8

Ryko hizo tres señas rápidas con el puño: veinticuatro, a pie, hacia el norte.

Me agaché entre la hierba, tiré de Dela para que hiciese lo mismo, e inspeccioné con la mirada el bosque bajo, detrás del isleño, concentrando toda mi atención en detectar cualquier movimiento. Vi la cola de un faisán agitándose, una rama inclinada por el viento cálido, los rayos de luz cambiantes entre el follaje.

—No veo ningún soldado —susurré.

—¿Qué es eso que lleva Ryko a la espalda? —dijo Dela—. ¿Un niño?

—¡Dama Eona! —Ambas nos giramos al oír a Yuso llamándome en voz baja. Más atrás, Vida y Solly se esforzaban en obligar a los caballos a dar media vuelta.

—Id hacia aquellos árboles —dijo el capitán, mientras señalaba un bosquecillo en el extremo más empinado de la ladera.

Sabía que tenía que moverme, pero algo en el pequeño pasajero que Ryko cargaba al hombro me lo impedía. Su presencia era casi un sabor en mi boca. Ryko había llegado hasta el Emperador, y los dos hombres corrían juntos por la hierba. El isleño se retrasaba, su pecho hundido por la carga que transportaba, que no dejaba de retorcerse. Fuese quien fuese, no iba con Ryko por propia voluntad. Un poco más atrás, Tiron había conseguido que Ju-Long encarase la dirección correcta, y ahora arrastraba al reticente animal.

—Dama Eona, ¡debéis marcharos de inmediato! —ordenó Yuso.

Ryko se tambaleó: su pasajero le había asestado un malicioso puñetazo. Tropezó y dejó de agarrar al niño. Ambos cayeron al suelo y rodaron entre la hierba alta, agitando los brazos y las piernas. Kygo redujo la marcha y dio media vuelta. Levantó fácilmente al niño del suelo, aunque tuvo que soltarlo a causa de las frenéticas patadas y puñetazos. Una vez libre del Emperador, el chico torció violentamente la cabeza para mirarnos. Su cabeza estaba coronada por una coleta medio deshecha anudada cerca de la coronilla.

Un súbito presentimiento hizo que se me encogiese el corazón. Sabía a quién pertenecían aquellas mejillas delicadas y aquellos hombros endebles.

—Es Dillon.

Erguí la espalda para verlo mejor.

—¿El aprendiz del Señor Ido? —dijo Dela, enderezándose ella también para observar al muchacho—. ¿Qué hace aquí?

Pero yo tenía en la cabeza una pregunta más acuciante.

—¿Podéis ver si aún lleva el libro negro?

La última vez que había visto a Dillon, nos había atacado a Ryko y a mí, y me había arrebatado el manuscrito negro. Creía poder usarlo con Ido como moneda de cambio para salvar la vida. El pobre idiota no sabía que el libro contenía algo más que el secreto del Collar de Perlas; contenía el modo en que la sangre real podía esclavizarnos, a nosotros y al poder del dragón.

Sólo Ido y yo lo sabíamos, y yo aún podía oír las últimas y apremiantes palabras que el Ojo de Dragón Rata me había dirigido en el palacio conquistado: Cualquiera que posea sangre de dragón puede apoderarse de nuestra voluntad. Encontrad el libro negro antes de que lo haga Sethon.

Dioses misericordiosos del cielo, recé, haced que Dillon aún conserve el libro.

—No lo veo —dijo Dela, que había comprendido rápidamente.

Entreví con alivio un trozo de cuero negro.

—Sí. Sí lo lleva. En la manga. ¡Mirad!

Mi grito de alegría llegó hasta Dillon. Me miró fijamente y su rostro se iluminó.

—¡Eona! —chilló, mientras daba unos pasos, a la carrera, agitando los brazos—. ¡Mirad, mirad, la he encontrado! —Se golpeó la cabeza con la mano—. ¡Mirad! —Volvió a golpearse el cráneo con el puño—. ¡Es Eona! ¡Mirad! ¡Es Eona!

Siguió dándose puñetazos, ahora en la frente, con ambas manos, una y otra vez. Aunque estábamos al menos a cincuenta pasos de distancia, el ruido sordo de cada uno de los impactos llegaba hasta mí.

A mi lado, Yuso encogió tres dedos para protegerse del mal.

—¿Está poseído?

—No. Es por la droga de sol —dije, y recordé la ira que se había apoderado de mí tras tomar unas pocas dosis—. Ido intentaba matarlo con ella.

Dela se cubrió la boca con una mano.

—Pobre chico.

—Si no se calla, nos echará al ejército entero encima —dijo Yuso, aunque justo en aquel momento Kygo había atrapado a Dillon y le había tapado la boca con la mano para silenciar sus chillidos. Yuso me empujó hacia atrás—. Poneos a cubierto —ordenó, y luego corrió a ayudar al Emperador.

Ryko había gateado hasta el lugar de la lucha, y agachaba la espalda para esquivar los fieros puntapiés del chico y agarrarlo por las piernas. Tiron anudaba las riendas de Ju-Long al tronco de un árbol cercano, con el propósito evidente de unirse a la refriega.

—Le van a hacer daño —dije.

Dela tiró de mi manga.

—Corred, debemos ponernos a buen recaudo.

—No.

Me solté y corrí hacia los tres hombres que intentaban controlar a Dillon. Pronto empecé a respirar entrecortadamente, más por el miedo que a causa de la carrera desenfrenada. La mente de Dillon estaba tan devastada que lo llevaría a debatirse contra ellos con todas sus fuerzas, antes que rendirse, y acabarían por hacerle daño.

Me agaché y busqué una manera de llegar a Dillon entre el nudo de hombres que se retorcían a su alrededor. Los ojos de Ryko coincidieron con los míos, y con su mirada me decía claramente: Sigue estando loco. El momento de mutua comprensión fue breve como un latido, pero me levantó el espíritu. Quizá no estaba todo perdido entre nosotros. Y quizá no estaba todo perdido para Dillon. Me colé por un hueco que se había abierto entre Yuso y el Emperador.

—Dillon, soy yo —chillé. Le puse la mano en el hombro—. Soy Eona. Deja de luchar.

—Os dije que os retirarais —gruñó Yuso—. Tiron, llévala a lugar seguro.

El guardia se acercó, pero yo seguí agachada, buscando el modo de penetrar entre aquellos cuerpos sudorosos en movimiento constante.

Yuso había agarrado a Dillon por un tobillo y lo mantenía fuertemente sujeto al pecho, mientras con la mano libre se protegía de los violentos puñetazos del chico. Un resplandor pálido apareció en el antebrazo del muchacho: la ristra de perlas, cuyo extremo se curvaba como un látigo sobre el libro negro. Soltó un azote dirigido hacia Kygo, pero Yuso interpuso su puño. Con una rapidez endiablada, las perlas fustigaron la mano de Yuso, levantando piel y sangre. El guardia retrocedió, maldiciendo. Entonces, Ryko inmovilizó la otra pierna de Dillon y un brazo, y Kygo rodeó el pecho del chico con las manos, mientras echaba la cabeza atrás para esquivar las perlas y los cabezazos del muchacho. Dillon seguía resistiéndose con salvaje intensidad a pesar de la fuerza brutal con que lo estaban sujetando.

Vi la oportunidad de acercarme a él a través de la maraña de brazos y piernas y asirlo por la coleta despeinada.

—¡Dillon! ¡Estate quieto! —le rugí al oído.

Entonces se detuvo, de repente. Con un último chasquido, la ristra de perlas retrocedió hacia el libro negro, luego se deslizó a su alrededor y lo fijó a su antebrazo izquierdo. Dillon me miró con recelo.

—Eona, Eona, Eona —canturreó—. ¿Qué ha sido de Eón? —preguntó, con una risita estridente.

—Por Shola, hacedle callar —espetó Yuso—. Ryko, ¿qué tenemos delante?

Me puse a acariciar la mejilla pegajosa de Dillon, con la esperanza de calmarlo, mientras Ryko informaba de las novedades.

—Veinticuatro hombres en formación de abanico, con un lugareño abriendo camino. Siguen el rastro del chico. Estaban a distancia de unos dos estadios, al menos cuando lo encontré, pero se mueven deprisa.

Yuso miró a Dillon.

—¿Por qué te persiguen, muchacho?

—¿Por qué te persiguen? —repitió Dillon con su risita.

El rostro anguloso de Yuso se ensombreció.

—Quieren el libro negro —dije inmediatamente—. Sethon cree que contiene la clave de un arma hecha con todo el poder de los dragones. —Entre las perlas fuertemente enrolladas, podía entrever los doce círculos interconectados, repujados en la cubierta de piel: el símbolo del Collar de Perlas—. El Señor Ido así lo cree, también.

—Palabras negras —masculló Dillon—. Palabras negras. Dentro de mí.

—Ahora recuerdo a este muchacho —dijo Kygo—. Es el aprendiz de Ido. —Sus ojos coincidieron con los míos, pero no pude leer en su mirada—. Otro Ojo de Dragón. ¿Cómo es que está aquí?

Los ojos de Dillon se movieron como flechas hacia el Emperador.

—Me envía mi señor —dijo—. Él está en mi cabeza. Encuentra a Eona, encuentra a Eona, encuentra a Eona. Siempre en mi cabeza.

—¿Qué quiere decir? —me preguntó Kygo.

Pero yo no podía hablar, enmudecida ante una verdad clamorosa. Si Ido moría, lo único que se interpondría entre los dragones huérfanos y yo sería Dillon: un aprendiz de mente enferma y tan poco instruido como yo. No había ninguna posibilidad de que pudiera contener a las bestias. Ambos moriríamos, desgarrados por su aflicción. Aspiré aire desesperadamente, como si estuviera sumergida en aceite.

Teníamos que sacar a Ido con vida del palacio.

Yuso se irguió de repente y escudriñó con sus ojos oscuros el bosque bajo que nos rodeaba, sumido en un silencio inquietante.

—Majestad —dijo en voz baja—. No tenemos tiempo de interrogar al muchacho. Tenemos que movernos, ¡ahora mismo!

—No antes de que le hayamos quitado el libro negro.

El rostro de Kygo brillaba con renovada intensidad. Yo había visto antes aquella misma expresión, en Ido y en mi señor: la llama del poder.

Yuso apretó los dientes. Luego, tras un breve gesto de asentimiento, alargó la mano hacia el manuscrito. Las dos últimas perlas se alzaron como la cabeza de una serpiente. Retiró la mano.

—¿Están vivas?

—Hay gan hua incorporada en ellas —dije—. Azotarán a cualquiera que intente llevarse el libro.

Aún entonces, la energía negativa tejida en las perlas me provocaba náuseas. No era extraño que Dillon siguiera estando tan enfermo de cuerpo y mente; entre el libro y los daños producidos por las sobredosis de droga de sol, no tenía ninguna posibilidad. Tanto Tiron como Ryko se alejaron de él.

—Majestad, debemos irnos —dijo Yuso.

Kygo estrechó las mandíbulas.

—Está bien. Dejemos el libro donde está. El chico viene con nosotros. Mantenedlo a salvo, a él y al libro.

—Sí, Majestad. —Yuso me miró fijamente, con dureza. Parecéis capaz de controlarlo, Dama Ojo de Dragón. Conseguid que siga callado.

Hizo un gesto con la cabeza y los demás hombres soltaron a Dillon y permitieron que se levantara. Se tambaleó y buscó unas manos firmes a las que asirse hasta que lo rodeé con mis brazos protectores. Su cuerpo descarnado apestaba a días de camino y noches de delirio.

—Tienes que quedarte conmigo y estarte calladito —dije, haciendo fuerza para ayudarle a mantenerse en pie—. ¿Lo entiendes?

—Aún está en mi mente —susurró Dillon.

Le agarré el puño cuando estaba a punto de golpearse la frente de nuevo. No iba a ser fácil mantenerlo en silencio… ni vivo.

Con una última ojeada a la línea de árboles de enfrente, Yuso nos obligó a correr.

—¡Ya!

Arrastré a Dillon en una carrera de obstáculos. Una ráfaga de viento frío procedente del cielo atravesó el calor y me secó el sudor ácido de la cara y el cuello. Llegaba el monzón. Yuso nos alcanzó y atrapó a Kygo, un par de metros más adelante.

—Majestad, llevad a Ryko y a los demás hacia el sudeste —dijo el capitán, sin dejar de mantener el paso junto al Emperador. Miró la poderosa masa de nubes que se arremolinaban.

—Cabalgad tanto como podáis, pero no os adentréis en el barro. Alejaré a los soldados hacia el norte, con Solly y Tiron.

—Entendido —dijo Kygo.

Yuso y él se avanzaron todavía más, pues iban a dar instrucciones. Apreté la manó de Dillon para que se diese más prisa. Dela sólo nos llevaba veinte o treinta metros de ventaja, y nos hacía frenéticos gestos con la mano. Al fondo, Solly y Vida esperaban con los caballos.

—¿Es esa la dama Dela? —preguntó Dillon con tal tono de normalidad que tuve que aminorar la marcha para mirarlo bien—. ¿Por qué lleva ropa de hombre? —Por un momento, vi al tierno Dillon que una vez había conocido, el Dillon desconcertado y perdido, pero enseguida dejó de ser él para regresar al estado de locura que brillaba en sus ojos—. Mi señor dijo que se iría de mi cabeza. ¿Por qué no se ha ido de mi cabeza? —Alzó la voz en un tono lastimero—: Encuentra a Eona. Encuentra a Eona. Encuentra a Eona.

Había oído a Dillon llamarme antes de aquel modo. Pero, ¿cuándo? La elusiva memoria formó una imagen: la batalla de los dragones en la aldea de pescadores. Dillon chillándome a través del poder del Dragón Rata. A través de Ido.

—¿Te ha enviado Ido a buscarme?

—Está en mi cabeza.

Yuso y Kygo llegaron a los matorrales. Tiré de Dillon y apreté más el paso. Una segunda ráfaga de viento trajo un haz de luz pulsante, que atravesó el cielo entre las nubes oscuras. Durante un intenso momento, el tiempo se detuvo entre la tierra cálida y la fría atmósfera, y entonces el suelo tembló bajo el rugido del cielo. Dillon lanzó un grito y me apretó la mano. Miré hacia atrás por encima del hombro. Andaba encorvado, como si los dioses lo aplastaran contra el suelo. Justo detrás de nosotros, Ryko y Tiron conducían a Ju-Long, sujetándolo uno a cada lado. El caballo resoplaba, aterrado.

Tuve que hacer un esfuerzo denodado para arrastrar a Dillon en su carrera junto a mí.

—¿Quiere el Señor Ido que me des el libro? —dije, con un gesto de la cabeza hacia el manuscrito anudado a su brazo.

El rostro de Dillon se tensó.

—Es mi libro —dijo entre jadeos—. Mío. El Señor Ido no puede acercarse a su dragón. Le dan de beber bestia negra. Todo su poder se agota. —Volvió a soltar su risa floja entre respiraciones entrecortadas—. Pronto será mío, y entonces podré hacerle daño, igual que él me lo hace a mí.

Una parte de mí tenía la esperanza de estar escuchando los desvaríos de una mente destrozada, pero acababa de ver a mi viejo amigo en su momento de lucidez. Aunque sus palabras eran fruto de la fiebre, no por ello estaban exentas de verdad. Dillon sabía que el Señor Ido estaba perdiendo su dominio del Dragón Rata. Y sabía que obtendría pronto el poder de su señor. Me estremecí, y utilicé el miedo como combustible para un último esfuerzo por ganar velocidad. Casi habíamos llegado.

—Dillon, ¿cómo de enfermo está el Señor Ido? —dije, apretando aún más fuerte su mano mojada—. No podemos permitir que muera. ¿Lo entiendes? Tenemos que salvarlo.

—¿Salvarlo? —Dillon entornó los ojos vidriosos—. ¡No! —Aquella vez, su puñetazo fue demasiado rápido. Hice una mueca de dolor al oír el sonido de los nudillos contra su cráneo—. Me hace daño.

—Lo sé, lo sé —dije, suavizando la voz para tranquilizarlo—. Pero vamos a salvarlo para que pueda entrenarnos.

—¡No! —aulló—. Quiero que muera.

Se retorció sin soltar mi mano, como un perro rabioso luchando por liberarse de la correa. Tropecé, arrastrado por su violenta furia. Una nueva ráfaga de viento frío se abalanzó sobre nosotros; traía el dulce olor de la hierba mojada. El canto agudo de los grillos cesó y el repentino silencio latió en mis oídos. Miré hacia arriba en el preciso instante en que un zarpazo de luz barría el cielo, y luego oímos un ruido ensordecedor que caía sobre nosotros.

—¡Eona, detrás de ti!

La voz de alerta de Kygo me hizo girar en redondo para mirar la densa línea de árboles en lo alto de la ladera.

Un amplio semicírculo de soldados acababa de surgir del bosque. Todos llevaban ji, las lanzas de hoja ganchuda, dispuestas para el ataque. No estaban a más de cien metros de distancia y avanzaban veloces, aunque cautelosos. Tiré fuerte de la mano de Dillon, pero él había caído de rodillas y se había convertido en un ancla que no dejaba de chillar. Sentí cómo el viento racheado se redoblaba hasta convertirse en el poderoso ariete del monzón, cuya fuerza brutal me hacía retroceder y me quitaba el aliento. Ante mí, la hierba se postraba y los árboles se curvaban en una reverencia, saludando el paso del vendaval que nos traía el golpeteo de las primeras gotas de agua. Una bandada de estorninos espantados alzó el vuelo en espiral desde lo alto de los árboles, y luego voló avanzándose al viento en una formación que parecía una flecha de punta afilada. El súbito impacto del agua fría en la cara y los cabellos me hizo jadear. Las gotas me golpeaban con fuerza la piel y el cuero cabelludo.

Pocos metros más allá, Ryko empujó a Ju-Long y a Tiron hacia delante, luego dio la vuelta y desenvainó las espadas. La figura solitaria del isleño se convirtió en una silueta borrosa tras el espeso velo de agua que caía castigando el suelo, mientras las sombras de Tiron y el caballo rodado nos adelantaban penosamente. Creí oír que el joven guardia me llamaba a través de la cortina de agua, pero Dillon tiró otra vez de mi mano. Estaba de nuevo en pie. Primero sentí alivio, pero enseguida me invadió la fría certeza de que ya no era yo quien agarraba a Dillon, sino él a mí.

Cuando intenté soltarme, me cogió la otra mano y, con una fuerza brutal, empezó a hacerme girar a su alrededor en un círculo de agua que salpicaba en todas direcciones. Parecíamos niños jugando a «Los dragones giran».

—¿Qué haces? —bramé—. ¡Para!

Dragón de noche, dragón de día. De la luz y la algarabía —cantaba—. Dime tu nombre, trae tu fuego… ¡muéstranos cuál es tu juego!

El dobladillo empapado del vestido se me enroscó alrededor de las piernas. Perdí pie y caí de rodillas en el agua, que empezaba a formar charcos. El viento había cesado, la lluvia caía ahora como una cortina gris sin costuras, como si los dioses estuvieran vaciando cántaros sobre nuestras cabezas.

—Dillon, ¡los soldados vienen hacia aquí!

Parpadeé para intentar secarme los ojos, que me escocían. El agua caía formando minúsculos riachuelos por mi cara y mi pecho, y empapaba la tosca tela de mi vestido. La ropa pesaba terriblemente.

—Tenemos que correr.

—¿Qué dragón? ¿Qué dragón? ¡Elige! —cantaba su sonsonete—. ¡Elige!

Tiró de mis manos hasta levantarme del suelo. Mis delgados huesos crujían, aplastados por aquella fuerza antinatural. Apoyé todo mi peso hacia atrás en un nuevo intento por liberarme, pero él siguió manteniéndome aferrada a su juego.

Justo encima de nuestras muñecas, el collar de perlas alivió su fuerza. Las dos últimas perlas perfectas volvieron a levantarse, esta vez como una serpiente degustando el aire impregnado de agua. Se desenroscaron, repiqueteando con determinación, hasta que el libro quedó sujeto al brazo de Dillon con sólo una lazada. El resto del collar se deslizó alrededor de los bordes del manuscrito, formando una hilera de perlas protectora. Entonces, con una violenta arremetida, la tira de plomo se enroscó alrededor de mi muñeca derecha, amarrando mi mano a la de Dillon como si se tratase de un lazo de matrimonio.

Luché contra aquellos grilletes. El calor se adueñó de mi brazo y avanzó por mi cuerpo, provocando una oleada de náuseas. Un poder amargo ascendió hasta mis ojos, susurrando palabras que se derramaban por mi mente como ácido. Palabras antiguas. El libro me llamaba, me envolvía en sus secretos. Era un libro de sangre, muerte y caos. Era el libro de la gan hua.

Si aquello era lo que ardía en la mente de Dillon, no era extraño que aullase y se aporrease la cabeza.

Tiré desesperadamente de las perlas; no quería seguir a Dillon en su locura. Para entonces, las palabras ya estaban forjando su marca en mi interior. Aunque había logrado derrotar a la gan hua de las espadas de Kinra, su energía no había sido más que un simple destello comparada con este nuevo rencor abrasador. Si no la detenía en aquel momento, me consumiría.

Forcejeé contra el poder infernal igual que había hecho contra las espadas de Kinra, pero nada cambió en la potencia devastadora, implacable, del libro.

Quizá Kinra podría contener aquel poder antiguo. No confiaba en su influencia y tampoco quería tener que ver con su traición. Sin embargo, ella había tenido la fuerza y la habilidad de modelar hua para convertirla en una fuerza oscura y hacerla viajar a través de los siglos; las espadas eran la prueba de ello.

Aún llevaba su placa funeraria en el bolsillo, aunque no podía alcanzarla. ¿Bastaría con su presencia? Envié mi plegaria: Kinra, te ruego que detengas al libro para que no me abrase con su locura. Luego envié una segunda plegaria a mis antepasados que me habían hecho heredar el poder del Ojo de Dragón: No permitáis que la locura de Kinra arda en mí.

En respuesta, una fuerza creció en mi sangre. Un frío doloroso fluyó como escarcha a través de las palabras ácidas y extinguió el fuego del libro. Luego, las palabras y el frío me abandonaron de repente, pero ni las perlas ni Dillon dejaron de asirme.

—Elige —gritó otra vez Dillon.

Agité la cabeza para intentar aclarar mi mente tras el impacto de las palabras incandescentes.

—Elige. —Apretó aún más los dedos para transmitir su exigencia con aquella fuerza que me hacía crujir los huesos. ¡Que elijas, te digo!

—Elijo al Buey —dije entre jadeos. El segundo dragón; dos vueltas en el juego. Si pudiese ver a Kygo, tal vez lo atraería hacia nosotros.

—Elijo al Gallo —dijo Dillon. Diez vueltas.

Apreté los dientes y me dispuse a bailar con él las doce vueltas.

—Una —gritó. El paisaje era una imagen borrosa de tonos grises y verdes, y la cara pálida y sonriente de Dillon, el único punto fijo.

—Dos. —Tiró de mis manos con todo su peso y me tambaleé con los pies sobre el suelo mojado.

—Tres. —Su tono de voz cambió. Ya no era el sonsonete propio de un juego, sino una simple orden sin ninguna emoción. Cerré los ojos para protegerme del agua que caía incesante y del torbellino mareante en mi cabeza.

—Cuatro.

Con cada giro, nos hundíamos más y más en el barro, más y más cerca de la fuerza descarnada de la tierra.

En el límite de mis sentidos aturdidos, oí que murmuraba otras palabras. Aunque su forma y significado se perdían en el caos ensordecedor del agua, el Ojo de Dragón que había en mí sabía que eran las mismas palabras arcaicas que habían atacado mi mente.

Dillon llamaba a la energía oscura. Estaba incrustada en la profunda resonancia de los números y en su canto febril. El cuatro era el número de la muerte, y yo podía sentir cómo se acercaba, certero, con el latido de mi propio corazón.

—¡Eona! —gritó Kygo. Abrí los ojos. Vi su alta figura, como un rayo de luz fugaz.

Caí de rodillas en el barro viscoso, intentando arrastrar todo el peso de mi cuerpo hacia abajo, pero Dillon siguió sujetándome con su fuerza salvaje destinada a obtener mi rendición. El poder aguijoneaba nuestras manos atadas entre sí.

—Cinco —chilló.

—¿Qué estás haciendo, Dillon? —grité a mi vez.

—¡Contigo tengo la fuerza suficiente! —aulló.

¿Suficiente? ¿Para qué?

A nuestro alrededor, la lluvia caía ahora de costado, impulsada por las ráfagas rugientes de un viento que se había levantado de repente desde el noroeste. La imagen de Kygo volvió a aparecer, fugaz, curvada por el brutal mazazo del aire. Había desenvainado las espadas. Intenté gritar su nombre, pero la boca y los ojos se me llenaron de agua.

—Seis.

Agité la cabeza buscando aire y visión. Una mancha de tonos oscuros tomó la forma sólida de soldados a la carrera, con sus gritos de guerra transformados en aullidos entrecortados por el viento azotador y el ímpetu de nuestros giros, que parecían capaces de arrancarme la espina dorsal.

—¡Dillon! ¡Los soldados! —clamé.

—¡Siete!

Tenía los ojos cerrados y la cabeza estirada hacia atrás. La cantinela que entonaba se elevó en una estridencia entusiasta, a la par con el alarido del viento. Sentí en ella el sabor del poder antiguo. Me secó la boca como una ciruela marchita, pero había algo más en aquel amargor. Un suave regusto a canela, algo que ya conocía… el aroma del poder de la dragona roja. ¿Estaba llamando a mi dragona? Imposible. Había también unos sutiles toques de vainilla y naranja. La bestia del Señor Ido. El delirio de Dillon se agudizó en un momento de furiosa lucidez: Quiero que muera.

Dioses misericordiosos, me estaba usando para matar a Ido.

—¡No, Dillon! —Eché mi cuerpo hacia atrás con toda mi fuerza, tirando de sus manos, pero seguía estando sujeta a él.

—Ocho.

Cerca de nosotros, se oyó el entrechocar de los aceros. ¡Espadas! Mi corazón se encogió como una bola dura, y luego se expandió de nuevo, latiendo con la fuerza del terror. ¿Habían atacado los soldados a Kygo? Un grupo de hombres en lucha pasaron ante mí en un parpadeo. Era Ryko, batiéndose contra tres soldados.

—Nueve.

No podía hacer nada para detener a Dillon en el plano terrenal; era demasiado fuerte. Me concentré en su rostro extasiado e intenté saltar a la visión mental. Era como abrirse paso en un zarzal de agua y jadeos de pavor. Mientras me obligaba a girar vertiginosamente, conseguí tres profundas inspiraciones. Al llegar a la cuarta, los tonos grises y verdes del plano terrenal dieron paso a la iridiscencia del mundo de la energía.

—Diez.

Tropecé y me vi de nuevo lanzada hacia el siguiente giro, desorientada por la súbita aparición de los brillantes colores. Ante mí, la carne y la sangre de Dillon se convirtieron en los senderos que conducían su energía corporal. Ahogué un grito de repulsión al ver el tumefacto entramado de poder oscuro que fluía a través de él como un denso y pegajoso aceite. ¿Qué había ocurrido con su hua? Incluso los siete puntos de poder a lo largo de su espina dorsal, que habitualmente bombeaban la plateada fuerza de la vida, aparecían negruzcos y abotargados. Y algo más no iba bien en ellos. Me fijé en su pecho, en el punto del corazón. Sólo quedaba un tenue tinte verde de vigor entre una tenebrosa profundidad. Y giraba en sentido contrario al que debería.

Levantó la cabeza. Las cuencas de sus ojos desbordaban de energía oscura.

—Once —dijo, y sonrió—. Ya se muere.

Mi cabeza dio un respingo mientras Dillon tiraba de mis brazos para iniciar el penúltimo giro. Desesperada por encontrar un punto fijo de lucidez, concentré la mirada en la purpúrea dragona, allí arriba. Su cuerpo enorme y sinuoso se removía en una lucha contra un enemigo invisible. Sus garras del color del rubí rasgaban el aire con vanos latigazos. Un canal de hua dorada y brillante se extendía entre ella y Dillon: él estaba absorbiendo el poder de ella, sin darle a cambio energía vital. No tenía defensa ante los diez dragones huérfanos.

—Dillon, déjala que se vaya. Antes de que lleguen los demás. ¡No puedes controlar esto!

—¡Puedo hacer cualquier cosa! —chilló.

La furia me invadió y me otorgó una fuerza renovada. Estaba usando mi poder para herir a mi dragona.

—¡Eona! —grité, llamándola por nuestro nombre compartido, pero no sentí a través de mí ninguna cascada de energía dorada en respuesta. Toda la corriente fluía hacia Dillon. De algún modo, estaba impidiendo nuestra unión. El dragón azul emitió otro canal, delgado y tembloroso. La bestia era apenas un contorno, su cuerpo pequeño y pálido se revolcaba en agonía.

—¡Dillon, detente! Les estás haciendo daño. —Un pensamiento terrible se apoderó de mí: ¿podía matar a los dragones?

No puede. Era la voz de Ido, apenas un susurro en mi mente, recortado por el dolor y el esfuerzo.

¿Vendrán los demás, Ido? ¿Puedes impedirlo?

No se acercarán al libro negro, dijo con voz áspera. Por favor, haz que el chico deje de absorber la energía de mi dragón, antes de que… Sus palabras se elevaron en un aullido desgarrador.

—¿Cómo? —grité a mi vez—. No puedo detenerlo.

Hazte con el libro, dijo Ido entre jadeos. Córtale el acceso a su poder.

Yo no quería tocar el libro.

—¡Doce! —exclamó Dillon, triunfante.

Tiró de mis brazos, arrancándome del mundo de la energía. Los radiantes colores se desvanecieron y dieron paso a los tonos apagados del paisaje montañoso, bajo la lluvia. Tras una estruendosa ráfaga final, la lluvia y el viento desaparecieron, y de repente sentí que el suelo mojado se secaba y se endurecía bajo mis trémulos pies. No había más agua mojando mi cuerpo. Mi cara, mi ropa, mis cabellos: todo estaba seco. Ryko y los tres soldados volvieron a aparecer fugazmente, pero ya no había combate. Los cuatro hombres miraban fijamente al cielo.

—¡Mira eso! —gritó Dillon a través del sonido de una nueva lluvia torrencial. Dejó de girar súbitamente y mi cuerpo recibió una fuerte sacudida—. Mira lo que puedo hacer. —Echó la cabeza atrás y se rió a carcajadas.

En lo alto, los grandes nubarrones volvían a descargar, pero el agua no caía sobre la tierra, sino que se desplazaba en horizontal, atraída hacia el interior de un círculo que rodeaba la ladera entera como un inmenso remolino suspendido en el aire. Giró sobre nosotros, en forma de torrente, alto como una casa de cuatro pisos que arrancaba árboles y matorrales para atraerlos a su torbellino de agua. Todos nosotros, amigos y enemigos, estábamos acorralados en su centro, y nuestro refugio se iba encogiendo a medida que el vórtice se arremolinaba sobre los pinos, arrancándolos de cuajo para succionarlos.

—Dillon, haz que se retire —rugí—. ¡Haz que se retire!

El grito de un animal cortó el aire, más allá del atronador resoplido. Un caballo apareció desde un bosquecillo cerca del muro del remolino, arrastrando tras de sí a Solly, que se agarraba a las riendas.

—¡Suéltalo, Solly! —chilló Vida, mientras ella misma soltaba a los otros dos caballos con la ayuda de Dela—. ¡Suéltalo!

El fornido hombre dejó ir las riendas y se tiró al suelo hecho un ovillo, evitando por muy poco las pezuñas cortantes. El caballo pasó galopando junto a nosotros, con los ojos en blanco, hacia Ryko y los soldados. Los cuatro hombres seguían de pie, quietos, mirando con la boca abierta el revoltijo de agua y escombros. No podían oír el galope del caballo, que se perdía en el estruendo.

—¡Muévete, Ryko! —aulló Kygo, pero estaba demasiado lejos.

El caballo arremetió contra el grupo, piafando contra Ryko y otro hombre, que emitió un grito. Por un momento, el horror me cortó la respiración; entonces, en el último momento, el isleño se apartó del camino del frenético caballo. Poco más allá, el agua engulló un trecho de la ladera, en una explosión de madera crujiente y tierra.

Dillon contempló su obra, y su deleite se tornó en súbita palidez.

—Es demasiado grande.

Un delicado rocío de agua fría humedeció mi cara y los cabellos de Dillon. Dejó caer mi mano y se frotó nerviosamente la frente con los dedos.

—Duele —jadeó. ¿Se supone que debería doler?

—Dame el libro. —Tiré de los grilletes que nos tenían maniatados—. Deja que te ayude.

¡No! —Me golpeó el pecho para hacerme retroceder—. Quieres mi poder, igual que mi señor. —Sonrió maliciosamente, dejando los dientes al descubierto—. ¿Lo oyes? Está gritando.

Lo agarré de la túnica, a la altura del pecho.

—No puedes matar a Ido, Dillon. Si él muere, nosotros también. —Lo zarandeé intensamente—. ¿Entiendes? ¡Tenemos que salvarlo!

—¿Salvar a Ido? —dijo Dillon, escupiendo las palabras—. Voy a matarlo, antes de que él me mate a mí.

Tenía los ojos amarillentos y salidos por el odio. Nunca salvaría a Ido. Nunca me ayudaría. Sentí el agua rugiente a nuestro alrededor, y la llovizna se materializó en gotas gruesas que me golpeaban el rostro con un peso de mal augurio. Dillon estaba perdiendo el control.

Sólo me quedaba una opción antes de que nos matase a todos: quitarle el libro. Pero era más fuerte que yo en todos los sentidos. ¿Qué me quedaba?

Inspiré desesperadamente y estampé mi frente en su cara. El impacto me sacudió la cabeza en una explosión de dolor y luz. Oí cómo Dillon aullaba y noté que retrocedía y me arrastraba con su peso. A través de la fina película de mis lágrimas, pude ver la imagen borrosa de la pálida ristra que anudaba el libro a su antebrazo. Raspé con las uñas la cubierta repujada y conecté con la hilera de perlas. Metí los dedos entre las gemas y el cuero para forzar un hueco a través del cual agarrar el cordel. Con el primer estirón, cedió en su enconada resistencia. Con el segundo, logré que se levantaran la mitad de la perlas. Uno más y sería mío.

Tiré del cordel, pero en lugar de soltarse, las perlas se retiraron con un chasquido, aprisionando mi mano contra la cubierta de piel. Dillon se irguió. Le salía sangre de un corte en la ceja. Intenté frenéticamente liberar los dedos, pero el cordel no se aflojaba. Ahora tenía ambas manos atadas al libro, y el libro estaba atado a Dillon. Él echó hacia atrás el puño y yo no tenía modo de esquivarlo. El golpe, dirigido a mi esternón, vació el aire de mis pulmones. Doblé la espalda. No podía respirar.

Había perdido mi oportunidad de conseguir el libro.

Las perlas se cerraron con más fuerza todavía alrededor de mis dedos, y la presión remontó por mis brazos como un fuego. El calor ascendió a través de mi cuerpo, liberando el pecho, y sentí el alivio de la respiración entrecortada. Un ácido amargo me inundó la boca y unas palabras susurraban en mi mente. El libro negro me convocaba de nuevo, murmurando antiguas promesas de poder perfecto; me indicaban cómo detener a Dillon.

Por un momento, la traición del libro nos dejó paralizados, sumidos él y yo en nuestra propia desesperación.

—¡No! —gritó Dillon—. ¡Es mío!

Sus feroces puñetazos me golpeaban los brazos y el pecho.

Todo lo que podía ver era la locura desatada de Dillon y el recuerdo nauseabundo de su hua oscura y abotargada. ¿Era aquella la promesa que el libro me hacía a mí también? ¿La garra oscura de gan hua y la demencia incontenible? No había elección. Tenía que permitir que las palabras ácidas introdujeran su poder en mi mente. Tenía que arriesgarme a la locura. Todo lo demás había fallado.

A nuestro alrededor, el muro que nos circundaba emitía oleadas de lluvia cargada de piedras hirientes y barro. El aire se rizaba y formaba corrientes de agua que se cruzaban y chocaban entre sí. Era como si alguien estuviera vaciando inmensos cubos desde todas direcciones. Un árbol arrancado de raíz salió disparado de entre la lluvia torrencial, girando sobre sí mismo, y abrió una grieta en el barro al aterrizar cerca de donde estaba Solly. Pocos metros más allá, Kygo se agachó para esquivar un arbusto que pasaba rozando su cabeza y se alejaba rebotando por la ladera inundada. Todo se nos echaba encima.

Cerré la mano alrededor de las perlas y recé de nuevo a Kinra, sólo que esta vez le pedía que convocara al libro negro y le permitiera grabar su hua oscura en mi mente.

El calor golpeó mi mente como una fuerza física, palpable. Me tambaleé y Dillon perdió el equilibrio. Las perlas se enroscaban, pellizcaban la piel de nuestras manos como una serpiente constrictora, arrastrando al libro sobre el puente que formaban nuestras muñecas. Una rabia agria me agostó la boca y la garganta, secando mi alarido de dolor hasta convertirlo en un lloriqueo.

El libro venía hacia mí, y con él, su poder infernal.

—¡No! —Dillon agitó su cuerpo contra el mío—. ¡No!

Su fuerza me derribó. Hinqué las rodillas en el agua embarrada, y al caer arrastré a Dillon junto a mí. Apoyó su hombro en el mío y tiró con fuerza de las perlas, que no dejaban de contorsionarse. Me arañó la carne y usó mi sangre para deslizar los dedos por debajo de las gemas. Le embestí con el peso de mi cuerpo, pero sólo conseguí añadir más inercia a su estirón. El libro se elevó. Dillon tiró de nuevo de las perlas, mientras murmuraba palabras que proclamaban su poder. Finalmente, en una explosión de perlas liberadas y estridente hua, consiguió arrancar el libro.

Aullé al sentir que la antigua energía se soltaba de mí.

Durante un momento, vi la expresión delirante de triunfo en su rostro. Entonces, el torbellino de agua cayó con un gran estruendo que levantó penachos de barro en una serie de explosiones a nuestro alrededor. Inmensos picos de agua colisionaban en todas direcciones, y estallaban en olas inflamadas y ondulantes, ennegrecidas por el barro y los escombros. Vi desaparecer a Solly y Dela bajo la turbia riada que se abalanzaba sobre nosotros. Cerca de la línea de árboles, una ola en retroceso atrapó a un grupo de soldados que huían corriendo y los arrastró tirando de sus armaduras de cuero. Un caballo relinchó brevemente, pero el sonido que producía dejó de oírse en el instante en que el agua lo engulló. Me acerqué a Dillon con la esperanza de poder sujetarlo antes de que aquella fuerza nos golpeara de lleno, pero sólo conseguí arañar su camisa con los dedos. Oí que Kygo gritaba mi nombre. Estaba casi al alcance de mi mano. Pero Dillon también. Arremetí nuevamente contra el chico. Las perlas se enrollaron alrededor de su brazo, protegiendo los bordes del libro. Sabía que al agua estaba llegando.

La ola me golpeó como un mazo. Primero echó mi cuerpo hacia atrás, y después me arrastró bajo su oscura superficie. Me hacía girar sobre mí misma, tropezar y retorcerme. No podía oír más que el torrente de agua y mi corazón, que latía con fuerza ante la falta de aire. Mis piernas quedaron aprisionadas por los pesados pliegues del vestido. Piedras y tallos de plantas se arremolinaban a mi alrededor y me lastimaban. No hay aire. No hay aire. ¿Estaba boca arriba o boca abajo? Algo me golpeó el hombro. Me agarré a ello. Era una rama que flotaba como una boya. Arriba. Por favor, hacia arriba. Coceé frenéticamente para liberar mis pies, que estaban sujetos en la maraña del vestido. Sentí un dolor punzante en el pecho. Era mi último aliento. Arriba, arriba. Aún agarrada al pedazo de madera, salí a la superficie, jadeando. Me silbaban los oídos a causa del aire que los aliviaba y del estrépito ensordecedor del agua.

Algo me tiró de la manga.

—Agarraos al árbol.

Era el rostro borroso de Yuso. Alargué el brazo hacia él. Su mano, firme y fría, encajó con la mía, y entonces me izó hasta lo alto de un fuerte tronco redondeado.

—Sujetaos —gritó, mientras me pasaba un brazo por detrás del hombro.

El tronco giró, empujado por un remolino, y luego se dejó llevar de nuevo por la furiosa corriente que se deslizaba colina abajo. Sombras pálidas bajo el agua turbulenta pasaban veloces, chocando entre sí. Cuerpos cuyas extremidades se agitaban y rozaban mi piel. Un caballo nos acompañó unos metros. Nadaba, sollozaba, luchaba denodadamente por mantener la cabeza a flote sobre la turbia corriente. Hasta que nuestro tronco quedó enganchado con otro y se bamboleó. Durante un instante, vi a Dillon aferrado a un árbol, con el libro negro y sus perlas retorciéndose, hormigueantes, en el brazo. Parecían ratas encaramándose a un lugar elevado para escapar del agua. El collar se enroscó en una rama y lo izó hasta dejarlo a salvo.

Entonces, nuestra improvisada balsa quedó libre. Yuso y yo nos vimos arrastrados nuevamente en una caída vertiginosa ladera abajo.