9

Yuso me agarró con más fuerza todavía. Su cuerpo y el mío permanecían firmemente sujetos al tronco, mientras éste se precipitaba sin remisión hacia la cresta que marcaba el final de la pendiente. La inundación lo había arrasado todo y lo había convertido en un amasijo envuelto en un barro espeso que manaba a raudales sobre el borde del peñasco.

—¡Vamos a caer! —gritó Yuso—. ¡No te sueltes!

Pasamos rozando las copas de matorrales rasposos y un banco de peligrosos escombros. Por un momento, se formó una enorme gota que pendía justo delante de nosotros, con la base oscurecida como una cascada de mugre… y luego nos precipitamos. El barro pesado nos acompañaba en la caída mientras nos deslizábamos, junto con la tierra que se desprendía, hacia el barranco del fondo.

Noté que mis dedos perdían el agarre que me mantenía sujeta a la corteza resbaladiza, y grité. Todo cuanto podía percibir era el sabor y el olor de la tierra. El cuerpo de Yuso se soltó del mío. Caí hacia delante, agitando las extremidades con frenesí en busca de algo a lo que asirme. Entonces, sus fuertes brazos me sujetaron y caímos juntos. Sus gritos resonaban en mi oído.

Golpeamos contra el suelo. El impacto nos alejó mutuamente. Rodé y rodé a ciegas, con las piernas envueltas en un peso pegajoso. Finalmente, di contra algo duro. El choque, brutal, me provocó una oleada de intenso dolor en la espalda. Podía oír ruido de fuertes golpes, como de enormes bofetones, y también mi propio jadeo. Escupí tierra mojada y me limpié los ojos. El mundo volvió a ser una imagen empañada en lágrimas.

Cerca, un bulto de barro resultó ser un caballo muerto. Junto a él había un soldado ahogado que seguía sujetando su ji en un vínculo de muerte. Me senté. Demasiado deprisa, la cabeza me daba vueltas. Luego me volví para huir de la mirada vidriosa del cadáver. Un barro frío circulaba entre los dedos de mis pies. Había perdido ambas sandalias.

—¿Dama Eona? ¿Estáis bien?

Era la voz de Yuso. Con un respingo, miré alrededor. No estaba muy lejos, apenas unos metros. El lodo lo había dejado enterrado hasta el pecho, en el fondo de un hoyo. Sólo le había quedado libre un brazo, que tenía torpemente levantado. Detrás de él, el barro seguía cayendo como gotas densas desde lo alto del risco: el sonido de enormes bofetones que había escuchado antes procedía de allí. El ritmo y el volumen se intensificaban.

Me dispuse a avanzar hacia Yuso.

¿Estáis bien?

—¡Deteneos! No sé lo grande que es este hoyo.

—¿Estáis herido? ¿Podéis salir?

Tenía que salir como fuese. No quería quedarme sola en medio de toda aquella desolación. Hasta donde yo podía saber, Yuso era el único superviviente, aparte de mí. Por un momento, deseé que hubiese sido Ryko quien me salvase. ¿Estaba vivo el isleño, tan siquiera?

Contuve un acceso de pánico. ¿Estaba vivo Kygo? ¿Dela? Tampoco sabía si Ido había salido con vida de la lucha con Dillon por absorber su poder. Tenía que estar vivo, de lo contrario los diez dragones despojados me habrían despedazado.

—No estoy herido, pero con cada movimiento que hago, me hundo más —dijo Yuso. Y no hay nada a lo que pueda asirme para que me ayude a salir.

Di otro paso adelante.

—¡No! ¡No lo hagáis!

La fuerza de su grito hizo que se hundiera un poco más en el barro que lo succionaba. Me quedé agarrotada, conteniendo la respiración, al ver que ya le llegaba a las axilas.

—De acuerdo, no me acercaré más, pero tenemos que hallar el modo de sacaros de ahí. El risco entero os va a caer encima. —Miré hacia lo alto, al parsimonioso movimiento de la inmensa gota de barro.

Echó lentamente la cabeza atrás para mirar, y luego soltó una risotada de desesperación.

—¿No debería suponer que lo contendréis con un poco de ese poder que os vi antes?

—No era mi poder —dije, mientras buscaba con la mirada, entre el paisaje desolado, algo que pudiera lanzarle. Pero todo estaba enterrado, oculto bajo una espesa capa de limo marrón. Mi vista saltó por encima del caballo muerto y del soldado, y luego retrocedió. La ji.

—¿Significa eso que el poder pertenecía al muchacho?

Yuso hablaba en voz baja, pero deprisa. Reprimía el miedo con las palabras.

—No, estaba en el libro negro —dije—. Nos maniató a ambos.

Sentí un eco del poder ardiente del libro en mi mente. Sin Kinra, no habría sobrevivido a su acometida. Me quedé sin aliento: ¿conservaba aún su placa? Introduje la mano en el bolsillo viscoso de mi vestido. La bolsa seguía allí, sana y salva.

Me acerqué al soldado muerto, con cuidado, a través del barro, asegurando cada paso en la superficie pegajosa. ¿Y si no estaba muerto del todo? ¿Y si se había convertido en uno de los halbo, el espíritu maligno de los ahogados? Me agaché con suma prudencia junto al cuerpo, pero no se movió lo más mínimo.

—De modo que lo de los vínculos es cierto. —Yuso se calló de repente. Giré enseguida sobre mis talones, aterrorizada ante la idea de que se hubiese hundido, pero seguía teniendo la cabeza y los hombros por encima de la superficie—. ¿Qué estáis haciendo? —murmuró.

—Voy a usar esta ji para sacaros.

No, es demasiado peligroso. Dejadme. Tenéis tiempo de poneros a salvo.

Así la empuñadura de la lanza y tiré de ella para liberarla del abrazo del soldado. La mano del hombre se levantó y luego cayó hacia atrás, como si me hubiera dado su bendición. Con un estremecimiento, susurré una rápida invocación a Shola en su nombre. Luego retrocedí siguiendo cautelosamente las huellas de mis propios pasos para acercarme de nuevo a Yuso.

El capitán me observaba con atención. Llevaba la angustia escrita mediante arrugas de barro en su delgado rostro. Sin perder un instante, extendí la lanza por encima del lodo hasta que el mango quedó suspendido cerca de él.

—Agarradlo. Deprisa.

Eché una ojeada al barro que se inclinaba sobre él. Gotas cada vez más gruesas caían en el agujero, y el nivel del limo iba subiendo.

Asió con la mano libre la temblorosa barra de madera.

—Peso demasiado para vos.

—Tengo fuerza —aseguré, aunque la misma duda me asaltaba con su frialdad. Estaba delgado para ser un hombre-sombra, pues la droga de sol que tomaban los eunucos de la guardia imperial solía proporcionarles mayor volumen, pero era alto y musculoso—. No os preocupéis —añadí—. No os dejaré.

Una pesada rama cayó junto a él y el barro salpicó aún más su rostro. Yuso se estremeció. Probé la solidez del suelo con los dedos de los pies y encontré un punto en el que no estaba tan blando. Clavé los talones y limpié un tramo de la lanza.

—¿Preparado? —pregunté.

Asintió con la cabeza.

Tomé aire con resolución y tiré de su cuerpo pesado, que se agarraba al otro extremo de la larga lanza, con cuidado de alejar de mi cara la hoja curvada. Sentí un leve movimiento. Tiré y tiré una y otra vez. Lentamente, la lanza se deslizaba hacia atrás sobre el barro pegajoso. De repente, su otro brazo se soltó, dejando resbalar gotas de limo. Agarró entonces la lanza con ambas manos.

—Sigue —urgió.

Hundí de nuevo los talones en el lodo y tiré. Él soltó una mano para ponerla encima de la otra. Me sonrió entre jadeos. Le devolví la sonrisa: lo estábamos consiguiendo. A un gesto de su cabeza, di un nuevo estirón, mientras sus brazos avanzaban otro tramo. Cada uno de los músculos de los brazos y la espalda me ardía por el esfuerzo de sostener su peso, pero él ya casi tenía el pecho entero fuera del hoyo.

Levantó otra vez la mano, pero en esta ocasión intentó avanzar demasiado. Resbaló. Su peso abandonó el otro extremo de la lanza, y aquello me hizo caer de rodillas. Vi cómo se deslizaba hacia atrás, buscando un asidero con los brazos. Me apuntalé instintivamente en el barro con las rodillas y los dedos de los pies, y pude afianzar la ji con los brazos. Él volvió a alcanzarla con una mano.

—¿La tenéis? —dije, con un jadeo.

—Sí. —Apoyó la frente en la parte interior del codo, y respiró con esfuerzo—. ¿Qué tal va en la cresta? —preguntó al fin.

—No muy bien —dije—. ¿Preparado?

Levantó la cabeza.

—Dama Eona, no puedo… —Se detuvo. Su mirada era sombría—. Tengo un hijo. Se llama Maylon. Encontradlo. Decidle que…

—Yuso. —Atrapé su mirada en mis ojos y la sostuve con firmeza, aunque mis propias dudas se acrecentaban, palpitantes—. No os voy a dejar hasta que os saque de ahí.

Asintió con la cabeza, apretó los dientes y, una vez más, inició el laborioso trayecto, una mano detrás de la otra, lanza arriba. Yo tiraba de su pesado cuerpo una y otra vez, buscando el ritmo que se ajustase a cada uno de sus desesperados movimientos, lo que le proporcionaba un valioso impulso. El pecho y la cintura fueron emergiendo gradualmente. Cuando las caderas se libraron por fin del barro que las succionaba, dejé caer la ji y me arrastré hacia él. Yuso alargó los brazos. Lo así por las manos y lo liberé. Reptamos, resbalamos y nos arrastramos torpemente hasta alcanzar suelo firme.

Yuso echó la cabeza atrás para observar el risco, y soltó un leve gruñido de alivio.

—Sigue aguantando, pero debemos salir de aquí.

Se levantó y comprobó el estado de su pierna derecha. Tenía en los pantalones embarrados un gran rasgón empapado de sangre, a la altura del muslo.

—¿Es serio? —pregunté.

Hizo un gesto con la cabeza para quitarle importancia.

—Puedo andar.

Me ofreció la mano y me ayudó a levantarme. Me temblaban las piernas a causa del esfuerzo… y del miedo.

—¿Habéis podido ver qué le ocurrió al Emperador? —pregunté, mientras él me animaba a seguir adelante—. ¿O a alguno de los otros?

Yuso movió negativamente la cabeza.

—¿Y si…? —No pude pronunciar las palabras que venían a continuación.

—Si su Majestad ha muerto, entonces todo habrá terminado —dijo él sin emoción en la voz. Cogió la ji—. No habrá razones para la resistencia.

—Pero Sethon no puede ser emperador. Acabará con los mil años de paz.

—Pase lo que pase, los mil años de paz ya han acabado —dijo Yuso.

Fue cojeando hacia el caballo y el soldado, usando la lanza para asegurarse del terreno que pisábamos. Yo quería negar su afirmación tan funesta, pero el dolor que sentía en el pecho era un signo de que tenía razón. Seguí sus huellas sobre el barro consistente.

—¿Decís que tenéis un hijo, capitán? —pregunté para intentar que nos concentráramos en algo que no fuese nuestro penoso avance por el fango.

Dio la vuelta y entornó los ojos.

—Será mejor para ambos que olvidemos lo que he dicho.

—¿Por qué?

—Está prohibido, y penado con la muerte, que un miembro de la guardia imperial tenga lazos de familia. —Sostuvo la mirada—. ¿Lo entendéis? Nadie más debe saber que tengo un hijo. Nunca.

Asentí con la cabeza.

—Juro por mi dragona que nunca se lo diré a nadie. Pero, ¿cómo es que sois padre?

Yuso volvió a encabezar la marcha por el terreno traicionero.

—No nací eunuco, Mi Señora. —Se detuvo frente al soldado muerto y miró su rostro destensado—. Engendré a mi hijo siendo muy joven, antes de la castración.

Con unos pocos pasos más, renqueantes, alcanzó el caballo. Se inclinó y acarició el cuello del animal, cubierto de barro endurecido.

—Una de nuestras yeguas. Pobre chica.

Miró una vez más hacia lo alto del risco, calibrando su inestabilidad. Luego desabrochó la silla de montar y la levantó, tirando de ella.

—Su madre murió al nacer él, los dioses la tengan en su gloria, de modo que es mi única familia.

Debe de ser muy valioso para vos.

—Es teniente del ejército de Sethon.

Miré al soldado, a mis pies. Sentí un pinchazo en la espina dorsal.

—¿Está destacado en esta zona?

Yuso hundió la ji en el barro.

—No sé dónde está —dijo, mientras se cargaba la silla al hombro—. Esto es lo que traerá esta guerra: padre contra hijo; hermano contra hermano. —Contempló el paisaje desnudo, luego señaló hacia el este y me hizo señas de avanzar—. Es nuestro deber restablecer la paz cuanto antes, y a cualquier coste. De lo contrario, no quedará tierra que gobernar. —Echó la vista atrás. Su delgado rostro mostraba una expresión adusta—. Vos lo veréis, Mi Señora, y lo siento por ello.

Estábamos ascendiendo por el lado opuesto del barranco cuando la cresta se desmoronó.

Cayó con gran estruendo. El terrible ruido rebotó en las paredes de roca que nos rodeaban, como un eco ondulado. Nos detuvimos y observamos el revoltijo mortal de barro y escombros que se deslizaba valle abajo engulléndolo todo a su paso. El hedor de la tierra empapada y los desechos llenó el aire.

Noté la mano de Yuso sobre mi hombro, en un gesto de compasión.

—No podemos volver abajo y buscar —dijo en respuesta a una pregunta que yo no había pronunciado—. Sería demasiado peligroso. De todos modos, cualquier cosa que haya bajado ahí, ya estará muerta.

—Nosotros hemos sobrevivido —repliqué, pues no quería rendirme.

—Y debemos seguir con vida —dijo él. El tacto de su mano dejó de ser compasivo y pasó a ser apremiante.

Justo antes del anochecer, Yuso volvió a agarrarme por el hombro.

—¡Alto! —susurró, con voz apenas audible bajo el piar nocturno de pájaros cantores.

Concentré mis últimas reservas de energía en una atención tensa. Escruté entre los árboles y los altos matorrales que teníamos alrededor, a los que la media luz otorgaba un aspecto amenazador, y me aseguré de que tenía bien asida la silla de montar. Como arma no era gran cosa, pero podría protegerme si un soldado me atacaba con una ji.

Como si estuvieran hechas de sombras del crepúsculo, seis figuras humanas aparecieron desde el oscuro sotobosque. Nos rodearon en silencio, con una mezcla de espadas y hachas en posición. Yuso deslizó la mano por la ji, preparado para lanzarse al ataque.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

Un hombre delgado y desgreñado agitó la cabeza.

—Somos seis contra dos. —En su voz se percibía el suave acento de los hombres de las montañas—. Creo que la pregunta es quiénes sois vosotros.

—Capitán Yuso, de la guardia imperial.

Su nombre provocó una oleada de excitación en el círculo de hombres. Sentí que yo pasaba a ser el centro de atención. Así con más fuerza todavía la silla de montar.

—¿Sois la dama Eona? —preguntó el hombre delgado.

—Sí.

—Gracias a los dioses, estáis viva. —Mostró los dientes en una rápida sonrisa de alivio. Todos los hombres bajaron las armas—. Somos miembros de la resistencia de los montes Chikara. Mi nombre es Caido. Es un honor para nosotros ser quienes os han encontrado, dama Ojo de Dragón.

Hizo una reverencia. Los demás lo imitaron en desorden.

—Gracias —dije, y dejé que mi cuerpo se relajara. ¿Habéis encontrado al Emperador?

—Sí. Está vivo, pero inmerso en el mundo de las sombras. Cuando dejamos la base, aún no había despertado. Debemos llevaros allí cuanto antes.

Sentí un nudo en el estómago. Al menos estaba vivo.

—¿Y los demás? ¿Están bien?

—Ryko tiene heridas leves, igual que la mujer, Vida. El joven guardia…

—Tiron —interrumpió Yuso.

—Si señor, Tiron —dijo Caido—. Tiene muchos huesos rotos y tal vez no vuelva a andar nunca más. No hemos encontrado a los otros tres.

Dela, Dillon, Solly… perdidos.

—De modo que ¿no habéis encontrado al chico? —preguntó Yuso—. ¿Aquel a quien llaman Dillon?

—No, señor. Todavía no.

—Debe ser vuestra prioridad, ahora —dijo Yuso—. Posee algo de vital importancia para la causa de Su Majestad.

—Sólo podemos buscar de día, capitán. —Había un tono de precaución en la voz suave de Caido, como si se hubiera puesto a la defensiva—. Empezaremos de nuevo al alba. ¿Estáis heridos?

—Nada serio —dijo Yuso—. ¿Os habló Ryko de las tropas que nos perseguían? Veinticuatro. Una compañía entera.

Caido asintió con un gesto de la cabeza.

—Hemos contado diecinueve, señor. La mayoría, ahogados. Nuestros mejores hombres van a la caza de los otros cinco.

Yuso asintió a su vez, satisfecho.

Caido inclinó levemente la cabeza. Luego se volvió hacia sus hombres. Con una rápida serie de señas, los dispuso en formación de diamante a nuestro alrededor, excepto a un hombre muy fornido, que se quedó detrás de él, impasible.

—Mi Señora, debemos avanzar con rapidez —dijo Caido—. ¿Permitiréis que Shiri os cargue a su espalda? —El fornido hombre agachó la cabeza.

Aunque estaba tan cansada que me parecía llevar cien quilos de peso en cada una de las extremidades, respiré profundamente y dije, muy digna:

—No me quedaré atrás, Caido.

—No, Mi Señora —dijo él, con una reverencia.

Nos hizo señas para que nos pusiéramos en marcha.

Al cabo de una hora, me había subido a la espalda de Shiri. El hombre apestaba a sudor viejo, cabellos grasientos y agrios fluidos corporales, pero no me importaba. Tenía la espalda ancha y me sujetaba fuerte con los brazos. Por fin mi cuerpo exhausto podría descansar un poco. Intenté mantenerme despierta mientras ascendíamos el último trecho de arbustos antes de penetrar en un bosque espeso, pero el balanceo que provocaban las grandes zancadas de Shiri me adormeció. Mientras me deslizaba en un sueño intranquilo, sentí de nuevo la intensa mirada de Kygo en el momento en que me había acariciado la mejilla, y el extraño calor de la perla bajo mis dedos.

—¿Mi Señora? —Alguien me agitaba con fuerza el brazo, y me desperté. Entorné los ojos. La noche, apenas iluminada por la media luna, había reducido el rostro de Caido a una serie de planos angulosos—. Debéis andar para recorrer el último tramo.

Shiri me soltó con cuidado y me depositó suavemente en el suelo rocoso. El bosque quedaba muy abajo ahora.

—Gracias —susurré.

El corpulento hombre hizo una profunda reverencia.

—Es un honor, dama Eona —dijo él, mientras se retiraba caminando de espaldas—. Un honor.

—Contará a sus nietos que una vez cargó a la Ojo de Dragón Espejo a sus espaldas —me dijo Yuso al oído.

—¿Cuánto rato he dormido?

Miré hacia arriba, al inmenso precipicio que se alzaba ante nosotros. ¿Íbamos a escalar? A pesar de que había descansado sobre la espalda de Shiri, dudaba mucho que pudiese hacerlo.

—Hemos estado unas cuatro horas caminando —dijo Yuso, con el cansancio de cada uno de sus pasos reflejado en su voz ronca.

Caido señaló una grieta negra en la superficie rocosa.

—Ya casi estamos —dijo—. Por aquí se entra a nuestro campamento.

Al acercarnos al muro del precipicio, vi que la grieta era, en realidad, una fisura suficientemente ancha como para que pudiera pasar un hombre de la talla de Shiri. Con una sonrisa tranquilizadora, Caido se introdujo en ella. Lo seguí y me encontré en el interior de un estrecho pasadizo de piedra. El aire cálido de la noche se refrescó de inmediato. El cielo era visible a través de una pequeña hendidura, aunque muy poca luz de luna conseguía penetrar hasta donde nos hallábamos.

—Mi Señora, por favor, agarraos de mis hombros —dijo Caido—. Así iremos más rápido y será más seguro para vos.

Nos pusimos a andar, arrastrando los pies, en una hilera de manos contra hombros. A medida que avanzaba, Caido daba la noticia de nuestro rescate a los vigilantes apostados en altos salientes. Observé que un par de hombres estiraban el cuello para vernos pasar. Los extremos de sus arcos se recortaban contra la pálida luz. Una trampa mortal para cualquier enemigo que quisiera internarse.

—Ésta es una de las cuatro entradas al cráter —dijo Caido—. No es el más accesible, desde luego, pero sí el que nos quedaba más cercano, y os ofrecerá una buena vista de nuestro campamento —añadió, con orgullo.

Más adelante, podía ver el otro extremo. Se abría a una luz grisácea. Kygo estaba herido en algún lugar del campamento. Ryko y Vida también. Tropecé con la punta del pie contra los tobillos de Caido.

—Lo siento, Mi Señora —dijo él—. ¿Estáis bien?

—Sí, aunque impaciente por ver a Su Majestad —respondí.

La salida del pasadizo era el doble de ancha que la entrada, y el cielo de la noche era claramente visible a través de la amplia abertura. Dos siluetas se movieron, y la luz de la luna se reflejó en los cabellos plateados de la más alta de ellas. Tuve la esperanza de que estuvieran allí para llevarnos directamente a ver al Emperador.

—Mi Señora: después de vos —dijo Caido.

Salí a una ancha repisa natural de piedra. El hombre de los cabellos plateados avanzó hacia mí, pero la vista que había debajo de nosotros captó toda mi atención: el inmenso cuenco de un cráter, con el suelo salpicado de hogueras de luz trémula que iluminaban multitud de tiendas y pequeñas edificaciones provisionales. En las laderas interiores del cráter había más hogueras, cuya luz se reflejaba en las paredes de las cuevas. Reunidos debajo del gran saliente de roca, se hallaban cientos y cientos de personas que esperaban nuestra llegada. No había pensado mucho antes en cómo debía de ser la resistencia, pero en todo caso no esperaba un campamento tan grande.

—¿Dama Eona? —dijo el hombre de los cabellos plateados, en lo que probablemente era el segundo o tercer intento.

—Lo siento. Es tan… —Finalmente, lo miré y me flaquearon las piernas. Sus cabellos grises no eran propios de su edad; no tendría más de veinticinco años. Eran quizás producto del peso de la responsabilidad, o de alguna gran tragedia. Había, sin duda, una sombra de melancolía en su inteligente rostro.

Sonrió.

—Sí, es impresionante. Una fortaleza natural —dijo, antes de inclinarse en una reverencia—. Soy Viktor, líder de la resistencia de los montes Chikara. —Hizo un gesto hacia su acompañante—. Él es mi teniente, Sanni. Vuestro rescate es un gran alivio para nosotros. Y el vuestro, capitán Yuso.

—Gracias —dije—. ¿Dónde está Su Majestad?

—En nuestra cueva principal, Mi Señora. Los suplicantes rezan por él desde que llegó, pero os hemos estado esperando para curarlo.

—¿Me habéis estado esperado a mí? —Ryko debió de haberles hablado de lo ocurrido en la aldea de pescadores. La culpa y la vergüenza me ardían bajo los cabellos. Me estaban esperando a mí, a la poderosa Ojo de Dragón, para curar al Emperador, pero yo no podía arriesgarme de nuevo; no quería matar a más gente inocente. Y, desde luego, no deseaba en modo alguno tener poder sobre la voluntad del Emperador.

—Yo no puedo curarlo —dije—. Debéis comprenderlo; no puedo curarlo.

—No, por supuesto que no, Mi Señora. No esperamos de vos que tengáis los conocimientos de un médico —dijo Viktor, con el ceño fruncido—. Vida, la muchacha, nos dijo que ahora sois naiso de Su Majestad. ¿Es eso cierto?

—Sí, es cierto.

—En ese caso, sois la única que puede tocar su cuerpo sagrado. Nuestro médico debe trabajar a través de vos.

Me mordí el labio. Sólo querían que ayudara a examinarlo. Eso sí podía hacerlo.

—Entonces, vamos a verlo —dije.

Viktor me guió por unos escalones tallados en la empinada ladera.

—Mis hombres ya han traspasado los límites de la inviolabilidad al transportar a Su Majestad hasta aquí. Son hombres buenos y que cumplen su deber, Mi Señora. Su muerte no serviría a ningún propósito. Os ruego su perdón para ellos.

Sus palabras provocaron una punzada de inquietud en mí. El rango de naiso comportaba responsabilidades inesperadas.

—Están perdonados —dije con presteza.

Él inclinó la cabeza.

—Gracias, Mi Señora.

Cada parte de mi ser deseaba ponerse a correr hacia la cueva y ayudar a Kygo, pero la presión del gentío que nos vitoreaba, de todas aquella personas alineadas junto al sendero que rodeaba el fondo del cráter, ralentizaba nuestra marcha, y en lugar de correr andábamos con paso apresurado. Al principio me alejé de los rostros enfervorizados y asombrados, y de las manos que se estiraban para tocarme. Nunca habían visto a un Ojo de Dragón de carne y hueso, mucho menos a una mujer Ojo de Dragón. Yuso intentó interponer su cuerpo entre aquella masa necesitada y yo, pero sus gritos de advertencia quedaban ahogados por los de quienes coreaban mi nombre. Entonces, una voz profunda se elevó sobre las demás.

—Que los dioses protejan a la dama Eona. Que los dioses protejan a Su Majestad. —Busqué a quien así hablaba entre la multitud de cabezas: un hombre de mediana edad con lágrimas en los ojos, y entonces lo comprendí.

Yo era el símbolo de su esperanza, la garantía de que los dioses no los habían abandonado. Aunque no era merecedora de tal veneración ni de tal fe, tenía que ser lo que ellos necesitaban que fuese.

—Quedaos atrás —dije a Yuso. Hizo lo que le pedía, a regañadientes. Erguí la espalda y caminé, rozando con mis dedos las manos que se estiraban para tocar la esperanza y la salvación.

Finalmente, llegamos a la cueva principal. Habían construido un altar en un extremo, y dos suplicantes rezaban ante él, hincados de rodillas en el suelo. Los farolillos que llevaban en la mano se balanceaban, formando dibujos cambiantes en las paredes de piedra oscura. Dos grandes pebeteros de incienso se alzaban como centinelas a cada lado de la entrada, y las volutas de humo blanco esparcían el aroma picante de clavo en el aire. Los vítores y otros gritos cesaron cuando pasamos por delante del altar. Observé un pequeño círculo de piedras de calcedonia dispuestas frente a las velas de la plegaria, junto a una espada ceremonial. La capilla era en honor a Bross, el dios de la batalla. Una buena elección. Mientras penetrábamos en la cueva, lancé mi propia plegaria al dios de la guerra, por la recuperación de Kygo.

Me detuve un momento para intentar hacerme una idea de las dimensiones de la caverna. Era tan grande como una sala espaciosa, pero su tamaño real se perdía en la luz tenue, el techo alto y sombrío y el gran número de personas que deambulaban en su interior. El murmullo de unas voces ansiosas reverberaba por las paredes de piedra. Sólo un área estaba despejada: una esquina alejada, separada por una pantalla de cinco paneles. Los dibujos eran fieles al bello estilo Shoko: mujeres-flor sobre un fondo rico de tonos dorados, pero muchas secciones habían perdido el color y un panel estaba partido en dos. Su opulencia, ahora desmejorada, quedaba fuera de lugar entre los bancos de madera desnuda y las mesas alineadas junto a los muros de la cueva. Aunque no hubiera visto a los dos hombres que hacían guardia frente a él, habría adivinado que la pantalla ocultaba al Emperador. Era todo cuanto aquellos hombres pobres podían ofrecer a su malherido rey.

—¡Mi Señora! ¡Capitán Yuso! —Volví la cabeza a un lado y vi a Vida saliendo de entre un grupo de gente congregada junto a un gran brasero. Estaba limpia y aseada, y llevaba un vestido recién lavado. Algunos largos arañazos en la piel eran los únicos signos externos de nuestra odisea.

—¿Estáis bien? —me preguntó, con una profunda reverencia—. Soy tan feliz de veros…

Le cogí la mano. La calidez de su voz provocó una punzada de lágrimas en mis ojos. Detrás de ella, Ryko se levantó lentamente de un banco que había junto a la pared. También él iba limpio y con ropa nueva, pero se movía con precaución, como para proteger alguna costilla rota. Nuestros ojos coincidieron justo antes de que me hiciera la reverencia. Su dolor era mucho más profundo que los huesos y la sangre.

Vida me apretó fuerte la mano.

—¿Os lo han dicho?

Asentí con la cabeza.

—¿Sigue Su Majestad sin despertar? —preguntó Yuso.

—Así es —respondió ella. Además, no han encontrado ni a Solly ni a la dama Dela. Había tanta agua, tanto barro…

—Está bien —dije, aunque nada estaba bien—. ¿Cómo está Tiron?

Su rostro se ensombreció.

—Tiene muchos dolores, pero está muy bien atendido.

—Por aquí, Mi Señora. —Viktor señaló la pantalla con gestos de urgencia.

Apreté fuerte la mano de Vida.

—Yuso está herido —dije, sin importarme la protesta del capitán—. Ocúpate de él. Hablaremos luego.

Atravesé la cueva junto con el líder de la resistencia. Grupos de personas se apartaban a nuestro paso, creando un pasadizo hacia la pantalla. Palabras de bendición, dichas en voz baja, nos seguían, pero el temor se cernía sobre mí. Miré hacia abajo: de repente me di cuenta de que estaba cerrando la palma de una mano sobre el puño de la otra.

Los guardias saludaron mientras nos deteníamos junto al primer panel.

—El médico os espera junto al lecho de Su Majestad, dama Eona —dijo Viktor—. Lleva más de siete horas con él. Esperaré aquí a que me dé su informe.

Di la vuelta a la pantalla, con los dos puños prietos.

Un hombre de edad avanzada estaba hundido en una silla junto a un jergón elevado. Levantó la cabeza inmediatamente. Bajo el tocado de médico, su expresión de cansancio se tornó en alivio.

—¡Dama Ojo de Dragón!

Hizo una reverencia, aunque yo no me fijé en él, sino en la forma inmóvil bajo la manta. Kygo tenía el rostro manchado de barro, pero ello no impedía ver la desnuda palidez de su piel. Sus ojos estaban cerrados y no se percibía el más leve pálpito que indicara sueños o pesadillas. Se había mordido el labio inferior en algún momento y la hinchazón aún era visible. La manta le cubría el cuerpo hasta la barbilla, por lo que yo no podía ver la Perla Imperial, ni siquiera en parte, ni los puntos de sutura, pero el extremo de un oscuro moratón se extendía desde su mandíbula hasta más abajo del borde de la manta. Su pecho se elevaba y hundía con suavidad y regularidad; sin embargo, yo no podía dejar de mirarlo entre una respiración y la siguiente.

Un fuerte silbido, que procedía de un recipiente de agua hirviendo sobre un fuego de carbón, rompió mi concentración.

El médico se levantó, se acercó a un gran brasero y vertió agua humeante en una olla.

—¿Procedemos, Mi Señora? —dijo, con energía renovada en la voz.

—¿Cómo está el Emperador?

A partir de una observación superficial, diría que su hua le impide regresar desde el mundo de las sombras mientras no disponga de suficientes fuerzas. —Puso la olla sobre el brasero y se arrimó a mí, junto al jergón—. Nunca antes he atendido a alguien de sangre real, Mi Señora. Tampoco he examinado nunca a nadie sin tocarlo.

—Por mi parte, nunca antes había sido el instrumento de un médico —dije, haciendo coincidir su sonrisa angustiada con la mía—. ¿Cómo empezamos?

—Soy de la escuela del Meridiano, Mi Señora. —El médico se percató de mi patente ignorancia y añadió—: Realizo mis diagnósticos basándome en el pulso y las líneas de energía. ¿Sabéis si Su Majestad se rige por el lado del sol o por el de la luna?

Intenté recordar a Kygo en la batalla; ¿con qué mano sujetaba la espada principal? La imagen de su mano derecha acariciándome con suavidad la mejilla saltó de manera espontánea a mi mente.

—Es sol —dije bruscamente.

—Claro —susurró el médico—. El Señor Celestial debería ser aliado natural de la energía solar. —Me invitó a seguirlo a lo largo del jergón, que estaba colocado en lo alto de cuatro colchones de paja áspera—. Ahora, Mi Señora, tomad su muñeca y buscadle el pulso entre los tendones.

Levanté la manta con cuidado y dejé al descubierto el musculoso abdomen de Kygo y el muslo, largo y delgado. No había más que un pedacito de tela entremedio. Noté un sofoco.

—Sólo lleva calzoncillos —dije, con voz tensa, mientras clavaba la mirada en el techo de la cueva. Aun así, la imagen de su fuerte cuerpo quedó claramente impresa en mi cabeza.

—Así es como llegó a nosotros —dijo el médico—. Tal vez se quitó la ropa para evitar ahogarse, o quizás el agua se la arrancó. —Se inclinó un poco más—. ¿Es eso un hematoma? Por favor, dejad que le vea el pecho y las costillas.

Tiré de la manta hacia atrás y la dejé caer con presteza sobre la parte baja del cuerpo. Aun así, no pude evitar ver la profunda línea de músculo que marcaba la separación entre el vientre y el hueso de la cadera. Había tanta fuerza allí. Y tanta fragilidad.

El médico se agachó para estudiar las costillas de Kygo. El Emperador tenía un corte a lo largo de todo el pecho, y un gran moratón, con tonos negruzcos y azulados, se extendía hacia el costado derecho. La Perla Imperial, con su incandescente belleza, atrajo mi mirada, y ejerció una suave presión en la base de mi cráneo.

—Mi Señora, ¿querríais, por favor, apretar con mucha suavidad, a través de la hinchazón, los huesos que hay bajo el hematoma, y decirme qué sentís?

—¿No le dolerá?

Me miró con sorpresa.

—Buena pregunta. ¿Siente dolor un paciente que se halla en el mundo de las sombras? ¿O, mejor dicho, siente algo? Eso es objeto de encendido debate en las escuelas. Digámoslo del siguiente modo: si lo siente, no lo recordará cuando haya despertado. —Sonrió, pero bajo aquella sonrisa su expresión era severa—. Mi Señora, necesito saber si tiene las costillas rotas, lo que amenazaría su capacidad de respirar.

Bajo la atenta supervisión del médico, presioné la oscura hinchazón alrededor del pecho de Kygo. Su piel tenía una calidez tranquilizadora. Los restos de barro seco me ensuciaban los dedos, y el recorrido de mis manos dejaba surcos polvorientos. No noté ningún movimiento, ni tampoco partes de hueso reblandecidas, a lo largo de la caja torácica.

El médico hizo un gesto de satisfacción.

—Es sólo la contusión. —Se fijó en algo en la cabeza de Kygo y se acercó a estudiarlo—. Esta herida en la coronilla; no puedo ver si es muy profunda. Abridla, os ruego, tirando de los bordes para que pueda verla por dentro.

Intercambiamos nuestras posiciones. Entre el vello que crecía en la cabeza afeitada de Kygo, la herida corría a lo largo de la coleta imperial apelmazada por el barro. Puse las yemas de los dedos a cada lado y, con mucho cuidado, aparté la delgada capa de carne.

Tras observar con detenimiento, el médico respiró aliviado.

—Sólo es un corte superficial. Buenas noticias. El punto de poder en la coronilla es el lugar donde se asienta el espíritu. Si queda dañado, no hay modo de curarlo.

Asentí. En los estudios para ser Ojo de Dragón, nos enseñaban que aquel punto de vívido color púrpura también recibía el nombre de Hogar de la Verdad. Era el centro del entendimiento y la iluminación; vital para un Emperador.

El médico me invitó a seguir examinando el cuerpo de Kygo.

—Ahora, el pulso. En el lado del sol.

Levanté la mano derecha de Kygo e hice reposar sus largos dedos y su ancha palma en la mía. Llevaba un anillo en el dedo medio, en el que no me había fijado antes: un círculo de oro tachonado de piezas redondas de jade rojo. Era un amuleto de sangre, como el que llevaba el teniente Haddo colgando del cuello, con el que se invocaba la protección de Bross en la batalla. Toqué el anillo. Esperaba sentir el frío del metal, pero estaba tan cálido como la piel del Emperador. Coloqué el índice, el medio y el anular a lo largo de los tendones de su muñeca y encontré el ritmo fuerte y constante de la fuerza vital. La última vez que mis dedos habían tocado su pulso, el latido había sido mucho más rápido. Mi mirada se posó en la perla de su cuello.

—Ahora, sentid el movimiento completo de cada uno de los latidos.

Concentré los sentidos en los tenues cambios de intensidad bajo mis dedos, mientras el médico me guiaba a través de su arte. Necesité toda mi capacidad de concentración para aprender a distinguir las tres divisiones básicas de cada latido y sus proyecciones. Finalmente, cuando hube comprendido las sutiles diferencias, empezaron las preguntas. El grácil signo de vida, ¿era profundo o superficial? ¿Arrancaba con decisión o con vacilación? ¿Se detenía bruscamente, o se alargaba hasta iniciar el siguiente? ¿Cuánto duraban cada pico y cada valle? El examen pareció interminable, y cuando hubo acabado, lo repetimos con el pulso lunar del Emperador.

Finalmente, el médico se sentó y se frotó el rostro arrugado.

—Gracias, Mi Señora. Tengo información suficiente —dijo, con una reverencia—. Lo habéis hecho muy bien. Por lo general, lleva años desarrollar un sentido del tacto tan afinado.

—¿Se pondrá bien? —pregunté.

—Debo admitir que estoy inquieto. Ha pasado ya mucho tiempo en el mundo de las sombras, y con cada hora que pasa sin que despierte aumenta el peligro.

Respiré profundamente para recuperar el equilibrio.

—Pero volverá en sí, ¿no es cierto?

El médico se dirigió al brasero.

—En ocasiones, el mundo de las sombras captura a sus visitantes. Debemos rezar porque su hua sea lo bastante fuerte para resistir la atracción. Prepararé un baño de ginseng que será de ayuda para limpiar su cuerpo después de la tortura a la que ha sido sometido y, al mismo tiempo, dará fuerzas a su energía solar. ¿Habéis oído hablar de los doce meridianos del cuerpo, Mi Señora?

Asentí. Cada vez que había entrado en el mundo de la energía, había visto los doce senderos en mi propio cuerpo y en los de quienes me rodeaban. También formaba parte de las enseñanzas básicas de cualquier candidato a Ojo de Dragón; el flujo de hua era la base de cualquier cosa en el mundo.

—Los he estudiado —añadí.

El médico levantó la mirada, aliviado.

—Tendréis que lavarlo a lo largo de esos meridianos.

Golpeó un pequeño gong. El brillante sonido reverberó por las paredes de la cueva. Luego vertió agua en la olla que había sobre el brasero.

Con un gesto de la cabeza, le hice saber que había comprendido lo que quería, aunque la inminencia de la tarea hizo que me removiera, llena de desasosiego, en la silla. Nunca había tocado el cuerpo de un hombre de un modo tan íntimo.

El médico escogió una pequeña botella de cerámica de una caja que había en el suelo, y la destapó con un leve ruido. Vació el frasco entero en la olla. Luego seleccionó otra botella y roció cuidadosamente la superficie del líquido con su contenido.

Un menudo muchacho apareció en un extremo de la pantalla.

—Me excuso por mi tardanza —dijo, casi sin aliento—. Hay tanta gente ahí fuera… —añadió, sin quitarme la vista de encima.

El médico miró a su alrededor.

—Pídele a Madina más toallas para humedecer y para secar, y tráelas. —Me escrutó con su mirada profesional—. Pídele también que haga una sopa para la dama Eona. Ella sabrá a qué me refiero, pero dile que no ponga hierbas medicinales.

El chico hizo una reverencia y se marchó caminando hacia atrás.

El médico removió el contenido de la olla con un palo grabado, largo y curvo.

—El máximo beneficio se obtendría si fuese un hombre quien lavase a Su Majestad. —Me miró con una sonrisa, como excusándose—. Vuestra energía lunar podría anular parte de la eficiencia del ginseng. De todos modos, puesto que sólo vos podéis tocarlo, he usado todas mis existencias de ginseng. Espero que eso resuelva el problema.

Retiró la olla del fuego y volcó el contenido en una gran jofaina de porcelana. Cuando iba por la mitad y aún sujetaba la olla en alto, se detuvo, como si un pensamiento repentino le hubiese hecho reflexionar.

—Mi Señora, disculpad mi franqueza, pero habéis tocado a Su Majestad con tanta ternura que debo preguntaros si vos y él sois amantes. Eso afectaría a mis preparados.

Sentí que mis mejillas enrojecían con tal intensidad que no pude evitar atragantarme.

—No —dije—. No lo somos. —Mi mirada se desvió involuntariamente hacia Kygo, y el ardor en mi rostro se intensificó—. Soy su naiso, eso es todo.

Asintió con la cabeza y vertió el resto del líquido en la jofaina.

—Así pues, si no hay vínculo físico, las medidas deberían ser las correctas.

Me miré los pies llenos de barro. Una tierna caricia en la mejilla, ¿contaba como vínculo físico? Tal vez debiera decírselo. Pero, ¿cómo podría explicar lo de la perla? Algo se había encendido dentro de Kygo cuando yo la había acariciado. Y, si era sincera conmigo mismo, también algo dentro de mí. Dejé que aquel leve reconocimiento se posara en mi mente.

Mi relación con Kygo había resultado mucho más fácil siendo yo el Señor Eón. Sin duda, yo caminaba entonces por la cuerda floja de mi disfraz, pero al menos no había habido nada que se pareciese a aquel inquietante deseo de tocar y ser tocada. Sabía lo que era el acto físico del amor; en la fábrica de sal, me había topado sin querer un par de veces con parejas de esclavos copulando furtivamente, a toda prisa. Aquellos actos, ¿eran una consecuencia del mismo deseo que sentía en mi sangre cuando tocaba a Kygo? Sin embargo, ni tan siquiera éramos amigos. A lo sumo, aliados.

El médico me acercó la jofaina llena, con sumo cuidado. Mientras la depositaba sobre la mesita, su aprendiz apareció por detrás de la pantalla con un fardo en los brazos.

—Madina dice que pronto estará la sopa, maestro —dijo, con una reverencia.

El médico cogió el fardo y despachó al chico con un chasquido del índice y el pulgar.

—Mi Señora, cuando hayáis terminado de lavar a Su Majestad, debéis comer y tomar un baño en nuestras aguas termales, para reponer energías. Sois tan importante para la resistencia como Su Majestad. —Dejó las toallas junto a la jofaina e hizo una reverencia—. Debo informar a Viktor de las novedades, pero pronto estaré de vuelta. ¿Tenéis alguna pregunta?

No tenía preguntas por hacer, pero sí una confesión. Hice un esfuerzo para mirar al hombre a los ojos.

—No he yacido con Su Majestad —dije—. Pero en una ocasión, él me tocó con… dulzura.

Me llevé los dedos a las mejillas ardientes, recordando la tierna caricia.

El médico sonrió.

—Una dulce caricia no afecta a mis cálculos de medidas.

Tras una nueva reverencia, desapareció doblando la esquina de la pantalla.

Me quedé sola con Kygo. Tomé una de las toallas dobladas y la mojé en el agua de ginseng. Mantenía la vista apartada de su cuerpo. El agua aromática conservaba aún el calor hiriente de su hervor. Escurrí el exceso de líquido haciendo saltar el paño de una mano a la otra, y luego la dejé en alto para dejar que se enfriara un poco.

Los murmullos de ansiedad en la sala se redujeron hasta convertirse en silencio. El médico debía de estar consultando con Viktor. Se habían alejado demasiado para que yo pudiese escuchar su conversación. En cambio, podía percibir, incluso desde mi lado de la pantalla, que la muchedumbre que aguardaba contenía la respiración.

¿Por dónde debía empezar a lavarlo? Recorrí su cuerpo con la mirada, saltándome la perla, hasta que reposó en la manta, entre sus caderas, lo que me hizo sentir muy incómoda. Tal vez podría empezar por los brazos: tenían poderosos meridianos y no había partes íntimas ni al inicio ni al final de ellos.

Deslicé la mano por debajo de su antebrazo derecho. Noté el poder de los músculos desde la muñeca hasta el codo, fortalecidos durante largas horas con la espada, y la espesa elevación de las venas. Sabía por mis estudios que el brazo del sol alojaba tres meridianos: corazón, pulmón y vaso sanguíneo. El meridiano del corazón, alimentado por el punto de poder del pecho, representaba compasión y gobierno del espíritu. Miré el rostro de Kygo: aun perdido en el mundo de las sombras, sus rasgos mostraban nobleza y determinación. No había duda de que el meridiano del corazón, que se extendía desde el hombro hasta el dedo anular, era fuerte y estaba libre de trabas. Sostuve su brazo junto al mío. El peso de sus músculos me traía a la memoria el agudo recuerdo del cuerpo de Ido presionándome contra la pared, en el palacio.

Me detuve, perturbada por el extraño paralelismo de los dos hombres en mi mente. Ambos eran altos y poderosos, pero la presencia física de Ido era siempre sinónimo de amenaza. Me estremecí y aparté de mi mente la imagen del Ojo de Dragón. Si seguía con vida, no había nada que yo pudiese hacer en aquel momento. Y si estaba muerto, entonces deberíamos confiar en la misericordia de los dioses.

Recorrí el brazo de Kygo, desde el hombro hasta la muñeca, con el paño húmedo, siguiendo primero la dirección de los meridianos y luego el contorno de los músculos. Después, lo dejé reposar suavemente sobre la cama.

Empapé y luego estrujé otro paño. En beneficio del equilibrio, debía lavar su brazo lunar. Sin embargo, fue el rostro lo que atrajo mi atención. ¿Había estado mi propio rostro tan sereno, cuando yo misma había perdido los sentidos? No recordaba nada del mundo de las sombras, a pesar de haber pasado dos días en él. Tal vez Kygo estaba viviendo otra vida en la que era tan sólo un hombre, y no la esperanza de un imperio. ¿Era ése el motivo de que no quisiera regresar? Yo podía comprender el alivio de soltar una carga como aquella. Limpié con delicadeza su ancha frente y sus párpados, y seguí el meridiano pasando sobre los pómulos. En los rasgos de su cara dominaban los ángulos fuertes y claramente marcados: con mi tinta y mi papel, podría haberle hecho un retrato mediante unos pocos trazos. De todos modos, con mi limitada habilidad, difícilmente el dibujo habría hecho justicia a la harmonía de su semblante.

Me detuve un momento a reflexionar sobre el problema de su labio inferior partido. Si le frotaba la sangre seca para limpiarla, la hemorragia podría comenzar de nuevo. Acerqué cuidadosamente el paño empapado a su boca, intentando no tirar de los labios. Las comisuras se curvaban hacia arriba de manera natural, o tal vez le sonreía a alguien en el mundo de las sombras.

Dos hombres me habían besado hasta entonces: el capataz de la fábrica de sal, antes de que Dolana apareciese y le ofreciese su cuerpo para salvarme a mí; e Ido. Fruncí los labios ante el recuerdo de la vainilla dulce y la naranja. Ido sabía a la fragancia de su dragón. Ninguno de aquellos besos había sido deseado, aunque ninguno de los dos hombres buscaba mi deseo. Simplemente habían tomado lo que les apetecía.

Me incliné más hacia Kygo y sentí fluir su aliento ligero hacia mi boca. ¿Si frotaba sus labios con los míos, lo sentiría, allá en el mundo de las sombras? Su piel cálida desprendía el aroma del ginseng, el perfume de la tierra, que penetraba profundamente en mí. El médico había dicho que Kygo no recordaría el dolor cuando regresara. ¿Ocurriría lo mismo con el placer? El ritmo de su corazón se convirtió en el mío. Sentí que los colores que nos rodeaban se hacían borrosos en un suave, hipnótico, deslizamiento hacia el plano de la energía. Me mantuve durante un momento sobre él, paladeando nuestros alientos entremezclados. ¿Podía tomar lo que me apetecía?

Me retiré, avergonzada de mis propios impulsos. Un acto como aquel habría sido un deshonor. No sería mucho mejor que el capataz, o que Ido. Moví la cabeza con energía para intentar borrar el extraño residuo de poder. No había tenido intención de pasar al mundo de la energía. Parecía que se me escapaba cualquier atisbo de control que aún pudiera tener.

Tomé un nuevo paño y formé varios pliegues para escurrirlo, y así transmití a mis manos toda la desazón que sentía. Necesitaba ayuda, pronto, pero no tenía tiempo de demorarme en mis propios errores. Me concentré con determinación para lavar la mandíbula amoratada de Kygo. El suave tejido se enganchaba en la oscura barba de tres días. Otro paño humedecido me sirvió para limpiarle el fuerte cuello por los costados. Me detuve justo encima de la curva que formaba la Perla Imperial. Había barro incrustado en su base de oro, y más barro seco en los puntos de sutura a medio curar que la mantenían unida al hueco entre las, clavículas. La perla, por su parte, seguía prístina, y yo sentía su presencia, agazapada en la base de mi cráneo.

Preparé lentamente una nueva toalla, con la vista clavada en la gema. No me atrevía a limpiar el barro que tenía alrededor. Mi encuentro con el libro negro me había demostrado que la herencia de Kinra que corría por mis venas era muy fuerte, y crecía. Y Kinra quería la perla a cualquier precio. Metí la mano en el bolsillo de mi vestido, extraje la placa funeraria y la dejé con cuidado junto a la jofaina. Lejos de mí, por si acaso.

Pasé el paño húmedo y fresco por el pecho de Kygo. Intentaba mantener la concentración en el meridiano vital central, a lo largo del esternón, pero la luminiscencia de la perla estaba presente en la periferia de mi visión. Lentamente, aquel brillo fue atrayendo mis ojos hasta que me quedé mirando fijamente el fulgor de sus profundidades y percibí un movimiento en su interior, un reflejo plateado.

Sentí una oleada de calor que me traía el recuerdo del cálido poder entre las yemas de los dedos y el pulso acelerado de Kygo. Apreté el puño y agarré con fuerza el tejido, para luchar contra el deseo de repetir aquel extraño momento vivido bajo la luz de la luna. Dentro de mí habitaba una certeza: la perla llamaría a Kygo. La perla encendería la energía solar del Emperador, aceleraría el flujo de su sangre y daría fuerza a su hua. No tenía más que poner mi mano sobre su pálida belleza.

En el instante en que mis dedos tocaron la suave superficie de la gema, la respiración de Kygo se convirtió en un áspero ronquido. Se estremeció y abrió los ojos con una expresión de furia. Seguía atrapado en el mundo de las sombras. Con una velocidad asombrosa, me agarró por la muñeca y me arrimó a su pecho. Intenté apartarme, con un movimiento reflejo, pero él me puso la otra mano en la nuca y me aprisionó. Luego se incorporó sobre el jergón y me rodeó la cintura con las piernas.

—¡Kygo! ¡Soy yo! ¡Eona!

Entonces, sus ojos me reconocieron por fin, y la conciencia penetró como una ola a través de la oscura ferocidad de su mirada, fija en mí, como la mía en la suya. Y en aquel momento en que el asombro desnudaba nuestras mentes, se arrimó aún más a mí y nuestros labios se unieron, reconociéndose mutuamente. Algo surgió en mi espíritu que me impulsaba a alcanzar su misma intensidad, la búsqueda de una conexión brutal. Puse la mano libre detrás de su cabeza para conducirlo aún más cerca de mí, hacia mi interior más profundo. Sentía la presión de su lengua en la mía, y la súbita unión sacudió todo mi cuerpo. Eché la cabeza atrás, jadeando. El sabor salado del cobre y el ginseng llenaba mi boca.

—Estás sangrando —dije mientras tocaba sus labios.

Buscó con la lengua la yema de mi dedo, y sus dientes me rozaron la piel en el instante en que cerraba los labios para besarlo. La furiosa respuesta que sentía dentro de mí me asustó, y retiré la mano. Nuestras miradas se encontraron, ambas suspendidas en el aire, en un momento que yo no alcanzaba a comprender. Entonces, él apoyó la frente en mi hombro, con un suspiro entrecortado.

—Eona —susurró.

Puse una mano vacilante en su nuca.

—Majestad, ¡habéis despertado!

Era la voz del médico. El timbre elevado de su voz resonó por las paredes y el techo de la cueva.

Ambos quedamos agarrotados. Kygo seguía rodeando mi cintura con las piernas. Más allá, la cueva estalló en alaridos de júbilo que fueron creciendo, cada vez con más fuerza, a medida que la noticia del retorno del Emperador desde el mundo de las sombras se extendía en oleadas por la caverna. Kygo me abrazó aún más fuerte, mientras el alegre sonido revoloteaba sobre nosotros. Su aliento cálido humedecía mi hombro. Apoyé la cabeza en su poderoso pecho. Cuando los últimos vítores se hubieron extinguido, levantó por fin la cabeza, y me miró a los ojos con arrepentimiento. Entonces estiró las piernas para liberarme y me soltó la muñeca. Al hacerlo, acarició tiernamente mi piel, en un signo de que aquella despedida no sería para siempre.

—Acercaos —dijo al médico. Su voz tenía el tono de una orden.