había sobrevivido al choque del agua y al alud de barro, gracias a su coraje y su capacidad de resistencia.

Circulamos por la calzada de adoquines hacia la gran puerta en forma de túnel bajo las murallas. Dos guardias sudorosos estaban apostados a ambos lados, mirando cómo nos acercábamos. Por la sonrisita de suficiencia que mostraban, se intuía que habían oído la conversación con los soldados. El modo en que nos escrutaban era una prueba del acierto que habíamos tenido al convencer a Kygo, tras horas de discusión, de que era demasiado peligroso para él entrar en la ciudad con nosotros. Sólo su manera de moverse ya habría bastado para levantar las sospechas de los guardias, por no mencionar los rasgos imperiales de su rostro. Finalmente, había accedido a cabalgar con Caido y las tropas de la resistencia, y esperar con ellos en las colinas hasta que les llegase el momento de actuar.

Aquellas acaloradas discusiones, junto con Yuso y Dela, habían sido los únicos momentos en que había podido estar cerca de Kygo en los últimos tres días. Él había evitado quedarse a solas conmigo desde la escena en la sala de estrategia, a pesar de que yo había levantado la vista muchas veces durante las últimas reuniones tácticas en el campamento de la resistencia, y había comprobado que me miraba fijamente. Cada vez que eso ocurría, él desviaba la mirada y me dejaba embarrancada entre medias sonrisas e incertidumbre; no tenía ningún mapa de aquel territorio en el que nos movíamos él y yo. Durante el largo trayecto hacia el este, se había quedado con Caido y sus hombres. Sólo cuando nuestros caminos se separaron, en un cruce solitario en las cercanías de la ciudad, me llamó por fin, lejos del alcance de oídos ajenos.

Me cogió de la mano y yo sentí la tensión en su cuerpo cuando me puso en la palma una pequeña pieza de metal. Era el grueso anillo de oro tachonado de jade rojo. Su amuleto de sangre.

—Quiero que lleves esto para que te proteja. —Cerró mis dedos alrededor de la joya—. Mi padre lo mandó hacer para mí cuando cumplí doce años —dijo—. Lo forjaron con mi sangre y con la sangre del primer hombre al que maté, en honor a Bross.

Contrajo un hombro, como si aquel hombre al que había dado muerte le hubiera puesto la mano encima.

Abrí la mano y miré el anillo. Tal vez era una fantasía mía, pero me pareció que el oro tenía un leve tono rosado.

—¿Quién era?

—Un soldado que había intentado asesinar a Sethon. Yo lo ejecuté —respondió con ironía—. Lleva contigo la sangre del traidor, Eona, junto con la mía. —Se le humedecieron los ojos—. Hoy es el último día para las Legítimas Alegaciones.

—Tu tío nunca habría aceptado la justicia de tu reclamación. ¡Nunca! —dije, como si pudiera aligerar el peso en su espíritu con mi simple vehemencia.

Él asintió con la cabeza.

—Aun así, mañana me convertiré oficialmente en un traidor. Un rebelde. —Me acarició con el pulgar el dorso de la mano—. Ve con cuidado, Eona.

Vi cómo se alejaba. Tenía el anillo bien sujeto y los bordes se clavaban en mi carne. Los límites entre Kygo y yo habían cambiado nuevamente de posición, y yo no sabía dónde estaba. Sólo había un punto fijo de referencia en nuestro mapa: la sinceridad del primer beso.

Nuestro carro se adentró en el frescor y la oscuridad del túnel que servía de puerta de entrada a la ciudad. Uno de los guardias se asomó tras la esquina del grueso muro de mármol.

—Me guardaré la paga para ti, preciosa —gritó, con el rostro encendido y una mueca por sonrisa.

Toqué con los dedos el anillo, a través del vestido. Lo llevaba oculto, colgando de una correa de cuero alrededor del cuello. Envié una plegaria a Bross: protégenos; y protege a Kygo, pase lo que pase.

Luego apoyé los hombros en el riel más alto del carro y me puse en mi papel de jovencita que acababa de llegar a la ciudad y que miraba boquiabierta los grandes grabados de los muros interiores. La mayoría representaban a los habituales dioses guardianes de las puertas, junto a un sinfín de símbolos de prosperidad, pero también había otros en lenguas diversas. Estaba convencida de haber visto uno de esos extraños caracteres, escritos de izquierda a derecha, en el puesto de café de Ari el Extranjero. Cuando salimos del túnel y apareció ante nosotros el tumulto de la ciudad antigua, se me ocurrió que, probablemente, se trataba de inscripciones que habían dejado allí antiguos invasores. Tal vez tendríamos que grabar las nuestras también: un ejército de cinco insensatos intentando penetrar en la Ciudad Celestial.

Eché una ojeada a Ryko. Seguía encorvado, con las manos entre las rodillas, pero el modo en que miraba los puestos y a la gente que pasaba, me decía que hervía por dentro. Tras la quietud del camino, los gritos de los vendedores, los chillidos de los niños y los aullidos de los perros me hacían estremecer. Nos encontrábamos en el Jardín del Mono, la zona más miserable de la ciudad, y estaba atestada de soldados. Me aparté del borde del carro y recogí las piernas entre los brazos para hacerme lo menos visible que pudiera. Con las uñas clavadas en los muslos, Vida observaba el ajetreo de las calles tras el velo de sus cabellos revueltos.

A lo largo de las callejuelas estrechas todavía colgaban de las crucetas las lámparas de papel rojo para la celebración del Año Nuevo, hechas jirones. Y ante las puertas de algunas tiendas lucían largas pancartas, también rojas, con los versos propios del cambio de año, redactados con la intención de atraer riqueza y buena suerte. Tendrían que haberlas descolgado días atrás como muestra de respeto por la muerte del viejo emperador. Sin duda, los comerciantes esperaban que los deseos especiales les ayudarían a proteger los negocios de los soldados de Sethon.

El rugido de unas risas masculinas se elevó entre el clamor de los vendedores ambulantes y las agudas discusiones propias del regateo. No me moví, pero percibí con el rabillo del ojo el origen de aquellas risotadas. Un gran grupo de soldados fuera de servicio se repanchingaba en los bancos de madera de un puesto donde servían ostras cocidas. Se reían del chiste de uno de ellos. No se fijaron en nuestro lento avance, y Ryko retorció las manos entre la cuerda que las sujetaba.

Un vendedor de bollos de sésamo anduvo a nuestro lado un buen rato. Iba dando golpes a una tablilla de madera que colgaba de una vara colocada sobre sus hombros. El olor dulce a nueces que desprendía su mercancía llenaba el aire, y se me hizo la boca agua; llevaba dos días comiendo sólo raciones de conserva seca. Me miró un momento, pero al ver que no tenía ninguna posibilidad de venta se alejó hasta que su voz se confundió con la algarabía.

Detrás de nosotros, el caballo de Yuso piafó, atemorizado por el ruido. El capitán lo sujetó por las riendas, con mano firme, y apretó fuertemente los costados del animal con las rodillas para calmar su ataque de pánico y controlar sus movimientos. Tras los últimos días en compañía de Yuso, yo había entendido, por fin, cómo se había ganado la lealtad de Ryko y el respeto de Kygo. No era tan sólo por su habilidad para las acciones tácticas, aunque ello había pasado a primer término mientras planificábamos nuestra operación. También era por lo mucho que cuidaba de sus hombres. El último día en el campamento de la resistencia, dimos sepultura a Solly. Cuando nos congregábamos, al amanecer, para la procesión funeraria, Yuso apareció llevando a Tiron a cuestas. El guardia herido no era un peso ligero, y tenía entablilladas ambas piernas, pero Yuso había cargado con él ladera arriba para que ayudase a ofrecer a Solly a sus antepasados. Y aquél no había sido su único gesto amable. Cuando nos despedíamos de la gente del campamento, vi cómo le pasaba una pequeña bolsa a Tiron. Más tarde le pregunté qué le había dado al joven guardia. Entonces me había mirado con su habitual semblante adusto y me había dicho: «aunque no es cosa vuestra, Mi Señora, sabed que le he dado todo lo que me quedaba de droga de sol. Es mejor que el chico no se quede sin mientras se le curan los huesos. Yo puedo conseguir más cuando lleguemos a la ciudad».

—Agachad la cabeza —dijo ahora, entre dientes, mientras me adelantaba con el caballo.

Obedecí, avergonzada. Tenía que recordar mi papel.

Se puso a la altura de Dela.

—Cruza aquel puente —ordenó, señalando un arco de madera sobre un estrecho canal—, y luego gira a la derecha. ¿Está claro?

Dela asintió con la cabeza y puso el caballo al trote. Al pasar, con un ruido sordo, por el puente, entreví un destello de agua azul, opaca, y el pelo lacio de una rata acuática atravesando a toda velocidad la mansa corriente.

Giramos por una calle ancha, que contaba con una profusión de tabernas y casas de comida que se extendían a ambos lados, apiñadas alrededor de los fogones. Los cocineros se inclinaban sobre sus ollas hirvientes, y el olor grasiento a cerdo asado sazonaba el aire, ocultando por un momento el hedor a col podrida y a orines descompuestos por el calor del sol. Unos pocos gritos y abucheos procedentes de clientes madrugadores nos siguieron mientras avanzábamos hacia las altas puertas rojas de la Avenida de las Flores.

Nunca había estado en el Distrito del Placer, aunque los demás chicos me habían explicado mil historias cuando era candidata a Ojo de Dragón. La mayoría se referían a artilugios extraños y posturas imposibles, pero el señor de uno de los chicos lo había llevado de verdad a la Avenida de las Flores. El chico nos había contado que todo hombre que atravesaba las puertas tenía que llevar máscara y disfraz; era el modo en que uno se despojaba del propio yo, había dicho en tono de pedantería, el modo de convertirse en cualquier otro que uno quisiera ser, o de dejar la carga de aquello que uno era. Por una noche, los granjeros podían convertirse en señores, y los señores en campesinos. Todos los hombres eran iguales, y a nadie se le permitía llevar armas más allá de las puertas. Excepto, había añadido con una mueca de suficiencia que nos hizo arrimarnos aún más a él, las infames espadas azucena, con que se practicaba el arte del dolor.

—¡Saludos! —dijo Yuso a uno de los hombres que guardaban la puerta ornamentada a la que nos acercábamos. Desmontó y condujo al caballo hacia el bien cuidado anexo que sobresalía del alto muro.

Las puertas de madera eran suficientemente altas para que un hombre no pudiera ver por encima de ellas, ni siquiera dos hombres puestos uno encima de otro. Lucían recargados grabados de flores estilizadas: peonías, flores de manzano, lirios y orquídeas. Busqué las figuras lascivas que se suponía debían de hallarse entre la sinuosa maraña de tallos y hojas, pero no pude ver más que la silueta borrosa de una puerta más pequeña situada en el panel de la izquierda.

El guardián salió con toda parsimonia de su garita y nos observó.

—¿Os esperan o vais de oferta? —preguntó.

—Mamá Momo —dijo Yuso—. Dile que está aquí Heron, de la provincia de Siroko.

Era el nombre en clave que nos había dado Kygo. Por lo visto, Mamá Momo era algo más que la simple reina de la Avenida de las Flores. Si el nombre en código no daba resultado, nos quedaba el recurso de Ryko: había confesado conocerla desde muchos años antes, en otro tiempo y otro modo de vida. Yo sabía que había sido ladrón y matón a sueldo. Tal vez había trabajado para aquella mujer que ahora era la llave de nuestro acceso al palacio.

El guardián se irguió.

—¿Mamá Momo? —Chasqueó los dedos y al instante apareció un muchacho desde la garita. Se limpió unas migajas que llevaba alrededor de la boca mientras se acercaba—. Vete a la casa grande, Tik, y dile a Mamá Momo que… ¿cómo habéis dicho que os llamáis? —Yuso repitió el nombre en clave. El chico hizo un gesto con la cabeza para afirmar que lo había entendido—. Y espera que te dé instrucciones —añadió el guardián mientras Tik abría la puerta pequeña y la atravesaba, cerrando de golpe tras de sí.

El guardián sonrió, dejando ver el contraste entre los dientes blancos y la piel morena.

—No tardará —dijo, con seguridad.

Y Tik no tardó. Llegó acompañado de un hombre regordete cubierto con sombrero negro con alas que indicaba que era un escriba eunuco.

—Soy Stoll, secretario de Mamá Momo —dijo, inclinando la cabeza ante Yuso. Su mirada se posó un segundo en mí, pero pasó de largo para detenerse en Ryko. Sus cejas depiladas se arquearon como muestra de interés—. Por aquí, por favor.

Señaló en dirección al extremo opuesto del muro, donde había una puerta de madera lisa: la entrada de servicio. Las bellas puertas principales no se abrirían para un mercader de esclavos y su mercancía.

Dos muchachos abrieron la puerta de servicio al ver que nos acercábamos. No eran eunucos… o no todavía, por lo menos. Stoll nos hizo gestos para que siguiéramos por un callejón que corría paralelo al muro del Distrito del Placer. Patio tras patio, fuimos avanzando por el estrecho callejón hacia la parte posterior del recinto, el área de viviendas traseras de las grandes casas cuyas fachadas, sin duda, daban a la calle principal: la Avenida de las Flores. Había gran cantidad de ropa tendida, sábanas y prendas de vestir. Pendían de cuerdas atadas a las paredes por un lado y a los árboles por el otro. En los patios había mujeres que cocinaban, echaban palillos de la buena fortuna, remendaban vestidos o, sencillamente, dejaban secar sus cabellos mojados al sol del mediodía. Al pasar nosotros, levantaban la cabeza para mirarnos. Algunas inhalaban opio; el humo de la droga ascendía sobre sus cabezas formando espirales que parecían la cola retorcida de un dragón. Reconocí el olor penetrante de las casas de té, alrededor del mercado. La atención de las mujeres era fugaz y se centraba, sobre todo, en Ryko; luego volvían a sus quehaceres de lo que, para ellas, era el comienzo del día. La única persona que me sostuvo la mirada fue una chiquilla en cuclillas junto a una mujer que practicaba las notas musicales con un laúd. Las subidas y bajadas lastimeras a lo largo de la escala se mezclaron con una leve brisa que agitó el aire denso, y nos trajo olor a sopa y a suculento pescado a la parrilla. La chiquilla sonrió y nos saludó con la mano. Yo hice lo mismo en respuesta y vi cómo se levantaba de un salto, llena de alegría.

En lo alto de una pequeña colina a la que nos íbamos acercando, una gran casa con el techo de teja y ornada de elegantes contraventanas se elevaba por encima de sus vecinas achaparradas. Sin duda, aquél era nuestro destino, ya que Stoll se adelantó a paso vivo y luego se volvió y nos hizo señas para hacernos pasar al patio. Me sequé con la mano el sudor que me empapaba la nuca y toqué el amuleto de sangre una vez más, para pedir buena fortuna y para rogar por la seguridad de Kygo.

A diferencia de los otros patios, en ése no había ropa tendida ni se veían señales de vida como en las casas estrechas y llenas de gente. Al contrario, estaba adoquinado y limpio, y disponía de una cuadra, a la izquierda, y un pequeño jardín vallado, a la derecha. Una repisa baja corría a lo largo de la casa, formando una terraza por la que se accedía a una pared de paneles correderos. Uno de ellos estaba abierto, lo que permitía entrever el interior, como si fuera una pintura enmarcada: esteras tradicionales de paja, una mesa baja y las formas angulosas de un arreglo floral a base de orquídeas.

Una forma femenina se movió dentro del cuadro y se quedó un instante de pie, como una silueta recortada, esbelta y erguida; luego salió a la terraza. Era más vieja de lo que su elegante vestimenta me había hecho pensar: tal vez en los sesenta, con profundas arrugas grabadas en un rostro que seguía conservando la elegancia de unos gráciles rasgos de belleza. Alzó ligeramente el dobladillo de seda verde de su vestido y avanzó hacia el borde de la terraza. Stoll se dirigió raudo hacia ella, pero la mujer alzó una mano para indicarle que se detuviera.

—Tú no eres el maestro Heron a quien estaba esperando —dijo al ver desmontar a Yuso. Dela hizo avanzar el carro hasta llegar a su altura. El caballo que tiraba de él agitó la cabeza y el tintineo del arnés destacó en mitad del silencio.

Yuso miró hacia el establo. Seguí su mirada hasta el interior en penumbra: dos corpulentos hombres de Trang Dein esperaban junto a la puerta; lucían temibles espadas de doble hoja. Más allá del jardín había dos hombres más, apostados a la sombra de un pequeño edificio anexo. Aquello no parecía muy acorde con la política de no llevar armas.

—¿Quién eres? —preguntó Mamá Momo.

Yuso echó la vista atrás.

—Ryko, ¿a qué estás esperando? —masculló.

El isleño, junto a mí, se irguió y se aclaró la garganta.

—Hola, Momota. Cuanto tiempo sin verte.

—¿Ryko? ¿De verdad eres tú? —dijo la mujer, entornando los ojos y mirando las muñecas atadas del isleño. Levantó la vista hacia Yuso y dijo—: Chicos, tenemos problemas.

Era una orden. Los hombres de Trang Dein salieron de las sombras empuñando las espadas curvadas con las que describían ruidosos círculos en el aire.

Yuso desenvainó el cuchillo.

—Ryko, dijiste que nos ayudarían.

Me quedé sin aliento. No había en el carro nada que pudiese servir de arma; Kygo se había quedado mis espadas, junto con el libro y la brújula. Observé el patio. Lo más parecido a un arma era una pala de madera. Vida se arrimó a mí al ver acercarse a los hombres.

—Prepárate para correr —susurró.

—Momo —dijo Ryko—, juro sobre la tumba de Layla que somos emisarios del verdadero maestro Heron. Necesita tu ayuda.

—¿No has venido a la fuerza?

—¡No!

Momo levantó las dos manos.

—Esperad —ordenó. Sus hombres obedecieron y bajaron las armas. La mujer miró a Ryko—. Si has usado el nombre de Layla en vano, haré que te descuarticen. Ya lo sabes.

Ryko asintió con la cabeza.

—Sí. Lo sé.

—Muy bien. Pues entonces, explícate —inquirió Momo. Luego, añadió, señalando a Yuso con el dedo—: y tú, el del cuchillo, desátalo.

Mamá Momo nos escrutaba desde más allá de los cuencos de té que nos iban sirviendo. También nos había ofrecido pequeños bollos de Año Nuevo, que tenían forma de media luna, pero la mirada de aviso de Yuso me detuvo cuando iba a coger uno. Mi estómago se retorcía de hambre. La desconfianza fluía entre ambas partes. Observé la estancia. Estaba en el segundo piso pero no tenía ventanas y, extrañamente, las paredes y el techo estaban cubiertas de esteras de paja.

—Aislante para el sonido —dijo Momo al darse cuenta de que yo estaba mirando hacia arriba—. Está completamente insonorizada.

Sonrió y a continuación tomó un cuenco y sorbió el té con gran ceremonial. Yo tomé un sorbo apresurado de mi propio cuenco. Recordaba las historias escabrosas que me había contado mi compañero candidato. Al otro lado de la mesa baja, Yuso se balanceaba y fruncía levemente el ceño a causa del dolor: permanecer sentado sobre los talones no era lo mejor para su pierna herida.

—De modo que afirmas ser amigo del maestro Heron —le dijo Momo—. Conozco a Ryko, pero no sé quién eres tú.

—Soy Yuso, capitán de la guardia imperial de Su Majestad.

La mujer echó una ojeada a Ryko, y el isleño hizo un gesto de afirmación con la cabeza. Entonces, ella se inclinó hacia delante.

—¿Y dices que Su Majestad está vivo? Sethon proclamó su muerte hace más de una semana, y mis fuentes habituales de información sólo han captado rumores poco veraces de que hubiera sobrevivido al golpe de mano.

—Pudimos sacarlo a tiempo. Está vivo y preparándose para luchar por su trono —dijo Yuso—. Nos hemos separado esta misma mañana.

—¿Preparándose? —Mamá Momo arrugó la frente—. Hoy es el último día para las Legítimas Alegaciones. ¿No piensa presentarlas?

Yuso hizo que no con la cabeza.

—Todavía no.

—Ya veo —dijo ella, y posó su perspicaz mirada en mí—. ¿Y quién eres tú para que tus compañeros te protejan de este modo?

Yuso inclinó la cabeza hacia mí.

—Ella es la dama Eona, Ojo del Dragón Espejo.

—¿La dama Eona? —Momo se sentó de nuevo sobre los talones—. Ah, ya veo. El Señor Eón. —Hizo una reverencia—. Gran disfraz, Mi Señor.

—No —dije rápidamente—. Soy la dama Eona. El Dragón Espejo es hembra, como yo.

Se llevó las manos a la boca.

—¿Es cierto eso? —Su rostro feroz se llenó de las arrugas propias de una carcajada—. ¡Qué prodigio! Una mujer Ojo de Dragón. Eso habría hecho salir despavoridos a todos esos Señores Ojos de Dragón —añadió, y luego recobró la seriedad—. Claro que ahora están todos muertos. Los dioses les permitan pasear por los jardines del paraíso. —Se giró hacia Ryko—. ¿Te das cuenta de lo peligroso que es traer a la dama Eona a la ciudad? ¡No me digas que crié a un loco!

Nos quedamos todos paralizados, mirando fijamente a Ryko. Él observó a cada uno de los presentes con ojos indignados y luego se dirigió a Mamá Momo:

—La dama Eona es esencial en nuestro plan —dijo, sin más.

—¿Sois la madre de Ryko? —preguntó Dela, mientras su fiera expresión se suavizaba en una sonrisa de estupor.

—No, claro que no —resopló Momo—. Lo adopté cuando tenía ocho años. —Echó una ojeada al isleño—. Me trajo problemas desde el primer día.

Ryko la miró con renovada irritación.

Momo no le hizo caso y se dirigió a Yuso.

—¿Cuál es ese plan? ¿Tan importante es que hace falta poner en peligro a un Ojo de Dragón? Si pretendéis asesinar a Sethon, moriréis antes de poder acercaros a él.

—Tenemos que sacar al Señor Ido del palacio —dijo Yuso.

Momo sorbió algo más de té, sin dejar de mirarnos.

—Eso es casi tan difícil como lo otro. Está en una mazmorra.

—¿Estáis segura de que sigue vivo? —pregunté impetuosamente.

—Esta mañana lo estaba —respondió ella. Los soldados se llevan a mis chicas a verlo como si fuese un monstruo de feria: el gran Señor Ojo de Dragón postrado y sangrando. Mis chicas han visto ya muchas cosas a lo largo de sus vidas, pero incluso ellas están conmocionadas por lo que ha hecho Sethon. Por lo que sé, si intentáis moverlo, morirá.

—Ésa es la razón de mi presencia aquí. Yo puedo curarlo —dije.

Era uno de los mayores riesgos que comportaba nuestro plan. Tenía que curar a Ido lo suficientemente rápido como para que pudiera recobrar fuerzas y contener a los diez dragones huérfanos antes de que me despojasen de mi poder. Toqué una vez más el anillo de Kygo: no sólo para que me protegiese, sino también para que me reconfortase.

—¿Podéis curar?

Mamá Momo movió la cabeza en señal de asombro.

—Decís que los soldados se llevan a las chicas a verlo —dijo Dela. Eso podría jugar a nuestro favor.

Momo ladeó la cabeza.

—¿Eres del este? —preguntó.

—Soy la dama Dela. Yo era…

—¿La contraria?

Momo irguió la espalda.

Dela asintió y se hecho hacia atrás los cabellos grasientos con la mano y un gesto de aprensión.

La vieja mujer arrugó los labios.

—Podríamos tener un problema. Aquí hay una chica de las tierras del este, de Haya Ro, y si os reconoce…

—Podría reconocerme —confirmó Dela—. Soy la única alma gemela de todas las tribus de las Tierras Altas, y se me conoce muy bien.

Momo encorvó un dedo para indicar a Stoll que se acercase.

—Dile a Hina que puede tomarse esos dos días que quería para ver a su hijo. Siempre y cuando se vaya ahora mismo.

Stoll hizo una reverencia y se fue a dar a la chica la buena noticia. En el momento en que cerraba la puerta, capté con el rabillo del ojo la presencia de uno de los hombres de Trang Dein en el rellano, armado y vigilante.

—Y tú ¿quién eres? —preguntó Momo a Vida, secamente—. ¿La emperatriz del sol?

Vida movió la cabeza en señal de negación.

—Soy miembro de la resistencia —dijo, sin dejarse amilanar por el sarcasmo de la vieja mujer.

Dela acariciaba con los dedos el borde de su cuenco.

—¿Por qué tortura Sethon a Ido? —preguntó—. No tiene sentido. Lo necesita.

—Está claro que quiere sacarle información —dijo Yuso.

Momo resopló.

—No me gusta el Señor Ido. Nunca me ha gustado. Ahora tiene veinticuatro años, pero lo conozco desde que tenía dieciséis. Desde el principio me fijé en que hay algo dentro de él… —hizo una pausa—, fuera de lo normal. Si Sethon quiere sonsacarle algo, tendrá que llevarlo más allá de lo que un hombre normal sería capaz de soportar.

Yo sabía lo que Ido intentaba ocultar a Sethon: cómo usar el libro negro para controlar el poder de un Ojo de Dragón. O de una Ojo de Dragón.

—¿Pensáis que Sethon ya ha ido demasiado lejos? —preguntó Dela.

—Conozco los métodos de Sethon —dijo Yuso, con gravedad—. Nunca peca por exceso de contención.

—Va incluso más allá —dijo Momo—. Tenemos órdenes del palacio de enviar chicas para nuestro estimado Emperador. Algunas no regresan. —Miró alrededor de la mesa, con los ojos llenos de rabia—. Hasta ahora han sacado tres cadáveres del canal; uno de ellos, de una chica de mi casa. Se regocija ejerciendo su poder sobre la vida y la muerte. He intentado dejar de suministrar chicas, igual que han hecho las otras casas, pero le basta con enviar a sus hombres a buscarlas.

Nos quedamos sentados en silencio.

—¿Por qué necesitáis tanto a Ido? —preguntó Momo al fin—. Va a ser tarea ardua sacarlo de allí, y ya veo que habéis venido a pedirme ayuda.

Parecía que habíamos superado su recelo. Yuso me miró, con mirada inquisitiva. Me encogí de hombros: ¿por qué no?

—La dama Eona necesita que la instruyan —dijo él—. Sin Ido, no podrá controlar su poder. Y Su Majestad necesita ese poder para conquistar el trono.

Momo se inclinó hacia mí y me observó con su mirada penetrante.

—¿Qué os hace pensar que Ido os dará lo que queréis? ¿Creéis que lo hará por simple gratitud? —Soltó una silenciosa risita que estremeció su delgada osamenta. Ido no conoce el significado de esa palabra. Sé muy bien lo que digo.

—Cuando la dama Eona cura a alguien, se hace con el control de su voluntad —dijo Ryko—. Ya curó a Ido en una ocasión.

El tono de su voz hizo que me sonrojara. Momo se dio cuenta y se volvió hacia Ryko. Relajó la espalda y resopló.

—Te ha curado a ti también, ¿verdad, Ry?

Él asintió casi imperceptiblemente, con la vista clavada en la mesa. Durante un momento, Mamá Momo dulcificó su rostro.

—Bien, entonces, dama Eona. —Se volvió hacia mí, de nuevo convertida en la reina de la Avenida de las Flores—. Si sois capaz de controlar la voluntad de alguien como Ryko, también podréis hacerlo con Ido. ¿Cuál es vuestro plan, Yuso?

—No podemos usar la fuerza para entrar ahí, de modo que tenemos que urdir una treta. La dama Eona y Vida se harán pasar por mujeres flor cuando los soldados vuelvan a buscar chicas.

Momo lo miró fijamente.

—Eso es muy peligroso.

—No tanto si van como chicas de alta categoría —argumentó Yuso.

La mujer se cruzó de brazos y me inspeccionó, y luego hizo lo mismo con Vida.

—Tendremos que trabajarlas un poco, pero sí, es posible —concedió—. Aunque las artes refinadas de una orquídea o una peonía no son muy del agrado de los soldados. No quieren música ni danzas. Son más bien del tipo del jazmín y la flor de cerezo. —Martilleaba la mesa con los dedos—. Aun así, podremos darles la vuelta.

—No entra dentro de los planes que la dama Eona o Vida tengan que actuar de verdad —dijo Yuso sin perder un instante—. Por otra parte, Ryko, la dama Dela y yo entraremos en calidad de protectores, o algo así.

—¿No os pueden reconocer, capitán? —preguntó Momo.

—Sólo si algún miembro de la guardia imperial ha sobrevivido y ha cambiado de bando —respondió Yuso.

Momo negó con la cabeza.

—Ejecutados. Todos y cada uno de ellos.

Yuso y Ryko se miraron mutuamente, en un instante de rabia compartida, y luego el capitán agachó la cabeza. Ryko se llevó la mano al pecho. Mostraba una gran tensión en el rostro.

Tras unos segundos de respetuoso silencio, Momo dijo:

—Si entráis como hombres a mi servicio, no os dejarán pasar a las habitaciones, pero por lo menos estaréis dentro del recinto del palacio. ¿Cuándo queréis hacerlo?

—Cuanto antes —dije.

—Esta noche los oficiales dan una fiesta. ¿Es lo bastante pronto?

Aspiré una profunda bocanada de aire y miré a los demás. Me di cuenta de que experimentaban la misma tensión que recorría mi cuerpo: habíamos dado ya un paso al frente, hacia el borde del abismo.

Yuso sonrió, con una expresión firme y severa. Uno a uno, todos le devolvimos la sonrisa.

—Supongo que eso es un sí.

Me sentó bien el pescado caliente y el arroz en el estómago, y saberme limpia de nuevo, aunque la doncella que me había hecho las friegas tenía dedos de pescadera. Estiré la ropa aún húmeda hasta que me cubrió el pecho, y Mamá Momo se puso a examinarme, con la ayuda de Orquídea de Luna.

La joven mujer flor alargó las manos, me retiró los cabellos por detrás de las orejas y arrugó los labios, pensativa. Yo intentaba no mirarla, pero era difícil resistir la atracción de su rostro. Madina me había hablado de las cuatro moradas de la belleza; Orquídea de Luna las poseía todas, y en abundancia. Cabello suave y espeso, peinado en un moño alto que acentuaba su ancha frente; ojos grandes con un toque de malicia inteligente; labios que reclamaban la caricia de unos dedos; y un cuello largo y de piel tersa. Todo ello en harmonía con un espíritu capaz de provocar una punzada en el corazón.

No creo que pueda ser una orquídea —dijo Momo—. La cara y la voz funcionan, pero se mueve como el chico de los recados. —Me miró de arriba abajo—. No os ofendáis, Mi Señora.

Volví a subirme la ropa a medio secar y me encogí de hombros. En comparación con la lánguida elegancia de Orquídea de Luna, ciertamente me movía como un muchacho.

Orquídea de Luna ladeó la cabeza.

—Tendrá que ser una peonía, esperemos que no tenga que tocar para ellos. —Se quedó mirándome un momento—. Supongo que no sabéis tocar el laúd, ¿o sí?

Moví la cabeza de lado a lado.

Momo alargó el brazo y me examinó la mandíbula.

—El maquillaje de peonía bastará para ocultar esta magulladura. No queremos buitres acechando. —Tocó el brazo de Orquídea de Luna—. ¿Puedes empezar? Voy a ver a Vida.

Cruzó la habitación hasta donde estaba la hija de Tozay, sentada en su taburete.

—Tú, querida, serás flor de alazor. Pero deja que te advierta de unas cuantas…

—Creo que Mamá Momo es demasiado exigente —susurró Orquídea de Luna, desviando mi atención—. Podríais pasar por Orquídea. —Me sonrió y me dio una larga cinta de tela—. Por favor, echaos el cabello hacia atrás y empezaremos.

Me anudé la cinta alrededor de la cabeza para sujetar los mechones de cabello sueltos.

—Deberíais quitaros también el colgante, no vaya a mancharse de maquillaje.

Tiré del cordel para pasármelo por encima de la cabeza, y extraje el amuleto de Kygo que había quedado debajo de la ropa húmeda. Los ojos de Orquídea de Luna se quedaron fijos en el anillo de oro, que se balanceaba al final del cordel. Tragó saliva con dificultad.

—El anillo de sangre de Kygo… perdón, de Su Majestad —dijo—. ¿Cómo es que lo tenéis? Él… ¿está bien?

Lo aparté de sus ojos ávidos.

—Me lo dio —dije.

¿Cómo sabía ella que era el anillo de Kygo? La respuesta era obvia, pero no por ello resultó menos dolorosa. Nos miramos la una a la otra, y su belleza, esta vez amarga y llena de discordia, volvió a penetrar, punzante, en mi corazón.

—Él… ¿está bien? —preguntó una vez más.

—Lo estaba esta mañana —dije, y cerré la mano alrededor del anillo.

Orquídea de Luna se dio la vuelta y hundió un pincel en el maquillaje blanco. Había fruncido el delicado entrecejo, pero ni así perdía un ápice de su belleza. Inspiró profundamente, retiró el pincel y lo frotó con suavidad en el borde del bote para escurrir el exceso de pintura. Luego se volvió de nuevo hacia mí; su rostro había recuperado la serenidad. Aplicó el maquillaje, fresco sobre mi piel, pasando el pincel a un lado de la nariz.

—El anillo es muy importante para él —dijo, desviando la mirada—. Os debe tener en muy alta consideración.

Me sonrojé, y sin duda se dio cuenta.

—Tiene que protegernos en nuestra misión —dije.

—Sí, claro.

Sonrió y volvió a untar el pincel. Nos quedamos en silencio mientras me pintaba el otro lado de la cara y la frente, con trazos gruesos.

Me humedecí los labios.

—¿Hace mucho que lo conoces?

Alzó la vista al techo, por debajo de sus largas pestañas.

—No lo he visto desde que Su Majestad, la emperatriz Cela, recorrió el camino dorado de sus antepasados.

No había contestado a mi pregunta, pero algo casi imperceptible dentro de mí se alegró de que llevara un año sin verlo.

Orquídea de Luna volvió a untar el pincel y me miró de nuevo.

—Es un hombre muy guapo. —Me aplicó un nuevo trazo grueso, esta vez en la mejilla. Aunque su rango celestial crea tensión en su cuerpo.

Aparté la cara del pincel. Su punta colgaba entre nosotras, tan aguda como su comentario. La curiosidad pudo más que la incomodidad.

—¿Cómo es eso? —pregunté.

—Ser tan sagrado que no se te pueda tocar… eso provoca tanto el hambre como la templanza. —Aplicó el pincel con suavidad por el contorno de mis labios—. Es un conflicto que se refleja en su espíritu. —Dejó de pintar y me miró con educada cortesía—. ¿O tal vez discrepáis, Mi Señora?

Durante un momento, sentí con desazón la mano de Kygo alrededor de mi cintura, una vez más, y vi cómo echaba la cabeza atrás y apretaba las mandíbulas para contener su deseo. Inspiré aire lentamente y miré a Orquídea de Luna a los ojos, atentos.

—Lo conoces bien.

Encogió levemente los hombros y volvió a untar el pincel en el bote de maquillaje, moviéndolo en espiral.

—Lo bastante como para saber que, al ofreceros su anillo, os ha dado algo más que la simple protección de los dioses.

Abrí la mano y ambas miramos el grueso cordel. Yo sabía que significaba mucho más, lo había sentido en el toque de la mano de Kygo y en el tono de apremio de su voz, pero quería averiguar qué creía ella que me había dado él.

No tuve que preguntar: Orquídea de Luna era una experta en el arte de leer los deseos. Dejó el pincel apoyado en el borde del bote. De repente, sus ojos oscuros envejecieron mucho más que su dulce rostro rebosante de belleza.

—Os ha dado su sangre y el instante mismo en que alcanzó la madurez —dijo, y apretó mis dedos para cerrarlos alrededor del anillo. Mostró una sonrisa tan tensa como mi propio corazón.

Me sentí victoriosa, como si hubiera ganado un combate silencioso entre nosotras dos. Luego miré su mano, que encerraba la mía, y lo único que vi fueron aquellos dedos largos y pálidos recorriendo lentamente la piel sagrada de Kygo.

Yo ni siquiera había bajado a la arena.

Tras lo que pareció una eternidad, Mamá Momo me inspeccionó cuidadosamente, acompañada de Dela.

—Has hecho un magnífico trabajo, querida —dijo a Orquídea de Luna—. ¿No estás de acuerdo, Dela?

Dela asintió con una sonrisa, aunque su rostro reflejaba inquietud. No había tardado en unirse a los preparativos, atraída por la llama de la feminidad como una polilla hacia la luz. Se había sentado junto a mí mientras Orquídea de Luna acababa de maquillarme. Yo me había fijado entonces en cómo sus manos huesudas seguían los movimientos del pincel, y en cómo sus ojos juzgaban la destreza con que Orquídea de Luna oscurecía mis pestañas y enrojecía mis labios. Yo casi podía sentir su impulso doloroso de afeitarse la barba de tres días y maquillarse de nuevo para volver a su verdadera naturaleza.

—¿Estás bien? —susurré, en un momento en que Orquídea de Luna había abandonado la habitación.

Dela dejó sobre la mesa el bote que sostenía y se mordió los labios.

—Cada día Ryko me ve con este atuendo y este aspecto masculino. Es muy difícil para mí, y no digamos para él.

Le acaricié el brazo.

—Eso no importa. Sabe muy bien quién eres.

—Entonces, ¿por qué se aparta de mí? —preguntó.

—No creo que se aparte de ti —dije, entristecida—, sino de mí.

Al otro lado de la habitación, Vida contemplaba su reflejo en un gran espejo apoyado en la pared: su forma de flor de alazor completada. Tocó el cristal y retiró los ojos súbitamente al sentir su dura superficie. Recordé mi propio asombro al verme por primera vez de cuerpo entero en el espejo de la arena; el cambio súbito que provocaba pasar de vivir en mi cuerpo a verlo, un conjunto de forma y silueta que era yo misma y otro ser al mismo tiempo. Vida apartó rápidamente los ojos de aquellos que veía en el precioso cristal; tal vez temía verse el espíritu en sus profundidades. Luego observó cómo sus manos recorrían la curva de su cintura. Tenía el cuerpo arrebujado en un tejido azul transparente que, en algunas partes, constaba de una sola capa, lo que dejaba entrever su piel cubierta de aceites, mientras que en otras se superponían tres o cuatro capas, de modo que sólo dejaban ver la silueta. Dio un paso atrás, con el ceño fruncido y rubor en las mejillas.

—No será nada fácil luchar con toda esta ropa puesta —dijo—. Me va muy ajustada, y no hay donde esconder un arma.

—De todos modos, los guardias tampoco te dejarían pasar con una —dijo Momo—. Venid, dama Eona. —Me hizo gestos para que me acercara al espejo—. Ved en qué os habéis transformado.

Me recogí la falda del vestido, verde y rosa, y caminé hacia el espejo, ansiosa y al mismo tiempo temerosa de ver mi reflejo.

Una mujer de fina osamenta me observaba con cautela desde un cristal perfectamente liso, con unos ojos agrandados por unas cejas y pestañas perfiladas al carboncillo. Llevaba los cabellos recogidos en tres trenzas que se unían en la coronilla, rematados por una deliciosa cascada de flores doradas, y todo ello añadía altura a su menudo cuerpo. Sus labios estaban pintados con líneas estilizadas que semejaban tallos de flores, lo que le otorgaba un aspecto de extraña melancolía, y la curva natural de las comisuras quedaba oculta por el maquillaje blanco que suavizaba el pronunciado mentón y la dotaba de un cuello largo y elegante.

Pestañeé para intentar que las diferentes partes de mi cara se unieran formando un todo. La mujer que tenía ante mí era bonita, pero no poseía la belleza de Orquídea de Luna. Bajé la mirada, siguiendo la marca blanca del maquillaje, que descendía hasta justo antes de la base de mi cuello. Allí se detenía para dejar al descubierto la piel natural, suave, que dejaba entrever lo que se extendía bajo la ceñida tela de seda verde y rosa, y la ajustada faja de tejido bordado.

—Aunque está completamente tapada, el mensaje sigue siendo bien evidente —dijo Dela con ironía.

—Ese es nuestro arte —dijo Momo.

Moví la cabeza en señal de contrariedad.

—No puedo hacer esto. —Me alejé del espejo—. No soy lo bastante femenina. Mis andares de chico nos delatarán.

—Tonterías. Habéis sido lo suficientemente hábil para haceros pasar por un muchacho y engañar a todo el mundo durante años. Estoy segura de que ahora podréis manejaros como una peonía. —Momo me llevó del brazo hasta el espejo y me obligó a contemplarme de nuevo en él—. Miraos. Sois una bella peonía, una artista altamente dotada cuya compañía está reservada a los ricos y los poderosos. Todos los hombres pasarán horas desnudándoos con la mirada. No verán más allá.

Apreté los labios y sentí el sabor a cera del maquillaje de tonos rojos y ocres. Momo tenía razón: los soldados no verían más que la promesa de mi cuerpo. No a primera vista, por lo menos. Incluso la mirada de Kygo había cambiado al saber, finalmente, que yo era una chica. Se había enojado al principio, naturalmente, pero una vez me había ubicado en mi molde de mujer, yo había sentido que mi cuerpo se convertía en una posibilidad para él, y mi carne en una síntesis de todo mi ser. Entonces, aquello me había avergonzado y enfurecido.

Me miré en el espejo y esbocé una leve sonrisa con los labios rojos rodeados de tallos de flores. Una parte de mí habría deseado que Kygo pudiera contemplarme en aquel vestido y con aquel maquillaje. ¿Vería en mí a una mujer bella? Eché una rápida ojeada a Orquídea de Luna. No mientras ella estuviese en la misma habitación. Aun así, me había nombrado naiso y me había besado a pesar de que mi piel apestaba a caballo y sudor, y estaba cubierta de barro. Para él, yo era, realmente, algo más que un simple cuerpo.

Una ligera duda se introdujo entre aquellos pensamientos, como una daga afilada. Era posible que mi cuerpo no tuviera nada que ver con todo aquello. Tal vez no quería a Eona, sino sólo «el millar de rayos que atravesaban su cuerpo». ¿Había sido aquél el motivo de que no hubiera buscado mi compañía en el trayecto hacia la ciudad? ¿Puesto que no me atrevía a tocar su perla, no le era de utilidad? Miré una vez más a Orquídea de Luna. Kygo podría tener a cualquier mujer que deseara. ¿Por qué iba a escogerme a mí?

Quizá ni siquiera veía a Eona cuando me miraba. Quizá todo lo que veía era el poder del dragón.

Mamá Momo me apartó del espejo.

—De todos modos, si todo va bien no tendréis que pasar mucho rato en compañía de los oficiales —dijo—. Contadme el plan otra vez.

Ya lo habíamos repasado dos veces mientras me maquillaban, pero tenía razón en insistir.

—Uno de los hermanastros de Sethon da una fiesta: el Gran Señor Haio. Ha pedido solamente chicas de bajo rango, de modo que cuando nos vea con las demás, se quejará.

Momo asintió con la cabeza.

—Es más agarrado que la mugre de talón; no querrá pagar por una peonía que no ha pedido.

—Entonces le explicaré que ha habido un error y que Vida y yo somos un regalo de las Moradas de las Flores para el Emperador: una peonía para la música y las canciones, y una flor de alazor para las artes sencillas. —Hice una pausa—. ¿Qué ocurre si Haio decide que, al fin y al cabo, le conviene una peonía?

No tenía una idea clara de cómo funcionaba aquel tipo de fiestas, pero sabía que no iba a ser un lugar seguro para nosotras.

—No se atreverá a interferir en los placeres de su hermano, y no le faltan razones. Hará que un asistente os acompañe hasta Sethon.

—Ryko, Yuso y Dela nos cortarán el paso —continué. Nos desharemos del acompañante e iremos a buscar a Ido.

—No debéis perder esa oportunidad. —Momo me agarró por el brazo para dar mayor énfasis a su advertencia.

—Lo sabemos —dijo Vida.

—Entramos en la celda de Ido. Lo curo y luego nos dirigimos a la muralla oriental del palacio, donde la resistencia nos estará esperando con caballos para que podamos escapar de la ciudad. —Miré los rostros sombríos que me rodeaban—. Esperemos que los dioses estén con nosotros.

—Sólo por la audacia de vuestro plan, ya deberían concederos su favor —dijo Momo—. ¿Estáis seguras de que no podéis llevarlo a cabo sin poner en peligro a la dama Eona? —preguntó a Dela—. Yo podría encargarme de que os esperase fuera del palacio.

—Tengo que estar ahí para curar a Ido y controlarlo —dije, sin darle a Dela tiempo de responder. Me daba miedo entrar en el palacio, pero aún me daba más miedo perder la oportunidad de rescatar al único hombre que podía instruirme en el poder del dragón.

Momo suspiró y luego hizo señas a Orquídea de Luna para que se acercara.

—Lleva a Vida y a la dama Dela al piso de arriba, querida. Yuso y Ryko están esperando. —Luego me sonrió—. Dama Eona, ¿podéis demoraros un momento?

—¿Para qué? —dije, cruzándome de brazos. ¿Creía poder persuadirme de que me quedara fuera del palacio?

—Me gustaría hablaros de Ryko —me dijo en voz baja.

Dela no hizo caso de las corteses indicaciones de Orquídea de Luna, que la invitaba a cruzar la puerta, y dio media vuelta.

—¿Ryko? ¿Qué ocurre con Ryko?

Momo arqueó las cejas ante el tono de Dela.

—Es un asunto entre la dama Eona y yo.

Dela levantó la barbilla.

—Ryko es mi guardia, de modo que yo también me quedaré.

—¿Vuestro guardia? —repitió Momo.

No era estrictamente cierto, pero tanto Dela como Ryko parecían seguir aferrados al vínculo formal que los había unido por primera vez. Percibí una súplica silenciosa en los ojos de la contraria.

—La dama Dela se queda —dije. Mi apoyo no se debía únicamente a la voluntad de favorecerla, sino que me inquietaba quedarme a solas con Momo. Sobre todo si se trataba de hablar de Ryko.

Momo frunció los labios, pero hizo un gesto de asentimiento y despachó a Orquídea de Luna y a Vida.

—Lo estáis matando —dijo llanamente una vez la puerta corredera se hubo cerrado—. A causa de la posesión de su voluntad… se le marchita el espíritu.

Puse en tensión los brazos entrecruzados.

—No lo he buscado.

—Sin embargo, seguís haciéndolo. He hablado con él.

—Sólo lo ha hecho dos veces —dijo Dela—. Y la dama Eona prometió…

—Tres veces —dijo Momo—. Por lo menos.

Dela volvió súbitamente la mirada hacia mí.

—Su Majestad me obligó. Era una prueba. —Agaché la cabeza—. Yo no quería.

—¡Eona!

No la miré; me bastaba el tono de su voz para comprender hasta qué punto estaba decepcionada.

—No estabas allí —dije—. De modo que no me juzgues.

Momo chasqueó la lengua, irritada.

—El número de veces no importa. Ryko es un hombre que se rige por su propio código, y si no puede vivir así, preferirá morir. Lo sé muy bien. Ese maldito código abrió un abismo entre nosotros.

—¿Cómo? —preguntó Dela.

—Su madre, Layla, y yo éramos amigas. Trabajábamos en la misma casa. Quería irse y llevarse a Ryko consigo, de vuelta a las islas. Le faltaba poco para poder pagar su libertad. Entonces, un cliente la mató, delante de él.

Dela se tapó la boca con la mano.

—¿La mató delante de él?

Momo asintió con la cabeza.

—Ryko intentó impedirlo, pero sólo tenía ocho años. Después de aquello, lo adopté. Luego, cuando ya tenía dieciséis, ayudó a una de mis chicas a romper el vínculo de servicio. Ella lo había manipulado, pero ése no es el problema. —Hizo un gesto para restar importancia a la chica en sí—. Él quería salvarla porque no había podido hacerlo con su madre. —Momo me miró a los ojos. Para Ryko, el control que ejercéis es un vínculo que no se puede romper mediante el pago, y del cual tampoco es posible escapar. Tenéis su espíritu encadenado.

Miré a Dela.

—Tal vez debería alejarse de nosotras.

Ella apretó los dientes.

—Sabes que no lo hará.

—Esto no hará más que empeorar —susurré—. Si nuestro plan funciona y curo al Señor Ido, entonces Ryko quedará atrapado en mi control sobre el Ojo de Dragón.

Momo movió la cabeza en señal de contrariedad.

—¿Y él lo sabe?

—Sí.

—En tal caso, todo depende de su decisión. Y éste es el quid de la cuestión, ¿no es cierto? —dijo en tono grave—. Si Ryko no puede tomar sus propias decisiones, a causa de su sentido del honor y el deber, entonces preferirá morir.

—Tengo la esperanza de que cuando Ido me haya dado instrucción, sabré poner fin a ese vínculo —dije.

Momo emitió un gruñido.

—Depositáis muchas esperanzas en el Señor Ido —dijo—. Ruego porque podáis controlarlo a él también, tal como decís. Dejadme que os enseñe algo, a modo de advertencia.

Se soltó la faja y tiró del cuello del vestido para dejar al descubierto el hombro derecho y el huesudo omóplato.

Una larga cicatriz irregular, vieja y profunda, cortaba su piel: la marca de un azote.

—¿Eso os lo hizo Ido? —murmuró Dela.

Momo asintió con la cabeza.

—A los diecisiete años. Le di la espalda —dijo—. No cometáis nunca ese error, dama Eona. Si lo hacéis, os clavará su aguijón, tan rápido y venenoso como el de un escorpión.

—¿Por qué lo hizo? —pregunté.

—Porque podía —dijo Momo—. Está en su naturaleza.

Pero ella no había visto el remordimiento que había sacudido el cuerpo de Ido después de que yo le curara el corazón, ni había sido testigo del dolor terrible que había sufrido mientras luchaba por impedir que los diez dragones huérfanos me descuartizaran. Sin duda, era posible que su naturaleza hubiese cambiado. ¿Qué otra cosa, si no, habría hecho que se pusiera a sí mismo en tan grave peligro?