Me quedé unos instantes dentro de la cueva, junto a la entrada, escuchando, con la cara mojada bajo la manga del vestido, algún signo de que me hubiera seguido. No lo hubo, por supuesto: un emperador nunca saldría en busca de nadie, y menos de una mujer. Todo lo que podía oír era la conversación de los hombres que aguardaban, allí fuera, a ser convocados de nuevo. No quería salir y pasar entre ellos, pero no tenía más remedio. Me alisé el vestido, me sequé las lágrimas con el índice y salí con paso decidido a la luz del nuevo día.
—Su Majestad ordena que entréis —dije, mientras pasaba velozmente entre sus cuerpos postrados. No tenía adónde ir, pero no me detuve y bajé los escalones aparentando que tenía cosas que hacer.
—Mi Señora, esperad, por favor.
Eché la vista atrás. Allí estaba Vida, de pie en el escalón más alto.
—¿Qué ocurre? —pregunté, sin dejar de andar.
Se puso a correr hacia mí, con la falda arremangada. Al llegar, se fijó en la hinchazón de mis ojos.
—El capitán Yuso dice que necesitáis compañía.
Al oír aquello me detuve.
—¿Eso dice, ahora? —miré hacia la entrada de la cueva, pero todos los hombres habían entrado—. ¿Te dijo por qué necesito compañía?
—No, Mi Señora.
—Porque es un hijo de puta —dije, y sentí algo de alivio al soltar aquella contundente obscenidad. No lejos de allí, una mujer que caminaba llevando a un hijo en cada mano, se puso en tensión—. Él es un hijo de puta, y su señor es un…
—Madina os ha preparado una alcoba para que podáis dormir —dijo Vida, cortando mis palabras—. Está allí arriba, en una de las cuevas. Tal vez os apetezca descansar.
Me froté los ojos otra vez. Tenía las mejillas irritadas por la sal. El cansancio estaba haciendo mella en mi cuerpo, y la energía provocada por la furia no duraría mucho. De repente, sentía la necesidad de estar sola. Había vivido muchos años entre los intocables, y las más de las veces me habían dejado sola con mi desgracia. Ahora, en cambio, nunca lo estaba.
Mi dormitorio parecía ser la morada de alguien, desalojada a toda prisa para que la pudiese utilizar el Ojo de Dragón. Crucé los retales de esteras que cubrían el suelo de piedra sin apenas fijarme en lo que había en el humilde interior.
—Fijaos en el cortinaje —dijo Vida alegremente, mientras me seguía a través de la caverna en penumbra. El espacio estaba iluminado tan sólo por la luz del día, que lograba franquear la entrada a través de la rendija que dejaba una puerta de madera en mal estado. Vida alargó el brazo y tocó los tapices que cubrían las paredes—. ¿Verdad que son bonitos, Mi Señora? Nunca había visto esta artesanía.
Eché una mirada llena de irritación al dibujo de una grulla de cuello largo que llevaba en el pico un pez bordado. La luz se reflejaba en los hilos dorados. No era el tipo de tapicería más habitual para las paredes, que solía ser de tela. En aquel caso, en cambio, se trataba de formas delicadamente recortadas y cosidas a un tejido que les servía de base, y rematadas con finos bordados.
—Bonito, sí —dije con amargura.
No tenía ganas de ponerme a admirar arte. Lo que quería era romper algo, gritar o pegar a alguien. No a alguien cualquiera, sino a Kygo. Me froté las manos para contener el impulso que sentía en las articulaciones. ¿Por qué me había dicho que confiaba en mí si estaba claro que no lo hacía?
Giré sobre mis talones y recorrí de nuevo la alcoba, fijándome, ahora sí, en los detalles. Aparte de la rica tapicería de las paredes, el mobiliario era básico: un taburete bajo, de madera, un cofre de tela para la ropa y dos camas enrollables; una preparada con mantas y la otra pulcramente arrimada a la pared. La alcoba de una pareja. Aquel pensamiento me produjo un nuevo acceso de ira, y me puse a andar sin sentido por la estancia, con los puños cerrados.
—Mi Señora, quizás os convendría descansar —dijo Vida—. Se os ve muy fatigada. —Comprobó el relleno de la cama con el pie—. Es espeso y mullido —añadió, como para darme ánimos.
Tomé una profunda bocanada de aire para tranquilizarme, y en aquel momento de calma sentí el agotamiento y el dolor en los huesos. Sí, tal vez debía acostarme. La última vez que había tenido la oportunidad de dormir de verdad, había sido en el bosque. Recordé a Kygo sentado a mi lado, su mano cálida en mi brazo. Allí me había pedido que fuera su naiso. Allí había tocado por primera vez la perla. Las lágrimas me escocían en los ojos y me nublaban la visión. ¿De verdad ya no era su naiso? Miré hacia otro lado para ocultar mi rostro y mis sentimientos.
—De acuerdo, lo intentaré —concedí, torpemente—. Puedes irte.
Hizo una reverencia y se dirigió a la puerta.
—Espera —dije—. ¿Quieres hacer algo por mí? —Vida se detuvo—. Por favor, busca a Ryko y asegúrate de que está bien. No le menciones que te lo he pedido yo. —Titubeé un instante antes de proseguir—. No creo que te respondiese muy bien si lo hicieras. —No pude contener un sollozo—. Creo que nunca me perdonará a partir de ahora.
Vida se acercó apresuradamente.
—¿Perdonaron por qué, Mi Señora? —Me deshice en más sollozos que me desgarraban el pecho con fuertes y ácidos ronquidos. Me cogió el brazo y me obligó a tenderme en la cama, y luego se arrodilló junto a mí—. ¿Qué ha ocurrido?
Describí los acontecimientos de aquella mañana, entre jadeos entrecortados. Intenté evitar hablarle del beso, pero el resto de la historia no tenía sentido para ella, hasta que, finalmente, le confesé aquella breve escena de deseo. Cuando hube terminado mi temblorosa exposición, se sentó sobre los tobillos.
—¡Por la sagrada Shola! —exclamó.
—Y ahora no confía en mí. —Me cubrí los ojos con las manos para contener un nuevo derramamiento de lágrimas.
—No os referís a Ryko, ¿verdad? —preguntó.
Hice que no con la cabeza.
Vida profirió un suave sonido para expresar su compasión.
—Siempre cambian las cosas cuando se toca a alguien.
Bajé las manos.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora ya no sois Ojo de Dragón y emperador, ni siquiera naiso y emperador. También sois un hombre y una mujer. —Dibujó una sonrisa irónica—. Un hombre poderoso y una mujer poderosa. Lo extraño sería que confiarais el uno en la otra.
—Yo sí confío en él —protesté.
—¿Confiáis? ¿Seguro?
Aparté mi mirada de sus ojos escrutadores. La violencia de su ira asesina, la ambición en sus ojos cuando vio el libro negro, su efecto en mi cuerpo… todo aquello me asustaba.
Vida resopló lentamente, como si se dispusiera a reflexionar en voz alta.
—He aprendido cosas sobre la confianza al ver a mi padre haciendo planes, diseñando estrategias para la resistencia. —Se inclinó hacia delante—. La confianza personal es muy distinta de la confianza política, Mi Señora. La primera florece en la fe. La segunda requiere pruebas, tanto patentes como encubiertas. —Me dio unas tímidas palmaditas en el dorso de la mano—. Su Majestad siempre ha sido un hombre poderoso. Quizá no ha tenido que distinguir nunca la una de la otra. —Se levantó—. Descansad, Mi Señora.
—Y tú, ¿irás a ver a Ryko?
—Lo haré —prometió.
—Vida, gracias. —Conseguí una sonrisa llorosa—. Eres muy amable.
Inclinó la cabeza.
—No soy tan amable. Vos y el Emperador debéis llegar a algún tipo de acuerdo. La vida de todos nosotros depende de ello.
Hizo una reverencia y salió, cerrando la puerta tras de sí. Las rendijas entre los tablones de madera dejaban pasar algo de luz; la suficiente para que brillaran los tonos dorados y plateados del pez que adornaba el tapiz de la pared.
Me tendí en la cama. Las sutiles distinciones de Vida sobre la confianza se convirtieron en un embrollo dentro de mi cabeza; mi mente estaba demasiado cansada para comprender los detalles. La única certeza era que un beso nos había arrancado, a Kygo y a mí, del mundo de la simple amistad y que nunca podríamos volver atrás. O tal vez era yo la única que no podría hacerlo. La imagen de dos carpas doradas saltando del agua, el símbolo tradicional del amor y la harmonía, atrajeron mi mirada. ¿Quién era yo para pensar en un emperador en términos amorosos? Había sido una idiota.
Sin embargo, mientras el sueño me iba nublando los pensamientos, una última noción parpadeó en mi mente, con un destello de luz roja y dorada: la carpa también era el símbolo de la perseverancia.
—Dama Eona, es hora de levantarse.
Abrí los ojos y pestañeé a la luz suave de una lámpara protegida por una pantalla. Tenía el cuerpo entumecido por el sueño. La figura que había ante mí pronto se hizo visible: Madina. Sonreía. Las arrugas alrededor de los ojos y la boca se convirtieron en profundos surcos. Tras ella, la puerta estaba abierta. Había oscurecido.
—Buenas noches, Mi Señora.
—¿He dormido todo el día?
Me incorporé. Todo el alivio desapareció de repente con el doloroso recuerdo de la desconfianza de Kygo. Me parecía que acabábamos de pronunciar, sólo un minuto antes, cada una de nuestras amargas palabras.
—Hace poco que anocheció —respondió Madina—. Llega un momento en que todo cuerpo exhausto debe descansar, y vos habíais llegado a ese punto. Mi esposo no quería despertaros, ni siquiera ahora, pero le convencí de que debíais comer.
Me acercó un cuenco de cerámica. Un sustancioso aroma se expandió en el aire entre nosotras. Mi estómago rugió con potencia.
—Parece que estaba en lo cierto —dijo, y su toque de humor aligeró mi incomodidad.
Me puso el cuenco entre las manos. El primer sorbo del caldo salado pareció alcanzar todos los rincones de mi cuerpo sediento. Tomé tres largos tragos y sentí el calor y las hierbas penetrando en mis fibras.
—Está muy rico.
Hizo un gesto de reconocimiento por mi cumplido.
—Es mi sopa reconstituyente. Mi esposo la ha prescrito para vos. —Con un movimiento de la mano, me invitó a seguir bebiendo—. Debéis recobrar fuerzas.
Miré por encima del borde del cuenco. Madina tenía algo grave que decirme; se percibía en el suave tono de su voz.
—¿Algo va mal, Madina? —Noté un nudo en la garganta, que obstaculizaba el paso de la sopa caliente—. ¿Está bien el Emperador?
Me dio unas palmaditas en la mano.
—El Emperador está bastante bien, a pesar de que hace caso omiso de los ruegos de mi esposo; ya le ha suplicado varias veces que duerma. —Sonrió, pero estaba claro que había algo más—. Terminad la sopa, por favor.
Apuré el cuenco y se lo devolví. No podía dejar de mirarla.
—¿Qué ocurre, Madina?
Me observó, como para calibrar mi fortaleza.
—Han encontrado a dos miembros más de vuestro grupo —dijo, al fin—. Dela y Solly. Los trajeron mientras vos dormíais.
—¿Están vivos? —Le agarré el brazo—. Dime. ¿Está viva Dela?
—Estoy bien, Eona. —La voz de Dela me hizo volver la cabeza hacia la puerta. Y estoy aquí.
Cruzó cojeando la alcoba. La luz de la lámpara iluminó los cortes y rasguños que se había hecho en un lado de la cara. Me alargó las dos manos y yo las estrujé fuertemente. No podía hablar, las palabras se ahogaban en mi pecho.
—Eona, vas a romperme las manos —rió. Tenía los labios descamados y llenos de ampollas y la piel enrojecida por el sol, y me tuteaba.
—Te has hecho daño en la pierna —conseguí decir, al fin, mientras le soltaba la mano.
—Quedé aprisionada debajo de un árbol, pero estoy bien.
—Estoy tan contenta de verte… Tenía un sentimiento espantoso de…
Entonces, fue ella quien me agarró la mano con fuerza.
—No todo son buenas noticias, Eona —me dijo, y perdió su sonrisa—. Solly está muerto. Se ahogó. Seguramente, bajo la primera oleada.
Sus palabras me trajeron un recuerdo doloroso del diluvio. Yo había visto cómo se hundía Solly. Había visto cómo el agua se tragaba su cuerpo. ¿Murió en ese momento? Me estremecí, pero no sentí en el corazón más que el breve destello de un lamento. ¿Tanto me estaba acostumbrando a la muerte que no podía llorar por la pérdida de un buen hombre? Solly y yo habíamos combatido juntos. Yo había confiado en su fiero coraje y su callada eficacia, y su brusca amabilidad me había dado consuelo. Había sido un hombre estoico y leal y merecía mi aflicción. Sin embargo, estaba seca por dentro. Había sentido más lástima por el teniente Haddo, nuestro enemigo.
—¿Lo sabe Ryko? —susurré, avergonzada por la aridez de mi espíritu—. ¿Y Vida?
Ambos habían luchado junto a Solly durante mucho más tiempo. Tal vez derramarían lágrimas por todos los demás.
Dela asintió con la cabeza.
—Están velando juntos por su alma. —Contrarrestó la falta de emoción de la voz con un apretón de la mano. Luego miró a Madina—. Gracias por vuestra ayuda. ¿Podéis dejarnos solas, por favor?
Dela esperó hasta que la mujer hubo salido de la estancia y dijo:
—El médico insistió en que comieras algo antes de verme. Dijo que eso suavizaría la impresión en tu espíritu. ¿Estás bien?
Me mordí el labio. Por lo visto, mi espíritu no necesitaba nada que lo suavizase.
—Deberían haberme despertado cuando llegaste.
Movió la cabeza negativamente.
—No. Tenían razón al dejar que durmieras. No podías haber hecho nada.
—Podría haber estado allí. Podría haber… —dije, titubeando. No, no podría haber hecho nada. Noté en la boca el sabor amargo de la impotencia.
Dela se acercó aún más y me abrazó. Hundí la cara en su pecho musculoso. Llevaba túnica y pantalones prestados, y había tomado un baño. Aun así, percibí un leve olor a barro cuando se movió. Sin duda, yo misma llevaba también la tierra mojada y el agua de la inundación impresa en la piel. Tal vez aquel hedor no nos abandonaría nunca más.
—Roguemos porque el espíritu de Solly camine ahora por los jardines celestiales… —susurró Dela.
—… y que su honor perviva en su estirpe —concluí, aunque las palabras de la tradición no me ofrecieron ningún alivio.
—Hay algo más que debo contarte —dijo Dela. Es sobre lo que me ocurrió después de que el agua se nos llevase.
Me soltó y volvió, renqueando, hacia la puerta. Miró afuera un momento y luego la cerró.
Entonces, algo pudo, por fin, sacarme de mi torpeza: un vivo presentimiento. Me senté en el borde de la cama mientras ella arrastraba el taburete por el suelo y se sentaba frente a mí.
—Levanta el brazo —me dijo, en tono de orden.
Obedecí. Apoyó sus grandes nudillos contra los míos y apretó con suavidad. Luego se arremangó la manga de la túnica. La ristra de perlas negras se deslizó por su brazo, con un repiqueteo. Antes de que yo pudiera siquiera pestañear, ya se había enroscado en mi muñeca, había tirado del manuscrito rojo para hacerlo pasar sobre nuestras manos, y me lo había sujetado alrededor del antebrazo. Me aparté.
—Sabes que no quiero llevarlo encima.
—Te reconocen —dijo, sin hacer caso de mis protestas—. Vas a creer que me he vuelto loca, pero estas perlas piensan por su cuenta. Me sacaron del agua. —Agitó la cabeza—. No podía haberlo imaginado nunca. Me salvaron de morir ahogada… aunque luego no pudieron hacer gran cosa para evitar que me cayera el árbol encima. —Alzó una ceja, con elegancia—. Pero esto no es una sorpresa para ti.
Acaricié las cálidas perlas negras enroscadas a mi brazo.
—Vi cómo las perlas del libro negro salvaban a Dillon. Creo que ambas ristras están confeccionadas con gan hua, y que tienen la misión de proteger los manuscritos, ocurra lo que ocurra.
—Claro, eso lo explicaría todo. Y quien sea que los lleve, también queda protegido. —Dela sonrió—. Gracias a los dioses. —La sonrisa se borró de sus labios—. Ryko me dijo que Dillon y el libro negro han desaparecido y que el Emperador ha enviado a todos los hombres sanos a buscarlos.
—Su Majestad ha decidido que es más importante hallar el libro negro que rescatar a Ido.
—Bueno, pues se equivoca. —Dela se inclinó hacia delante—. Pasé muchas horas aprisionada por el árbol. Muchas. Cada vez que intentaba liberarme, las cosas empeoraban; por poco no me entierro viva en el barro. —Se estremeció—. Para mantenerme despierta, intenté descifrar más cosas del manuscrito de tus antepasadas.
—¿Encontraste algo?
Dela se humedeció los labios resecos.
—Creo que he conseguido descifrar dos versos en código de la primera página.
—¿Qué dicen? Enséñamelo.
Tiré de las perlas negras. El elástico cordel se aflojó y fue a alojarse en el cuenco que formaron las palmas de mis manos, arrastrando el libro hacia allí. Abrí la cubierta de piel, pasé la página del elegante dragón hasta la siguiente, repleta de escritura femenina.
—Aquí —dijo Dela, señalando con el dedo los tenues caracteres—, si estoy en lo cierto, dice:
El ciclo de los doce a su fin se acercará
Y el dragón hembra regresará y ascenderá…
Levanté la cabeza.
—¿Cerca del fin? ¿Se refiere a los dragones?
—Hay más. —Dela hizo correr el índice más abajo.
Ella, la Ojo de Dragón, restaurará y defenderá
Cuando la fuerza oscura sea dominada por la hua de Todos los Hombres.
Observé la delicada caligrafía mientras intentaba comprender su sentido, aunque no conocía el significado de cada carácter.
—Recita otra vez el primer verso.
Dela lo repitió.
—«El dragón hembra» se refiere a la Dragona Espejo, ya que es el único dragón femenino —dije, lentamente—. Ahora, ha retornado y es la dragona ascendente.
Miré a Dela a los ojos. Me resistía a reproducir con mis propias palabras el sentido de la primera línea.
—Su regreso significa que el poder de los dragones está llegando a su fin —añadió en un murmullo.
Agité la cabeza para rechazar la enormidad del presagio. Si los dragones llegaban a su fin, también lo haría mi poder… antes, incluso, de que lo hubiera podido ejercer. No habría ningún glorioso vínculo con el dragón rojo. No habría rango ni riquezas. Volvería ser una simple muchacha. Una inútil. Nada.
—No puede ser verdad —susurré.
—El país está convulsionado —recalcó Dela—, y hay diez dragones sin Ojo de Dragón.
—Pero eso no prueba que su poder esté tocando a su fin —dije, bruscamente—. La Dragona Espejo regresó antes de que Ido matase a los Ojos de Dragón.
—Entonces, tal vez el poder de los dragones ya estaba declinando antes, incluso de que Ido asesinase a sus señores. Y no puedes negar que el país está en peligro.
Me cubrí los ojos con las manos e intenté buscar, entre las diversas y terribles posibilidades, una razón para negar la verdad de las advertencias de Kinra. Pero la segunda línea del verso no admitía ninguna duda: la Dragona Espejo había regresado y era ascendente, y eso significaba que el poder de los dragones llegaba a su fin.
—¿Cómo dice el segundo verso?
Dela volvió a recitarlo.
—«Ella, la Ojo de Dragón»… esa debo ser yo —dije, y sentí que mi inquietud aumentaba—. Dice que puedo restaurar y defender. ¿Significa eso que puedo impedir la pérdida de poder de los dragones?
¿Cómo podía yo hacer tal cosa? La magnitud de la tarea era como una mano inmensa que me estrujaba para dejarme sin esperanza y sin coraje.
—Rezo porque signifique eso —dijo Dela. Tocó un carácter del pergamino, cuyos ángulos agudos contrastaban, por su fealdad, con el resto de la fluida caligrafía—. ¿Qué es la fuerza oscura? ¿La gan hua?
—Eso parece.
—Entonces, ¿qué será la hua de «Todos los Hombres»?
—No lo sé —dije, sombríamente—. Pero suena a algo inapelable. Cerré el libro rojo, como si el hecho de ocultar las palabras pudiese vencer el peso aplastante de su significado.
—Me da pavor pensar en qué más vas a encontrar, pero tenemos que seguir descubriendo cosas. —Le ofrecí el diario y ella lo cogió, con un breve gesto de asentimiento.
—Al menos sabemos que la gan hua debe ser dominada. —Dela se levantó y se dirigió a la puerta—. El Señor Ido es el único que te puede enseñar a controlar tu poder. ¿Te puede enseñar también a dominar la gan hua?
—Oh, sí —dije con ironía—. Ido es un experto en gan hua.
—En ese caso, hay que rescatarlo.
—Pero Su Majestad está decidido a encontrar el libro negro.
Dela me hizo señas para que fuese con ella.
—Su Majestad no puede hacer como si el libro rojo no existiese, Eona. Es la voz de una Ojo de Dragón. Y esa Ojo de Dragón nos ha lanzado una clara advertencia.
—¿Quién es esa antepasada Ojo de Dragón? —preguntó Kygo.
Me había preparado para aquella pregunta, pero no por ello dejaba de provocarme un nudo en el estómago. El Emperador deambulaba por la sala de la estrategia. Volvió la cabeza para mirarme mientras yo le respondía. Lucía unas grandes ojeras de cansancio. Aunque había ordenado a los jefes de sección que abandonaran la cueva, porque así se lo había pedido yo, no lo tomé como un signo de que pudiera contar de nuevo con su favor. Al contrario. No nos había autorizado, ni a Dela ni a mí, a levantarnos, y seguíamos hincadas de rodillas en el suelo. Además, su cuerpo mostraba una fragilidad fácil de reconocer, al menos para mí: había llevado a su cuerpo y a su mente demasiado lejos y durante demasiado tiempo. Eché una ojeada a Dela, que estaba a mi lado. El modo en que encorvaba los hombros, un signo de precaución, significaba que ella también se daba cuenta; sin duda había sentido en su momento la ira de un maestro exhausto y crispado. Aun así, no había encontrado el modo de prepararla para lo que yo estaba a punto de decir, y esperaba que ella tuviese el buen sentido de quedarse callada.
—Era la última Ojo de Dragón antes de que la Dragona Espejo huyera —dije—. Su nombre es Charra.
Dela se quedó agarrotada. Sujetaba con fuerza el libro rojo.
Contuve el aliento, pero ella no dijo nada. Ya daría rienda suelta a su desaprobación más tarde, pero incluso ella debía admitir que yo no podía contarle la verdad al Emperador. Kygo sabía que Kinra era una traidora. No aceptaría ninguna de las palabras que hubiera escrito, ni actuaría a partir de lo que pudiesen decir. Y con una antepasada como aquella, aún confiaría menos en mí.
—¿Sabemos por qué huyó la dragona?
—No, Majestad. La dama Dela todavía no ha encontrado esa información en el manuscrito.
Kygo cerró los ojos y echó la cabeza atrás.
—Pero ahora sabemos qué significa realmente el retorno del Dragón Espejo. Mi padre quería hacernos creer que tú y el dragón erais símbolos de esperanza y una bendición para mi reino. Pero no lo sois. —Abrió los ojos—. Sois portadoras de la fatalidad.
—No es cierto —dije, ahogando un grito—. ¡No podéis decir eso!
—Diez Ojos de Dragón muertos, mi imperio al borde de la guerra, la tierra desprotegida y desgarrada. —Su voz se teñía del tono agudo de la acusación—. Todo eso empezó cuando trajiste de vuelta a la Dragona Espejo.
Le lancé una mirada llena de resentimiento.
—No la traje de vuelta. Simplemente… apareció.
—Pero tú estabas en la arena, donde nunca tendría que haber habido una muchacha. Le diste la oportunidad de regresar.
Me clavé las uñas en los muslos. Me habría gustado clavárselas en la cara y obligarle a decir que estaba equivocado. Tenía que estarlo. Si no, eso significaría que yo había sido, de alguna manera, la causa de que Ido asesinara a los Ojos de Dragón, y también del golpe de mano de Sethon, y de la guerra que estaba a punto de estallar. No podía hacer caer el peso de todo aquello sobre mis espaldas.
—No todo es fatalidad, Majestad —dijo Dela, rompiendo el tenso silencio. A pesar del enrojecimiento que le había provocado la exposición al sol, ahora estaba pálida. Quizá por el dolor de permanecer arrodillada, con la herida en la pierna, o por los riesgos que asumía al hablar. Levantó el libro. Las perlas negras se enroscaron a su alrededor. El segundo verso trae esperanza. La dama Eona puede restaurar el poder de los dragones.
—¿Esperanza? —Se rió amargamente—. No encuentro muchos motivos para la esperanza en la frase «hua de Todos los Hombres». —Se puso a dar grandes zancadas por la habitación otra vez. A pesar de su enorme fatiga, seguía moviéndose con autoridad—. Salid, dama Dela.
Ella me miró con vacilación, lo que representaba un peligroso signo de lealtad.
—¡Ahora! —gritó Kygo.
Con una agónica expresión de disculpa en los ojos, Dela se puso en pie con dificultades, inclinó la cabeza y se marchó caminando de espaldas hasta que salió de la estancia.
—Levántate, Eona.
Lo hice, con las piernas temblorosas por la ira. Él se puso a deambular una vez más por la sala. Sus pasos lo llevaron a situarse a mi espalda, fuera de mi vista. Los demás sentidos se agudizaron para localizar su posición en cada momento.
—¿Por qué debería creer este augurio, Eona? —Estaba a mi izquierda—. No sé leer caligrafía femenina antigua. —La contraria podría estar mintiendo por ti.
—La dama Dela te es leal. Y yo también. —Debería haberme callado en aquel momento, pero mi resentimiento me hizo pronunciar algunas palabras más—. Siempre lo he sido.
Se acercó hasta quedar a menos de un palmo de distancia, justo enfrente de mí. Demasiado cerca. No levanté los ojos, pero podía oler el penetrante aroma masculino de la rabia… y podía sentir algo, más allá de las palabras, que llenaba el espacio entre nosotros.
—¿Leal? Sólo eres leal a tus propios fines —dijo—. Manipulaste a todo el mundo desde el principio para llegar a la arena, y no has dejado de hacerlo desde entonces.
Lo miré a los ojos para contrarrestar aquel juicio injusto.
—Todo lo que he hecho ha sido puesto a tu servicio —dije, con ardor. Persigues sombras que no existen. Me acusas porque temes lo que no comprendes.
Todo su rostro enrojeció.
—¿Crees que tengo miedo?
Tal vez ya no me quería como naiso, pero eso no me impediría seguir diciéndole la verdad.
—Sí —dije en tono sibilante—. Tienes miedo porque esto te supera.
Alzó el puño. Me quedé agarrotada, esperando el golpe, pero en lugar de pegarme, se alejó. Dio tres zancadas hasta la mesa, cubierta de mapas. La levantó por un extremo y la tiró al suelo, con una explosión de madera y pergaminos.
—¿Sabes qué es todo esto? —preguntó—. Son nuestros efectivos. Contamos con un hombre entrenado por cada treinta de mi tío. Un caballo nuestro por cada diez de los suyos. La mayoría de las armas con que contamos no son espadas, ni siquiera ji, sino herramientas de campesinos.
—En ese caso, tal vez eres tú el portador de la fatalidad. —Me di cuenta de que estaba dando en el clavo. Un cierto desasosiego empezó a debilitar mi ira, pero hice caso omiso—. No es agradable, ¿verdad, Kygo? No es agradable ser el portador de la fatalidad.
Vino hacia mí.
—¡Soy el Emperador! —chilló—. Tú sólo eres una mujer, y no sabes nada de nada.
—Y a pesar de eso me nombraste naiso —grité; su desdén me empujó a desafiarlo imprudentemente—. ¿Querías saber la verdad? Pues aquí la tienes. Te cuentas a ti mismo historias inventadas sobre mis pretendidas mentiras y mis propios fines, pero todo lo que he hecho ha sido en interés tuyo. —Me puse a contar con los dedos—: te conté la verdad sobre mi sexo; te saqué de tu ira asesina; te hice salir del mundo de las sombras. No te curé ni puse en peligro el dominio de tu voluntad. Y sigues desconfiando de mí. —Entonces sentí una fuerte intuición, como un trueno que atravesaba mi furor—. ¡Porque me temes!
Aquellas palabras eran lo más parecido a un salto hacia el abismo.
Se detuvo ante mí. Tenía los ojos encendidos de ira. Nos miramos mutuamente, suspendidos en un instante al que sólo podía suceder un nuevo inicio o el fin.
—No te temo a ti —dijo, finalmente—. Temo lo que tu poder representa.
La tensión abandonó entonces su cuerpo, y Kygo se tambaleó.
Asentí con un gesto de la cabeza. Yo también estaba exhausta.
—Yo también lo temo. Sé tan pocas cosas… Y aun así, ahora debo salvar a los dragones.
Se llevó las manos al cuello y acarició la perla.
—Sí.
—Es demasiado para mí. —Alargué la mano, como si quisiera alejarme de todo aquello.
Kygo me asió por la muñeca.
—Sin embargo, es tu carga, como la mía es el imperio.
Al sentir su tacto, toda mi rabia se diluyó. Apretó la mano y yo ahogué un sollozo. La fatiga se reflejaba como un fuego apagado en sus ojos. Me atrajo hacia él.
—No tenemos elección, Eona —dijo.
¿Se refería al deber que se nos imponía o a la energía que saltaba como una chispa entre nosotros? Miré hacia abajo para huir de la intensidad de su mirada, pero mis ojos tropezaron con la curva sensual de la Perla Imperial y del haz de luz que la cruzaba. El recuerdo de nuestros labios unidos y del tacto de nuestros cuerpos me provocó un escalofrío.
—Lo sé. —Levanté la mano libre hacia la gema. ¿Era Kinra quien la movía o era mi propio deseo?
—¿Sabes lo que ocurre… lo que me haces cuando la tocas? —Respiraba con breves y rápidos jadeos entrecortados. Es como si un millar de rayos atravesaran mi cuerpo, cargados de placer.
—Creo que la perla está vinculada al mundo de la energía —susurré.
Y también a una antigua traidora, pero el miedo a la influencia de Kinra estaba diluido por el calor de mi sangre.
Kygo rio por lo bajo.
—Tú sabes que está vinculada a algo más que al mundo de la energía.
Su tono burlón me arrancó una risita, pero había un sentimiento de apremio detrás de sus palabras, y un suave ardor crecía dentro de mi cuerpo, en respuesta.
Miró hacia el techo de la cueva y apretó los dientes.
—Si tocas la perla, ¿atraerás a los diez dragones?
—Tal vez sí —dije, pero no podía retirar la mano—. No lo sé.
Percibí su lucha entre la pasión y la prudencia, entre el deseo y el deber. Esa era también mi lucha. Nos quedamos de pie, inclinados el uno hacia el otro.
Yo mantenía los dedos suspendidos en el aire, junto a la perla, y el único vínculo físico entre nosotros era su mano alrededor de mi muñeca. Sin embargo, me sentía como si me estuviera abrazando con todo el cuerpo.
Irguió la cabeza. El pulso del corazón era visible en las venas de su cuello.
—¡Ponzoña de los dioses! —maldijo, y me dio un empujón.
Quedé estupefacta, presa de la pasión del momento, y me acerqué de nuevo a él.
—¡No, Eona! —Agachó la cabeza; tenía fuego en los ojos—. No te acerques más.
—¿No quieres? —pregunté; mis palabras desvergonzadas procedían de una frustración muy antigua.
—Pues claro que sí —masculló—. ¿Acaso estás ciega? —Se tapó la boca con el reverso de la mano y se dio la vuelta. Rio de nuevo, pero esta vez con una risa ácida—. Casi valdría la pena.
Cerré los puños. Necesitaba encontrar un modo de controlar la confusión que reinaba en mi hua.
Kygo se dirigió a grandes pasos hacia la mesa que había volcado antes. Se agachó y, con un gruñido de esfuerzo, la levantó y la colocó en su sitio. Se quedó mirándola un instante y luego pegó un fuerte puñetazo en un canto. La mesa se desplazó sobre el suelo. Se oyó el chirrido de la madera contra la roca. Me estremecí. Kygo se acarició los nudillos, de los que escapaba un hilillo de sangre.
—Siempre el deber —dije con la voz quebrada por las lágrimas del rencor.
Apoyó las manos sobre la mesa, con la cabeza baja. Seguía dándome la espalda. Contemplé su silueta, desde los anchos hombros hasta las estrechas caderas.
—Por más que lo deseemos, naiso, no podemos ignorar ni el augurio ni la superioridad de las fuerzas de Sethon —dijo, con voz ronca y pausada.
Naiso. Cerré los ojos. Antes, aquella palabra tenía el sabor dulce de la unidad. Ahora, la había usado para marcar distancia.
—Regresaremos al este. Es nuestro mejor campo de batalla —dijo. Se llevó al cuello la mano ensangrentada—. Y rescataremos a Ido para que puedas dominar la gan hua.
Una mezcla de miedo y alivio recorrió mi sangre al ritmo de los latidos del corazón.
—¿Y cuando pueda dominar mi poder…?
Me humedecí los labios. No tenía muy claro lo que estaba ofreciendo, pero lo hacía de todos modos.
Se dio la vuelta y me miró. Tenía un lado de la cara en penumbra.
—Entonces todo cambiará.
Incliné la cabeza. No había duda de eso.