7

El amanecer iluminó por fin el cielo. Me apoyé en los codos, cansada. Las arrugas que se habían formado en la delgada manta de viaje, debajo de mi cuerpo, parecían un mapa de la desazón nocturna. Sin duda, el nuevo día pondría fin a la oscura inquietud que me había tenido despierta durante horas, reviviendo la caricia de la perla. Me levanté penosamente e intenté sacudirme las persistentes sensaciones que seguían murmurando en mi sangre.

Sabía que Kygo también estaba inquieto por lo que había sucedido entre nosotros. Tras recobrar el sentido, apenas había podido susurrar «Ido está vivo» antes de que me ordenara alejarme de él, ronco de rabia. Tal vez él también había percibido la presencia de Kinra.

Con aquel pensamiento, una nueva amenaza afloró a la superficie. No había tocado las espadas de Kinra durante la noche, y sin embargo algo me había empujado hacia la perla del mismo modo que lo había hecho ella varios siglos antes. Esta vez había sido diferente; no había aparecido la rabia, tan sólo una resuelta determinación. Quizá su deseo se había fundido con el mío y había quedado tan subyugado que no reconocía la diferencia. Aquella posibilidad era como una mano de hielo estrujando mis entrañas.

Hice un movimiento giratorio de los hombros para desentumecer las articulaciones. Kygo seguía sentado en el mismo lugar donde yo lo había dejado horas antes, un poco más allá de Vida y Solly. Aunque no me lo había dicho, estaba segura de que planeaba rescatar a Ido. ¿Acaso no se daba cuenta de que aquello sería como coger a una serpiente por la cola? Hice acopio de toda mi fuerza de voluntad para evitar mirarlo a la cara, pero una parte de mí sabía que vigilaba cada uno de mis movimientos. Era como si su hua comprimiera la mía.

Cerca de allí, Yuso estaba de pie junto a Tiron y golpeaba ligeramente con las botas al joven guardia para que se despertara. ¿Seguirían al Emperador en tan arriesgada y repugnante empresa? Eran miembros de la guardia imperial, pero yo no era capaz de imaginar cuán profunda era o dejaba de ser su lealtad. Yuso, cuanto menos, ponía en duda el juicio de su señor. No había, en cambio, duda alguna en cuanto a Vida y Solly. Formaban parte de la resistencia; devolver el trono a Kygo era su causa.

La dama Dela también lo seguiría, aunque en su caso la lealtad era producto de la necesidad. A diferencia de su hermano y su sobrino, Sethon no toleraba la diversidad. En especial, de la índole de Dela. Estaba sentada en su manta con el manuscrito rojo abierto ya sobre la falda; las facciones de su rostro eran signos de su intensa concentración. De vez en cuando echaba una ojeada a Ryko, que patrullaba por el perímetro del claro, pero él tenía la vista fijada en el bosque que nos rodeaba. Ryko era leal al Emperador, pero se mostraría reacio ante cualquier plan que involucrase a Ido. Excepto, tal vez, si se trataba de matarlo.

—Dama Eona —dijo Vida, con una reverencia—. Su Majestad me envía para que os asista.

Kygo se había levantado y nos daba la espalda. Estaba hablando con Yuso. Quizá me había equivocado al pensar que me observaba. Había estado pendiente del momento en que debía enviarme a Vida.

—Arriba —me dijo ella, ofreciéndome la mano.

Tiró de mi brazo para levantarme, y yo contuve un gruñido; no quería parecer un aldeano viejo y achacoso. Me bastaba con apestar a mozo de cuadra.

—Necesito lavarme.

—Tendréis que ir deprisa, Mi Señora. Su Majestad quiere que nos reunamos.

No podría ser cosa rápida, pero asentí y la seguí renqueando hacia el bosque. Avanzamos zigzagueando entre la espesa maraña de serbales. Los primeros rayos de sol apenas conseguían atravesar el palio que formaban las ramas, antes de alcanzar el suelo cubierto de hojas secas. Recorrimos un corto trecho hasta el arroyo, pero al llegar, la brisa del alba ya se había transformado en un viento fuerte que anunciaba las lluvias monzónicas.

—Id con tiento —me avisó Vida. Los márgenes están embarrados por las inundaciones.

La hierba, a ambos lados del torrente, estaba alisada, un signo evidente de que las aguas habían retrocedido. Unos pasos más abajo había una ancha franja de barro revuelto, en la que se podían ver las profundas huellas de las pezuñas.

—No tengo ningunas ganas de pasar otro día entero montada en aquel caballo —dije, con la esperanza de crear un poco de complicidad entre nosotras. Me siento como si me hubieran retorcido el cuerpo y luego me hubieran atado con un nudo para toda la eternidad.

Visa sonrió.

—Se os pasará.

—Eso me han dicho. —Tanteé el suelo con el pie, estaba blando pero resistía mi peso. Me puse en cuclillas, metí la mano en el agua fría y dejé que se colara entre mis dedos—. No parece que te afectara la cabalgada —añadí—. ¿Hace mucho que aprendiste a montar?

El silencio duró demasiado para una pregunta como aquella. Me volví a mirarla.

Vida estaba de pie, con los brazos alrededor del cuerpo y los ojos enrojecidos por un llanto reprimido.

—Me enseñó mi prometido.

Durante largo rato estuvimos quietas, cada una de nosotras presas en el dolor de la otra: su pérdida y mi creciente sentimiento de culpa. Su prometido era uno de los aldeanos.

—No lo sabía. Lo siento… —susurré. Eran palabras insuficientes.

—La dama Dela dijo que no podíais controlarlo.

—Así es.

Vida asintió, como para aceptar mi respuesta.

—Debéis conseguirlo.

Volví mi rostro hacia el agua que bajaba con fuerza, lejos de su tristeza. Tenía los dedos entumecidos por el frío. Los froté con la falda para calentarlos. Convenía que dijese algo, unas palabras tranquilizadoras, o tal vez otra disculpa, pero cuando miré por encima del hombro, Vida se estaba adentrando ya en los matorrales.

Volvería, nunca desobedecería una orden del Emperador. Aun así, merecía unos minutos de soledad en su aflicción. Aunque yo no podía ofrecerle ningún consuelo valioso, sí podía, por lo menos, aprovechar aquellos momentos en que estaba sola para hacer honor a su súplica e intentar controlar mi poder. Aunque sólo fuera para pedirle a Kinra que dejara de apuntar a mi corazón con su odio espiritual hacia Kygo y su codicia por conseguir la perla. Con un poco de suerte, escucharía mi plegaria.

La bolsa con la estela funeraria estaba firmemente sujeta bajo mi faja. Tiré de ella para sacarla a la luz, aflojé el cordón que la anudaba y la abrí. Las dos pequeñas placas de madera lacada, de la longitud de un dedo, resbalaron hasta la palma de mi mano. Tomé la más lisa de las dos: una línea finamente grabada recorría el reborde, y varios caracteres tallados con precisión representaban el nombre de «Charra». Mi antepasada desconocida. La devolví a la bolsa y metí la bolsa nuevamente entre los pliegues de la faja para no perderla. No tenía nada contra Charra.

La otra placa estaba mucho más ajada, pero aún podían verse en ella restos de la elaborada decoración. Reseguí con el pulgar los caracteres de «Kinra», elegantemente grabados y rematados con pequeñas incrustaciones de oro, y acaricié el diminuto dragón, retorcido bajo su nombre a modo de rúbrica.

Me arrodillé, chapoteando involuntariamente en el suelo embarrado. El agua fría empapó los bajos de la falda y la enagua. Extendí el brazo y cerré la mano hasta que pude sentir los bordes de la estela a través de las capas de vendaje.

Kinra, Ojo del Dragón Espejo, recé, canalizando todo mi temor y mi frustración a través del puño cerrado. Déjame. Te ruego que dejes de llenar mi corazón con tu rabia y tu deseo. Por favor, deja de intentar hacer daño a Kygo y llevarte la perla.

No era un rezo muy elaborado, pero yo no era un suplicante. Abrí la mano y miré fijamente la reliquia, abrumada por el recuerdo de un santón que había venido a predicar a la fábrica de sal, años atrás. Aquel hombre creía que nuestros ancestros no habitaban sólo en los sepulcros, sino que, insistía, sus espíritus moraban también en las estelas funerarias. Mi amiga Dolana lo había despreciado, decía que no era más que un fanático enloquecido. Ahora, yo me preguntaba si el santón estaba en lo cierto. Tal vez había sido ése el medio que había empleado Kinra para visitarme por la noche.

Aquel pensamiento me hizo temblar y encoger el brazo, y entonces abrí el puño y, aunque lo cerré instintivamente, no tuve tiempo de agarrar la estela. La placa cayó a la corriente y se hundió, girando sobre sí misma, en el limo. Me eché hacia delante para cogerla, pero los pliegues empapados de la falda me impedían mover las rodillas. Aunque estuve a punto de agarrar la placa de nuevo, el agua pronto se la llevó lejos de mi alcance.

Me levanté y me puse a andar por la orilla, resbalando en la hierba encharcada. La placa quedó atascada en una diminuta represa formada por tallos de plantas y barro, que el agua superaba saltando sobre el borde del montículo a punto de desintegrarse.

Me detuve.

¿Y si la dejaba ir? Si dejaba que el agua se llevase la traición de Kinra bien lejos de mi, podría cerrar para siempre una de sus entradas al plano terrenal.

Sin embargo, ella formaba parte de mi historia, de mi legado. Era un vínculo con mi familia.

La placa se deslizó hacia el interior de una grieta que se iba ensanchando.

Me quité apresuradamente las sandalias, luego rasgué el cordón que sujetaba mi falda y me la quité dando un puntapié al aire. Me metí en el agua. El frío me mordía las espinillas, las rodillas y los muslos, y me cortaba la respiración. La enagua y la túnica me envolvían, empapadas y pesadas, y los extremos de la faja de seda giraban velozmente, colgando de mi cintura, como carpas rojas. La placa resbaló hasta quedar aprisionada contra el montículo, que estaba a punto de deshacerse. Vadeé hacia ella, resistiendo la presión de la corriente contra mis piernas. Las rocas del fondo se movían bajo mi peso, me golpeaban los tobillos y me desgarraban la piel.

Lo que quedaba de aquella diminuta represa se deshizo en un remolino de ramitas y sedimento. La placa desapareció y luego salió de nuevo a la superficie. Traté de asirla, pero sólo conseguía recoger agua, y la corriente se llevaba la placa cada vez más abajo. ¿La había perdido? Concentré la mirada en la superficie inquieta del agua. La placa reapareció a un brazo de distancia. Me abalancé sobre ella. Mientras mis dedos la alcanzaban y se cerraban para no dejarla escapar, resbalé y caí de rodillas sobre el lecho rocoso, y el agua me empapó el pecho. Pero tenía la estela.

Conseguí ponerme en pie, tambaleándome. La persecución de la reliquia me había llevado hasta donde abrevaban los caballos. Me arrastré hasta la orilla. La túnica y la enagua chorreaban, y el agua resbalaba sobre mis piernas magulladas. Un barro frío parecía rezumar de los dedos de mis pies.

Limpié una mancha de limo de la placa. Kinra era parte de mí; intentar alejarme de su estela funeraria no cambiaría la herencia. Tampoco evitaría la carga de su traición. Pasé la mano por la faja mojada y encontré la bolsa; la placa de Charra también estaba a salvo. Suspiré aliviada, extraje la bolsa, que goteaba empapada, la agité para secarla y guardé en ella la reliquia de Kinra.

—¿Eona?

Di media vuelta. Dela estaba de pie, en el límite del bosque.

—¿Estáis bien?

—Perfectamente.

Endulcé la brusquedad de mi respuesta con un rápido movimiento del brazo y fui renqueando hacia el lugar donde había dejado abandonadas la falda y las sandalias.

—Su Majestad quiere que nos reunamos. Partiremos pronto.

Dela se puso a andar por el terreno humedecido, levantando los pies cuidadosamente, como si calzase unas pantuflas de seda en lugar de sus resistentes sandalias de comerciante. Chasqueó la lengua.

—Estás empapada.

Ambas nos giramos al oír el sonido de alguien que se acercaba. Vida apareció desde el bosque, varios metros más arriba, y se detuvo al ver que la observábamos. Incluso desde donde estábamos nosotras, pude ver que el llanto había enrojecido sus ojos.

—Vida —dijo Dela—. ¿Tenemos ropa seca para la dama Eona?

—Sólo tenemos lo que llevamos puesto —dijo Vida.

—Intercámbiala con ella, entonces, hasta que se seque la suya.

Vida arrugó la barbilla.

—No —intervine—. No es necesario hacer eso. Pronto estará seca.

No era cierto, nada se secaba rápidamente en aquellos húmedos días del monzón, pero no quería echar más leña al fuego del resentimiento.

Dela rechazó mi protesta con un gesto del brazo.

—No puedes cabalgar con la ropa mojada en el mismo caballo que el Emperador. Mojarías también la suya.

No podía objetar nada a ese argumento. Me puse encima el vestido de Vida, mientras ella luchaba por meterse dentro de los pliegues llenos de agua de mi falda, mis enaguas y mi túnica.

—Lo siento —dije en un susurro.

Me lanzó una mirada de desaprobación.

Tiré del cuello demasiado abierto de aquel vestido de criada. Cuando lo llevaba Vida, le caía a la perfección, dibujando discretamente sus curvas. En cambio, a mí me iba muy ancho, y el escote se abría para enfatizar lo anguloso de mis clavículas. Tiré de nuevo hacia arriba con una mano, mientras con la otra recogía la ropa a la altura de la cintura.

—Esperad. Dejad que os ayude. —Dela me envolvió con la áspera faja—. Esto sujetará el vestido.

Se entretuvo tirando y apretando hasta que todo quedó bien fijado, aunque el escote seguía demasiado bajo. Pasé las manos firmes por la pálida piel de mi pecho; las clavículas no eran lo único que quedaba enfatizado.

Vida se agachó y recogió la bolsa del suelo.

—No olvidéis esto, Mi Señora —dijo, mientras me la pasaba.

Estaba bastante segura de que la estela funeraria de Kinra no era tan peligrosa como sus espadas, pero, aun así, no quería llevarla conmigo.

—Dama Dela. ¿Llevaréis esto por mí? —Alargué el brazo con la bolsa—. ¿Junto con el diario?

Dela miró la bolsa que le tendía.

—Vida, regresa con los demás —dijo con firmeza—. Di a Su Majestad que pronto estaremos con vosotros.

Vida le lanzó una curiosa mirada, pero enseguida se dirigió hacia el bosque. En cuanto hubo desaparecido de la vista, Dela alargó el brazo, pero en lugar de coger la bolsa, me agarró por la muñeca.

—¿Qué ocurre, Eona?

Intenté dar un paso atrás, pero ella me retuvo.

—No queréis llevar el diario, las espadas ni la brújula —dijo—, y ahora pretendéis que lleve yo las placas funerarias de vuestras antepasadas. Algo va mal.

Me mordí el labio inferior. Tendría que haber recordado la agudeza de Dela; al fin y al cabo, había sobrevivido en la corte merced a su ingenio y perspicacia. No tenía ninguna duda de que quería ayudarme; Dela siempre estaba dispuesta a ayudar. Sin embargo, hablarle a ella de Kinra sería como contárselo todo a Ryko… y Ryko no tardaría en decírselo al Emperador.

—No sé qué queréis decir —repuse—. Nada va mal. —Me solté con un segundo tirón—. Su Majestad espera.

Introduje la bolsa en el hondo bolsillo del vestido de Vida. Pronto me desharía de aquella ropa que tan mal me sentaba y, con ella, también me quitaría de encima la placa de Kinra.

Llegué al claro antes que Dela. Ella se había retrasado unos metros. Sin duda, la distancia necesaria para reprocharme en silencio que hubiera rechazado su ofrecimiento de ayuda. Durante nuestra ausencia, habían levantado el campamento y ensillado los caballos. Los únicos signos de nuestra presencia allí eran la hierba apisonada y el terreno embarrado alrededor de los árboles, allí donde estaban atados los caballos.

El Emperador esperaba, de pie y con los brazos cruzados, y el resto de la tropa se hallaba de rodillas formando un amplio semicírculo ante él.

—Dama Eona. —Con un gesto, Kygo indicó que me acercara.

¿Les habría dicho ya que era su naiso? Todos me miraban mientras me acercaba caminando por la hierba, pero no mostraban signos de extrañeza ni desaprobación.

Aún no lo sabían.

Kygo me inspeccionó con una rápida ojeada.

—¿No estáis herida?

—No lo estoy. —Crucé los brazos sobre el pecho—. Gracias —añadí torpemente.

La llegada de Dela hizo que desviara su atención. La contraria se hundió en una profunda reverencia al estilo de la corte, murmurando sus disculpas. Se dejó caer de rodillas junto a Ryko mientras yo llegaba donde estaba el Emperador. Con un breve gesto, Kygo me indicó que debía quedarme de pie, detrás de él y a su izquierda.

—Posición tradicional —me dijo al oído—. Proteges mi flanco débil. —La calidez de su aliento hizo que mis mejillas respondieran tiñéndose de rubor.

Ninguno de los seis rostros que tenía delante parecía haberse dado cuenta del simbolismo de mi posición junto al Emperador. Ciertamente, ¿por qué deberían haberlo percibido? El viejo emperador nunca había nombrado un naiso, y además, una mujer consejera era algo impensable.

Ryko seguía mirándome con dureza, con la barbilla levantada. No había perdón por aquel lado. Solly se mostraba expectante, su rostro terriblemente feo estaba enrojecido y brillaba a causa del calor. Vida se alisaba la túnica húmeda sobre los muslos, sin dejar de mirar atentamente a Kygo. La expresión vigilante del capitán Yuso era la misma de siempre. Junto a él, Tiron parecía agitado, pero hacía cuanto podía por imitar la calma y confianza de su superior. Percibí una rápida mirada de soslayo de Dela hacia Ryko; le preocupaba el isleño. A mí también.

—Desde que cayó el palacio —dijo Kygo—, hemos estado reaccionando a la estrategia de mi tío. Ahora ha llegado el momento de que actuemos.

Yuso asintió con la cabeza.

—Habréis notado un cambio en las lluvias y los vientos —prosiguió Kygo—. Sin el círculo completo de dragones y Ojos de Dragón, nuestra tierra está desprotegida ante los antojos de los demonios del tiempo y la ira de la tierra. —Volvió la cabeza hacia mí—. La dama Eona tampoco puede controlar las fuerzas de la tierra por ella misma. No ha recibido instrucción y, de momento, no puede usar su poder.

Aunque hablaba sin emoción en la voz, el escueto anuncio de mi fracaso me hizo avergonzar. No osé mirar a los presentes en el semicírculo; podía sentir su decepción como mil agujas pinchándome la piel.

—¿No puede usarlo en absoluto, Majestad? —preguntó Yuso. Me estremecí al percibir la consternación en el tono de aquel hombre.

—La dama Eona necesita entrenamiento —dijo Kygo, con firmeza—. Ésta es la razón por la que iremos a palacio para liberar al Señor Ido.

Nadie se movió. El fuerte latido de mi corazón era todo cuanto yo podía oír.

—¿Liberar a Ido? —dijo Ryko, finalmente, mientras se sentaba sobre los talones—. ¿Queréis liberar a ese bastardo asesino?

—Sí, tenemos que liberar a Ido; al Señor Ido. —El suave énfasis del Emperador era un aviso.

Ryko agachó la cabeza, pero buscó apoyo con la mirada en el semicírculo, y lo encontró.

—Majestad —dijo Solly, inclinando la cabeza, disculpad la brusquedad de mis palabras, pero no podemos acercarnos al palacio. Es demasiado peligroso. Tenemos que encontrarnos con la resistencia del este, en lugar de desviarnos de nuestro camino en pos de una vana empresa.

—Está lejos de ser vana —dijo Kygo, con frialdad—. En la guerra cuentan más cosas que el simple número de soldados de cada bando. Se gana o se pierde por cinco factores fundamentales, el primero y más importante de los cuales es el hua-do de la gente. Si la voluntad de las personas no va al unísono con la de quien las gobierna, entonces se perderá la guerra.

—Majestad —dijo Tiron, con voz vacilante—. Soy verdaderamente estúpido, pues no sé ver de qué manera se gana el hua-do de la gente liberando al Señor Ido. No es amado, sino odiado por el pueblo.

Kygo frunció el ceño.

—Ésta es mi decisión. No discutiremos más.

—Majestad —intervine—, ¿puedo hablaros en privado?

Me di la vuelta para dejar de ver las expresiones de desconcierto y me alejé unos pasos. El Emperador me alcanzó.

—Tal vez querrías explicarles los motivos —dije en voz baja. Me miró con dureza.

—¿Explicárselo? Lo único que deben hacer es seguir mis órdenes. La disciplina es el segundo factor fundamental.

—Siempre seguirán tus órdenes —dije—. Pero será más fácil si van a la una contigo, por así decirlo. Si comprenden la estrategia. Hizo una sonrisa irónica.

—Empleas mis propias palabras para darme consejo, naiso, y además añades mayor sabiduría. —Me puso la mano en el hombro—. Ganar su hua-do para ganar la guerra. Gracias.

Ambos miramos su mano sobre mi clavícula desnuda. Volví a sentir el calor ruborizando mis mejillas. Él se llevó la mano libre a la perla de la garganta, y también se ruborizó.

Se puso a andar súbitamente en dirección al grupo. Esperé un poco más, lo necesario para que el rubor abandonara mi rostro, antes de seguirlo. Esta vez, sí hubo quien se percató de la importancia de mi posición junto a él; Dela respiró profunda y ruidosamente, y sus ojos coincidieron con los míos. No pude descifrar del todo su expresión. Era de sorpresa, por descontado, pero había algo más. Algo cercano al asombro.

—Sólo quedan con vida dos Ojos de Dragón —dijo Kygo—. Uno está aquí —indicó señalándome y ladeando la cabeza, el otro es prisionero de mi tío. A nuestro alrededor, la tierra se ve azotada por la pérdida de sus Ojos de Dragón protectores. Estamos siendo testigos de las inundaciones que provocan los monzones desatados. Se arruinan las cosechas, y con ello llegarán las hambrunas y las enfermedades. No todo serán inundaciones y cosechas perdidas. Habrá corrimientos de tierra, tsunamis, ciclones, terremotos. Habrá más destrucción, más desesperación, más muerte.

Miró al cielo. Inexorablemente, todos levantamos la cabeza. Un oscuro banco de nubes bajas se extendía de norte a sur, y el viento cálido transportaba el suave olor penetrante, metálico, de la lluvia.

—El emperador que devuelva la protección de los dragones ganará el hua-do del pueblo —prosiguió Kygo—. Y el emperador que posea el hua-do del pueblo, gobernará. —Hizo una pausa para permitir que aquella verdad implacable penetrase en su objetivo—. Ésta es la razón por la que debemos rescatar al Señor Ido. No podemos permitir que mi tío tenga bajo sus órdenes a un Ojo de Dragón, aunque sea mediante coacción. Y debemos conseguir que los dos Dragones Ascendentes trabajen juntos para calmar la tierra y mostrar al pueblo que podemos protegerlo.

—Majestad, no hay garantía alguna de que el Señor Ido quiera ayudarnos, ni siquiera si logramos sacarlo del palacio —dijo Ryko.

—Es cierto. No hay garantías. Podemos tener la certeza, en cambio, de que sin el Señor Ido, la dama Eona no podrá usar su poder. Tiene que recibir instrucción, y él es el único Ojo de Dragón que queda para hacerlo.

Había otra certeza que sólo yo conocía. Ido aprovecharía la oportunidad para moldear mi poder. Estaba convencido de que yo era la clave para acceder al Collar de Perlas y al trono. Por un momento, consideré la posibilidad de compartir aquel temor, pero la idea de Ido accediendo a mi poder no tranquilizaría a nadie.

También existía la posibilidad de que yo hubiera provocado un cambio real en él.

Yuso hizo una profunda reverencia, y los demás le imitaron sin perder tiempo.

—Vuestra es la sabiduría celestial, Majestad —dijo. Se oyeron murmullos de aprobación en el semicírculo.

—Cuento también con un excelente consejero —dijo Kygo—. La dama Eona ha aceptado ser mi naiso.

—¿Qué? —Ryko deshizo la reverencia.

Yuso no tardó en hacer lo mismo. Su rostro reflejó primero perplejidad y luego incredulidad. Agaché la cabeza para prepararme ante el estupor general, y los demás se convirtieron en una imagen borrosa.

—¡No, Majestad! —Ryko estaba tan airado que cayó de rodillas al suelo—. No la conocéis.

Sentí el veneno en su voz como una bofetada. Apreté los puños.

—¿Una muchacha, Majestad? ¿Cómo puede daros consejo una muchacha? —imploró Yuso—. Va contra la naturaleza de las cosas.

—No es una simple muchacha —dijo Dela—, sino el Ojo de Dragón Ascendente.

—No tiene instrucción —replicó Yuso—. Ni experiencia militar. No sabe nada.

—No es la primera vez que una mujer es nombrada naiso —dijo Dela.

Levanté la cabeza; ¿lo había oído bien? ¿Otra mujer?

—El Emperador ha elegido a la dama Eona. —La osadía de Vida dotaba a su voz de un timbre agudo.

—Vida, deja hablar a los mayores —espetó Solly.

—¡Ya basta! —A la orden del Emperador, todos volvieron a sus profundas reverencias. La dama Eona es mi naiso. Fin de la discusión.

Ryko levantó lentamente la cabeza.

—Majestad, os ruego que me dejéis hablar. Como miembro de vuestra guardia de confianza y como súbdito leal.

Kygo suspiró de impaciencia.

—No abuses de esos vínculos, Ryko.

—Os lo ruego, Majestad. Es por vuestra propia seguridad. —Ryko me miró, y la hostilidad que reflejaban sus ojos fue como un puñetazo en mi pecho.

Kygo asintió.

—¿De qué se trata?

—No se puede confiar en la dama Eona como portadora de la verdad.

—Ryko —susurró Dela, junto a él—. No.

Solly y Tiron levantaron la cabeza, tensos y expectantes. Vida continuó inmóvil, postrada.

—¿Acusas a la dama Eona de mentirosa?

—Sí.

Kygo asintió.

—Es una justa acusación.

Entrecrucé los dedos e intenté descargar toda mi angustia presionándolos con fuerza entre sí. Al fin y al cabo, Kygo no confiaba en mí. Debió de haberse dado cuenta de que le había mentido aquella noche.

—Una acusación que la dama Eona admitió por sí misma —añadió—. Todo eso pertenece al pasado.

Mi tensión cedió. Kygo me miró con una sonrisa tranquilizadora.

—Pero no se trata de simples mentiras, Majestad.

Ryko se irguió. Observé al isleño. Le habían dicho que no importaba y, sin embargo, seguía insistiendo.

—Es más insidioso que eso —dijo—. Se trata de medias verdades y omisiones…

Di un paso adelante. Aquello ya no era producto del deber, sino pura malicia.

—Ryko —dije—. Ya es suficiente.

En su cara se leía que ni siquiera había escuchado mis palabras.

—… y aunque os diga alguna verdad, no podéis…

Mi ira crecía como una criatura salvaje pidiendo a gritos su libertad. Alcanzó a Ryko y se clavó en su fuerza vital. Sentí que el latido de su corazón se unía al mío y que el rápido ritmo de su rencor quedaba arrinconado por el embate de mi furia. Estaba controlando su hua. Lo controlaba a él. El torrente de energía me hizo dar otro paso hasta situarme por delante del Emperador.

Ryko me miró a los ojos.

—¡No! Lo jurasteis…

Estaba volviendo a ocurrir. Igual que en el lugar de la batalla. Ryko intentó ponerse en pie, yo sentía la tensión de su energía, pero sus miembros estaban congelados, obligados a obedecer. Gotas de sudor resbalaron por su cara, causadas por su lucha contra el peso del poder. Contra mí. ¿Por qué se resistía? Obedecer era algo natural en su posición. Con un simple pensamiento, le forcé a doblar más y más la espalda, hasta hundir la cara en la hierba.

Sus ojos seguían fijos en mí, y en ellos se leía un grito. Podía hacer con él lo que me viniera en gana.

Una idea se abrió paso con toda claridad entre el poder cegador: le estaba haciendo a Ryko lo que Ido me había hecho a mí. Sentí una vergüenza fría que aplacó mi furia. ¿En qué estaba pensando? Ryko era mi amigo. Tomé aliento profunda y desesperadamente y me concentré en mi fuerza interior, buscando el vínculo a tientas. Fuese lo que fuese, tenía que encontrarlo. Romperlo. Le había dado mi palabra.

Estaba muy dentro de mí; era una sola fibra de su hua, entretejida en el intrincado tapiz de mis propios dibujos de vida. Un conducto hacia su fuerza vital que podía aprovechar en cualquier momento mediante la ira o el temor. Pero, una vez asido, ¿cómo se suponía que podía soltarlo? Su brillante energía palpitaba a través de mí, arrastrada por la corriente tumultuosa de mi propia hua. Era como intentar contener un torrente de agua con las manos.

—Ryko, ¡no puedo pararlo!

Una silueta se levantó y vino directamente hacia mí. El impacto me lanzó hacia un lado, y el dolor se extendió por mi mandíbula como una explosión. Me tambaleé y caí pesadamente de rodillas. El dolor agónico en la cara y las piernas magulladas me doblegó y el vínculo con Ryko se rompió. La súbita liberación me hizo resoplar. A través de las lágrimas, vi la imagen borrosa de Dela, encima de mí, con la mano aún levantada.

—¡Dela! ¡No! —Yuso la arrastró unos pasos atrás. No muy lejos, Ryko estaba en el suelo, hecho un ovillo, jadeando en busca de aire.

Kygo se agachó.

—Dama Eona, ¿estáis bien? —dijo.

Tenía la mano apoyada en mi espalda, y aquel suave peso me tranquilizaba.

Moví afirmativamente la cabeza. El dolor aumentó al hacerlo. Ahuequé las manos sobre la mandíbula y la moví con precaución de lado a lado. Dela me había golpeado con fuerza masculina.

—Perdonadme, dama Eona —dijo, mientras se deshacía con un tirón del agarrón de Yuso y se agachaba frente a mí.

Escupí, y sentí la calidez y el sabor a cobre de mi sangre. Toqué con la lengua la hinchazón suave e irregular de mi mejilla. Me la había mordido.

—¿Tenías que atizarme tan fuerte?

Dela inclinó la cabeza.

—No sabía qué otra cosa hacer.

Asentí, con una mueca.

—Al menos, conseguiste detenerlo.

—¿Eran los otros dragones? —preguntó Kygo—. ¿Acudieron a través de vuestro vínculo con Ryko? —Leyó mi sorpresa en el rostro—. Anoche, escuché por encima vuestra discusión, Ryko hablaba muy alto.

—No sé lo que era, Majestad. —Fui hacia Ryko, esperando que no me hiciera más preguntas. El isleño seguía encorvado y respiraba pesadamente—. Lo siento, Ryko, no podía pararlo.

—¿Estás bien? —le preguntó Dela, que cubría a gatas la escasa distancia.

—Apartaos.

Yo no sabía si su brusquedad iba dirigida a mí o a Dela. Tal vez a ambas. Dela se detuvo cerca de él, atrapada entre su propia necesidad de asistirlo y la rabia exaltada de Ryko. Era un hombre orgulloso, y ahora se había visto doblegado por una mujer y salvado por una contraria. No se olvidaría fácilmente de ninguna de las dos.

Vida se acercó a él con prudencia. Ryko permitió que la muchacha le ayudase a erguir la espalda. La sonrisa de gratitud que le ofreció hizo que Dela se levantase con un respingo y se alejase de ellos caminando por el claro.

Kygo se levantó y me tendió la mano.

—Si estáis en condiciones, nos marchamos. Cuanto antes liberemos al Señor Ido, antes podréis ejercer algún control sobre esos dragones.

Asentí y así su mano. Sin embargo, algo dentro de mí me decía que no habían sido los dragones, ni tampoco Kinra, quienes habían postrado a Ryko.

Había sido yo.

Reemprendimos la marcha, con sus cortas cabalgadas y sus largas caminatas. Esta vez, de todos modos, nos dirigíamos de vuelta a palacio. Gracias a su excelente conocimiento de los bosques, Solly nos mantenía alejados de cualquier carretera o camino. La única excepción fue un puente sobre un río caudaloso. No podíamos correr el riesgo de vadear aquellas aguas torrenciales, de modo que nos aventuramos por una resbaladiza pasarela de campesinos hecha de toscos tablones anudados con cuerdas. Con aquel río atronador a menos de un brazo de distancia bajo nuestros cuerpos, tuve que hacer acopio de todo mi valor para llegar a la orilla, cubierta de musgo viscoso. Los caballos tampoco estaban muy entusiasmados con la idea de cruzar. Para convencerlos, hubo que mezclar las dulces melodías de Solly y la mano de hierro de Ryko.

Las plomizas nubes del monzón seguían nuestro avance corriente abajo. La densa extensión gris sobre nuestras cabezas era como una manta asfixiante de calor, aunque de vez en cuando sentíamos una corriente de aire más fresco que nos refrescaba la piel sudorosa con su promesa de lluvia. La inminente precipitación torrencial añadía urgencia por encontrar al grupo de la resistencia que, según Vida, se hallaba por los alrededores. Nos darían cobijo hasta que pasasen las lluvias y nos ayudarían a evitar los desprendimientos de tierras enfangadas, dijo; más importante todavía: tendrían información sobre los movimientos del ejército de Sethon.

Ryko se ofreció voluntario como explorador, y pasó la mayor parte de la mañana en posición avanzada con respecto al resto, regresando a intervalos para dar novedades a Yuso. Sólo una vez intentó Dela hablar con él, pero su fría respuesta de compromiso la dejó absorta en un silencio afligido.

Yo cabalgaba con Kygo, como el día antes, y durante los largos y trabajosos trayectos a pie, él me instruía en la sabiduría de Xsu-Ree. Su padre siempre había insistido en que debía memorizar las Doce Canciones del Arte de la Guerra, y mientras nos abríamos paso entre la maleza, me las recitó en el tono propio de los secretos, de modo que su voz sólo era audible si andábamos uno junto al otro, bien arrimadas nuestras cabezas. Cada canción contenía una serie de conocimientos sobre un elemento de la guerra. No comprendí del todo ninguna de ellas, pero algunas despertaron mi imaginación: la Canción del Espionaje, con sus cinco tipos de espías, y la Canción de las Llamas, que hablaba de los cinco modos de atacar mediante el fuego. En los compases de la voz grave de Kygo, escuché la amenaza traicionera de los agentes dobles y los aullidos de los hombres quemados vivos. Con aquel talento, podría haber sido uno de los Grandes Poetas.

—¿Recuerdas los cinco fundamentos de la primera canción? —preguntó una vez hubo dejado de recitar.

Era cerca de mediodía y avanzábamos paralelos al río. El agua quedaba oculta tras una densa arboleda de pinos. Para entonces, las empinadas laderas de las montañas se habían transformado en una cuesta suave, y entre los matorrales correteaban faisanes de largas colas. Los grillos emitían su zumbido, saludando al calor, y saltaban a nuestro paso entre la hierba mojada. Señal de buena fortuna, habrían dicho algunos. Kygo se desabrochó el cuello de la túnica, una concesión a la sofocante humedad. Me di cuenta de que yo miraba fijamente la poderosa columna de su cuello y la piel suave en la base dañada por las brutales puntadas tumefactas que rodeaban el soporte de oro de la perla. No sabía si era Kinra o el recuerdo del tacto de la gema lo que atraía mi mirada. Los confines entre una cosa y la otra se habían vuelto borrosos.

Unos metros más adelante, Tiron conducía a Ju-Long. El caballo, curtido en la batalla, avanzaba sin inmutarse por la presencia de las aves que desaparecían prontamente a su paso, escondiéndose en el sotobosque. Un buen trecho atrás, Solly, Yuso y Vida guiaban a los otros caballos en fila desordenada. Dela caminaba sola, combinando su atención al camino que íbamos abriendo a través de los matorrales y la hierba, con la lectura del manuscrito rojo, que llevaba abierto en las manos.

Rebusqué en mi memoria los cinco fundamentos, con la firme determinación de no decepcionar a mi maestro.

—Son Hua-do, Sol-Luna, Tierra, Mando y Disciplina.

Me dolía la mandíbula al hablar, pero al menos la hinchazón empezaba a remitir.

—Aprendes más deprisa que yo —dijo, con una sonrisa.

—Pero tú los entiendes. —Sentí un escalofrío. El vestido prestado, húmedo y estrecho me comprimía la piel. Tenía gotas de sudor pegadas al escote, pero no quería secármelas mientras él estuviese observando.

—Tú también llegarás a entenderlos.

Aunque su firme convencimiento me levantaba el ánimo, no estaba muy segura de que unos pocos días bastasen para captar siquiera los rudimentos más básicos de la sabiduría de Xsu-Ree. Eran muchas las cosas que desconocía, y sólo contaba con la astucia de la esclava de una fábrica de sal y los reflejos de una mentirosa.

Apartó una rama que se interponía en nuestro camino, en un área llena de arbustos espinosos.

—¿Cuál es el Camino de la Guerra? —preguntó.

—El Camino de la Guerra es el Camino del Engaño. —Lo miré de reojo. El diablillo de la malicia estaba presto a clavarme su aguijón—. Éste lo entiendo. Por experiencia.

Se detuvo y dibujó una amplia sonrisa.

—No me cabe la menor duda, querido Señor Eón —dijo con retintín.

Nos quedamos parados, sonriéndonos mutuamente, protegidos por el alto boscaje. Entonces, algo cambió, como si el aire se hubiese comprimido entre nosotros. Se acercó aún más.

—Ahora ya no eres un señor.

Tuve que echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos.

—No, soy…

El resto de mis palabras se perdió en su intensa mirada y en el roce de sus manos en mi mejilla.

Durante un momento, sentí el olor punzante de la resina en sus dedos y una suave fragancia a cuero ahumado y caballo. Él tenía la piel empapada de sudor, y el contorno desnudo de su cráneo rapado se perdía en el pelo oscuro que le había crecido en un día. Desde algún profundo lugar en mi interior ascendió la urgente necesidad de alzar el brazo y pasar la mano por el vello erizado.

Pero ya había visto la misma mirada en los ojos de Ido. Y en los del capataz de la fábrica de sal. Incluso en los de mi señor. Di un paso atrás.

—Soy tu naiso —dije.

Era una defensa muy endeble. Él era mi Emperador, y como tal tenía derecho a tomar cualquier cosa que deseara. Sin embargo, dejó caer la mano y guardó la intensidad para otro momento, con un suspiro.

—Mi portador de la verdad —dijo.

Incliné la cabeza. Si nuestras miradas coincidían de nuevo, él vería la fragilidad de mi coraza. Y mi culpa.

—Tienes razón —dijo—. No debería emular a mi padre.

Sus palabras me hicieron levantar la cabeza, pero él ya había vuelto la suya hacia otro lado. Al pasar bajo las ramas de los últimos árboles, arrancó una y la arrojó con tanta fuerza que un faisán levantó el vuelo con un agitado aleteo.

—Tenéis buen talento para irritar a Su Majestad —dijo Dela, detrás de mí.

—Es mi obligación, ¿no os parece? —dije, aunque no estaba muy segura de qué era lo que había ocurrido entre nosotros—. Soy su naiso.

—Éste no es el tipo de irritación que suele provocar un naiso en el cumplimiento de sus obligaciones —dijo con ironía. Me tocó el brazo para urgirme a caminar junto a ella—. Y en esto —añadió—, no hace más que seguir el ejemplo de su padre.

Le puse la mano en el hombro y la obligué a mirarme a la cara.

—Él también ha mencionado a su padre.

Asintió, como si hubiera oído parte de nuestra conversación.

—No era de público conocimiento, pero el viejo emperador tenía un naiso. Mejor dicho: una naiso, su concubina y madre de su primogénito.

—¿La dama Jila era su naiso?

Luché mentalmente para transformar la imagen de aquella elegante belleza en la de una consejera política.

Dela sonrió tristemente.

—Y una muy valiosa, aunque el emperador no quiso escuchar sus advertencias sobre su hermano. Era una mujer muy notable, no era de extrañar que el emperador evitara a las demás.

Ambas miramos a Kygo, que caminaba delante de nosotras, con la espalda erguida.

—No seré su concubina —dije con altivez.

—No captáis la idea —dijo Dela—. La dama Jila no era una simple concubina. Sin duda, tenía el poder de su cuerpo, pero también tenía mucho más.

—No lo entiendo.

—Lo sé. Es algo a lo que debéis llegar por vos misma. —Me mostró el manuscrito rojo, con una expresión sombría—. Vuestra antepasada debió haber tenido más en cuenta los peligros de tanto poder.

—¿Habéis encontrado algo?

Acarició la cubierta de piel y el collar de perlas se agitó en respuesta.

—Éste no es el diario de su unión con la Dragona Espejo.

Cerré los ojos. La decepción llenó mi cabeza con un fogonazo doloroso.

Dela me cogió la mano y la apretó suavemente.

—Lo siento —dijo—. Sé que teníais la esperanza de hallar algo que os orientase. Tampoco creo que haya pistas sobre vuestro vínculo con Ryko.

Le devolví el apretón de mano; Ryko aún sería más infeliz cuando se enterara, y yo sabía cuánto apenaba a Dela causarle algún dolor.

—Entonces, ¿de qué trata el diario?

Bajó la voz.

—Todavía no está claro, pero creo que relata algún tipo de conspiración. Debió de tratarse de información muy peligrosa, en vista de que Kinra creyó necesario escribir la mayoría del texto en un código tan difícil de descifrar. Y también he descubierto un pasaje que no fue escrito por su mano.

—¿Quién lo escribió?

Movió la cabeza en señal de contrariedad.

—No lo sé. No lleva firma de ningún tipo. Son unas pocas líneas al final de todo. —Hizo una pausa—. Narra la ejecución de Kinra, por traición, Eona. No sé lo que hizo, pero el emperador Dao la sentenció a muerte por ello.

Nuestros ojos se encontraron. Aquella mirada contenía toda una conversación: mi vergüenza y el miedo a ser descubierta, la constatación de ello por parte de Dela, y la decisión de guardarnos la información para nosotras.

—¿Es ésta la razón por la que no queréis tocar sus pertenencias? —preguntó.

—Fue una traidora —murmuré, consciente de que aquella deshonra bastaría para Dela. No era necesario que conociese el deseo de Kinra por la Perla Imperial, y la llamada de su energía.

—Es una carga que no habría deseado para vos. —Tocó de nuevo la cubierta de piel, resiguiendo suavemente los tres grandes caracteres repujados—. Kinra era la amante del emperador Dao.

¿Era eso lo que sentía a través de las espadas de Kinra? ¿Amor? Sin embargo, era algo violento, airado, lleno de deseos de muerte.

—Y tenía otro amante al mismo tiempo —prosiguió Dela—. El hombre sin nombre. Parece que su caída tuvo la causa en los nexos de unión de ese triángulo. A medida que descifre el texto, os lo contaré.

—Gracias.

Dela había fijado la atención en el bosque de matorrales que teníamos delante. Kygo se había detenido y había acercado la mano a la empuñadura de su espada. Tiron tiraba de la brida de Ju-Long para obligar al caballo a dar media vuelta.

Entonces vimos lo que ellos ya habían visto: Ryko venía corriendo hacia nosotros, y llevaba a alguien, pequeño, colgando del hombro.

El isleño levantó el puño.

La señal de aviso: el ejército de Sethon.