Caminé por el agua hasta el centro del estanque de aguas termales. El calor, punzante, me provocaba escalofríos en los hombros. Alrededor del borde de piedra, docenas de farolillos iluminaban la pequeña cueva y otorgaban un tono plateado a las leves ondulaciones del agua. La sombra oblicua de Madina se extendía hasta la pared del fondo. La esposa del médico estaba sentada en los desiguales escalones que daban acceso al estanque. De ese modo cuidaba de mi privacidad y se preparaba para atenderme una vez hubiera terminado mi baño.
Estiré los brazos sobre la superficie del agua y me regocijé en la renovada ligereza de mis músculos y en la bendita quietud de la pequeña estancia. La recuperación de Kygo había dado pie a un frenesí de presentaciones formales e informes militares que, según parecía, iban a durar horas. Por fortuna, el esposo de Madina había aparecido y había insistido en que se debía dar tanto al Emperador como a su naiso la oportunidad de comer y tomar un baño antes de ponerse en serio a plantear acciones estratégicas.
Pensar en Kygo me proporcionaba un gran placer. Me sumergí en el agua, como si el recuerdo de nuestro beso estuviera grabado en mi cuerpo y cualquiera lo pudiese ver. Cerré los ojos y reviví cada instante de aquel beso. El agua caliente enmascaraba el ardor que trepaba por mi piel. El anhelo del Emperador había sido desbordante, pero el recuerdo del mío me acaloraba aún más la mejillas.
¿Pensaría él que yo era demasiado poco recatada? Dolana me había dicho una vez que los hombres tenían miedo de la pasión femenina. No me costaba comprender por qué; mi propia respuesta me había aterrorizado. Reflexioné sobre la prolongada caricia que Kygo me había dado en la muñeca al soltarme y en las miradas furtivas que nos dispensábamos mutuamente mientras Viktor nos daba formalmente la bienvenida y nos contaba detalles sobre el rescate de nuestro grupo. Cada vez que sus ojos coincidían con los míos, sentía como si nuestros labios estuviesen unidos de nuevo. Y también había visto el mismo sentimiento reflejado en su propia mirada. ¿Cómo era que aquel calor intenso permanecía en nosotros, aun cuando no nos estuviéramos tocando?
Me levanté para buscar el alivio del aire. Tal vez aquella respuesta mutua no había sido sólo producto de nuestra voluntad. Tal vez había sido guiada por Kinra. Reflexioné sobre aquella posibilidad: no estaba muy segura de si suponía un alivio o bien una amarga decepción. Me había sacado la placa funeraria del bolsillo antes de tocar la Perla Imperial. Aun así, alguna fuerza me había empujado igualmente a tocarla, de un modo bastante parecido a como ya había ocurrido antes.
Según lo que Dela había leído en el libro rojo, ahora desaparecido junto con ella, Kinra había vivido un intercambio de pasiones, atrapada en un triángulo entre el emperador Dao y otro hombre. ¿Acaso los rescoldos de un sentimiento tan violento nos afectaban a Kygo y a mí? Fijé la vista en aquella agua oscura e intenté reconciliar mis sentimientos con mis pensamientos. Todo sería más fácil si daba la culpa de tanta pasión a mis antepasadas. Kygo y yo podríamos continuar como hasta entonces: como aliados. Sin embargo, lo que llevaba dentro no me parecía un sentimiento prestado, ni uno con quinientos años de antigüedad. Además, no deseaba de ningún modo que el ardor de Kygo perteneciese a alguien que no fuera él mismo.
Suspiré, me zambullí una vez más en el agua y desalojé de mi mente aquellos pensamientos desconcertantes. Había preocupaciones más acuciantes: la angustiosa desaparición de mis amigos y de los dos manuscritos. Y, por supuesto, el mayor problema de todos: ¿seguía Ido con vida? Había un modo muy evidente de responder a la pregunta. No tenía más que entrar en el mundo de la energía y ver si podía sentir la presencia del Ojo de Dragón a través de su bestia, como ya había hecho antes. Sin embargo, aquello ya había supuesto un grave riesgo; un riesgo que, ahora, era aún mayor. Si Ido estaba muerto, ya no podría contar con su protección, y entonces el simple hecho de entrar en el plano celestial podía significar mi destrucción. Incluso si estaba vivo, no podía confiar plenamente en sobrevivir en el mundo de la energía. Las antiguas fuerzas que residían en mí parecían cada vez más fuertes.
De todos modos, debía hacerlo. Nuestros planes iban a depender de ello: era necesario averiguar si el Ojo de Dragón seguía o no con vida. Sabía que me sería más fácil deslizarme hacia el mundo de la energía mientras estuviese en el estanque. Los baños siempre me habían facilitado el tránsito entre el plano terrenal y el celestial. El calor y el suave abrazo del agua facilitaban a mi mente y a mi cuerpo liberarse del mundo terrenal. Sin duda, existía el riesgo añadido de que me ahogara si algo iba mal, como aquella vez, en el Palacio Imperial, en que la fuerza me había arrojado contra una pared. Pero en esta ocasión no estaba sola. Pronuncié una plegaria a los dioses y caminé por el agua hasta que encontré un asidero sólido en el borde rocoso.
—Madina —dije.
La mujer se irguió sobre el peldaño.
—Sí, Mi Señora.
¿Cómo explicarle lo que me disponía a hacer? Ella sabía que yo era el Ojo del Dragón Espejo pero, para ella, aquello sólo conllevaba rango y poder, no la posibilidad de causar destrucción y muerte.
—Necesito hallar a mi dragón en el mundo de la energía. ¿Podrás quedarte junto a mí y sacarme del agua si ves que me hundo o que tengo problemas?
Se quedó mirándome unos instantes.
—Por supuesto, Mi Señora.
Se recogió la falda y anduvo junto al borde del estanque hasta llegar donde yo estaba, y se agachó junto a mí.
Miré su rostro sereno.
—Podría ser peligroso.
—Haced lo que debáis, Mi Señora —dijo con una sobria expresión, mientras ponía su mano sobre la mía—. Estaré aquí.
Me hundí en al agua caliente hasta que me cubrió los hombros, y volví la mirada a mi interior. A pesar de la inquietud, sólo necesité cinco profundas respiraciones para abrir mi visión mental y saltar de un mundo a otro. La oscura cueva se transformó en un vibrante remolino de color y energía; allí arriba, torrentes de hua recorrían la forma transparente de Madina; su aparente calma exterior ocultaba el miedo, que bombeaba a oleadas por todo su cuerpo. Tanteé, vacilante, el mundo de la energía con mi propia hua, como si estuviera confirmando la firmeza de un terreno inconsistente con la ayuda de un cayado.
¿Era seguro?
No sentí el asalto de ninguna fuerza afligida ni de ningún otro poder. Todo lo que podía percibir era la rica y cálida presencia de la dragona roja, que me invitaba, con una presión irresistible, a unirme a ella. Penetré totalmente en el mundo de la energía, paralizada por la bestia roja que llenaba por completo la esquina oriental de la estancia. Su poder se deslizaba en mi interior como una profunda caricia y me arrastraba con su llamada. Podía paladear el sabor a canela de nuestro nombre compartido. Solo tenía que poner nombre a su calidez y seríamos una. Apreté los dientes; no debía hacerlo. Había diez poderosas razones que lo impedían; diez poderosas razones que esperaban su oportunidad para despedazarnos.
Hice acopio de toda mi fuerza de voluntad para volver la espalda a la brillante presencia de la Dragona Espejo y mirar hacia la esquina nornoroeste. Me quedé sin aliento: el pequeño Dragón Rata era casi transparente; estaba agachado, con el cuerpo rígido y maltrecho.
¿Ido? pregunté con voz queda. ¿Podía oírme todavía a través del dragón azul?
La bestia levantó lentamente la cabeza. Vi avanzar sus garras opalinas, pálidas, hacia mí.
Eona. La voz de Ido sonó tenue y temblorosa en el aire cálido, y luego se desvaneció.
Su sufrimiento me hizo estremecer. Solté la mano del asidero en la roca. Madina me agarró por el hombro y tiró de mí hasta la superficie. El mundo de la energía se retorció sobre sí mismo y se diluyó en la penumbra de la cueva.
—¿Estáis bien, Mi Señora? —preguntó Madina.
Asentí con un gesto de la cabeza, incapaz como era de hablar a causa del dolor que sentía en la garganta. El Dragón Rata estaba tan débil… Si Ido se encontraba en un estado parecido al de su bestia, entonces no le quedaba mucho de vida.
—¿Estáis llorando, Mi Señora?
—Todo va bien —dije—. Gracias.
Volví a un lado la cabeza para evitar su mirada escrutadora. Formé un cuenco con las manos, lo llené de agua caliente y me mojé la cara para disimular las lágrimas. Yo había sido testigo del magnífico poder del Dragón Rata; en realidad, me había unido a él. Ver ahora a la bestia tan disminuida me hacía sufrir, incluso a sabiendas de que Ido había construido su oscuro poder en torno a ella. Además, no podía negar que el Ojo de Dragón se había arriesgado dos veces para salvarme. Ello no le absolvía de sus terribles crímenes pero, tal vez, ni siquiera él merecía tanto tormento.
Otra sombra apareció en la pared de la cueva; era una criada que se hundía en una reverencia ante Madina. Su murmullo resonó en las paredes. Cuando miré, ya había entregado el mensaje y se marchaba.
—Mi Señora —dijo Madina, irguiendo la espalda—. Su Majestad desea que os reunáis con él cuanto antes.
Abrió un gran paño para que pudiera secarme.
Me quedé un momento en el agua, quieta, bajo el influjo de la exaltación combinada con una oscura inquietud. Kygo quiere verme cuanto antes. Sentí una vez más sus piernas alrededor de mi cintura y su cuerpo musculoso contra el mío. Respiré temblorosamente. ¿Cómo podía desear algo con tanto fervor y al mismo tiempo querer evitarlo? Gracias a los dioses, tenía algo que llevarle: la noticia de que Ido aún estaba vivo.
Cuando hubo pasado aquel momento de turbación, me acerqué a Madina hasta que ella me dio la mano, con firmeza. Me ayudó a subir los escalones con un fuerte tirón y me cubrió inmediatamente con la áspera toalla.
—Su Majestad todavía no ha terminado su baño —me dijo, para tranquilizarme—. Tenéis tiempo de prepararos… convenientemente.
Percibí su mirada de soslayo. No era hostil, y sin embargo me ruboricé. Sin duda, su esposo le había contado que nos había descubierto. Posiblemente, el hombre pensaba que le había mentido a propósito de mi vínculo con Kygo.
—La esposa de Viktor viste más o menos la misma talla que vos y os ofrece esta prenda —añadió, mientras me secaba los cabellos—. Es sólo algodón, Mi Señora, pero el tejido es de mucha calidad y os sentará bien, al igual que el color.
Dejé de secarme los brazos.
—¿Creéis que el color me sentará bien? ¿Cuál es?
—Azul, Mi Señora —dijo, y señaló con un gesto de la cabeza el vestido que colgaba de una estaquilla clavada en la roca. Era, de hecho, de un tono índigo muy llamativo.
—¿Me sentará bien?
Yo nunca había dado mucha importancia al color de mi ropa. Al fin y al cabo, nunca la había podido escoger, ni siquiera una vez convertida en Ojo de Dragón.
—Estoy segura de que cualquier color combina con vuestra belleza —respondió ella, iniciando una reverencia.
—No —dije, mientras le ponía una mano en el hombro para que no prosiguiera con su gesto de deferencia—. No, de verdad. ¿Por qué me sienta bien el azul? No sé de estas cosas.
Había pasado tantos años comportándome como un chico que no sabía nada de las artes femeninas.
Me miró a la cara de la misma manera que yo hacía antes cuando una persona de rango superior me pedía una opinión sincera; no siempre eran genuinas aquellas preguntas, y a menudo las respuestas francas iban seguidas de fulminantes bofetones.
—Porque vuestra piel es pálida, Mi Señora —dijo finalmente—. El contraste será beneficioso. Y el tono reforzará el rojo intenso de vuestros labios y el brillo de vuestros ojos.
Volví a mirar el vestido; ¿todo aquello simplemente con un color? Pasé el dedo por mi labio superior para conjurar la sensación de la boca de Kygo sobre la mía. Él había pasado la vida rodeado de cosas bellas: ropas, arte, mujeres. Debía de comprender el lenguaje de los colores y las telas.
—Muy bien —dije lentamente—. Me lo pondré. —Entonces recordé el problema con el vestido de Vida—. Esperad, el escote ¿no será demasiado bajo?
—Sólo lo justo —respondió Madina con una expresión sonriente en la comisura de los ojos.
Yo no tenía la ligereza de ánimo suficiente para reír, pero conseguí que mis labios se curvaran con ironía.
—No soy muy buena en este tipo de cosas —dije, señalando el vestido—. No tengo conocimientos en asuntos de belleza y estilo. —Bajé la mirada hacia mi pecho, tan delgado—. Ni tampoco pretensiones.
—No es cierto, Mi Señora —dijo—. Se dice que existen cuatro moradas para la belleza. —Se tocó el pelo, los ojos, la boca y el cuello—. Todas las personas tenemos, al menos, una. Muchas, dos. Algunas, tres, y sólo un puñado poseen las cuatro en perfecta harmonía. Vos, Mi Señora, estáis bendecida con tres de ellas.
¿A cuáles tres se refería? Mis ojos, tal vez, y mi boca, pues conservaba todos los dientes, pero no veía ninguna elegancia en mi cuello, y tenía los cabellos demasiado espesos y lacios.
—No tengo tal belleza —resoplé.
Ladeó la cabeza, pero se guardó sus comentarios cerrando los labios.
—¿Qué ocurre? Dime lo que piensas —urgí.
—Es cierto que no poseéis la belleza clásica, y sin embargo atraéis las miradas. Habéis sentido el poder que ello comporta, ¿no es así?
Me sonrojé una vez más, pero entonces fue de reconocimiento. Sí, había sentido cómo me seguía Kygo con la mirada, y el modo tan extraño en que conseguía capturarlo en la mía.
Madina se acarició los cabellos, que llevaba trenzados y ondulados, con mechas grises.
—Pero creo que el poder que arde en vuestro más profundo interior es de otro tipo, Mi Señora.
Miré hacia otro lado. ¿Podía ver mi deseo por Kygo? No, era imposible. Quizá se refería a la dragona roja.
—¿Qué poder es ése?
—La audacia. Vos no teméis a nada.
Fruncí el ceño. La audacia no era un poder, pensé. Además, no impedía sentir miedo.
Envolvió otra vez mis cabellos con la toalla y los retorció para secarlos.
—Podríamos recoger vuestra cabellera en una trenza larga. —Enrolló un espeso mechón alrededor de sus dedos y lo arrimó a mi nuca—. Combinaría muy bien con el escote del vestido.
La idea de aprovechar las artes de Madina era tentadora, pero no podía presentarme a una reunión con militares luciendo un vestido y una trenza propia de una doncella. Ya era suficientemente complicado ser Ojo de Dragón mujer, y encima naiso. En realidad, sabía que debía evitar el vestido en favor de una túnica y unos pantalones, pero una parte especialmente zalamera de mí insistía en que sería un acto de grosería rechazar un regalo de la esposa del jefe del campamento.
—Llevaré la doble trenza de los Ojos de Dragón —dije, satisfecha de haber encontrado una solución de compromiso. Separé la pesada y húmeda cabellera en dos madejas—. Te mostraré cómo unirlas.
Madina hizo una reverencia.
—Como deseéis, dama Ojo de Dragón.
La luz del alba teñía el cielo de rosa. Ascendí una serie de escalones bajos, acompañada por dos escoltas de la resistencia. Según contaba el más parlanchín de los dos, habían preparado una pequeña cueva como sala de reuniones para el Emperador. Se había dado orden a los jefes de cada sección para que se reunieran allí al amanecer. Más abajo, el campo empezaba a agitarse. Los niños cargaban cubos de agua. Los habían llenado en el riachuelo que cruzaba el fondo del cráter. Las mujeres encendían fuego para cocinar. Un grupo de hombres se dirigía al pasadizo por el que habíamos entrado nosotros menos de cuatro horas antes. Por la ropa que llevaban y las mochilas que cargaban, se veía que eran una expedición de búsqueda.
Una figura conocida avanzó hacia nosotros: Ryko, con su gran cuerpo encorvado y los brazos cruzados para protegerse las costillas. Nos miraba con el rostro inexpresivo, pero yo conocía al isleño lo suficiente para percibir su tensión.
—Acompañaré a la dama Eona a la presencia de Su Majestad —dijo a mis escoltas.
Los dos hombres hicieron una rápida reverencia y se marcharon. Ryko esperó a que ya no pudieran oírnos, y entonces se inclinó hacia mí y me dijo:
—Debéis interceder por mí. Ahora.
Me separé de él, sorprendida por la furia en su tono de voz.
—¿Para qué?
—Su Majestad me ha prohibido unirme a las expediciones de búsqueda.
—Tendrá buenas razones para ello.
—No me importan sus razones —espetó Ryko—. Tengo que buscar a la dama Dela, ¿entendéis?
—Estás herido, Ryko. Y no conoces la zona. Lo único que conseguirás es retrasar a los hombres que sí la conocen.
Me miró enfurecido.
—Interceded. Me lo debéis.
—¿Qué es lo que te debo? —dije, y noté que yo misma me enfurecía. ¿Cuántas veces tendría que pedir perdón?—. ¿Querías morir? ¿Debí haberte abandonado en la aldea de pescadores?
—Sí —protestó, con voz sibilante—. Habría sido más honroso que vivir como un perro, esperando que me pateen una y otra vez.
La verdad de sus palabras flotaba entre los dos, como un obstáculo infranqueable.
Cerró los ojos y aspiró una dolorosa bocanada de aire.
—Por favor, Mi Señora. —Me tocó el hombro, a modo de súplica—. La sujetaba de la mano, pero tuve que soltarla. La corriente era demasiado fuerte. Creerá que la he abandonado.
Desvié la mirada para evitar el sentimiento de angustia en el rostro de Ryko. Cada día me sentía culpable, treinta y seis veces y más. Tal vez podía ahorrarle el sentimiento de culpa por haberle fallado a Dela.
—De acuerdo —dije—. Se lo pediré.
Oí hablar a Kygo antes de que llegáramos a la sala de estrategia. La cueva era un conjunto de tres pequeñas cavernas conectadas. Ryko y yo estábamos atravesando la segunda cuando nos llegaron los tonos más agudos de su voz.
—¿Es éste el número total de nuestras fuerzas, Viktor? ¿No hay más?
Mi pulso se aceleró. Por más que hubiese revivido nuestro beso y por más veces que hubiese representado en mi mente la imagen de su cuerpo junto al mío, no me había parado a reflexionar sobre lo que ocurriría la siguiente vez que nos viésemos. ¿Seguiría habiendo el mismo fuego en sus ojos? ¿Debería yo actuar como si nada hubiese ocurrido? No había duda de que no íbamos a estar solos. Un alivio, al fin y al cabo, aunque algo parecido a la decepción se aposentaba asimismo en mi interior.
Alisé el vestido sobre mi pecho. Tal como había dicho Madina, el cuello no era tan bajo como el del vestido de Vida. Aun así, la redondez del escote marcaba la curva de mis pechos, y la cintura era bastante ceñida, de modo que no hacía falta faja para acentuar mi figura. Mis manos buscaron las trenzas, fuertemente anudadas en la coronilla. Giré las dos gruesas trenzas hacia la izquierda, pero luego pensé que parecería demasiado estudiado y las hice regresar a su posición. Madina me había dicho que el estilo masculino me sentaba bien, pero no había espejo en el que mirarme, y el reflejo en la superficie del estanque era demasiado oscuro y no había podido fijarme en los detalles.
—Mi Señora, esperad, por favor —susurró Ryko.
Se adelantó hasta asomarse al arco natural que dibujaba la entrada a la tercera caverna. Las dos primeras estaban exageradamente iluminadas mediante lámparas de aceite separadas por una distancia de menos de un brazo; sin embargo, su brillo empalidecía en comparación con el que despedía la sala de la estrategia. Parecía que estuviera a plena luz del día.
—La dama Eona, naiso imperial y Ojo del Dragón Espejo, hace su entrada —anunció Ryko.
Aquel anuncio tan formal me dejó paralizada unos instantes. Era más propio de la corte que de una cueva. Ryko quería subrayar mi rango.
Cuando entré, cinco hombres dejaron de mirar un rollo abierto sobre la mesa para observarme. Yuso y Viktor se hallaban entre ellos. Todos hincaron sus rodillas en una profunda reverencia. El sexto hombre permaneció inmóvil, inclinado sobre el rollo: el Emperador.
Se había bañado y afeitado, pero en su cráneo seguía visible el vello de tres días. Le habían lavado y arreglado también la coleta imperial, aunque ahora no colgaban hilos de oro ni joyas de ella. Sin duda pronto se convertirían en provisiones y armamento para el ejército. La única joya que seguía luciendo era la perla, enmarcada por el cuello abierto de la túnica roja que le habían prestado: un símbolo bien visible de su derecho a gobernar.
Su piel seguía mostrando la palidez del mundo de las sombras, y en su porte se percibían los efectos del dolor, pero en general se había recuperado bien. Levantó lentamente la cabeza, y yo me quedé sin aliento: sus ojos oscuros no reflejaban calidez, sino cautela.
—¿Ya no os postráis ante vuestro Emperador, dama Eona? —preguntó.
Hice la reverencia, y tuve que disimular mi confusión. ¿Había hecho algo mal? Miré fijamente la estera que cubría el suelo de la cueva, luchando por contener la aparición de unas lágrimas punzantes. Sólo podía haber una explicación para tanta frialdad: mi pasión le había repugnado.
—Levantaos —me dijo.
Me erguí, con la esperanza de que los signos de turbación hubiesen desaparecido de mi rostro. La profusión de lámparas en las paredes hacía que el aire fuese sofocante, o quizás era mi propia vergüenza la que no me dejaba respirar. Me puse la mano al cuello para cubrirme la piel que quedaba al descubierto por encima del vestido azul.
Ryko se mantenía en una esquina de mi visión, como un recordatorio silencioso. No quería adelantarme, pero le había hecho una promesa.
—Majestad —dije, intentando dotar a mi voz de cierta frialdad—. Ryko desea unirse a una expedición de búsqueda y ser de utilidad. ¿Podéis concederle vuestra venia?
No estaba preparada para ver de nuevo la mirada distante de Kygo, de modo que mis ojos se fijaron en su boca. Toda la ternura se había contraído en un duro rictus de mando.
—No. Lo necesito aquí.
Hice una reverencia, y Ryko hincó su rodilla en el suelo, junto a mí. Sólo sus puños cerrados con fuerza dejaban entrever la frustración.
—Dama Eona, acercaos —dijo Kygo.
Di un rígido paso adelante.
—Estamos hablando del libro negro —dijo—. Según las palabras de Yuso, afirmáis que Dillon usó su poder para crear el anillo de agua.
Miré a los hombres que tenía alrededor. En cada una de aquellas caras se percibía que eran conscientes de la tensión entre el Emperador y yo. Yuso me miró a los ojos, con cautela.
—Así es, Majestad. Dillon invocó la gan hua del libro.
—¿Cómo es capaz de hacer eso? Ha recibido tan poca instrucción como vos.
—Lo ignoro.
—¿Puede volver a hacerlo?
Agaché la cabeza ante su tono cortante.
—No lo creo. —Tragué saliva para intentar humedecer un poco mi boca reseca—. Creo que necesitaría mi poder para hacerlo de nuevo, pero no estoy del todo segura, Majestad. El libro negro también es un misterio para mí.
—¿Así como lo era vuestro poder?
—Yo no lo di, Majestad. Dillon lo tomó.
—Y ese libro negro, ¿contiene el secreto del Collar de Perlas?
—Eso es lo que me dijo Ido.
—El Señor Ido. —Kygo resopló en un tono de sospecha que me heló el corazón—. Estáis deseosa de rescatarlo.
Levanté la cabeza. Iba a aceptar su envite.
—Vos sabéis por qué, Majestad.
Su mirada delataba que no estaba dispuesto a hacer concesiones.
—Mi prioridad ha cambiado. Debemos encontrar el libro negro antes de que lo haga mi tío. El Señor Ido puede esperar.
Di otro paso adelante, con vehemencia.
—¡No! ¡No puede! Apenas le queda un hilo de vida.
Kygo se irguió.
—¿Qué habéis dicho?
El pánico me había empujado demasiado lejos.
—Perdonad, Majestad. Es cierto que debemos encontrar el libro negro —dije, recobrando cierto control—. Pero, en mi humilde opinión, alejar al señor Ido de vuestro tío es más importante. Dillon tiene la mente enferma, aunque lo encontremos no será de ayuda contra las lluvias monzónicas y las inundaciones. No controla su poder ni sus acciones. Como habéis visto, es muy peligroso. —Miré los rostros tensos de los presentes. Ido me ayudó a contener a Dillon y el poder del libro negro. Lo necesitamos.
Kygo se inclinó sobre la mesa.
—¿Ido os ayudó? ¿Por qué?
—Al salvarme a mí, intentaba salvarse a sí mismo —respondí—. Dillon quería matarlo.
—¿De qué modo os ayudó?
—Lo hizo mediante el mismo tipo de vínculo que tengo con Ryko. El que se crea a través de la curación. Vos mismo lo visteis en el claro, cuando yo no fui capaz de controlar mi energía.
Ryko, junto a mí, se estremeció como si lo hubiera azotado con un látigo.
—¿Fue Ido el que vino a vos, o fuisteis vos quien lo hizo? —Había algo extraño en el tono de voz de Kygo: expectación, pero también reticencia.
Lo miré, perpleja.
—Apareció en mi mente. —Hice una pausa. Me daba cuenta de que, en el fondo, no sabía lo que había ocurrido—. Quizá lo llamé —añadí—. No lo sé; todo fue demasiado rápido. Aún no sé suficientes cosas sobre cómo funciona todo. Ésa es la razón por la que necesito que el Señor Ido me instruya.
Kygo se dio la vuelta.
—Deseo hablar con la dama Eona. —No levantó la voz, pero yo podía percibir el tono de amenaza—. Ryko, Yuso, quedaos. El resto, salid. Salid de la cueva.
Los demás hombres salieron precipitadamente, caminando de espaldas pero sin poder hacer la reverencia. Mientras los sonidos se alejaban en la distancia, miré a Ryko, pero el isleño tenía la vista clavada en el suelo, y el cuerpo agarrotado. Yuso se mantenía, impasible, delante de la mesa, mirando fijamente al Emperador.
—Dime, Ryko —dijo Kygo finalmente, dándonos todavía la espalda—. ¿Sentiste el vínculo de la dama Eona con Ido mientras luchaban contra el libro negro?
Ryko se movió, incómodo.
—Sí. —Desvió la mirada al constatar mi expresión de asombro—. El vínculo no ejercía ningún influjo sobre mi voluntad, pero lo sentí. Como he dicho antes, Majestad.
—Yuso, desenvaina tu espada —dijo Kygo.
El silbido del acero me hizo estremecer, como si mi piel fuese la funda por la que resbalaba la espada.
—Kygo, ¿qué ocurre? —pregunté.
Finalmente, el Emperador se volvió para mirarme.
—Toma la voluntad de Ryko.
Oí cómo resoplaba el isleño. Durante un breve momento, fui incapaz de articular ningún sonido.
—¿Por qué? —conseguí decir, al fin.
—Porque yo te lo ordeno.
—Sabéis qué ocurrió la última vez. No pude controlarlo.
—Haz lo que te digo. ¡Ahora!
—Kygo, es demasiado peligroso.
Dio un fuerte golpe en la mesa con la mano extendida.
—¡He dicho que la tomes!
—Prometí no hacerlo nunca más. No quiero hacer daño a Ryko.
Con el rabillo del ojo, vi cómo Yuso torcía la muñeca del brazo que empuñaba la espada.
—¡Tómala! —repitió Kygo.
—¿Por qué me hacéis esto?
—¡Obedéceme inmediatamente!
—¡No! ¡No es correcto!
Mi grito resonó una y otra vez en la pequeña caverna, como un coro de desafíos.
Kygo se asió al borde de la mesa.
—¿Por qué eres tan testaruda? ¿Por qué no te limitas a hacer lo que te mandan? —Hizo un gesto a Yuso con la cabeza—. Rómpele el hombro a Ryko.
—¿Qué? —Di un paso atrás, como si hubieran ejecutado aquella orden en mi propio cuerpo.
—Toma la voluntad de Ryko o Yuso le romperá el hombro.
Con un ágil movimiento, Yuso puso la espada cabeza abajo y cambió la mano de posición para convertir la empuñadura en una porra. Ryko se agarrotó.
—¡No, Yuso, no! —grité.
—Sirvo a Su Majestad —advirtió Yuso.
Se acercó a nosotros. Ryko miraba a Yuso fijamente, pero no había asomo de súplica en sus ojos. Sólo la vista clavada en el infinito.
Me giré hacia Kygo.
—Es vuestro hombre. Os es leal.
Kygo movió la cabeza en señal de negación.
—No es mi hombre, Eona, sino el tuyo. Toma su voluntad.
—¿Por qué?
Él miró a Yuso.
—Hazlo —ordenó.
El capitán echó atrás la empuñadura para marcar el recorrido que seguiría el golpe. A mi lado, Ryko se apuntaló en el suelo. Respiraba agitadamente y hacía rechinar los dientes.
—¡Basta! —grité, y me interpuse entre ambos.
El isleño se tambaleó y dio un paso atrás.
—No, Mi Señora. Por favor.
—Lo siento, Ryko. —Salí en busca de mi energía, escrutando los senderos de mi fuerza vital—. Perdóname.
Bajo el latido de mi corazón, encontré el frenético ritmo de su miedo y su furia y los atraje hacia mi hua. El vínculo repentino y cruel le iluminó los ojos. Jadeaba. Su voluntad se mezcló con la mía, y la despiadada conexión le hizo caer de rodillas. Sentí una oleada de su energía invadiendo mi cuerpo. Toda su enorme fuerza estaba bajo mi mando.
Noté un fuerte agarrón en mi brazo.
Kygo.
Me tambaleé y caí. Seguía inmersa en el torrente de poder. El Emperador me levantó del suelo y me sujetó por la mandíbula para que me quedara quieta.
—¿Me has curado? —preguntó. Estaba tan cerca de mí que casi no podía verlo—. ¿Me has curado? ¿Sí o no?
Sus ojos emitían un miedo tenebroso que penetró en mi torrente de poder.
—¡No! —Mi conexión con Ryko se rompió. Al soltarnos de modo tan repentino, el isleño cayó al suelo, mientras yo encorvaba la espalda, vacía de energía—. No. No te he curado. ¡No lo he hecho!
Kygo me cogió entonces y me acercó a su pecho. Sentí el latido de su corazón contra mi mejilla, y el brillo de la Perla Imperial a menos de un dedo de mis ojos. Me quedé extasiada con su pálida belleza. El impacto del vínculo roto era demasiado fuerte en comparación con el tenue y conmovedor deseo de tocarla.
Kygo me acarició la nuca.
—Todo va bien —me susurró al oído. Miró a Yuso—. ¿Lo ves? No tiene poder sobre mí. Tampoco he sentido su control sobre Ryko —dijo—. ¿Satisfecho?
Yuso envainó la espada.
—Tanto como puedo estarlo, habida cuenta de nuestra falta de conocimientos sobre su poder.
—Entonces, vete —dijo Kygo—. Y llévate a Ryko contigo. Que lo atienda el médico.
Levanté la cabeza. Finalmente, las palabras de Kygo cobraron todo su sentido, dentro de mi aturdimiento.
—¿Has hecho todo esto para saber si te había curado? —Entonces, me asaltó otro tipo de energía: la ira. Y era toda mía. Le pegué un puñetazo en el pecho—. ¡Déjame!
Me apretó más fuerte para impedir que saliera corriendo.
—Tenía que estar seguro.
—¡Me lo podías haber preguntado!
Le di un nuevo puñetazo. Quería hacerle daño, igual que él me lo había hecho a mí. Me agarró la muñeca. Sin ternura, entonces…
—Yuso —dijo, apretando los dientes—. Vete. ¡Ahora!
El capitán ayudó a Ryko a levantarse y lo condujo fuera de la caverna. Kygo me obligó con su fuerza a bajar la mano.
—No vuelvas a pegarme —me advirtió—. Soy tu Emperador.
—Y yo, tu naiso —repliqué—. ¿O es que eso no significa nada?
—Tenía que demostrar que no me habías curado.
—¿Cómo podría haberlo hecho? —pregunté—. Habría destruido el cráter entero, como ocurrió con la aldea de pescadores.
—No presencié aquello, Eona. Todos los que estaban allí eran de los tuyos —dijo—. Tenía que demostrar que sigo siendo dueño de mi voluntad.
—¿Y por qué no confiaste en mí, sencillamente? Te habría dicho la verdad.
—No habría bastado —dijo llanamente—. Tenía que demostrarlo ante Yuso.
—¿Por qué? ¿Por qué es tan importante Yuso?
—Su deber es protegerme. Proteger el trono. Tenía que asegurarse de que yo no estaba en peligro. —La sombría súplica que asomaba a sus ojos me dejó muda—. Este asunto no es sólo entre tu y yo, Eona. Todo lo que hago tiene efecto en el imperio. Siempre ha sido así, toda mi vida. Y ahora, todo lo que haces tú, también lo afecta. —Vaciló un instante, luego me rodeó las mejillas con las palmas de las manos. Su boca llena de ternura se hallaba cerca de la mía. Sé que tu rango y tu poder son nuevos para ti, pero debes comprender que el imperio es más importante que un solo hombre o una sola mujer. Y no importa lo que sintamos o deseemos.
Alejé mi cara de él. Formé un escudo con mi resentimiento.
—Esto no es excusa para la crueldad y el deshonor —dije.
Se estremeció, y algo salvaje se regocijó en mi interior.
—¿Crees que eso ha sido cruel? —Me soltó la muñeca y dio un paso atrás—. Esta guerra contra mi tío apenas ha comenzado, Eona. Lo que acabo de hacer es incluso honorable, comparado con lo que está por venir.
—¿Es éste el patrón que vas a usar para medir la moralidad de todos tus actos? —pregunté—. Se doblará ante cualquier cosa que te propongas, con tanta facilidad como una tierna caña de bambú.
Kygo rió amargamente.
—¿Es mi naiso quien habla? ¿O es sólo una mujer a quien el resentimiento ha dotado de una lengua mordaz?
—Está claro que no confías en mí. Tal vez no debería ser tu naiso.
Se me quebró la voz. Ambos sabíamos que mis palabras no se debían tan solo a la exaltación del momento.
—Tal vez tengas razón —dijo él.
Entonces fui yo quien se estremeció. Volvió lentamente junto a la mesa. Observé la rígida línea de sus hombros y su espalda. Había sido una idiota al creer que me valoraba.
—Promete por tu honor que nunca me curarás —dijo, al fin.
—No bastará con mi honor, ya que lo tienes en tan poca estima —respondí, incapaz de contener la bilis de mi herida—. Lo juro por mi vida.
Se llevó la mano al cuello, a la Perla Imperial.
—Eona, he sido educado desde mi nacimiento para no confiar totalmente en nadie. —Hablaba en voz tan baja que apenas era audible a pesar de la corta distancia que nos separaba. Quizá contenía el tono de una disculpa, pero yo no quise escucharla.
—Yo tampoco confío fácilmente en los demás —dije—. Sobre todo si me traicionan.
Me di cuenta de que aquellas palabras le habían dolido profundamente. Se quedó mucho rato inmóvil.
—Entonces, es buena cosa que la obediencia no requiera confianza —dijo. Se inclinó sobre el mapa, presionando fuertemente el pergamino con el puño cerrado—. Di a Viktor y a sus hombres que vuelvan.
Hice una reverencia y salí. Contuve mi rabia todo lo que pude para impedir que me cayeran las lágrimas que me inundaban los ojos.